"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Vida del aventurero Mikael Karvajalka - Mika Waltari

MIKA WALTARI El aventurero ________________________________________ PLAZA & JANÉS, S.A., EDITORES Título original inglés: THE ADVENTURER Traducción de PABLO M. DE SALINAS Portada de GRACIA © 1976, PLAZA & JANÉS, S. A., Editores Virgen de Guadalupe, 21 33 Esplugas de Llobregat (Barcelona) ISBN: 84 01 41066 5 — Depósito Legal: B. 8.443 1976 ________________________________________ GRAFICAS GUADA, S. A. — Virgen de Guadalupe, 33 Esplugas de Llobregat (Barcelona) LIBRO PRIMERO MIGUEL BAST «POLAINA DE PIEL» 1 Nací y me crié en una lejana región a la que los geógrafos llaman Finlandia; hermoso y apartado país desconocido para la mayoría de quienes se consideran cultos. Los pobladores del Sur se imaginan que esta tierra nórdica es desierta e inhóspita, que quienes en ella habitan son salvajes que se visten con pieles de animales selváticos y que, más que hombres libres, son esclavos del paganismo y la superstición. Semejante idea no puede ser más absurda. Finlandia alardea de poseer dos grandes ciudades: la fortificada Viborg, en el Este, y Aboa o Abo, donde nací, en el Sur. Por cuanto hace al paganismo y a la superstición, debe saberse que Finlandia, durante muchas centurias, perteneció a la única y verdadera Iglesia, por más que en los tiempos que corren sus habitantes son juzgados como apóstatas, ya que bajo la férula del inhumano y rapaz rey Gustavo, esta tierra adoptó la doctrina luterana y es considerada como un cordero descarriado del cristiano redil. ¿Por qué maravillarse, entonces, de que sus hijos caigan de nuevo en el salvajismo, la ignorancia y el pecado? Aunque por ello, más habría que censurar a los malos Gobiernos que a los gobernados. Finlandia dista mucho de ser pobre. Sus bosques abundan en caza, y en cualquier sitio a lo largo de sus grandes ríos, la pesca del salmón es siempre productiva. La clase burguesa de Abo se dedica activamente al comercio marítimo, y en la costa de Botnia se aprecia y se practica el arte de la construcción de buques de alto bordo. Abunda la madera para la edificación y, además de pescado salado, desde Abo se exportan pieles y cuencos de madera ingeniosamente labrados; sin hablar de los lingotes de hierro beneficiados en los minerales de la región de los lagos. El tráfico en pescado seco y en arenques salados, que llenan millares de barriles, constituye una tan rica fuente de ingresos, que en todo el país no hay quien adopte la falsa doctrina que ignora los días de vigilia, pues la adecuada observancia de ésta, tal y como lo ordena la Iglesia católica, es esencial para la prosperidad de muchos devotos ciudadanos. He dicho todo esto acerca de mi país natal para mostrar que no hay en mí nada de pagano. Una noche, a finales del verano, cuando yo tenía seis o siete años, Otto Ruud, el almirante jutlandés, llegó por el río, y pasando inadvertido ante los dormidos guardias de la fortaleza de Abo, desencadenó sobre la ciudad un ataque por sorpresa. Y puesto que el odioso saqueo de Abo ocurrió en 1509, cinco años antes de la beatificación de san Hemming, yo debí de ver la luz primera hacia 1502 ó 1503. 2 Conservo el vago recuerdo de cuando caminaba con la ayuda de un andador de suaves tiras de lino. Una alfombrilla de piel se tendía a mis pies y un gran perro me lamía el rostro. Cuando le apartaba el hocico, el animal se sentía complacido y, mansamente, cogía mi mano entre sus dientes, jugando conmigo. Mucho más tarde, una mujer delgada, vestida de gris, se aproximaba a mi lecho, me vigilaba con sus ojos grises, fríos, y me ofrecía una sopa. Como yo me imaginaba que había atravesado los umbrales de la muerte, quedé sorprendido al ver que no llevaba alas y le pregunté tímidamente: —¿Estoy en el cielo? Aquella mujer tomó mi mano, me palpó el cuello y la frente con su mano, áspera como un madero, e inquirió: —¿Aún te duele la cabeza? Me llevé las manos a la cabeza y me encontré con que estaba vendada. La sacudí, en respuesta a su pregunta, y al hacerlo así sentí en la nuca un agudo dolor. —¿Cómo te llamas? —preguntóme aquella mujer. —Miguel —le respondí. Eso lo sabía yo muy bien, pues se me había bautizado con el nombre del santo arcángel. —¿De quién eres hijo? De momento no pude responder; pero al cabo le dije: —De Miguel, el hojalatero. Decidme: ¿estoy realmente en el cielo? —Toma tu sopa —ordenó brevemente. Y agregó—: Ya me doy cuenta; eres el chico de Gertrudis, la hija de Miguel... Se sentó al borde de la cama, y suavemente me pasó la mano por la parte dolorida de la nuca. —Yo soy Pirjo Matsdotter, de la familia Karvajalka (Polaina de piel). Estás en mi casa, y te he cuidado durante muchos días. Me acordé entonces de los jutlandeses y de cuanto había acontecido, y el nombre de la mujer me asustó tanto, que perdí la gana de tomar aquella sopa. —¿Sois una bruja? —pregunté. Ella se sobresaltó e hizo el signo de la cruz. —¿Es eso lo que dicen a mis espaldas? —preguntó, colérica; luego, reprimiéndose, continuó—: No, no soy bruja, sino una mujer que cura a los enfermos. Si Dios y sus santos no me hubiesen concedido esta gracia de curar, tú y muchos otros hubierais perecido durante estos días de aflicción. Me sentí avergonzado de mi ingratitud, pero no podía pedirle perdón porque sabía que realmente era la conocida bruja de Abo, de la familia de los Polaina de piel. —¿Dónde están los jutlandeses? —pregunté. Me contó que se habían embarcado hacía algunos días, llevándose consigo, en calidad de prisioneros, a los sacerdotes, burgomaestres, consejeros, y a los más ricos ciudadanos. Abo quedaba reducida a la miseria, pues, en los últimos veranos, los jutlandeses compraron los mejores barcos de los nativos, y ahora hasta habían saqueado la catedral, apoderándose de sus más preciados tesoros. Durante una larga semana había yo permanecido en la cabaña de Pirjo, gravemente herido y presa de alta fiebre. —¿Cómo vine a parar aquí? —le pregunté, mientras la miraba. Y al mirarla me pareció que su cabeza se transformaba en la de un dócil caballo. Sin embargo, no me causó miedo, sabiendo, como sabía, que las brujas pueden cambiar de forma. El perro, moviendo la cola, se acercó y me lamió la mano, y una vez más vi en aquella mujer a la señora Pirjo. Ya no me cabía duda de que se trataba de una bruja; no obstante, y sin saber por qué, confiaba en ella con todo mi corazón. —Tenéis cara de caballo —le dije humildemente. Aquello la ofendió, pues tenía la vanidad de todas las mujeres, aunque los mejores años para el matrimonio estaban ya lejanos para ella. Con todo, me contó cómo había escapado de las garras de unos salteadores por haber cuidado a un capitán de barco de los jutlandeses, quien, en sus ansias de saqueo, había sido el primero en saltar de su nave, dislocándose un tobillo. Tres días después de aquel suceso, uno de los invasores me había llevado a la cabaña de aquella mujer, pagándole tres monedas de plata para que me atendiera. Indudablemente realizó aquella obra de misericordia como expiación a sus culpas, pues el saqueo de la catedral había producido muchos remordimientos de conciencia. Por la descripción que la mujer hizo de aquel hombre, me pareció que se trataba del mismo que asesinó a mis pobres abuelos. Cuando la señora Pirjo me refirió cómo había yo llegado a su casa, dijo: —He lavado la sangre de tu camisa, y tus pantalones están colgando en el secadero. Puedes vestirte y marchar donde quieras, porque ya he cumplido mi palabra y te he hecho una cura que vale más de tres monedas de plata. Nada había que contestar a lo anterior, y por tanto, me vestí y salí al jardín. La señora Pirjo cerró la puerta y se fue a visitar a los enfermos y heridos que no habían sido llevados al monasterio o a la Casa del Espíritu Santo, y que preferían morir, si es que tenían que morir, en sus propios hogares. Me senté al sol en el peldaño de la entrada porque mis piernas estaban todavía débiles a causa de mi enfermedad, contemplando las extrañas plantas y los ricos pastos veraniegos que había en el jardín de hierbas medicinales. El perro estaba junto a mí, y como yo no sabía dónde ir, puse mi brazo en torno a su cuello y derramé lágrimas amargas. Allí me encontró la señora Pirjo a su regreso, ya anochecido; y lanzándome simplemente una mirada de enojo por encima del hombro, se metió en la casa. Poco después me trajo un pedazo de pan, diciéndome: —Los padres de tu difunta madre fueron ya enterrados en la fosa común con otras pobres gentes a quienes asesinaron los jutlandeses. Toda la ciudad está revuelta, y nadie sabe dónde establecerse de nuevo; pero los grajos están graznando sobre el alero de tu casa. Yo no comprendía lo que esto quería decir, y ella me explicó: —Ya no tienes hogar, pobre desgraciado. Tampoco puedes heredar, porque tu madre no estaba casada. El monasterio ha tomado posesión de la casa y las tierras, según una promesa verbal hecha por Miguel Michaelson y su esposa, para la salvación de sus almas. No tenía nada que responder, pero un poco más tarde la señora Pirjo se me acercó nuevamente, deslizando tres monedas de plata en mi mano. —Toma este dinero —dijo—. Que me sirva de mérito en el día del Juicio Final, pues por compasión y sin pensar en las ganancias he atendido a tu salud, pobre muchacho, aunque quizás habría sido mejor que te hubieses muerto. Y ahora, márchate; vete de aquí. Di las gracias a la señora Pirjo por su bondad, hice una caricia de despedida al perro y até las tres monedas de plata en el faldón de mi camisa. Luego me encaminé penosamente a mi casa, a lo largo de la orilla del río, y advertí que las puertas de las casas de los ricos habían sido destrozadas y que las ventanas encristaladas de la Casa Consistorial habían sido robadas. Nadie tenía tiempo para atenderme porque las esposas de los burgueses estaban atareadas buscando al enloquecido ganado, que habían hecho regresar desde los escondites en los bosques, en tanto que los vecinos registraban las casas desiertas con objeto de salvar lo aprovechable antes de que se perdiera o cayese en manos de los ladrones. Entré en nuestra cabaña sin encontrar nada en ella, ni el torno de hilar, ni el cubo del agua, ni pote o cuchara alguna de madera, y ni siquiera un harapo con que abrigarme. No quedaba otra cosa que unos charcos de sangre congelada que la tierra endurecida no podía absorber. Me senté en el banco de tierra y caí en un profundo sueño. 3 Desperté muy temprano al entrar un monje vestido de negro, pero yo no tuve miedo, porque su redondo rostro era apacible. Me deseó la paz del Señor y me preguntó si era aquél mi hogar. Le contesté afirmativamente, y él prosiguió: —Alégrate, porque el monasterio de San Olaf ha adoptado esta morada, libertándote así de todas las preocupaciones que trae consigo la posesión de bienes mundanos. Por la gracia de Dios has vivido lo bastante para ver este alegre día; porque has de saber que he sido enviado aquí para purgar esta cabaña de todos los malos espíritus que rondan los escenarios de muertes repentinas. De unas vasijas que había traído comenzó a rociar sal y agua bendita sobre el suelo en torno a la estufa, en los goznes de las puertas, en los postigos, echando bendiciones al propio tiempo que ensartaba un rosario de poderosas invocaciones en latín. Luego se sentó a mi lado, en el banco donde yo había dormido, y de un zurrón sacó pan, queso y otras viandas secas, compartiéndolas conmigo y diciendo que era necesario un bocadillo entre las comidas, después de tan abrumador trabajo. Cuando hubimos terminado el frugal refrigerio, le dije que me gustaría hacer celebrar una misa por las almas de Miguel Michaelson y su esposa para librarlos de las penas del Purgatorio; porque yo sabía que aquellas penas eran peores que todas las de la Tierra. —¿Tienes dinero? —inquirió el buen monje. Desaté el faldón de mi camisa y le mostré mis tres monedas de plata. Sonrió aún más amablemente, acarició mi cabello y dijo—: Llámame padre Pedro, porque tal es mi nombre, aunque no soy una piedra. ¿Es esto todo cuanto llevas? Asentí con la cabeza y le miré tristemente, porque una misa rio podía decirse por suma tan pequeña. —Pedro —dijo él—, si pudiéramos persuadir, por ejemplo, a san Enrique, quien también sufrió muerte violenta a manos de un asesino, para que intercediese por las almas de estas buenas gentes, no dudo de que el poder de su santa intercesión sería más grande que el de la mejor misa. Le pedí que me enseñase la manera de hacer llegar mi petición ante san Enrique, pero sacudió la cabeza. —Tu pequeña y modesta plegaria difícilmente tendría bastante peso para él; en verdad, me temo que parecería como un mísero ratoncillo en el torrente de plegarias que en estos días llegan ante su trono. Por otra parte, si tomara por su cuenta este asunto un hombre de oración verdaderamente fuerte, uno que haya dedicado su vida a la pobreza, la castidad y la obediencia; si éste se dedicase a rezar cada hora canónica, durante una semana o cosa así, por tus difuntos abuelos, ciertamente que san Enrique se inclinaría a escucharte y a concederte lo que sea necesario. —¿Dónde encontraré un hombre de oración verdaderamente fuerte? —pregunté. —Lo tienes ante ti —contestó el padre Pedro, con sencilla dignidad, y así diciendo tomó el dinero de mis manos y lo deslizó rápidamente en su bolsa—. Comenzaré las plegarias a la hora sexta y a la hora nona, y las continuaré después de vísperas y de completas. Mi constitución no es igual a la de los que velan, por cuya razón nuestro buen prior me excusa con frecuencia de asistir a los oficios nocturnos; pero tus amados familiares no sufrirán por ello. Aumentaré, en proporción, el número de plegarias en las otras horas. No comprendí del todo cuanto decía, pero su tono era tan persuasivo que no dudé que había puesto mi asunto en las mejores manos, y le di las gracias humildemente. Sostuvo la puerta cuando nos levantamos, hizo sobre mí el signo de la cruz y me dio su bendición. Cuando nos marchamos, volví a recalar en la cabaña de la señora Pirjo porque no sabía adónde ir. Temía que la señora Pirjo se encolerizase al verme, porque yo había descubierto ya que era una mujer austera. Me oculté, pero cuando comenzó a llover me metí en el establo. Las paredes estaban cubiertas de musgo, hierbas y flores que llegaban hasta el techo, y el único habitante era un cerdo. Contemplando sus grasos lomos, sentí envidia por aquel animal que tenía un techo sobre su cabeza y no padecía ansiedad alguna por su comida y su bebida. Me dormí sobre la paja y me desperté, encontrando al cerdo a mi lado, y allí permanecí, junto a él, para conservar el calor. La señora Pirjo entró, llevando en un cubo la bazofia del animal, y se mostró sumamente indignada al encontrarse conmigo. —¿No te dije que te marchases? —exclamó. El cerdo me dio un amistoso empujón con su jeta y se alzó para comer. Su alimento consistía en vainas de guisante, nabos cortados, leche y avena. Pregunté tímidamente si podía compartir con el cerdo la comida que dejase. Hice esta pregunta no tanto porque estuviese hambriento —estaba yo demasiado triste para sentir hambre—, sino porque la comida del cerdo me parecía mucho más sabrosa que cuanto yo había comido en la casa de mis abuelos desde hacía largo tiempo. —Eres un muchacho desvergonzado y desagradecido. ¿Insinúas acaso que debo aprender a ser compasiva de un cerdo que te calienta en su pocilga y comparte contigo su bazofia? ¿No te he dado tres monedas de plata? Por esta suma, hasta un hombre adulto encontraría para sí albergue y comida durante un mes o más. Un burgués o un miembro de algún gremio te alojaría en su casa durante un año y te admitiría como aprendiz si te acercases a él cortésmente. ¿Por qué no haces buen uso de tu dinero? Le contesté que así lo había hecho, pues se lo había dado al padre Pedro para que rezase por las almas de mis abuelos y las librara de las penas del Purgatorio. La señora Pirjo se sentó en el umbral de la cochiquera sosteniendo en una mano la gamella y apoyando en la otra su alargada barbilla, y se quedó limándome largo rato. ¿Has perdido el seso? —exclamó al fin. Respondí que no lo sabía. Nadie me lo había dicho antes; pero desde la herida en mi cabeza, la vida me parecía muy extraña e intrigante. La señora Pirjo meneó la cabeza. —Podía llevarte a la Casa del Espíritu Santo. Tal vez te admitieran con todos los otros lisiados, ciegos y epilépticos, pues no dudo de que pensarán que estas trastornado cuando te oigan hablar. Pero si puedes dominar tu lengua y mostrarte inteligente, quizá pueda decir unas palabras a los hermanos de gremio de Miguel el hojalatero y convencerles para que paguen tu manutención hasta que seas lo bastante crecido para ganarte la vida. Le supliqué que me perdonase por mis torpes palabras; nunca había charlado mucho con nadie, pues cuando Miguel el hojalatero hablaba, debía uno escuchar en silencio, y cuando hablaba mi abuela, abría la boca sólo para hablar de los tormentos del Infierno y de los terrores del Purgatorio, y sobre estas cosas eran tan escasos mis conocimientos, que yo no hubiera podido alternar con ella. —Pero —dije— yo conozco muchas palabras en alemán y en sueco, y aun en latín. Estaba deseoso de mostrar a la señora Pirjo que nadie me había hablado nunca tan amablemente, y por ello lancé una retahíla de misteriosas palabras aprendidas en la iglesia, en las casas de los mercaderes, en las reuniones de los gremios y en el puerto, tales como salve, pater, benedictus, male spiritus, pax vobiscum, haltsmaul, arsch, donnerwetter, sangdieu y heliga kristus. Cuando me detuve sin aliento, vi que la señora Pirjo se tapaba los oídos con las manos. No obstante, continué infatigablemente diciéndole que también conocía muchas letras al verlas, y que podía escribir mi nombre. Como no quería creerlo, tomé un palo y tracé sobre el barro lo mejor que pude: MIGUEL. Ella no sabía leer, pero me preguntó quién me había enseñado. Nadie —le respondí—, y agregué que estaba seguro de que podría aprender pronto a leer si alguien me enseñaba cómo. Iba anocheciendo mientras charlábamos, y las sombras se hacían más densas. Me condujo al interior de la casa, encendió una vela y comenzó a oprimir la herida de mi cabeza con sus duras manos. Me explicó que la había cosido con aguja e hilo; pero que ahora, como se había infectado, iba a lavarla, cubriéndola después con moho y telaraña, vendando mi cabeza de nuevo. Me dio algo de comer y me llevó a dormir en su lecho. Fue así como comencé a vivir con la señora Pirjo y a serle útil recogiendo excrementos de gallos negros, orines de caballos y lanuza de carneros de los rebaños de los burgueses; buscando los lugares donde crecían hierbas medicinales y ayudándola abarrancarlas en la luna nueva. Pero, lo más importante de todo es que, a petición suya, el padre Pedro me enseñó a leer y escribir y me instruyó en el arte de resolver muchos útiles problemas matemáticos por medio de un rosario. 4 Parece que la herida de mi cabeza provocó una transformación completa en mi vida y carácter y no disminuyó su influencia ni cuando, curada ya, el cabello ocultó la cicatriz. Seguí siendo vivaz, inquisitivo y rápido para aprender, olvidándome de que había sido un mocosuelo temeroso de abrir la boca ante un extraño. La señora Pirjo no me golpeó ni me atemorizó más, sino que me trató bien, respetuosa de mis conocimientos. El estudio, que era para muchos tarea penosa y azote y rechinar de dientes, para mí era un juego alegre; y cuanto más aprendía, tanto más grande hacíase mi sed de conocimientos. No podría precisar si a fin de cuentas aprendí más de las piadosas historias del padre Pedro o de las enseñanzas de la señora Pirjo cuando en las claras noches de invierno me hablaba de las estrellas, o cuando en una fragante tarde de verano me conducía de la mano entre las arboledas o por las orillas de los ríos y me contaba que hierbas eran mejores para tal o cual enfermedad. Porque la señora Pirjo era conocida como una hábil curandera, y vivía en buena armonía con los clérigos y con los hermanos del monasterio. En un principio, el padre Pedro emprendió mi instrucción como un juego, mas al notar mis avanzados progresos en el transcurso de un solo invierno, y aunque solamente iba una o dos veces por semana, entre las horas de sus rezos, a pasar un rato en la cabaña de la señora Pirjo, y aunque consumiese la mayor parte del tiempo en comer y beber, comenzó a hablar seriamente con mi protectora, diciéndole que sería mejor que yo entrase en el monasterio o en la escuela de la catedral, para que, como alumno del padre Martín, pudiese estudiar gramática, retórica y dialéctica, de acuerdo con las reglas de aquellas artes. —¡Por la Virgen y por todos los santos! —exclamó, limpiándose la grasa de los labios con su negra manga—. Si yo tuviese un hijo como Miguel, ¡que los santos no lo permitan nunca!, lo enviaría sin demora a los bancos de la escuela, en la seguridad de que andando el tiempo llegaría a honrar a la Iglesia. Puede llegar a ser canónigo y aun obispo, porque ya se sabe de memoria el Pater Noster y el Ave y puede contar en latín hasta veinte ¡y vaya que ni yo mismo llego más allá! Tomó un sorbo de vino, alabando sus virtudes refrescantes y cordiales. Pero la señora Pirjo dijo: —Olvidáis, padre Pedro, que Miguel está solo en el mundo y es de bajo origen. La Iglesia no toma a su servicio hijos de rameras, y, así, ¿de qué habría de servir su saber si no puede ser ordenado? —En vuestro lugar yo utilizaría la palabra más culta y sencilla de «bastardo» —observó el padre Pedro—. Es ésa una palabra que insinúa la elevación del origen, y quienes la escuchen intentarán desde luego recordar a todos los nobles señores y embajadores que han visitado Abo en años recientes. Pero si decís al padre Martín que, sencillamente, el chico ha nacido en el arroyo, supondrá en seguida que el padre de Miguel era un simple marinero o un soldado o un boyero y se reirá de vuestra petición. —Pero, ¿queréis que mienta acerca de su nacimiento? —No digáis cosas sin sentido —replicó burlonamente—. Pro primo, los rasgos finamente cincelados del muchacho, su cabello sedoso, sus pies y manos pequeños, por no citar también su inteligencia, sus conocimientos y su buena conducta son testimonio de que es de elevado linaje. Pro secundo, se trata meramente de un término que, entre gentes altas o bajas, denota la misma cosa: el fruto de un acto pecaminoso —fructis inhonestus et turpis—, sin tener en cuenta quiénes lo hayan cometido. Me pasé las manos por el cabello, que era excepcionalmente lacio. Mis manos no eran suaves, ni siquiera estaban limpias, y restregué mi sucia pierna con el otro pie, un tanto embarazado. —Creedme, noble y compasiva señora Pirjo —continuó el padre Pedro, haciendo oscilar su tazón persuasivamente—, id a ver al maestro Martinus y hablad con él. Si desplegáis una hermosa pieza de tela lo bastante larga para una túnica y ponéis sobre ella un hermoso jamón y hacéis tintinear modestamente unas cuantas monedas de plata, ciertamente que escuchará vuestra petición, por extraña que sea. Luego, murmurad misteriosamente en su oído: «El muchacho es un bastardo.» Su curiosidad quedará inmediatamente excitada. Mostraos temerosa; decidle que habéis hecho el terrible juramento de no pronunciar nunca palabra alguna sobre este asunto, y os encontraréis con que el maestro Martinus mostrará mayor consideración a Miguel que a ningún otro de sus discípulos, puesto que el jamón y la plata pura hablarán por el muchacho. Las palabras del padre Pedro dieron mucho que pensar a la señora Pirjo y, en verdad, hasta provocaron un penoso eco en mi propio espíritu. Aquella noche quedóse contemplándome más largamente que de ordinario apoyada la barbilla en su áspera palma, murmurando algo para sí misma. Creo que el padre Pedro la había convencido de que yo era realmente un bastardo. 5 Como yo era el más joven en la escuela de la catedral, llevaba una vida más dura de lo que pudiera haber sido. Junto a mí, sobre la paja, se sentaban muchos jóvenes a quienes ya les crecía la barba y cuya desvergonzada conducta revelaba un mayor amor a las vanidades y abominaciones del mundo, que a las declinaciones latinas. El maestro Martinus y sus ayudantes no tenían otro material para la instrucción que la vara de abedul reblandecida por la salmuera, y en muchas ocasiones me imaginé que estaban equivocados en cuanto a la parte del cuerpo de mayor receptividad para el aprendizaje. No obstante, parece que aquellas reglas de gramática que han sido impresas sobre nuestras partes traseras, quedan más duramente impresas en la memoria; y cuanto más aprendíamos, tanto más llegábamos a amar aquella lóbrega escuela cuyos macizos muros de piedra eran la tumba de nuestra juventud. Nos prometíamos mutuamente, y con toda solemnidad, que, a nuestra vez, nada ahorraríamos a nuestros sucesores; y cuando, al construir nuestras propias frases latinas, encontrábamos que las trilladas reglas gramaticales se apresuraban como obedientes esclavos a servir al pensamiento, nuestros corazones se regocijaban de veras. La más importante solemnidad eclesiástica de la que fui testigo durante aquellos años, fue la exhumación de los huesos de san Hemming. Por aquel entonces ya había asistido cuatro años a la escuela y, justamente con otros diez alumnos avanzados, me preparaba para estudiar dialéctica. La mayoría de mis camaradas hubieran tenido una hermosa barba, si a los escolares se les hubiese permitido no afeitarse. Debo confesar que no sentía en forma especial la emoción de la solemnidad cuando, levantadas las losas del pavimento de la catedral con nuestras barras, comenzamos a extraer los sagrados huesos, entre el hediondo olor de corrupción que llenaba la iglesia, a pesar de las espesas nubes de incienso y del perfume del sagrado olíbano. Yo me había distinguido al ensalzar en verso la vida terrenal del obispo Hemming y sus milagros, por lo que se me había concedido el honor de desenterrar sus restos. Los encontramos en gran número, y en lavarlos y limpiarlos de las impurezas, entre los cánticos de los sacerdotes, encontramos una maravillosa fortaleza y un sentimiento de consuelo, como si hubiéramos bebido vino o hubiésemos recibido al Espíritu Santo. Nuestras mejillas estaban encendidas, y brillaban nuestros ojos; súbitamente llegó a nosotros algo así como la fragancia de un bálsamo celestial. Se tornó especialmente intensa cuando tuvimos en nuestras manos la morena calavera en cuyas rotas quijadas quedaban todavía algunos dientes cariados. Fuimos entregando los huesos uno a uno al obispo Arvid y a los dignatarios que le acompañaban, quienes los ungían con óleos y los depositaban en un nuevo sarcófago, hasta que al fin el reverendo obispo indicó terminantemente que ya había bastantes huesos. Quizá por esto no se considerará como un pecado el que yo recogiese una vértebra y un diente y los guardase en mi bolsillo. Con anterioridad a la ceremonia de reinhumación resultó difícil a nuestros clérigos conseguir palomas y pinzones vivos, para la celebración. De haberlo sabido durante el invierno anterior, hubiéramos preparado trampas para cazar pinzones reales y picoteros, que a mi juicio habrían constituido un mejor adorno para la fiesta. Pero en verano era imposible cazarlos. La catedral estaba adornada con guirnaldas, coronas, escudos de armas y escenas de la vida del santo pintadas sobre lienzos iluminados por detrás. Había miles de velas de cera y por lo menos un centenar de lámparas, de suerte que el interior del recinto estaba bañado de luz. Nuevamente se levantaron las losas, y después de envolver los sagrados huesos en costosas telas, quedaron depositados en un relicario dorado. Mientras se transportaban las reliquias procesionalmente por la catedral, ante los fieles arrodillados, los muchachos comenzamos a arrojar manojos de estopa encendida, que contenía pólvora, a través de un agujero en el techo abovedado, y los fieles lanzaban gritos de terror creyendo que se producía un incendio. Más tarde me he preguntado cómo fue que no prendimos fuego al edificio entero, ya que el desván estaba lleno de desperdicios y muy secas las vigas, y los grajos aleteaban incesantemente chillando sobre nuestras cabezas. Poco después pusimos en libertad las palomas y pinzones, uno a uno, que volaban girando bajo el techo, y arrojamos flores y pan de comunión sobre los fieles para estimular su liberalidad. Verdaderamente la catedral obtuvo de las ofrendas, y con creces, el costo del festival religioso, pudiéndose decir que san Hemming pagó generosamente su traslado. Pero como fue mutua la satisfacción, la señora Pirjo reconoció espontáneamente haber recibido en belleza y en edificación espiritual todo el valor de su dinero. Un viejo que había besado el relicario arrojó sus muletas y comenzó a correr sobre sus piernas, y una mujer muda durante muchos años, que había vivido en la Casa del Espíritu Santo, recobró el habla, si bien hay quienes consideran esto como un infortunio más bien que como una bendición, puesto que demostró ser singularmente mal hablada. Este relato tiene por objeto mostrar que mis años escolares no estuvieron cargados únicamente de temores y opresión, sino que llevaron también consigo algunas estimulantes experiencias espirituales. 6 Gracias a mi tierna edad y a la bondad de la señora Pirjo, no malgasté mis días de vacaciones como otros estudiantes, vagabundeando de parroquia en parroquia, mendigando mi pan y el dinero para mis estudios. Mi protectora me proporcionaba alimento, vestido, fuego, casa y luz, y hasta me compró un libro, de modo que fui el primero de los estudiantes de dialéctica que poseyó uno. Con su permiso escribí en la portada el nombre MIGUEL BAST: KARVAJALKA, y la fecha: A. O. MDXV. Debajo de aquello añadí una enérgica maldición en latín para cualquiera que robase el libro o lo vendiese sin mi permiso. La señora Pirjo lo había adquirido muy barato, y los nombres escritos en su cubierta y lo manoseado de sus páginas mostraban a las claras que había pasado por muchas manos; sin embargo, aquel volumen fue durante años mi tesoro más querido. Llevaba por título Ars Moriendi; o en otras palabras El arte de morir. Por el tenor del título todo el mundo comprenderá la naturaleza de aquel libro, que aún se lee y que seguramente se leerá siempre, pues es una preciosa guía para morir y para la vida futura. No podía llegar yo a comprender por qué la señora Pirjo cuidaba tan benévolamente de mí y hacía tales gastos en mi obsequio; o mejor dicho, nunca me pasó por la cabeza el ocuparme de este asunto, sino que lo acepté de la manera más natural. Quizá fuese porque a causa de su parentela y de su secreto comercio, vivía demasiado apartada de los demás, y en el curso de los años se había cansado de no tener otra compañía que la de su perro y su cerdo. En los días festivos me llevaba frecuentemente consigo y me enseñaba muchas cosas útiles, y otras veces yo le leía algunos párrafos de mi libro y se los explicaba. Me declaró que, aunque aquellos argumentos eran perfectamente evidentes para toda persona sensible, resultaba aún más impresionantes en latín. En la primavera, luego que los ganados eran conducidos a los pastizales y el padre Pedro había hecho cuanto estaba en su mano para que prosperasen, todas las personas prudentes acudían a la señora Pirjo, pues sabían que a menos que ella adoptase una benévola actitud de espíritu respecto a los animales, las vacas enflaquecerían, las terneras nacerían muertas, los corderos se romperían las patas y los caballos se extraviarían en los pantanos. Como comprobación existían valiosos testimonios, dignos de todo crédito, de que la señora Pirjo recibía una retribución por el bienestar de los ganados pertenecientes a las casas acomodadas. Entre los que regularmente la visitaban, empecé muy pronto a interesarme por el maestro Laurencio, que en las frías noches de invierno era obsequiado con caliente vino especiado. Solía llevar provisiones en un sucio zurrón de cuero, pero nunca pude ver qué otras cosas encerraba en él. Usaba una chaqueta de cuero salpicada de lodo y aparecía siempre muy melancólico. La señora Pirjo se dirigía a él dándole siempre el título de «maestro», aunque jamás llegué a preocuparme por saber cuál era su arte, hasta que le vi practicarlo por primera vez. Acostumbraba ir al oscurecer y se retiraba ya entrada la noche, y no lo vi nunca en la ciudad, aunque, a juzgar por la cordial estimación en que la señora Pirjo le tenía, era, evidentemente, uno de los más distinguidos ciudadanos de Abo. Era tal su amistad, que comencé a considerar al maestro Laurencio como un fiel admirador que no había perdido las esperanzas, a pesar de la resolución ex presada por la señora Pirjo de permanecer soltera toda su vida; y me parecía la más segura señal de eso, el hecho de que ella le sirviese el vino en una copa de plata. Por mi parte, no tenía nada contra el maestro Laurencio, pues siempre se me mostraba en actitud amistosa y lo juzgaba persona seria a quien le gustaba hablar de la muerte y escuchar los preceptos de mi libro respecto a cómo debíamos prepararnos para dejar este mundo. Una mañana de primavera, cuando retoñaban los abedules y empezaban a verdear los campos, el maestro Martinus me concedió el día para que acudiésemos a ver colgar a dos piratas recientemente capturados, pues creía que el espectáculo era para nosotros edificante y beneficioso. Aquella misma noche acudió de nuevo el maestro Laurencio, y la señora Pirjo le obsequió con el consabido vino en la copa de plata. Yo ya le había saludado después de la ejecución, a pesar de las miradas de asombro de mis compañeros, y al verme nuevamente se restregaba las manos con embarazo, rehuyendo mis miradas. Le dije tímidamente que nunca hubiera creído que el cuerpo de un hombre pudiese perder la vida tan rápida y fácilmente; y él, tomando mis palabras como lisonja a su habilidad, dijo: —Eres un muchacho sensible, Miguel, no como otros muchos de tu edad que echan a correr cuando me ven, y se ocultan y me arrojan piedras, y a este respecto, sus padres son tan malos como ellos. En la taberna tengo que sentarme a solas, y el buen humor se acaba cuando llego. La vida de un verdugo es una vida solitaria, y de ordinario su oficio se transmite de padres a hijos, como en mi propia familia. Dímelo francamente, Miguel, ¿no tienes miedo de tocarme? Me tendió la mano, y yo se la cogí con miedo; así la mantuve unos momentos, y él, mirándome a los ojos y sonriendo tristemente, comentó: —Eres un buen muchacho, Miguel, y si no hubieras progresado en la escuela, te habría convertido en aprendiz de mi profesión, porque no tengo ningún hijo. El oficio de verdugo es el más importante del mundo. Ante él los príncipes y hasta los mismos reyes deben doblar la rodilla. Sin él los jueces son impotentes y quedan nulas sus sentencias. Gana un buen jornal, y aun en los tiempos de paz, el ejecutor de la justicia tiene un medio seguro de vida, puesto que la naturaleza humana es incorregible y los crímenes no acaban nunca. En épocas turbulentas, muchos verdugos se han hecho ricos. El arte de la política, por encima de todo, ha sido algo así como un verdadero regalo para nosotros. Quedó en silencio y bebió un trago de vino, como avergonzado de su locuacidad, pero yo le animé a que siguiese hablando y, una vez conseguido el permiso de la señora Pirjo, continuó: —La principal cualidad que debe tener un buen verdugo es la facultad de ganarse la confianza de sus clientes; pues con respecto a ellos, su labor puede compararse con la del sacerdote o la del médico. Has visto hoy con cuánta firmeza subían mis dos amigos los peldaños por su propia voluntad. Constituye un reproche para el ejecutor el que su cliente tenga que ser arrastrado por la fuerza, o si grita y vocifera ante la muchedumbre pidiendo misericordia y declarando su inocencia. Gran arte es el de inducirle a que afronte la muerte como un hombre inteligente, lleno de cristiana humildad, con la convicción de que la vida es vanidad, y de que una muerte rápida e indolora es el mejor don que el mundo puede brindarle. Pasó algún tiempo antes que yo me atreviera a expresar los sombríos pensamientos que relampagueaban en mi cabeza cuando contemplé los pies de aquellos desventurados criminales bailando su última danza sobre el patíbulo. —Maestro Laurencio, he visto morir a un hombre en sus expertas manos, tan indoloramente, tan impasiblemente, que comienzo a preguntarme si, después todo, hay algo más allá de la muerte. Hizo, reverente, la señal de la cruz y respondió: —Ésa es una conversación impía que no deseo oír. ¿Quién soy yo, pobre de mí, para buscar pruebas de lo que no puede ser probado? Pero hablaba en tono vacilante y, cuando de nuevo le apremié para que me respondiese, dijo: —Has conjeturado bien, Miguel. Como un servidor de la muerte, he pensado con frecuencia en estas coas, y mis pensamientos se han ido en una dirección tal, que ya no hablo a mis clientes de bienaventuranza y vida eterna; dejo todo eso para los sacerdotes. Pero cuando alguna pobre alma, ante el terror de la condenación, me pide que le diga lo que sé de la muerte, le invito a que imagine que después de una helada noche de invierno en la que ha caminado exhausto mire las sombras, llega a una cálida cabaña en la que va a descansar en suave lecho. Puede allí dormir profundamente, sin miedo a que un golpe en la puerta le despierte, ni que alguien le lance de nuevo a la fría oscuridad. Eso es lo que digo; y si acaso es un gran pecado, que se me perdone en mérito de la tranquilidad que he proporcionado a los que tenían una fe débil y titubeante. Aunque sabía que el maestro Laurencio incurría en error y expresaba una herejía sin saberlo, aquel fantaseo suyo me ofreció especial consuelo, porque mi madre aparecía con frecuencia en mi memoria afligida y mi corazón sufría por ella. Me consoló, pues, suponer que al ahogarse voluntariamente se había librado de la vergüenza y de la humillación de la vida, durmiéndose en un sueño del que nadie la despertaría. 7 Tales reflexiones eran una señal de que ya había perdido mi inocencia infantil y de que el demonio había comenzado a preparar sus asechanzas para mi destrucción. Puede decirse otro tanto de mi voz, que había empezado a mudar, haciéndome perder mi lugar en el coro; y me preocupaban también gravemente los cambios que en aquel entonces se producían en mi cuerpo. Un sábado por la noche, después de que me hubo bañado la señora Pirjo, en la casa de baños, me examinó con cuidado, y cuando regresamos a nuestra casa, dijo gravemente: —Miguel, desde ahora será mejor que tú mismo laves tu cabello y tu espalda, y no es conveniente que en adelante duermas en el mismo lecho que yo, porque esto puede exponerte a tentaciones. Debes tener un lecho propio y usar vestidos de adulto, puesto que muy pronto lo serás. Sus palabras me entristecieron, porque tenía mucha razón y comprendí, también, por qué a veces, en las noches de primavera suspiraba ella tan profundamente. Yo había comenzado ya a reflexionar sobre las relaciones entre hombre y mujer, y en tales materias no me había quedado en la incertidumbre, porque los otros escolares eran muchachos groseros que no acostumbraban suavizar sus palabras. Con todo, cuando alardeaban de sus hazañas, yo enrojecía de vergüenza. Tenía una elevada noción del amor, y no sentí el más leve deseo de buscarlo cuando descubrí cuán bajo y bestial era su aspecto físico. No obstante, mi espíritu se veía conturbado por múltiples e inquietantes pensamientos. Cuando las noches se hacían más cortas y claras, y no podía dormir, vagabundeaba por los alrededores de la ciudad respirando el aroma de los groselleros y escuchando el ulular del búho y el graznar de los patos entre las cañas. Suspiraba por una amistad, pero entre mis compañeros no contaba con un solo amigo a quien poder confiar mis íntimos pensamientos. Y, así, el padre Pedro se convirtió en mi confidente, y la confesión significó mucho para mí, aunque él no siempre pudiera responder a mis ávidas preguntas. El padre Pedro tenía sin duda muchos defectos que sobrellevaba con humildad cristiana, pero era sobre todo un hombre prudente; pues después de celebrar una larga conversación con la señora Pirjo, ésta me llamó y me dijo: —Me has pedido con frecuencia que te permita ir a vagar por el país como lo hacen los otros muchachos durante las vacaciones. En estos tiempos impíos no lograrías con ello sino daños espirituales y corporales; sin embargo, es ya tiempo de que comiences a contribuir a tu propio sostén. Por tanto, el padre Pedro y yo hemos decidido que durante estas largas vacaciones vas a trabajar con un alemán, fabricante de fusiles, que ha llegado hace poco a esta ciudad. Anda en busca de un ayudante formal y decente, que sepa escribir, para que le ayude en la fabricación de pólvora y en las calderas de salitre. Al llegar a este punto comenzó a lamentarse. —No es que yo así lo desee (preferiría seguir llevándote en la mano como a una flor), pero el padre Pedro dice que no es conveniente para ti vivir a solas con una mujer soltera, sin la compañía y las enseñanzas de los hombres. Pero debes mantenerte apartado de la fábrica de pólvora y cuidar de ti mismo; debes también venir a casa todos los sábados para que te aprovisione; verdaderamente no debía permitirte que aprendieras tan peligroso arte, si este maestro, cuyo bárbaro nombre me traba la lengua, no hubiera prometido pagarte bien. Y el padre Pedro dice que un muchacho de tu edad no debe ser criado con mimos. El maestro Schwarzschwanz había embarcado aquel año desde Alemania, tan pronto como estuvieron navegables las aguas, quedando al servicio del condestable del castillo. Firmó un contrato con muchas cláusulas referentes a la fundición de fusiles, al mejoramiento en la fabricación de pólvora y a la instalación de calderas para el beneficio del salitre. Aquello fue para muchos como presagio de turbulentos tiempos próximos. El maestro Schwarzschwanz era un hombre de corta estatura y anchas espaldas, con un rostro atezado y brillantes ojos negros. Rugía sus órdenes como si se figurase que aquel vozarrón ayudaría a los muchachos de la fábrica a comprenderlo. Cuando se hubo asegurado de que yo entendía su lenguaje y podía escribir, despachó al escribiente borrachín a quien había empleado a falta de cosa mejor, y me abrió su corazón. Injuriaba al condestable y al burgomaestre, y maldecía condenando a toda aquella idiota nación a la más calurosa región de los infiernos, por haberle hecho acudir con engaños. Se quitaba violentamente la gorra, la arrojaba al suelo y la pisoteaba para dar mayor énfasis a sus palabras. Yo no había visto nunca un hombre tan terrible. Le contemplaba con los ojos desorbitados e intentaba aprender de memoria los insólitos juramentos y maldiciones de que él, un gran viajero, tenía inagotable repertorio. Temía que se portase como un amo severo, pero cuando descubrió que yo era formal y digno de confianza, se mostró más benévolo y me trató amablemente, sin censurarme nunca ni aun cuando cometía errores. Vio que yo hacía todo lo posible por agradarle y confesó que iba aprendiendo rápidamente los principios de su arte. La vieja fábrica estaba a cierta distancia» de la ciudad, a orillas del río, puesto que era necesaria agua para humedecer la pólvora, como también para apagar el fuego en caso de explosión. Pero el maestro Schwarzschwanz practicaba la precaución adquirida de su experiencia y molía el azufre, el salitre y el carbón separadamente, entre discos de madera. No necesitábamos preparar nuestro propio carbón, ya que podíamos adquirirlo de hábiles carboneros que lo producían tan excelente, que mi maestro lo consideraba como el mejor que había conocido, especialmente el de abedul, el cual daba fuerza tal a la pólvora, que únicamente se necesitaba mezclar una mínima cantidad de salitre y del costoso azufre. El maestro Schwarzschwanz intentaba descubrir las adecuadas proporciones de aquellos ingredientes, y no se valía de tablas conocidas cuando utilizaba el carbón. Tenía una vara de medir, provista de una plomada movible, debajo de la cual quemaba mezclas de pólvora de igual peso, anotando la altura a la que era arrojada la plomada por la explosión. Yo iba registrando las diferentes proporciones y sus resultados hasta que él determinaba cuáles eran las más eficaces. Al cabo de unos días de experimentos vino el viento deseable, que sopló con constancia del Oeste, y entonces mezclamos las cantidades requeridas de azufre, salitre y carbón en un cilindro giratorio. Mi maestro conectó el cilindro al molino y pidió al ayudante que lo hiciese girar uniformemente y, haciendo con reverencia el signo de la cruz, ordenó: —Vámonos, Miguel. Mientras paseábamos por los floridos prados, siempre a la vista de la fábrica, me explicó que muchos expertos tenían su viento favorito para la mezcla de la pólvora. Unos pretendían que el del Norte le daba fuerza, otros preferían el viento Sur, y había algunos que mostraban su predilección por el Sudeste. —Pero todo eso es superstición; puede impresionar a los legos en la materia, pero nunca a los avezados en el oficio. Mientras el molino gire uniforme y fresco, con abundancia de grasa en sus chumaceras y sin peligro de chispas, puede soplar el viento del punto que sea. Cuando por la altura del sol comprendimos que había transcurrido el tiempo suficiente, el maestro grito al muchacho que fijase las aspas; cesaron éstas de girar y nos dirigimos a inspeccionar la mezcla. El maestro tomó un puñado de ella, lo olió, lo gustó y declaró que estaba satisfecho. Con palas de madera, los muchachos extendieron la pólvora sobre tableros lisos para ser humedecida, prensada y tamizada en granos. Schwarzschwanz utilizaba sólo agua para humedecer la pólvora, aunque había recibido varios galones de costoso aguardiente que le dieron en el castillo para tal objeto. —El aguardiente es útil en tiempo húmedo, o en el invierno, o cuando hay que utilizar en seguida la pólvora, porque se evapora más rápidamente que el agua —me dijo—. Pero eso es un secreto del oficio. Por cada ciento cincuenta litros de pólvora pido dos litros de aguardiente al castillo, y no es de la incumbencia del condestable, a quien se lleven todos los diablos, el averiguar cómo lo empleo. Mientras iba hablando, comprimía la pólvora en quebradizas tortas y mostraba a los muchachos cómo debían cernerla para que los granos tuviesen el calibre necesario, ya que los más finos sólo podían usarse para las armas cortas. Luego ordenaba que se extendiese sobre planchas secas, en planos inclinados, caldeados y soleados, protegidos del viento. Finalmente, se vertía en pequeños toneles cuyas bocas se cerraban a golpe de mazos de madera. A los muchachos del molino se les prohibía llevar el más pequeño objeto metálico sobre su persona, y se calzaban con unas chancletas de cuero suave o de corteza de abedul. La pólvora se sometía luego a las pruebas usuales, y los fusileros, de cabellos grises, del castillo reconocieron que era de una calidad excepcionalmente buena, libre de polvo y debidamente granulada. Siguieron luego las pruebas con fusiles en presencia del condestable, y el maestro demostró que con tres disparos de un cañón real podía hundir un bote de remos en el río. Es decir, acertaba a un blanco terrestre situado a una distancia equivalente, porque las balas de cañón eran muy costosas y había que recogerlas y volver a utilizarlas después del disparo. El único contratiempo durante las pruebas ocurrió cuando utilizamos la bombarda, porque una bala de piedra tan grande como un barril golpeó sobre una roca y reventó, aunque la bala estaba cinchada de hierro. —Sólo los países tan atrasados como éste usan balas de piedra —dijo mi maestro con desprecio—. La única bala de cañón digna de este nombre es lisa y perfectamente redonda, lo cual sólo puede lograrse mediante fundición, que las hace más baratas y mejor acabadas, puesto que las balas son todas del mismo tamaño y peso. Pero yo no soy diestro en este arte, porque es un secreto de los fundidores y tendremos que continuar forjando nuestros proyectiles. El condestable, que habitualmente escuchaba gustoso lo que decía el alemán, replicó entonces con indignación: —La piedra fue suficientemente buena para nuestros padres y para los padres de nuestros padres. Éste es un país pobre y evidentemente fue la intención del Creador que compensáramos la falta de metal con la piedra y la mano de obra barata. Cuando se marchó el condestable, el maestro Schwarzschwanz arrojó su gorra al suelo, la pisoteó y juró y renegó hasta que los rostros de los viejos fusileros se aflojaron en melancólicas sonrisas. —¡Por Dios vivo! —exclamó cuando se hubo calmado un poco—. El condestable va contra nuestra opinión y desea que le haga cañones de hierro; pero ni él ni quizá todo el país pueden proporcionar el cobre y el estaño necesario para cañones de bronce. Si una nación no puede proporcionarlos teniendo, como tiene, sus campanarios llenos de campanas y estando las alacenas de sus burgueses llenas de tazones, esa nación está condenada a hundirse. Cuando regresamos a nuestros alojamientos confesó seriamente que se encontraba ante un dilema. A su juicio, un cañón de bronce valía por diez de hierro; aun cuando se ajase, seguía siendo seguro y útil para el servicio, porque el bronce era resistente y no volaba en mil pedazos. —Sólo los necios o locos pueden avenirse a manejar cañones de hierro —dijo—. Los artilleros con experiencia no lo hacen. Pero nos encontramos ahora con una dificultad, porque me he comprometido a proporcionar artillería a la fortaleza, y no soy fundidor de hierro. Solamente sé fundir bronce. Y, además, no quiero hacerme responsable de los daños y de la muerte de los inocentes artilleros que sirvan piezas de hierro. Le recordé que había en Finlandia herreros sumamente hábiles a quienes podía enseñar a forjar cañones. Se rascó la oreja y declaró que, aunque lo había visto hacer, le sería difícil impartir semejantes conocimientos. Era muy grande su perplejidad, pero cuando se hubo bebido uno o dos jarros de cerveza, recobró los ánimos y habló de alquilar una fragua y un maestro herrero que enseñase a los otros tan pronto como se hubiese adiestrado en los nuevos métodos. 8 Quise hacer una relación completa de estos hechos porque condujeron más tarde a otro incidente que debería ejercer gran influencia en mi vida. Mientras el maestro Schwarzschwanz trabajaba en la instalación de la forja, concluyeron mis vacaciones y me vi obligado a continuar en la escuela. Había ido habituándome a la independencia, y aun las sutilezas de la dialéctica me parecían ahora cosa rancia. El maestro Martinus me creía ya tan adelantado, que me empleó como maestro ayudante, y tenía que meter los elementos de la gramática latina en la cabeza de los nuevos alumnos, justamente lo mismo que un maestro en un oficio delega en sus aprendices el trabajo más rudo y se dedica tan sólo a pulirlo finalmente por sí mismo. El maestro Martinus iba entonces solamente por la mañana, al mediodía y de nuevo por la noche para mortificar imparcialmente a todos sus nuevos discípulos, desde los más viejos hasta los más jóvenes. Me sentí inclinado a consolarlos diciéndoles que yo también había pasado por las mismas pruebas; que el baño caliente de la sabiduría escaldaba realmente la piel; pero que, en cambio, llevaba como premio muchos conocimientos y buenos cargos; y que la grasa de oso era el ungüento más consolador y eficaz. El maestro Martinus consideró útil para mí el estudio del breviario, puesto que por nacimiento estaba descalificado para la ordenación. Y así me convertí en su asistente gratuito, cosa que lamenté amargamente, porque significaba que en ningún caso llegaría a cambiar mis alegres pantalones por la gris prenda talar de los escolares. Los frutos prohibidos son los más dulces, y yo no podía concebir felicidad mayor que la de ser admitido a las órdenes sagradas del presbiterado al servicio de la Iglesia. Hundido en reflexiones como aquélla, caminaba cierto día calle abajo, olvidado de cuanto me rodeaba, cuando me sobresaltó un terrible estrépito y unos gritos de angustia. Unos ciudadanos que huían despavoridos tropezaron conmigo y me derribaron. Cuando me puse de nuevo en pie, apenas tuve tiempo de ver un rabioso toro que, como un rayo, se lanzó sobre mí y, con un movimiento brusco de su poderoso cuello, me lanzó a la altura de los tejados. Al caer nuevamente en tierra, vi un trozo de mi vestido que colgaba de uno de los cuernos de la bestia. Había roto la soga y se había desprendido la venda de sus ojos y, jadeando y resoplando hasta levantar polvo, escarbaba el suelo, intentando cornearme allí mismo. Creí llegada mi última hora, y el terror me había puesto tan rígido que no sentía dolor alguno ni era capaz de tartamudear la más sencilla oración por salvar mi alma. Pero en este instante, un robusto campesino se plantó ante el toro, lo cogió fríamente por los cuernos y lo echó por tierra. Mientras el animal seguía coceando y bramando rabiosamente, el mocetón se volvió hacia mí y me preguntó: —¿Te ha hecho daño? Sólo entonces sentí dolor; todo mi cuerpo comenzó a temblar y murmuré una plegaria en acción de gracias por la conservación de mi vida. Varios hombres rodearon al toro, le ligaron las patas y le vendaron los ojos. El. campesino que lo conducía a casa del carnicero declaró repetidamente que era el toro más tranquilo y de mejor comportamiento que se podía imaginar, y que yo debía de haberlo molestado. Con gran alegría por mi parte, aquel hombre movió la cabeza tan violentamente, que se le dislocó un hombro, haciéndole detener en seco sus tonterías, y empezó a quejarse de que la ciudad de Abo estaba poseída por el demonio y que él no debía haber llevado nunca su manso toro a semejante sitio. Volví los ojos hacia mi salvador y le inspeccioné atentamente, puesto que le debía la vida. Me aventajaba en estatura por una cabeza, y sus ojos grises tenían una mirada soñadora. Llevaba zapatos y una mochila de corteza de abedul, y su andrajosa chaqueta indicaba que era pobre. —Eres lo bastante fuerte para derribar un toro con las manos —le dije—. Tengo que darte las gracias por haberme salvado la vida. —Eso no es nada —repuso, y pareció embarazado. Advertí que la sangre corría por mi pecho; sentí un agudo dolor en las costillas y estaba tan atolondrado que hube de apoyarme contra el muro. —¿Adónde vas? —le pregunté. —Voy siguiendo a mi nariz —contestó, pues pareció encontrar mi pregunta innecesaria e indiscreta. Sin desalentarme por tal respuesta, le pedí que fuese conmigo a casa de la señora Pirjo, pues mis rodillas estaban tan débiles que no hubiera podido llegar yo solo hasta allá. Pocos momentos antes, derribado en el suelo bajo el morro del toro que bufaba, hubiera dado alegremente a la Iglesia todo cuanto poseía si alguien me salvaba; pero ahora daba gracias a aquel duro porrazo que me había atontado antes de que hiciera ninguna temeraria promesa. Cuando me dirigía temblando hacia mi casa, ayudado por aquel joven y seguido de un puñado de asustadas y piadosas personas, pensaba darle mi cuchillo, con la vaina adornada con plata, y el dinero que había ahorrado de mis jornales del verano. Pero cuando llegué a la cabaña de la señora Pirjo me censuraba ya a mí mismo por tan innecesaria extravagancia, y pensé que tres monedas de plata serían más que suficientes para un joven que muy rara vez había tenido en su mano una moneda acuñada, si es que en alguna ocasión la había poseído. La señora Pirjo lloró amargamente al ver mi lamentable situación y enterarse de lo sucedido. Me desnudó como si hubiera vuelto a ser un niño y me frotó con ungüentos. Un cuidadoso examen le reveló que tenía rotas dos costillas, y luego de vendarme el pecho tan fuertemente que apenas podía respirar, me condujo a su propia cama. Entretanto, el campesino, sentado plácidamente en el umbral, mordisqueaba un pedazo de pan duro y un trozo de carnero salado que había extraído de su mochila. Los niños que habían llegado a nuestra zaga estaban contemplándole, hurgándose las narices y frotándose las piernas con las plantas de los pies. Al fin, la señora Pirjo invitó a mi salvador a que entrase. —¿Cuál es tu nombre y el de tu padre? ¿De dónde vienes? ¿A qué te dedicas? ¿A dónde te diriges? ¿Qué es lo que te impulsó a socorrer a Miguel? —preguntó la señora Pirjo. El joven, que parecía de lenta comprensión, se rascó una oreja. —¿Eh? —dijo. Pero pronto pareció aclararse su mente y nos dijo que su nombre era Andrés Karlsson, de la parroquia de Letala. Había ido a la ciudad con intenciones de aprender la herrería, puesto que por una desgracia había roto el yunque del herrero de su propio distrito, y el hombre, encolerizado, le había despedido inmediatamente. —¿Cómo has podido romper un yunque? —pregunté, maravillado. Los ojos grises de Andrés se fijaron en los míos al responder: —El herrero puso en mis manos el mazo y me ordenó que golpease. Obedecí. Luego dijo: «Golpea más fuerte», y yo golpeé más fuerte. Pero volvió otra vez con su «más fuerte, más fuerte», por lo que cogí el niazo más grande y rompí el pico del yunque. La señora Pirjo le miró con asombro; luego dijo: —Esta cabaña está hundida hacia aquel rincón porque el suelo hace declive. Cuando friego el piso, el agua corre hacia el rincón y se pudren las tarimas. He pensado muchas veces en arreglarlo. ¿Podrías levantar la cabaña por aquel lado para poner debajo una o dos piedras? —Ahora mismo —contestó Andrés. Salieron ambos, y muy poco después se oyó un crujido tremendo, mi cama se tambaleó como en un mar tormentoso y la señora Pirjo gritó con ansiedad—: ¡No derribes la casa, bruto! ¡Ya basta, ya basta! Cuando entraron de nuevo, Andrés respiraba normalmente. La señora Pirjo se sentó, apoyada la barbilla en la mano, contemplando al mocetón y preguntándole al fin: —¿Estás bien de la cabeza, pobre muchacho? Después de reflexionar un momento, Andrés respondió humildemente: —Puedo ser un poco lento, pero nunca hago mal voluntariamente; no intentaba derrumbar tu cabaña. Es que no sé dominar mis fuerzas. Eso es lo que me fastidia; lo que me hizo abandonar mi casa y también la herrería. Le pedí que nos contase algo de su hogar y de los suyos. Vengo de una región pobre y soy hijo de pobres. Mi padre y mi madre no tienen nada... nada más que sus hijos. Nace uno cada año y a veces dos a la vez. Éramos dieciocho bocas que alimentar, y no creo que mi madre sepa con certeza los nombres de todos, porque su memoria empezó a fallar a medida que perdía los dientes. Yo les era muy útil porque podía sacar de un atasco cualquier carreta. Pero, cuando yo arrimaba el hombro, mi padre tenía tanto trabajo en arreglar los desperfectos, que se disgustaba y decía que un caballo sería mucho más barato. ¿Sabéis una cosa? Necesitaba comer tanto como un caballo al hacer el trabajo de uno; pero mi padre no estaba de acuerdo, porque la comida escasea en un hogar pobre aun cuando únicamente se trate de la corteza de medio pan. Se secó una lágrima y continuó: —No sé por qué me sucede todo esto... He sido bendecido con tantas bendiciones como pueden darse en un pueblo pequeño. Mi padre y mi madre son dos seres encanijados, y cuando jugábamos a luchas de tirar y empujar con mis hermanos, yo podía levantar del suelo a los diez de la familia si la pértiga los sostenía. Pero dicen que mi abuelo era un hombre tan fuerte que, con su hacha en la mano, no temía enfrentarse a un oso. Uno de ellos le dio un abrazo de muerte. Mi padre pensaba que sería mejor para mí hacerme soldado. Pero no lo creo, porque me asustan las bravatas y las palabras duras. Mi madre partió una hogaza y me dio la mitad cuando me marché y me aconsejó que aprendiese el oficio de herrero. Estoy intentando cumplir su deseo, pero, ¿cómo podré hacerlo en esta gran ciudad? Posiblemente no gane ni para medio comer. Rompió a llorar, aunque era hombre hecho y derecho, y balbuceó a través de sus lágrimas la historia de cómo había dejado su hogar. —Me era penoso dejar aquellos sitios tan conocidos. Permanecí largo tiempo en las afueras del pueblo mirando hacia atrás, antes de sentirme con el corazón lo bastante fuerte para emprender el camino. Tuve la mala suerte de encontrarme con un oso. Se alzó sobre las patas traseras, dispuesto a atacarme. Yo tenía mucho miedo, pero me acordé de mi abuelo y pensé que lo mejor que podía hacer era morir entre aquellas manazas, pues yo sólo era causa de disgustos aun para mi propia familia. Intenté luchar a brazo partido con el animal, pero me dio un golpe en la cara que me dejó sentado en el suelo con un zumbido en la cabeza como si dentro de ella llevara un nido de avispas. Me dejó huella perpetua. Perdí la serenidad, aunque soy tranquilo por naturaleza, y lo cogí por una de sus garras y se la retorcí hasta que empezó a gruñir de dolor y echó a correr por el sendero. Lo seguí, gruñendo más fuerte que él, muy encolerizado, hasta que trepó a un árbol para escapar de mí. Sacudí el tronco hasta que lo hice caer y le hundí el cráneo golpeándolo con una piedra. Luego me fui al pueblo llevando al hombro la piel del oso y comencé a trabajar en la herrería. Pero muy pronto me despidió el herrero. Y ahora estoy aquí. Cuando terminó su historia y se hubo secado las lágrimas, la señora Pirjo exclamó: —¿No nos habrás gastado una broma, Andrés Karlsson? Se la quedó mirando con los ojos llenos de asombro y preguntó: —¿Por qué iba a mentir en una cosa como ésta? Era un bello oso macho. Aquí traigo su cola. Dicen que los hechiceros pagan mucho dinero por ellas y que las usan para toda clase de magia negra. Sacó el apéndice de su mochila. Nunca antes había visto yo una, y me gustó, pero se me adelantó la señora Pirjo diciéndole, al tiempo que se la arrebataba de las manos: —Te daré lo que te pague cualquiera, pidas lo que pidas, porque es excelente para filtros de amor y no sabe uno cuándo puede ser necesaria. Andrés dijo: —Tomadlo como un regalo, noble señora, y ayudadme más bien con vuestro consejo, pues si alguien lo necesita, soy yo. Pero la señora Pirjo se deshizo en calurosas protestas. Que la Virgen y los santos me impidan sacar ventaja de tu simplicidad. Nosotros somos los que estamos en deuda contigo. San Nicolás mismo ha debido de enviarte para defender a Miguel en la hora en que lo necesitaba, y esto quiere decir que habéis de enlazar vuestras vidas. Puedes dormir aquí esta noche, y encontrarás alimento y vestido mientras consideramos la mejor manera de que Miguel y tú podáis ayudaros mutuamente. —No hay nada que considerar —exclamé—. El maestro Schwarzschwanz ha contratado un maestro herrero que necesita ayudantes; no hace falta que estén muy adiestrados, puesto que el herrero mismo (¡ene que aprender primero el arte de forjar cañones bajo la dirección de mi maestro. A partir de entonces, el destino de Andrés Karlsson quedó ligado con el mío. 9 Aquel incidente ocurrió en 1517, que fue, según pienso ahora, el último año feliz del mundo y el más feliz de mi vida, aunque las venenosas semillas que habían de traer la ruina a la Humanidad estaban ya germinando. Tuve los primeros indicios de lo que iba a suceder, por una conversación en la casa de la señora Pirjo, entre el maestro Laurencio y el padre Pedro. —Los Estados de Suecia han depuesto de su sede a nuestro reverendo arzobispo Gustavo Trolle. En este reino no se había conocido nunca una cosa tal, y me asusta pensar lo que de todo esto dirá en Roma el Padre Santo. —Es una cuestión por la que no necesitamos preocuparnos —comentó el maestro Laurencio, frotándose las manos con satisfacción—. El reino será puesto en entredicho: no habrá bautismos, ni sacramentos, ni enlaces matrimoniales, y serán cerradas las iglesias. Tal ha sucedido por ofensas menores que ésa. Intervine en este punto en la conversación, diciendo: —Lejos de mí el intentar defender un acto impío, pero he oído decir a personas de autoridad que Su Ilustrísima el arzobispo es un partidario declarado de la Unión y, por tanto, un enemigo del país. Hemos concertado una paz duradera con el zar y la hemos sellado besando la cruz, por lo cual Dinamarca es ahora nuestro único peligro. Y sabemos que este peligro está próximo, porque estamos haciendo pólvora y forjando cañones, de lo cual yo mismo soy testigo, puesto que he trabajado afanosamente desde el canto del gallo hasta la hora de vísperas durante todo este verano para mejorar las fortificaciones del país..., aunque nadie me ha dado las gracias por ello. —Los premios y los honores mundanos son sólo vanidad —contestó piadosamente el padre—. En el día del Juicio Final seremos pesados y juzgados conforme a nuestros propios méritos. ¡Pero el entredicho...! Oh, causará grandes dificultades a los obedientes servidores de la Iglesia el hecho de privarles de sus legítimos merecimientos por los servicios rendidos a su grey. Podemos quedar sumamente empobrecidos. El maestro Laurencio se frotó de nuevo las manos, aún más complacido. —El deplorar y lamentarse no son de ninguna utilidad. Cuando la tormenta arrecia, el hombre prudente debe adoptar rápidamente un criterio y decidir si se coloca al lado de los jutlandeses o de los suecos, de los unionistas o de los antiunionistas; a favor o en contra del arzobispo, y obrar en consecuencia. Esto es lo que se llama política, que es la más grande de todas las artes; porque más temprano o más tarde, el adherirse a uno u otro partido conduce al mismo fin. Que cada cual elija lo que más desee. Llegará un momento en que le pondrán una espada ante el vientre o una maza sobre la cabeza o una soga en el cuello. Sólo el verdugo es imparcial, puesto que tanto los jutlandeses como los suecos tienen precisión de él. Es tan necesario a los jueces eclesiásticos, como a los seculares. No tiene razón para quejarse de los tiempos en que sus servicios son más solicitados. La señora Pirjo puso a un lado la copa de plata y el tarro de madera y dijo: —Guardad para vos vuestras bromas, maestro Laurencio. ¿No veis que Miguel se ha quedado más blanco que el papel, y al mismo Andrés se le han puesto los pelos de punta, a pesar de su indolente cacumen? Por lo menos nosotros tenemos la suerte de vivir en paz lejos de las intrigas y pendencias de los nobles. Estamos contentos con que se exalten o se depongan tantos reyes y regentes como Estocolmo quiera. Para el pueblo es lo mismo pagar sus impuestos a los jutlandeses que a los suecos, con tal que se le deje en paz para ganarse la vida. Somos afortunados en este país pobre: podemos estar a la expectativa y esperar nuestro turno hasta que uno de los partidos gane y ver entonces de qué lado hay que colocarse. Me complace que Miguel haya elegido la pluma de ganso con preferencia a la espada, porque el que toma la espada perecerá por la espada, como dicen las Escrituras. El maestro Laurencio sostuvo tercamente que el mundo había cambiado y que un plumazo podía dar más trabajo al verdugo que el entrechocar de las espadas y el retumbar de los arcabuces; pero yo era demasiado joven para comprender lo que quería decir. La señora Pirjo colocó sobre la mesa un cuenco de sopa de avena y echó en el centro un pequeño trozo de mantequilla. Nos santiguamos y, alegremente, hundimos nuestras cucharas en el cuenco. El mundo no era tan malo cuando las gentes pobres podían comer sopa de avena con mantequilla. Pero con los últimos barcos fondeados en el puerto, antes de que el mar se helase, llegaron extrañas noticias de Alemania. Se hablaba de una gran conmoción entre los monjes a causa de un cierto doctor Lutero, que había clavado en la puerta de una iglesia de Wittenberg una lista de noventa y cinco proposiciones, en las cuales, entre otras cosas, condenaba el tráfico sobre indulgencias y, por tanto, hacía dudoso el poder temporal del Padre Santo como único guardián de las llaves del Cielo. Sin embargo, aquellos rumores no me parecían otra cosa que una comprobación de que los alemanes eran gente díscola y descontentadiza; hecho que ya había advertido cuando estaba en compañía del maestro Schwarzschwanz. Nunca imaginé que un hombre de buen sentido fuese a discutir los artículos de la Fe revelados por la Santa Iglesia, que hacen la vida tan sencilla y alivian a la Humanidad de muchas meditaciones innecesarias. LIBRO SEGUNDO TENTACIÓN 1 Un apacible día de Año Nuevo, el maestro Martinus envió a sus discípulos a sus casas y me rogó que fuese con él a su habitación. Se sentó tras de su mesa, se restregó, con el pulgar y el índice, su estrecha nariz, siempre goteante y, lanzándome una mirada escudriñadora, dijo solemnemente: —En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Miguel, hijo mío, ¿qué es lo que piensas llegar a ser? Sus palabras me llegaron al corazón. Caí de rodillas ante él y, sollozando, dije: —Padre Martín, ha sido mi esperanza más querida el consagrarme al servicio de la Santa Iglesia, y mi alma se siente tan amarga como el ajenjo, porque muchos de los que recibieron sus primeras lecciones conmigo, tienen ya la tonsura sacerdotal. Cierto es que soy más joven que esos compañeros míos, o así lo creo; sin embargo, estoy dispuesto a afanarme día y noche para aumentar mis conocimientos. No obstante, me han dicho que son en vano mis esperanzas y trabajos. He intentado ya entrar en el claustro para, después de un año de noviciado, poder vestir el negro hábito y servir a la Iglesia durante el resto de mis días, pero el padre Pedro no me lo aconseja. Dice que no puedo aspirar a otra posición en el monasterio que la de hermano lego (en el caso de que fuera admitido), puesto que no tengo en el mundo propiedades a las que renunciar. —Miguel —dijo el maestro Martinus gravemente—: ¿quién habla por tu lengua, Dios nuestro Señor, o el demonio? Quedé perplejo ante su pregunta. Me dejó que reflexionase un momento, y luego prosiguió: —Eres un muchacho de talento, pero tu tendencia a adentrarte en las más profundas cuestiones y a plantear preguntas que dejan intrigados aun a los más entendidos, me ha traído muchos quebraderos de cabeza. Me imagino que no es la humildad cristiana lo que obra en ti, sino el más condenable orgullo el que te lleva, en las argumentaciones, a pretender enredar a tu preceptor con sus propias palabras, y hacer que él mismo se avergüence, como ocurrió últimamente con el asunto de Jonás y la ballena. —Padre Martín, no soy tan perverso como pensáis, y mi corazón es tan blando como la cera. Dadme alguna esperanza, y yo enmendaré mi errado camino; marcharé descalzo sobre la nieve y ayunaré durante semanas con objeto de hacerme digno de vuestra bendición. Suspiró profundamente, pero cuando habló de nuevo, lo hizo en tono colérico. —No tengo duda de que harías cualquier cosa con tal de satisfacer tu morbosa ambición y sobrepujar a tus compañeros. Año tras año he esperado alguna señal de lo alto, que me indicase tu adecuada situación en la vida, pero no ha aparecido ninguna. Los años pasan, el pecado de tu origen se hunde cada vez más en la oscuridad, y pronto no quedará nadie que recuerde a tu madre. ¿No será mejor para ti aceptar en tu vida el camino que te ha cabido en suerte y aprender a ocupar con honor alguna situación en el mundo? —¿Me queréis echar, padre? —exclamé con gran espanto, pues la escuela era el único punto fijo en mi vida y, a pesar de mi descontento, temía abandonarla. —No es que te eche, ¡desgraciado testarudo! Por el contrario, he sentido una irracional simpatía por ti, pues tu pasión por los libros y tu magnífico entusiasmo me recuerdan mi propia juventud. El camino de la sabiduría está sembrado de abrojos. Yo tuve que vender mi herencia con objeto de poder estudiar en la Universidad de Rostock; sin embargo, para mí ningún sacrificio era demasiado grande, tanta era mi ansia de saber. De modo que puedo comprenderte, Miguel. Pero mírame ahora y advierte en lo que acabó todo: no soy sino un viejo amargado que pronto se verá ciego por haber estudiado demasiado en mi juventud. A la hora de mi muerte, mi único consuelo será ése tan sencillo que se ofrece a todas las almas, lo mismo clérigos que seglares; es decir, la Extrema Unción y el perdón de los pecados. A ese respecto, no soy mejor que el más miserable vaquero, a pesar de todos mis talentos. Por tu propio bien, yo te digo: no ganarás nada buscando tan desesperadamente la sabiduría. Será más prudente que te sometas a tu destino, que te entregues a alguna útil tarea de escritor y que dejes de suspirar por la luna. —Así es —respondí amargamente, mientras ardientes lágrimas desbordaban de mis ojos—. Me haré vaquero, puesto que esto es todo lo que la sabiduría de la vida os ha enseñado, padre. Se enterneció entonces. Me dio unos golpecitos en la mejilla con su mano temblorosa, de acusadas venas, y me dijo: —Una ocupación en el mundo, fuera del claustro, te dejará en libertad para gozar de los placeres de la vida. Podrás llevar una pluma en tu gorro y moverte entre las muchachas y, más tarde, gozar las perpetuas alegrías de una buena esposa y de unos hijos obedientes. Respondí con tono sombrío que ni el matrimonio ni unos cuantos escuálidos mocosuelos en la cabaña de un escritor constituían un encanto para mí. —Y además de esto —añadí—, cada clérigo, y aun cada obispo, tiene una amante e hijos, y nadie lo considera pecado. Gozan de todas las ventajas del matrimonio sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Sólo el matrimonio secreto es una transgresión imperdonable para aquellos que han recibido las órdenes. Pero no son ésas mis razones para aspirar al sacerdocio. Para un joven pobre como yo, la ordenación es la única puerta abierta para continuar estudiando... y quizá para algún puesto universitario, o para gozar de alguna canonjía eclesiástica. Apenas había pronunciado estas palabras, me sentí lleno de confusión y de vergüenza, puesto que inadvertidamente había descubierto mis más secretos sueños y había dado al maestro Martinus una base sólida para acusarme de impía ambición. Pero mi maestro y guardián no me reprochó ya nada; dijo tristemente: —¿No ves, Miguel, cuán equivocado estás al considerar la Iglesia y las Sagradas Órdenes como medios de satisfacer tu anhelo de sabiduría? Es la Iglesia la que elige sus propios servidores, y tus mismas palabras te condenan como un miserable cazador de fortuna y un hipócrita. De la propia custodia tu escabel harías si ello te sirviese para alzarte siquiera una pulgada. Con el tiempo comprenderás esto y te sentirás avergonzado. —Padre Martín —objeté—, no poseo en el mundo nada más que mi cabeza y mis manos..., así como la Santa Iglesia, que ha sido mi única e indefectible esperanza. ¿Por qué he de ser desdeñado cuando a muchos que son más estúpidos se los juzga dignos? ¿Por qué he de ser rechazado, simplemente porque no tengo ni propiedades ni familia, ni pariente alguno que pueda pagar la dispensa ante la Corte Papal, por el pecado de mi madre? ¿Por qué? —¿Quieres ahora poner en duda las enseñanzas de la Iglesia? —dijo severamente—. ¿Quién eres tú, miserable gusano, para levantarte así y plantear dudas acerca de sus decisiones? Te advierto, Miguel, que no estás lejos de la herejía. Aquellas terribles palabras me hicieron temblar y me sentí humillado, aunque todavía en mi corazón ardía un ansia de desafío. No obstante, en el fondo parecía que el maestro Martín no deseaba expulsarme de la escuela. Incluso prometió pagarme si yo me encargaba de enseñar gramática a los escolares más jóvenes, y me recomendó generosamente a Lars Goldsmith como tutor de sus dos hijos. 2 Con el deshielo, en la primavera, llegaron noticias desagradables. Supimos entonces de la intención del rey Cristián II, de embarcarse para Estocolmo, reinstalar al arzobispo, castigar a los fanfarrones señores suecos y colocar sobre su propia cabeza la corona del reino de Suecia, de la que era heredero legal. Parte de la guarnición de Abo puso proa hacia Estocolmo con objeto de apoyar a Sten Sture, el regente, y el castillo fue declarado en estado de defensa. Sin embargo, era generalmente admitido que la resistencia de Abo sería inútil si Estocolmo caía, y que sólo produciría disturbios y destrucción. Ya se hablaba menos de la crueldad de los jutlandeses, y el pueblo prefería esperar en silencio los acontecimientos. Pero yo suspiraba por la guerra, por ser adecuada a mi temperamento. Además, ¿qué tenía yo que perder? A comienzos del verano, en la fiesta de San Juan Bautista, me dirigí a la iglesia, lo que hacía largo tiempo no me acontecía, para implorar a la Madre de Dios que me ayudase a vivir una vida mejor. Me encontraba ya cerca de la Casa Consistorial cuando oí a Andrés que me llamaba lastimeramente desde debajo de las bóvedas. Se sostenía a la reja con ambas manos, y pude ver su cabello despeinado y su ancho rostro tan ensangrentado y magullado, que difícilmente le reconocí. —¡Jesús, María! —exclamé con horror—. ¿Qué has estado haciendo? —Eso es lo que quisiera saber —se lamentó—. He debido de estar terriblemente borracho. ¿Quién hubiera pensado que el aguardiente pudiera hacer esto con un muchacho tranquilo como yo? Estoy completamente negro y morado. Pero no creo ser yo únicamente... Otros han debido de bregar también, porque un hombre solo no puede hacerse nunca tanto daño, aunque hubiera estado rodando como un ovillo colina abajo entre peñascos. —Corro a la iglesia a rogar para que no te lleven a la columna de los azotes ni te arrojen como alimento a los cuervos, por homicidio —sugerí para su consuelo. Pero Andrés me respondió airadamente: —Lo hecho, hecho, y el lloriquear no me servirá de nada. Sé un buen cristiano, Miguel, tráeme un poco de agua y un bocado. Mi estómago está completamente vacío, y esto me preocupa más que mi propio pellejo. Como no viera yo a los vigilantes de la ciudad, le llevé agua en un cubo. Pero no podía hacérselo llegar a través de las rejas, y era tan terrible su sed, que torció las barras de hierro para alcanzar la vasija. Me sentí alarmado al oírlas crujir y le dije: —No debes ocasionar daños en las propiedades públicas, Andrés, de lo contrario te aplicarán un castigo más duro. Pero si deseas escapar, ahora es el momento; puedes culebrear por el agujero que has hecho. —No voy a escapar —replicó Andrés altivamente—. Pienso sufrir estos insultos y este bien merecido castigo con cristiana humildad y volver a merecer el respeto de mí mismo ante Dios y ante los hombres. Tenía en mi bolsa unas cuantas monedas, pues me proponía llevar una vela a san Juan Bautista, virtuoso varón que prefirió ser decapitado antes que sucumbir ante la lujuriosa Herodías. Corrí a «Las Tres Coronas» y compré un gran cuenco de barro cocido lleno de nabos y arenques, y una hogaza de pan. Pero no podía retrasarme para Andrés, porque ya los burgueses comenzaban a pasar camino de la iglesia para asistir a la misa mayor. —¡Ánimo! —le dije—. Intentaré deslizarme esta noche hasta aquí trayendo más comida. —¿Ánimo? No es nada fácil para mí decirlo, con las ranas que saltan sobre mi cuerpo y las ratas que me pasan por la nariz cada vez que intento dormir un poco. Quizá después de una panzada me parezca el mundo más brillante. Lo dejé y corrí a la catedral; pero Satanás prepara sus celadas más arteramente de lo que se supone. Cuando salí de misa lleno de contrición, me vi detenido en el pórtico por un joven que tenía las mejillas llenas de puntos negros, como si en otro tiempo hubiese sido alcanzado por alguna explosión de pólvora. Apoyándose en su espada, me dirigió la palabra en alemán, diciendo que había oído muy buenos informes sobre mí. Era forastero en la ciudad y se hospedaba con su hermana en la posada contigua a la taberna de «Las Tres Coronas». Me dijo que necesitaba la ayuda de algún joven inteligente, y me pidió que le visitase a la noche. No lo lamentaría, según me dijo. Sus maneras eran sospechosamente untuosas, pero tenía una sonrisa atrayente. Iba vestido con unas calzas muy ajustadas y un jubón de terciopelo con botones de plata, y me pareció que no perdería nada con acudir a su llamada. Cuando la señora Pirjo supo la triste situación en que se encontraba Andrés, preparó para él un paquete de viandas, y al llegar la noche corrí a la Casa Consistorial. En el patio me encontré con el carcelero, un viejo soldado con una pata de palo, que me había enseñado a manejar la espada. —Puedes entrar —me dijo en tono amistoso—. No eres tú el primer visitante. Descendí a la celda, que alegraba la luz de una vela de sebo. Allí estaba la dueña de «Las Tres Coronas», que tenía la cabeza de Andrés apoyada en su regazo, acariciando sus mejillas y hablándole tiernamente. —Miguel —dijo ella con gravedad cuando aparecí—, es difícil encontrar un muchacho mejor y más noble que tu amigo Andrés. Anoche, cuando regresé a casa para irme a dormir, después de las fogatas de la noche de San Juan, una odiosa barahúnda me hizo levantar. Un grupo de aprendices borrachos destrozaron la puerta e irrumpieron en la casa; echaron a mi pobre esposo en una artesa vacía y pusieron piedras sobre la tapa, obligándome luego a servirles cerveza, aguardiente y comida. Casualmente llegó en aquel momento este buen muchacho, y cuando vio el aprieto en que me encontraba, la emprendió contra aquellos mozos a puñetazo limpio, como Sansón contra las murallas de Jericó, y los echó fuera, aunque todos cayeron sobre él, armados de garrotes, y Andrés, por otra parte, apenas podía tenerse en pie, después de las fatigas de la noche de San Juan. Cuando al fin llegaron los vigilantes, me censuraron insolentemente por servir a los beodos fuera de las horas reglamentarias, y este joven, interpretando mal sus intenciones, los arrojó también para proteger la paz de mi casa. Después quedóse dormido en el suelo, dominado por el cansancio; pero regresaron los vigilantes y, entre patadas y puñetazos, se lo llevaron a la prisión, puesto que no pudieron encontrar a ningún otro a quien detener. ¡Sí que se van a dar una buena panzada con este ruin negocio, así Dios me ayude! Y eso mismo dice mi viejo, a quien me olvidé de sacar de la artesa hasta esta mañana. Acarició la mejilla de Andrés y dijo: —Estás en buenas manos, amigo mío, pues tan cierto como que tengo licencia para abrir taberna y pago impuestos, yo te sacaré de esto. Bebe esta cerveza (es la mejor que tengo) y restaura tus fuerzas. Viendo que Andrés de nada carecía y estaba bien cuidado, y que mi presencia no era necesaria, me fui a beber un litro de cerveza en «Las Tres Coronas», donde el posadero confirmó, palabra por palabra, el relato de su esposa. La cerveza me tonificó, dándome también el valor necesario para entrar en la posada y preguntar por el forastero que vivía allí con su hermana. Parecía gozar fama de rico y liberal, porque sin tardanza me condujeron a su habitación. Al entrar percibí en seguida un agradable olor a lacre; había una bujía encendida sobre la mesa, en donde el extranjero estaba escribiendo. Su servicio de escribanía era de excelente calidad y consistía en artículos que fácilmente podía llevar en una cajita de cobre pendiente del cinturón. Me reconoció, se puso en pie, dirigióme un saludo amistoso y me cogió la mano. Aquello era muy halagüeño, pues el joven tenía el aire grácil y distinguido de un verdadero caballero, para quien era cosa corriente un hermoso alojamiento, vino a diario, prendas lujosas y buen servicio. Me explicó que se llamaba Didrik Slaghammer y que era hijo de un comerciante de Colonia, hecho caballero por el emperador. Durante su juventud viajó por tierras extranjeras, y últimamente había estado comerciando en Danzig y en Lübeck. Cuanto le había contado acerca de los lugares santos de Finlandia, famosos en todas las regiones del Báltico, le había atraído hacia Abo, pues aunque en sus años mozos había llevado una vida un tanto alocada, se había tornado más sensato al llegar a los treinta, y ahora encontraba verdadero placer en los actos piadosos, tales como peregrinaciones a los lugares santos, cuando éstos no eran demasiado inaccesibles. Me dio a entender que me necesitaba como intérprete y guía para aquellas peregrinaciones. Con verdadero placer le hablé del Camino de San Enrique, del sol de Nadendal, de la Santa Cruz de Anianpelto, de la iglesia de Reso, que fue construida por los gigantes, y de muchos otros lugares santos. El desconocido dejaba vagar su pensamiento mientras yo le hablaba; dominó un bostezo, que dejó al descubierto sus dientes felinos de animal de presa, y comenzó a juguetear con una daga que descansaba sobre la tapa de su mundo de viaje. —Muchos han intentado espantarme con cuentos acerca de este primitivo país, de sus animales salvajes y de sus ladrones —observó—; y, así, he traído conmigo un par de pistolas de arzón, recién inventadas, que me han ayudado a salir de muchas situaciones apuradas. Me mostró dos armas de cañón corto en una doble pistolera, las cuales podían llevarse en el arzón del caballo, de modo que sus pesadas culatas de plomo quedaran al alcance de la mano. Sin embargo, su interés por semejantes cuestiones parecía difícilmente compatible con la piedad que aparentaba. De pronto me preguntó si había oído decir que el rey Cristián se estaba armando contra los suecos y qué era lo que en general opinaban los finlandeses sobre ello. Respondíle que tales rumores perjudicaban grandemente al comercio. Los mercaderes de Abo no osaban enviar sus naves a los mares abiertos, por temor a los barcos de guerra daneses. Las naves mercantes tenían que hacer la travesía hasta Lübeck, a lo largo de las peligrosas aguas costeras, donde los vientos contrarios los hacían a veces embarrancar, convirtiéndolos en presas de los piratas que infestaban los mares desde Osel hasta la costa estoniana. Y aunque los mercaderes de Abo buscaban la protección de los convoyes de Lübeck, los ciudadanos de ésta no se sentían inclinados a protegerlos, porque el Concejo de la ciudad de Abo ya no reservaba la mitad de sus asientos para los miembros germanos como en años anteriores, sino que destinaba todos los cargos civiles para los de su nación. Hice también alarde de la pólvora y los fusiles que se estaban fabricando y dije que si los jutlandeses se aventuraban hasta las proximidades de la fortaleza de Abo, serían calurosamente recibidos. El señor Didrik jugueteaba distraídamente con su pistola, accionando el gatillo y sacando brillantes chispas del pedernal. Declaró, con una sonrisa, que a él no le aterraba la guerra, pero que, teniendo una hermana en la que pensar, le agradaría, para tranquilidad de ella, saber con cuántas piezas de artillería se contaba en el castillo y de qué calibre eran; cuántos hombres formaban la guarnición; cómo se les pagaba; quién los mandaba y de dónde procedían las tropas. Le gustaría también conocer los nombres de los ciudadanos más preeminentes y hasta qué grado se confiaba en ellos en asuntos de Estado. Parecía de carácter nervioso; en realidad lo evidenciaba el hecho de que llevara armas al alcance de la mano en una pacífica posada. Y, así, para tranquilizarle, le conté cuanto sabía de la guarnición, y al mismo tiempo le recordé que yo era un hombre de estudio y no un soldado, aconsejándole que consultase a mi buen amigo y antiguo amo, el fabricante de mosquetes. De hecho, hubiera ido al instante a traérselo, pero aquel afectuoso extranjero reprimió mi vehemencia diciendo que no quería molestar a tan respetado artífice en el día de San Juan, artífice que, por otra parte, se había encontrado con la más baja ingratitud y que era, por tanto, muy propenso a la cólera. Porque el extranjero había oído hablar del maestro Schwarzschwanz y estaba ya enterado de que yo había sido su segundo; además, él sentíase satisfecho con lo que yo pudiera contarle, especialmente, habiéndome encontrado tan inteligente. —¿Cuántas bombardas hay en el castillo? —me preguntó—. ¿Cuántos cañones reales, culebrinas, faleones, falconetes, cañones pedreros y arcabuces? Intenté recordar lo que sabía, y él tomó rápidamente nota de las cifras, pero frente a ellas sólo garabateó unos misteriosos caracteres. Como no me pareciera aquello adecuada ocupación para un comerciante o un devoto peregrino, empecé a expresarme con vacilaciones y le di respuestas, con cierta reserva, cuando vi que también inquiría acerca del equipo de los soldados y los barcos que zarpaban de Abo. Su curiosidad parecía no tener límites. Súbitamente advirtió mis recelos; recogió sus papeles y, guardándolos en su baúl de viaje, dijo sonriendo: —Veo que os sentís intrigado por mi excesiva curiosidad, Miguel; pero nací con una insaciable sed de conocimientos de todas clases y tengo el hábito de recoger informaciones útiles dondequiera que voy. Nunca sabe uno cuándo podrán serle necesarias. Pero ya os he molestado bastante. Comamos, bebamos y alegrémonos. Seréis mi huésped esta noche. Me condujo al salón inmediato, en el cual había una mesa que mostraba gran profusión de exquisiteces y que se alumbraba con el suave resplandor de unas velas de cera. Sin embargo, no era la mesa lo que yo contemplaba. Se dirigía hacia mí la más bella mujer y la más costosamente vestida que había visto en mi vida. Sus faldas hacían un ruido suave mientras avanzaba; erguía orgullosamente la cabeza, y el señor Didrik se inclinó cortésmente para besar su mano. —Inés, querida hermana mía, permíteme que te presente a Miguel, el estudiante, joven muy hábil que, además de sus conocimientos en materias eclesiásticas, es también muy diestro en el arte de fabricar pólvora, y que fue en otro tiempo el segundo de un fundidor de cañones. Ha tenido la gran bondad de prometerme que nos ayudará a perfeccionar nuestros conocimientos, tanto en asuntos mundanos como en los que atañen al bien de nuestras almas. En este punto, la dama me dedicó una cálida sonrisa y me tendió la mano. Hasta entonces no había besado la mano de una mujer, y la vergüenza me impidió alzar los ojos hasta su hermoso y aristocrático rostro. Torpemente me incliné y puse mis labios en sus dedos; eran cálidos y blancos y olían a finos ungüentos. Dijo, con una sonrisa tan alegre como la de su hermano: —Dejemos esta rigidez. Todos somos jóvenes, y ya estoy cansada de sentarme seriamente en mi habitación, lejos de alegre compañía. ¡Oh, Sir, no soy un lobo que os vaya a devorar! Podéis alzar sin temor vuestro rostro varonil y mirarme a los ojos. Me sentí hundido en mayor confusión aún, cuando ella se dirigió a mí llamándome «Sir», como si yo hubiese nacido en noble cuna, y cuando habló tan halagüeñamente de mi apariencia personal. Pero miré aquellos maliciosos ojos castaños, y ella me dirigió una sonrisa tan retozona, que toda la sangre se me subió al rostro. En mi simplicidad, yo no sabía entonces que tenía los labios pintados, que sus cejas estaban depiladas, y sus mejillas, empolvadas. Me parecía, a la suave y clara luz de las velas de cera, la más maravillosa, la más hermosa mujer que había visto nunca. Nos sentamos a la mesa y saboreamos lengua de ternera y ganso asado, sazonado con azafrán y pimienta, y bebimos vino dulce de España en las más bellas copas que la posada pudo proporcionar. Yo no tenía ni la más remota idea de lo que podía costar semejante banquete, pero todos mis escrúpulos se desvanecieron bien pronto y comí tan correctamente como pude, cortando la carne en pequeños trozos, de modo que pudiera tomarlos entre los dedos, en lugar de empuñar el hueso con ambas manos, según la manera vulgar, royéndolo y con los labios llenos de grasa. Aquel vino ardiente se me subió pronto a la cabeza; olvidé todas mis desventuras y me sentí como si estuviese en el cielo, rodeado de ángeles amables. Y mientras comíamos, el flautista tuerto de «Las Tres Coronas» tocaba dulces aires en la estancia inmediata, hasta que el señor Didrik ordenó que le sirviesen cerveza, y lo despidió, a causa, sin duda, de que no podía sufrir tan mísera música. Propuso que en lugar de aquello cantásemos nosotros mismos, y entonamos unas cuantas piadosas canciones de estudiantes, referentes a los vanos goces mundanos. Al poco tiempo la dama encontró que la estancia estaba demasiado calurosa y se despojó de su estola de gasa, descubriendo sus hombros. Su corpiño de terciopelo verde estaba bordado con perlas e hilillos de oro y corazones rojos que atraían las miradas hacia su pecho. Nunca había visto yo un vestido tan descotado, y el espectador no podía tener dudas acerca de la conformación del torso en cuanto la dama hacía cualquier violento movimiento, aunque de cuando en cuando procuraba elevar el frente de su corpiño. El señor Didrik siguió la dirección de mi mirada y dijo sonriendo: —Mi hermana Inés recibió este nombre en recuerdo de la santa; y cuando se halla en buena compañía, yo desearía que pudiese ser favorecida con un milagro similar al suyo. Mi hermana es una fiel observante de las modas de la Corte; pero no os conturbéis por ello, Miguel. En estos alegres tiempos, a ninguna mujer se le exige que oculte sus más bellos encantos; en realidad, se incita a las damas más discretas a que revelen todo lo que valga la pena de revelarse. Sentía arder mi rostro, y me preguntaba qué milagro le había sucedido a santa Inés. En Finlandia su culto quedó eclipsado por el de san Enrique, y para mí, la santa era desconocida. El señor Didrik explicó que un juez romano la envió desnuda a un lupanar porque, siendo cristiana, había rehusado casarse con su hijo; pero el Todopoderoso hizo que los cabellos de aquella santa mujer creciesen tan abundantes, que formaran un manto que ocultara y protegiese su castidad contra las manos y los ojos impúdicos. —Como veis, mi hermana ha teñido su cabello de un rojo veneciano —continuó—. Sería espléndido verla envuelta en tan magnífico manto. Pero me encuentro perplejo ante un problema que sólo un hombre ilustrado podría resolver. Si tal milagro se repitiese (lo que imagino improbable, ya que mi hermana no es excepcionalmente recatada), ¿serían rojos sus cabellos en toda su longitud, o bien conservaría su natural color la parte más cercana a la cabeza, de suerte que el oscuro manto tendría solamente un amplio borde rojo? Confesé que el punto era demasiado intrincado para que yo, con mi pobre saber, opinase sobre él, aunque un estudiante más ilustrado podría conquistar su título de doctor con una disputa dialéctica sobre aquel tema en alguna renombrada Universidad. Sin embargo, me aventuré a afirmar que el mundo se vería privado de una gran delicia si la señora Inés se viese honrada con tal milagro. Ella sonrió en reconocimiento a mi galantería, y el señor Didrik dijo: —En las Cortes de los príncipes, hasta las damas de más elevado rango tienen envidia de las cortesanas, y en la actualidad permiten que los más famosos pintores las retraten completamente desnudas, para demostrar que no se sienten denigradas ni avergonzadas por ello. ¿Y puede haber nada más delicioso en la vida que un manantial medicinal en el que los hombres y las mujeres puedan pasar el día juntos, en unos baños calientes, no llevando otra cosa que un breve lienzo en la cintura y aun puedan jugar a los naipes y disfrutar de agradables comidas en mesas flotantes? Hice observar que, en Finlandia, hombres y mujeres tenían la costumbre de tomar juntos baños de río, pero ello sólo acontecía entre gente ordinaria y con fines de limpieza, no por placer. El señor Didrik era curioso, y me preguntó si yo solía tomar con frecuencia tales baños con muchachas jóvenes, lo que negué firmemente. Vio que me sentía embarazado y, cambiando una mirada con su hermana, empezó a hablar de otras cosas. Para entonces la mesa había quedado ya limpia. Jugueteando con su copa entre los dedos, me preguntó: —Miguel, ¿qué opináis de la acción de los Estados al deponer y apresar al arzobispo de Suecia? Quedé sorprendido por aquella abrupta pregunta, pero respondí cautelosamente: —¿Quién soy yo para opinar sobre tan elevadas cuestiones? Se sospecha que el arzobispo está complicado en intrigas contra el Estado, y la mayoría de los reverendos obispos han contribuido a su deposición. ¿He de ser yo más entendido que ellos? El señor Didrik respondió con calor: —Entonces, en vuestra opinión, ¿es el joven Sten Sture el Estado? ¿No es más bien la arrogancia de toda su familia la que le ha llevado a considerar el reino como un objeto de su propiedad, a pesar de la Unión de Kalmar, según la cual, el rey Cristián de Dinamarca es el único gobernante legítimo? Hice notar que los jutlandeses sólo habían ocasionado derramamientos de sangre y destrucción en el reino de Suecia y que no podía haber enemigos más crueles y más traidores. Para hacer que se porte bien un niño de Abo, no hay más que decirle: [Mira que te llevarán los jutlandeses! Esto sorprendió al señor Didrik, y dijo, colérico: —Creí que erais un muchacho sensible, Miguel; pero veo que os contentáis con repetir lo que otros han dicho, sin pensar por vos mismo. Comenzó a explicarme que el rey Cristián era un monarca resuelto, hábil y compasivo. Me dijo que no había nada que Su Majestad odiara tanto como la nobleza opresora, y que siempre tomaba el partido del pueblo contra ella. Su intención era destruir el dominio que sobre el Báltico ejercía Lübeck, y hacer de Copenhague un poderoso centro de comercio; desde allí, los barcos podrán navegar sin obstáculos por todos los mares, con provecho para sus súbditos y, antes de mucho, su reino se haría poderoso y rico. —Es sólo cuestión de tiempo —insistió el señor Didrik—, pero los orgullosos señores suecos se verán obligados a ceder. La guerra está a nuestras puertas y, un día cualquiera, el rey Cristián lanzará sus naves contra Suecia. Un hombre prudente debe estar atento a los presagios, y mediante su conducta presente debe asegurarse su porvenir en el favor del rey. Es el monarca más poderoso del Norte, y creo que, en lo futuro, la Historia le conocerá como el rey Cristián el Grande. Sus palabras produjeron en mí impresión profunda, porque jamás había oído a nadie hablar antes tan íntimamente acerca del rey Cristián. La señorita Inés me ofreció también muchos ejemplos de la bondad del rey para con los pobres, y me contó que estaba mejor dispuesto a escuchar los consejos de la mujer de un viejo campesino holandés, antes que los de los nobles de su Corte. Sin embargo, me aventuré a referir mi experiencia personal respecto a la crueldad de los jutlandeses, resto de la cual hasta aquel entonces era la cicatriz en mi cabeza; y añadí que unos inmisericordes jutlandeses habían asesinado a mis abuelos. El señor Didrik, invirtiendo la cuestión, preguntó: —¿Quién empujó a los daneses a que saqueasen las costas finlandesas? ¿Quién, sino esos testarudos suecos que se rebelaron contra su legítimo rey? Y la actitud de rebeldía ha ido pasando de generación en generación, con perjuicio de las gentes humildes, que siguen ciegamente a sus señores. —Alzando su copa, dijo, en tono de reto—: ¡No peleemos más, Miguel! Yo sé de vos bastante más de lo que creéis, y me duele en el corazón el trato despectivo que habéis recibido. Decidme: ¿ha habido algún noble finlandés o sueco, que os haya otorgado su favor u os haya auxiliado con su protección? La Iglesia os ha echado fuera y os ha rehusado la ordenación, y ¿qué puede esperarse de prelados que arrancan la mitra de la cabeza de su propio arzobispo y buscan la protección de señores impíos? El buen rey Cristián fomenta la instrucción y ofrece las mismas oportunidades a todos los hombres de talento, sea cual fuere su posición o su nacimiento. Es un hijo fiel de la Iglesia. Cuanto más grande sea su poder, tanto mayor será su influencia en la Corte Papal, de suerte que hasta un hombre pobre pueda alcanzar las más eminentes situaciones eclesiásticas con sólo una palabra suya. Porque me temo que antes de poco habrá muchos asientos vacíos en los coros de las catedrales de Finlandia, que serán ocupados por hombres consagrados al rey y a la Santa Iglesia. Eran tan alarmantes sus palabras, que lancé una mirada más allá de donde él estaba, para asegurarme de que nadie escuchaba. —¡Sir, Madame! —exclamé con voz temblorosa—. ¿Deseáis inducirme a la traición? No soy ni soldado ni conspirador; soy un pacífico estudiante, y sé tan poco de política como un cerdo acerca de metales. Pero el señor Didrik, poniéndose en pie, alzó de nuevo su copa y dijo, en tono persuasivo: —Muy lejos de mí pensar tales cosas. Pero, ¿es traición preparar el camino para el legítimo rey en su propio país? ¿Puede llamarse conspiración el defender a la Iglesia contra los que blasfeman y hacen mofa de ella a causa de su egoísta ambición y olvidan lo que es debido a su sagrada misión y son indignos de contarse entre sus servidores? No, Miguel. Todo lo que espero es que, como un hombre de rectas y honestas ideas, brindéis conmigo por el rey Cristián y sus propósitos, así como por vuestro propio beneficio, ahora y en lo futuro. Yo no podía hacer otra cosa que obedecer, y vacié mi copa. Aquel fuerte vino corría como fuego en mis venas, y la señora Inés, riendo excitada, rodeó con sus brazos mi cuello y me besó en ambas mejillas. —No tenemos por qué seguir fingiendo —dijo gravemente el señor Didrik—. Como hombre de honor, no me avergüenzo de declarar que estoy con alma y vida de parte del rey Cristián, y he venido a este país para defender sus intereses. Tal es la confianza que deposito en vos; y, entre nosotros, puedo deciros que en Abo son más de los que imagináis quienes están secretamente al lado del rey Cristián. Pero si os vieseis tentado, a cambio de algún sustancioso premio, a traicionar mi confianza, permitidme recordaros que compartís ya muchos importantes secretos militares y que puedo fácilmente probar que habéis bebido conmigo a la salud del rey. —No os traicionaré —respondí, con gesto ceñudo—, pero permitidme que me retire, porque ya es tarde. He bebido demasiado vino y tengo muchas cosas en que pensar. Una vez que hubimos convenido nuestra próxima entrevista, no hizo nada para detenerme, pero me era duro dejar su compañía, apartarme de la clara luz de las velas de cera y de las riquezas mundanas allí desplegadas. Sentía como si muy firmes lazos me ligasen a ellos, aunque sabía que no eran más que una celada de Satanás. No necesito contar por extenso cómo, con estratagemas y promesas, el señor Didrik, y especialmente su hermana, hicieron de mí un fiel y obediente aliado. Durante varios meses les serví como secretario, y fui muy útil en sus peligrosas intrigas. Pero diré en mi descargo que yo pensaba menos en mi propio porvenir, que el señor Didrik me presentaba bajo tan brillantes colores, que en la paz y el bien de la comunidad, por los cuales tenía la convicción de estar trabajando. Mi conciencia se sentía también aliviada por el hecho de que el señor Didrik se encontró muy pronto en Abo como en su casa, y se ganó la voluntad de los burgueses más acaudalados. Se le invitaba a bodas y funerales, y fue huésped de la Hermandad de los Tres Reyes: el más alto honor que podía ser concedido a nadie en la ciudad. Y, así, puesto que mi patrón había averiguado por otras fuentes lo que deseaba, no creí yo hacer ningún daño. Dio generosas limosnas al Monasterio de San Olaf y al Hospital de San Orjan, y todos se maravillaban de su afabilidad. No era tan orgulloso que no se aviniese a conversar con soldados, marineros y aprendices, ni pasó mucho tiempo sin que se lanzase abiertamente a alabar al rey Cristián y sus múltiples y nobles cualidades. Si alguien se sentía ofendido por aquello, le miraba francamente cara a cara y decía: —Respeto las opiniones de todo el mundo y creo que cada uno tiene derecho a pensar por sí mismo; pero reclamo el mismo derecho, con tanto mayor motivo cuanto que soy un extranjero. Me hallo al margen de vuestras disputas nacionales, y puedo tener puntos de vista más amplios de los que poseen aquellos que se pelean entre sí. Todos tenían que admitir que hablaba adecuada y prudentemente, como convenía a tan cumplido caballero; aunque los menos ilustrados afirmaban que no conocía a los jutlandeses, todos los cuales eran traidores y falsos. Hice viajes muy agradables, pues, con objeto de ocultar sus propósitos, el señor Didrik visitó todas las capillas de los alrededores de la ciudad. En una ocasión fuimos hasta Nadendal, donde la señora Inés quería comprar encajes de los que se manufacturan en aquel sitio y que, según se decía, rivalizaban con los de Flandes. No necesito decir cuán ciego y cuán encantado estaba con la gracia y belleza de aquella mujer; pero me daba cuenta de mi humilde posición, y era demasiado joven e inexperto aún para imaginar que yo pudiera aspirar a tanto. A nuestro regreso de Nadendal, estaba a punto de despedirme de ella en la puerta de la posada, cuando, mirándome al fondo de los ojos y con un profundo suspiro, me dijo: —Estoy cansada de esta tediosa ciudad y de los idiotas que en ella viven. Ven conmigo, Miguel, y beberemos una copa de vino. Mi hermano me dejará sola todo el día, y no sé cómo pasar el tiempo. Me condujo a su habitación, tan llena de perfumes que, después de pasar por los múltiples olores nauseabundos de la posada, parecía que estábamos en un jardín florido. Tras beber nuestro vino, la señora Inés comenzó a hablar apasionadamente: —Quiera Dios que esto termine sea como sea; esta eterna espera me oprime. Mi vida inquieta y vagabunda me ha alterado tanto, que no gusto de permanecer largo tiempo en un mismo sitio. Sé que no puedo ser de ninguna utilidad en este país; mis habilidades no son necesarias, pues aun los hombres experimentados vienen por su propia voluntad a meter la cabeza en el cepo de mi hermano. Pero ahora he sabido que la flota del rey ha salido de Estocolmo, y dentro de pocos días tendremos noticias de la batalla. Ésta será la señal de comenzar a obrar aquí, a menos que el rey, mediante negociaciones, sea capaz de evitar el derramamiento de sangre. —Señora —dije—, ¿y cuál ha de ser mi participación en todo esto? Cada mañana me despierto con un profundo dolor en el pecho, porque no sé si estoy obrando bien o mal. No puedo seguir prolongando esta investigación, pues me veo rodeado por todas partes de sospechas que me duelen como si fuesen acusaciones declaradas. Si la sangre llegara a correr en esta ciudad donde he nacido, cada gota de ella caería sobre mi conciencia, y no conoceré nunca un momento de paz. Rió con risa alegre, me dio un golpecito en el cuello y me dijo: —Tienes un cuello débil y esbelto, como corresponde a un empleado; ¡sería muy fácil degollarte! Pero recuerda, Miguel, que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Los asuntos de Estado se parecen a la confección de una tortilla, y si se quiere lograr algo, se han de batir bien los huevos. —Ésa es una idea absurda; un verdadero pecado —respondí—. Un ser humano no es un huevo que pueda romperse con impune facilidad. —¿No? —comentó suavemente, tomando mi mano entre las suyas—. Vosotros los finlandeses sois una raza lenta y poco emprendedora; y me pregunto si hay algo que pudiera encenderos la sangre. Y tú mismo, Miguel, tú eres más casto que el casto José. Me imagino que me he vuelto vieja y fea en esta maldita ciudad, porque cualquier otro, estando a solas conmigo, con una botella de vino entre los dos, hubiera encontrado otras cosas de que hablar que no fuesen esas estúpidas tortillas. ¿No comprendes que estoy sumamente aburrida, Miguel? Yo no podía creer lo que oía y pregunté: —¿Queréis decir; señora, que debo abusar de vuestra confianza y engañar a vuestro hermano, que me ha confiado vuestro honor; que debo pecar contra vos e induciros a una tentación que quizá sería demasiado fuerte para ambos? Rompió en una carcajada tan sonora, que también yo me vi forzado a sonreír, a pesar de mi desasosiego. Mientras alborotaba mis cabellos con sus dos manos, me dijo: —Eres un joven de espléndidas virtudes, Miguel; un fenómeno casi increíble en este pecaminoso mundo. Quizá llevo un cinturón veneciano para proteger mi castidad. ¿No tienes ningún deseo de comprobarlo? Todo tembloroso, caí de rodillas ante ella. —Señora, sois la mujer más bella y más deseable que yo haya conocido nunca, y vuestras excelentes prendas han conquistado mi corazón. Por tanto, os ruego que me apartéis en seguida de vuestro lado y no me hagáis caer en la tentación..., porque jamás seré digno de vos ni de ofreceros la posición que merecéis por vuestro nacimiento, vuestra educación y vuestra belleza. Rió aún más alegremente y dijo: —Un pequeño juego entre buenos amigos es una inocente distracción que no nos obliga a nada. Créeme: el arte de amar es un arte precioso que requiere percepción y mucha práctica, lo mismo que toda hazaña valiosa y útil. Es la octava entre las artes liberales, y tú serás mi discípulo, Miguel. Hablaba tan persuasivamente y con tal candor, que me imaginé que cualquier hombre, aun más prudente que yo, hubiera sucumbido; y ella parecía ser, además, excepcionalmente experta en la materia. Como instructora, se hacía comprender muy bien, y tenía un perfecto dominio sobre sus materiales. Su propio cuerpo era el libro de notas, y no vaciló en tomar la pluma por sí misma al verme tan perplejo. Pero no habíamos avanzado mucho más allá de lo elemental, cuando tocaron a rebato las campanas de la iglesia, y hasta nosotros llegó un ruidoso tumulto que procedía del puerto. La señora Inés aflojó los brazos en seguida, me apartó de su lado y comenzó tranquilamente a ordenar su vestido, mientras yo quedaba tembloroso y desconcertado en medio de la habitación. —Algo ha sucedido —dijo con un tono frío y sereno. En aquel momento sonaron fuertes golpes en la puerta. Como ella tardase en abrir, el señor Didrik comenzó a golpear en los paneles con el puño de su espada en medio de un torrente de imprecaciones. —¡Por Dios vivo! —gritó al vernos, después de haber entrado—. ¡Juntos los dos! Desvergonzada mujer, debería arrastrarte por los cabellos, llevándote así hasta el cepo. Pero dejemos eso por ahora. Tenemos que pensar y obrar rápidamente. Ha llegado una balandra ligera con la noticia de la derrota del rey Cristián en Brannkyrka, que quién sabe dónde será eso. Sus tropas desertan a bandadas y se pasan a las filas de los suecos, y él está intentando reembarcar a todos los que puede. Es difícil decir lo que en todo esto haya de exageración, pero en la catedral están cantando un tedeum, y en la plaza del mercado la muchedumbre empieza a mostrarse peligrosa. Me arrojaron estiércol cuando intenté forzar el paso a través de la multitud para llegar a la posada... Todo nuestro trabajo ha sido inútil y no se oye otra cosa sino canciones, gritos de «¡Victoria! ¡Viva Sten Sture! ¡Mueran los jutlandeses!». —Señor Didrik —dije—, lo sucedido, sucedido, y es sin duda la voluntad de Dios. Pero tanto en la ciudad como en el castillo, hay muchos que han bebido a vuestra costa por la salud del rey Cristián. Reunámoslos y organicemos valientemente un asalto, por nuestra causa, que es la legítima. —Dios no tiene nada que ver con esto —gruñó—. Lo que resuelve una batalla es el número de soldados, sus armas y la destreza de sus jefes. Si queremos salir con vida y con honor, no tenemos otro remedio que huir. A mi hermana y a mí no nos acecha ningún peligro mortal, porque somos extranjeros..., pero con vos es diferente. Sentóse y vació la copa de vino de su hermana; luego, apoyando los labios en el pomo de la espada, se me quedó mirando reflexivamente. —Con vos es diferente —insistió—. Vos conocéis los nombres de todos los que han bebido a la salud del rey. El buen nombre y la fama de muchos está en vuestras manos; de suerte que no debo permitir que sigáis con vida, Miguel. —¡Pero, señor Didrik! —exclamé con amarga indignación—. ¿Creéis que sería capaz de traicionar esos secretos para conservar mi vida? Si lo creéis, estáis completamente equivocado y cometéis conmigo una grave injusticia. —Un hombre no es más que un hombre —respondió—. No se puede confiar en nadie en el mundo más que en sí mismo..., y aun eso sólo con moderación. Mi querida hermana —continuó, volviéndose a la señora Inés, que estaba ya guardando sus prendas en su baúl de viaje—, ten la bondad de pasar a la habitación inmediata o, por lo menos, aparta los ojos. Me veo precisado a matar a este joven por razón de nuestra seguridad. Ella pareció sobresaltarse, pero se llegó hasta mí, me dio unos golpecitos amistosos en las mejillas y me besó en la frente. Dos brillantes lágrimas se deslizaron de sus ojos. —Me duele que tengamos que separarnos así, Miguel —dijo—, pero debes comprender cuán prudente es la decisión de mi hermano. Tan perplejo me dejó aquel súbito desarrollo de los acontecimientos, que ni aun ahora puedo creer que hablaran en serio. —¡Caballero! —tartamudeé—. ¿Pensáis realmente asesinarme a sangre fría? Si es que no teméis el Juicio Final y el fuego del infierno, considerad al menos los tribunales civiles y eclesiásticos, ya que ambos os condenarán. Reflexionó un momento, pero su bella hermana se apresuró a tomar la palabra: —Me sería fácil desordenar de nuevo mi vestido, y aun rasgarlo, puesto que estoy ya cansada de él. Todo el mundo me oiría golpear la puerta y lanzar juramentos y comprenderían en seguida que tuviste que matar a este joven en defensa del honor de tu hermana, cuando en un arrebato de embriaguez intentó ultrajarla. Tan increíble me pareció aquella odiosa traición, que sólo pude murmurar: «¡Jesús, María!» y me quedé mirándolos, como si los estuviese viendo por primera vez. El rostro del señor Didrik, moteado por las quemaduras, me pareció entonces odioso y maligno, y su hermana Inés no estaba ya tan joven ni tan seductora como la había visto cuando me encontraba bajo el hechizo de Satanás. Su cabello estaba teñido y su rostro aparecía manchado con el negro de los ojos y el carmesí de los labios. Los hombres y su mundo se me aparecieron por vez primera en toda su desnudez, y en aquella hora envejecí muchos años; pero si pensaban pagarme con moneda falsa, podía darles el cambio en la misma especie, porque ya había caído la venda de mis ojos. Por tanto, con mano temblorosa, vertí en mi copa el resto del vino y dije con firmeza: —¡Señora y señor! Me permitiréis que brinde por última vez por todos los errores, maldades y traiciones con que me habéis rodeado. Para demostraros que he sido un buen discípulo, reconozco que no creí en vosotros sino con ciertas restricciones. No tengo tampoco muy elevada opinión de la virginidad y el honor de la señora Inés. Es sólo mi viva simpatía hacia ella lo que me impide designarla como una simple ramera. La señora Inés palideció, y sus ojos castaños comenzaron a fulgurar. —No vaciles, mi querido Didrik —gritó—. Haz callar esa boca desvergonzada; jamás he temblado ante la sangre derramada, y esto duplicaría mi amor por ti. Pero el señor Didrik estaba contemplándome, mientras pasaba el dedo por el borde de su puñal, con aire distraído. —Deja hablar al muchacho —dijo—, pues rara vez le he oído decir cosas tan sensatas, y aunque es joven, está ganándose mi estimación. Proseguid, Miguel. Algo debéis de tener escondido en la manga; si no, nunca os hubierais atrevido a hablar así. —Señor mío, puesto que me veo forzado a ello, seré franco. Para tranquilidad de mi propio espíritu, y porque sospechaba de vuestras razones, confié en custodia al buen padre Pedro, de San Olaf, una declaración escrita, en la que refiero con detalle todas vuestras acciones y en la que se contiene la lista de los que bebieron por la salud del rey Cristián. El secreto de la confesión impide al padre Pedro abrir la carta, pero si algún daño se me ocasionase, está autorizado para pedir al obispo que le permita leer la carta por mí escrita. Hice esto, sencillamente, para salvar la piel si nuestros planes fracasaban, pero veo ahora que ese documento puede serme mucho más necesario de lo que pensaba. —¿Es cierto eso? —preguntó. Le miré sin miedo cara a cara y me mantuve sereno... Juzgaba de mi carácter por el suyo, y se sentía inclinado a creerme. Con un suspiro volvió a meter el arma en la vaina y sonrió con acritud. —Espero que olvidaréis mi pequeña broma y me perdonaréis el haber expuesto vuestra lealtad a tan ruda prueba. Comprendo ahora por qué os mostrabais tan diligente en tomar notas..., y aunque estuvieseis mintiendo, no deseo correr el riesgo de que pueda ser verdad. Pero la señora Inés rompió en amargas quejas y dijo: —¡Este malvado muchacho nos ha traicionado! Y justamente ahora intentaba nada menos que seducirme. Nunca hubiera imaginado tanta perversidad en ti, Miguel. Te creí ingenuo y bueno y me hubiera alegrado de poder ganar tu corazón juvenil a los jardines del Paraíso. Demasiado tarde me he dado cuenta de que estuvimos dando calor a una serpiente en nuestro seno. El señor Didrik lanzó un bufido: —Cubre tus pechos y ten la lengua, ¡ramera! Debemos estar agradecidos a Miguel, y lo menos que podemos hacer por él es ponerlo a salvo a bordo de un barco y sacarlo del país, hasta que llegue el nuevo día en que pueda regresar triunfante y con honor. Sigamos siendo amigos y aliados, Miguel, porque esto, al final, será más provechoso para vos. Contentaos ahora con unas cuantas monedas de oro, pues mis fondos se agotan; procuraré conduciros a lugar seguro en el continente, en donde podáis aguardar el tiempo preciso para entrar en alguna Universidad. Os prometo hacer lo que esté en mi mano para que el rey Cristián os conceda una beca para vuestros estudios, puesto que podéis serle de gran ayuda en beneficio de vuestro propio país. Aquello era más de lo que yo esperaba, ya que sólo trataba de salvar la piel. Lancé una mirada al arma, que descansaba tranquilamente en la vaina, y dije: —Noble señor, mi gratitud hacia vos será imperecedera, si realmente me ayudáis a realizar mis más ardientes deseos. Olvidemos, como decís, estas fruslerías y sacudámonos el polvo de la ciudad mientras aún sea tiempo. —Hay un barco —me respondió—, procedente de Lübeck, anclado en el puerto, en el que he tomado ya pasaje para mí y para mi hermana, y que zarpará mañana si el tiempo es favorable. ¿Qué cosa más natural que nuestro fiel secretario nos acompañe? Id al puerto al amanecer, y nos reuniremos a bordo, si Dios quiere. Tan piadoso era su tono al decir aquello, que me entraron sospechas, por lo que rápidamente repuse: —Con gran bondad por vuestra parte, señor, mencionasteis antes el oro. Me permito rogaros que me lo entreguéis en seguida, porque me encontraría en aprietos si por cualquier inesperada dificultad no pudierais reuniros conmigo. Pero cometí una injusticia con aquel hombre, pues en cuanto tomaba una decisión, a ella se atenía. En realidad, era tan ventajoso para él como para mí que yo me presentara a bordo con alegre humor. Sin la menor protesta me entregó cinco ducados papales, tres guldens del Rin y un puñado de monedas de plata; de suerte que en un momento fui más rico que nunca en toda mi vida. Con la mayor alegría abandoné la posada por la puerta trasera, y logré llegar a la cabaña de la señora Pirjo, sin ningún encuentro hostil. Expliqué a mi madre adoptiva que, a causa del apremio de sus negocios, el señor Didrik se veía obligado a abandonar Abo en seguida, pero que me había ofrecido llevarme con él a bordo, para que pudiese entrar en alguna Universidad. Sin embargo, yo no sabía aún hacia dónde encaminar mi ruta; si hacia Rostock, Praga, o quizá París. Le aseguré que aquél era el más afortunado suceso de mi vida y le rogué se apresurase a equiparme para el viaje. No intentó siquiera oponerse a mis planes; antes bien, pareció aliviada de un peso, lo que no dejó de sorprenderme, pues no la creía enterada de las intrigas de mi amo. Para evitar las multitudes a las cuales había enardecido la victoria, alquilé un bote y remé río abajo hasta el monasterio; antes que nada, deseaba confesarme con el padre Pedro. No quería dejar mi tierra natal con la conciencia tan negra. Había terminado ya el rezo del oficio de nona, y el padre Pedro se dirigió hacia mí desde la puerta del monasterio. Se disponía a unirse al público regocijo, pero al enterarse de mi solemne deseo, me acompañó a la colina para oírme en confesión. Hizo muchas veces el signo de la cruz mientras yo hablaba y, al final, me dijo: —Creí que el señor Didrik era un buen sujeto, mas parece que es un pillastrón. No obstante, gracias a la Providencia todo se ha resuelto del modo más favorable y parece que tus esperanzas se realizarán. El camino que se ofrece ante ti es ciertamente áspero y sembrado de espinas. Muchos han ido al extranjero en busca de conocimientos y no han regresado nunca. Pero tú has obrado muy alocadamente. Debieras comprender que es un error y una ofensa a Dios el intentar producir cambios considerables, cuando todas las cosas marchan tan suavemente. Nada sabemos de todas estas nuevas ideas, que lo mismo pueden conducirnos hacia el mal que hacia el bien. Sin embargo, no veo que hayas cometido ofensa alguna contra la Iglesia; por tanto, puedo lícitamente darte la absolución..., aunque, en beneficio de tu alma, te encargo que reces en todos los lugares santos que encuentres en tu camino. Me sentí henchido de absoluta y sincera contrición, y besé el grasiento borde de su hábito. Luego recordé que, con mi apresuramiento, había olvidado mencionar la lección que la señora Inés me había dado. Aquello me parecía el pecado más negro de todos, y describí lo mejor que pude cuanto había sucedido. El padre Pedro me hizo muchas preguntas, para arrojar la mayor luz posible sobre el asunto. Luego suspiró profundamente y dijo: —Has sido víctima de la seducción, Miguel, y hubiera sido difícil esperar que un joven tan inexperto como tú pudiera resistir tan poderosa tentación. Quizá, ni aun yo mismo lo hubiera hecho. Pero, hablemos de cosas prácticas. Debes ir en seguida a ver al maestro Martinus para pedirle una carta de recomendación y un informe acerca de tus conocimientos. Después de vísperas, iré a ver a la señora Pirjo para que podamos reflexionar y rezar juntos, antes de que des el paso que decidirá el camino de tu vida. Su consejo y su consuelo tranquilizaron mi alma, aunque me sentía nervioso al presentarme al maestro Martinus. Pero también él me recibió sonriente, un tanto encendidas las mejillas por el vino. Se quedó asombrado y satisfecho a la vez con mis noticias, que consideró lo bastante importantes como para comunicárselas al obispo. En realidad, no se atrevía a poner su nombre en ninguna carta de recomendación sin permiso del prelado. Y como precisamente el maestro Martinus iría al obispado para asistir a un banquete en celebración de la victoria de Sten Sture, me rogó que le acompañara y que presentase mi petición. Caminamos, dejando atrás la catedral y el Hospital de San Orjan, donde los dos leprosos de la ciudad nos pidieron limosna. El uno carecía de nariz, y el otro tenía el rostro cubierto de un vello plateado. Me invadió la melancolía al pensar que no volvería a ver nunca sus tan familiares rasgos. Desde la casa del obispo llegaron a nosotros los más estimulantes olores. Me detuve en el umbral, con la gorra en las manos, mientras el maestro Martinus subía para ocuparse de mi asunto. Regresó poco después, para conducirme ante el austero prelado. El obispo Arvid Kurk estaba también de alegre humor, y empezó en seguida a recordar los tiempos que, como estudiante, vagabundeó cantando por los caminos de Europa, aunque tenía una familia influyente y las rentas de un beneficio. Su única preocupación era la adecuada elección de Universidad. El padre Martinus comenzó a hablar de la de Rostock, que era la más cercana, y desde la que me sería más fácil regresar si encontraba excesivas dificultades. Pero el obispo le impuso silencio y habló así: —En tiempos tan malos como los presentes, no puedo recomendar ninguna de las Universidades alemanas, en las que se extienden ahora las falsas doctrinas de Wittenberg y donde los jóvenes podrían sufrir perjuicios espirituales. No, Miguel; si cuentas con medios para ello, debes llegar a la Universidad de París, mi Universidad, donde adquirimos nuestro saber yo y muchos otros que por la gracia de Dios hemos ocupado esta sede episcopal de Abo. El severo obispo se hubiera sin duda engolfado en evocaciones si el maestro Martinus no se hubiese atrevido a interrumpirle pidiéndole permiso para escribir en seguida una carta de recomendación para mí, temiendo que sus dedos no fuesen capaces de sostener la pluma después del banquete. El obispo, sin más comentarios, se pronunció por la Universidad de París, y en su propio nombre dictó la carta en que sometía mi caso a sus sabios profesores. —Miguel —dijo—, cuando hayas encontrado un buen tutor y te haya admitido como su pupilo, gozarás de los derechos y privilegios de la Universidad. Pero recuerda que muchos de los que avanzaron por tan peligrosa senda, jamás retornaron. Y que muchos regresaron, sí, pero con el alma y el cuerpo destrozados, después de dedicarse más a los siete pecados capitales que a las siete artes liberales. Pero si te portas como debes y a su debido tiempo recibes tu título de bachiller, pensaré seriamente lo que pueda hacer por ti. Que tu primer examen sea la piedra de toque para probar que eres de buen temple. Me sentía atormentado por la idea de lo que el buen obispo y mi tutor Martinus dirían cuando se enterasen de mis actividades en el asunto de la causa jutlandesa, porque yo no dudaba de que tales noticias llegarían pronto a sus oídos. Movido a llanto por mi terrible duda, di humilde y cordialmente las gracias, y mi buen maestro Martinus también lloró. El obispo Arvid, que permanecía sereno, dijo: —Puedes hacer uso de mi nombre, pobre muchacho, si las dificultades te bloquean el camino, o si la enfermedad llega a minar tu fortaleza, porque puedo decir, sin alarde, que fui el más sobresaliente de los estudiantes finlandeses en la Universidad de París y no dudo de que la mención de mi nombre siempre te valdrá una comida o una copa de vino en «La Cabeza de San Juan» o en «La toga del Maestro», aunque desde aquellos días han pasado cerca de veinte años. Mas para mostrarte mi aprecio de manera más tangible, permíteme que añada una pequeña suma a tus fondos. Y, así diciendo, escarbó en su bien provista bolsa, colgada de su ceñidor, y me dio tres guldens de Lübeck, uno de los cuales tenía menos peso del legal. El maestro Martinus me obsequió también con tres monedas de plata; y así fue como yo, que debía estar en la cárcel o en la picota, no encontré sino buena voluntad. Los amargos remordimientos consumieron los últimos restos de mi arrogancia, y me sentía henchido de los mejores propósitos. En la cabaña de la señora Pirjo reinaba un silencio solemne, y sobre la mesa había suficientes exquisiteces como para regalar a toda la ciudad. Mi madre adoptiva había llenado un gran saco con provisiones de toda especie, y en un maltrecho baúl que el maestro Laurencio me había llevado como un obsequio, empaquetó mis prendas y bastante ropa blanca, poniendo encima aquel mi descuadernado libro, el Ars Moriendi. El propio maestro Laurencio se sentó en un rincón, con los codos en las rodillas. Le di las gracias por su regalo, aunque interiormente me estremecí al pensar en los objetos que habría llevado dentro de aquel baúl. En otro rincón se sentó Andrés, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. Pensé que estaba triste a causa de mi viaje, pero más tarde descubrí que tenía otras preocupaciones. Después de vísperas, llegó el padre Pedro. Había pedido prestado el sello del padre prior, y en nombre del monasterio había escrito una recomendación para mí a todas las comunidades de frailes, para que de ellos recibiera cena y alojamiento por una noche durante mi viaje a París. —He puesto mi propio nombre en la carta —observó—, para que no se considere una falsificación, aunque me figuro que nadie se acordará de quién es el prior de una comunidad tan pequeña y remota. Te ahorrará muchos gastos; puedes presentarla en cualquier casa de religiosos, de la orden que fueren, porque el Señor no tiene en cuenta si sus ovejas son negras, o grises, o castañas, ni si tú mismo eres un seglar. Poco más hay que referir de aquella triste noche. Lloramos todos, y la señora Pirjo me acarició el cabello. Había puesto un paquete de medicinas en mi baúl: una linda caja pintada de rojo y verde, conteniendo sus mejores remedios secretos contra la fiebre, las tercianas, el catarro y los flujos. No quedaron olvidadas la grasa de oso ni la de liebre, y había también triaca. Acerca de un pequeño cuerno, lleno de un líquido de penetrante olor, me dijo: —Ignoro si hago bien o mal en esto, pero los hombres son los hombres, y he llenado este cuerno con el más poderoso filtro de amor que conozco. Unas pocas gotas en vino o en hidromiel, ablandan a la mujer más virtuosa. Después de muchos consejos y advertencias, me dio cinco grandes monedas de plata, encargándome que las cambiase por monedas de oro en alguna de las más respetables casas comerciales de Lübeck, y que me guardase de aceptar monedas cercenadas, que abundaban, con los cambistas. No me avergüenza decir que me sentía tan laxo como un harapo a causa de las atenciones que, sin merecerlas, había recibido de todo el mundo. A la hora del oficio nocturno, estábamos todavía despiertos y rezando, si bien la hora de laudes sorprendió al padre Pedro y al maestro Laurencio dormitando en la cama de la señora Pirjo. Andrés había desaparecido. Cuando la primera pálida luz de aquel amanecer otoñal comenzó a brillar a través de los verdes vidrios de las ventanas, nosotros estábamos ya en pie. El padre Pedro y el maestro Laurencio iban haciendo eses por la ribera, llevando mi baúl entre ambos. La señora Pirjo llevaba mi fardo, y yo cargué con la mochila de las provisiones. El cielo comenzaba a teñirse de rojo por el Este, cuando, entre múltiples bendiciones, me dejaron en el bote del barco. Desde la cubierta de la embarcación pude ver todavía cómo se despedían con la mano. Vi también la erguida torre de la catedral, destacándose sobre las casas bajas, los campos de coles, de un azul verdoso, y las largas hileras de pértigas de los campos de lúpulo en la ladera de la colina. El barco comenzó a deslizarse río abajo, y después de cruzar bajo los sombríos muros del castillo, me puse a rezar, dije adiós a mi antigua vida y me encaré con un destino desconocido. LIBRO TERCERO LA SABIA UNIVERSIDAD 1 Mis compañeros tenían su camarote en una de las cubiertas, en la elevada popa del barco, pero yo tenía que arreglármelas por mi cuenta. El señor Didrik me aconsejó que buscase la amistad del sobrecargo, un hombre de Lübeck, con cuello de toro, que me permitió alojarme en una pequeña despensa, cerca de la cocina. Así, no me vi obligado a tener que dormir con la marinería en el castillo de proa... en el caso de que realmente hubiera habido sitio para mí entre ellos. Pero me era indiferente el sitio en que tuviera que tumbarme, porque cuando entramos en el archipiélago, meciéndonos en aquellas olas largas y suaves de agua verde, el fresco viento marino se llevó de un soplo todas mis pesadumbres y sentí que mi corazón se henchía de alegría y de valor. Sin embargo, mi sorpresa fue grande al contemplar a mi amigo Andrés Karlsson deslizándose por uno de los innumerables rincones del barco, rascándose el enmarañado cabello y mirando en su derredor, como ofuscado. —¡Jesús, María! —exclamé—. ¿Qué haces aquí? ¿Te has escondido a bordo para dormir la borrachera? ¡Pronto!, salta y nada hasta la costa, mientras estamos todavía entre las islas. Pero me contestó: —He subido a bordo legalmente, para ganarme el pasaje con mi trabajo como ayudante del contramaestre. Agradezco a mi patrón el que me enseñase lo poco que sabía de su honorable oficio, y le di mi palabra de retribuirle sus esfuerzos. Igualmente, encomendé a mis camaradas aprendices a la protección de Dios (de la que tienen suma necesidad), prohibiéndoles calumniarme durante mi ausencia. Quizá debí invitarlos a un trago como despedida, pero era demasiado tarde, y la cerveza de la señora Pirjo se me había subido a la cabeza. Es ya tiempo de que me lance al mundo a perfeccionarme en el más importante de los oficios. Por esta razón me voy contigo, lejos de mi tierra natal, y sin innecesarias lamentaciones, porque esta tierra me ha dado más hambre que pan, y más palabras duras que rincones calientes junto al fuego. —¡Andrés, eres un loco! Vuélvete en seguida. Aún puedes ser perdonado si lo pides con la debida humildad. —No quiero que me metan una bala en el pecho —respondió tercamente Andrés—. Mis asuntos tomaron un giro desafortunado, y el dueño de «Las Tres Coronas» ha sido cegado por el demonio. Tiene sed de mi sangre. Conserva una pistola cargada y una mecha lista, ocultas tras del mostrador, dispuestas para mí. —Pero, ¿por qué? —pregunté asombrado—. Yo creía que eras su mejor amigo. La patrona te acariciaba las mejillas siempre que te veía, y te dejaba las sobras de los parroquianos. Andrés me examinó seriamente con sus honrados ojos grises y respondió: —Miguel, si tienes apego a la vida, no permitas nunca que una mujer te acaricie las mejillas, porque eso no puede traer nada bueno. Con toda inocencia me convertí en el amigo de la hostelera de «Las Tres Coronas»..., o más bien, fue ella quien buscó mi amistad desde el momento en que la salvé de los ladrones. Y no vi nada malo en ello, hasta que, como la mujer de Putifar, me dijo que fuese a dormir con ella mientras su esposo estaba ocupado en otros menesteres. —¡Andrés! —exclamé—. ¡El adulterio es un pecado horrendo! Nunca hubiera creído en ti semejante debilidad. —¿Cómo iba yo a saberlo? —me respondió con tono ofendido—. Soy un sujeto obediente y hago lo que me dicen. Desgraciadamente, el posadero me sorprendió cuando estaba cumpliendo el mandato de su esposa, y no tuve más remedio que meterlo en la misma artesa de la que en otra ocasión le rescaté. Y se entregó a tales arrebatos de ira, aunque es un hombrecillo insignificante, que hube de colocar un barril de carne salada sobre la tapa. Con aquello se puso todavía más rabioso, y en cuanto se libertó, pidió a los del Concejo que le prestasen un fusil, «para impedir que los extraños arasen y sembrasen en su campo», según su expresión; de suerte que me vi obligado a huir. Su esposa, con los ojos llenos de lágrimas, me dio una bien repleta mochila, para que no muriese de hambre mientras estuviésemos en el mar. Porque en tierra, un hombre fuerte siempre puede ganarse el sustento. No le dirigí ningún ulterior reproche, porque lo hecho no podía ser deshecho, y lo más prudente era pensar en el futuro. No podía menos de maravillarme al considerar de qué manera se enlazaban nuestras vidas. En el mismo día, y quizás a la misma hora, Andrés había estado tan cerca de la muerte, como yo cuando me encontré frente a la punta del puñal del señor Didrik. Pareció como si realmente entrase en los designios del Creador el que viajásemos juntos. Sellamos aquellas coincidencias con un apretón de manos, aunque ninguno de los dos podía prever de qué modo tan inseparable ni por cuánto tiempo nos ligaría aquel pasado. 2 No diré más acerca del viaje, sino que durante las tres semanas siguientes luchamos con dos tormentas —que los marineros llamaron simplemente «pequeñeces»—, y aunque avistamos otros barcos, no tropezamos con piratas, que, según se decía, pululaban entre Gotland y Osel. A su debido tiempo, pues, anclamos, seguros, en Lübeck. El señor Didrik, amablemente dispuesto de nuevo hacia mí, me hubiera persuadido de que le acompañase hasta Copenhague, manteniendo sus bellas promesas de honores y riquezas y del favor del rey. Pero yo había tenido un escarmiento, y la vida precaria del aventurero no tenía encantos para mí, menos ahora que se abrían ante los ojos de mi espíritu las puertas de la sabiduría. No obstante, le di las gracias y me despedí de él. Prometió recordarme cuando viniesen tiempos más propicios. Por otro lado, como sentía inquietud por mis bagajes, logré que un grupo de comerciantes me permitiese unirme a ellos y, a cambio de una retribución liberal, cargaron mi baúl y mi mochila de provisiones en sus carros. Pasaron uno o dos días antes de que yo averiguase que habrían transportado mis pertenencias gratuitamente, puesto que conducían mercancías valiosas y deseaban que viajase con ellos el mayor número posible de hombres, para ir más seguros. Pero era ya demasiado tarde para rectificar mi torpeza. Pronto dejamos atrás Hamburgo, y seguimos adelante, entre campos amarillos y cruzando varios ríos. Cada día nos sonreía el paisaje más cálidamente bajo el sol de otoño, y yo no acababa nunca de maravillarme de la fertilidad del suelo y de la riqueza y número de las ciudades alemanas. Muy rara vez hacíamos un día entero de viaje sin tropezar con alguna horca sobre un montículo, como para advertirnos que nos acercábamos a populosas ciudades en las que la ley era mirada con respeto. A causa del mal tiempo permanecimos algunos días en la gran ciudad de Colonia, junto al caudaloso Rin. Bendije aquella dilación, que me permitió descansar y obtener cien días de indulgencia por rezar en la catedral. Andrés y yo habíamos visto ya gran cantidad de ciudades e iglesias, pero la contemplación de aquel hermoso templo nos hizo enmudecer de asombro. Nos sentíamos como gusanos al levantar los ojos hacia las erguidas torres, que se perdían entre las nubes. Me parecía que, bajo sus bóvedas, habría cabido toda la ciudad de Abo. No podía asombrarme de que enfermos, ciegos y contrahechos se hubiesen curado después de orar allí, porque yo muy rara vez, o quizá nunca, había sentido tan de cerca la majestad de Dios como en aquella grandiosa catedral. Era difícil admitir que hubiera sido construida por manos humanas. En Colonia confié mi baúl a un comerciante que se dirigía a París por una ruta más larga que la nuestra, mientras que, con la ayuda de Dios, Andrés y yo continuábamos solos nuestro viaje, porque el otoño estaba ya muy avanzado. Llegamos a Borgoña y a Francia, y empezamos a tropezar con dificultades a causa del idioma; pero en todas las ciudades y pueblos me encontré con clérigos y frailes temerosos de Dios que nos encaminaban amablemente, pues yo me expresaba en latín. La necesidad demostró ser buena maestra, no tenía yo mal oído para las lenguas, y pronto me encontré con que el francés era hijo del latín, aunque su apariencia era, al principio, algo desconcertante. Cruzamos a través de hermosos bosques de hayas, y en los días deliciosos el sol brillaba a través de una neblina que se extendía como un velo de ensueño sobre el paisaje. El día de Todos los Santos llegamos a la colina de Montmartre y contemplamos a nuestros pies la ciudad y los techos de París, encerrada entre los verdes brazos del Sena. Caímos de rodillas y dimos gracias a Dios por habernos conducido sanos y salvos hasta el fin de nuestro larguísimo viaje. Nos apresuramos a volar, ladera abajo, y comprendí lo que Moisés sentiría cuando, desde la cima de la montaña, contempló la Tierra Prometida. Pero habíamos dado gracias demasiado pronto, puesto que nuestro destino estuvo muy cerca de ser el mismo de Moisés, el cual no entró nunca en Canaán, pues un grupo de mendigos y ladrones que se ocultaban entre unos castaños salieron de su escondrijo y cayeron sobre nosotros, armados de garrotes, piedras y cuchillos. No me cabía duda de que nos hubiesen quitado la vida a sangre fría, nos habrían despojado de todo y hubieran ocultado entre la maleza nuestros cuerpos desnudos, donde nadie los hubiera podido encontrar, de no ser por las gigantescas fuerzas de Andrés, que con unos cuantos golpes de su garrote los hizo huir a todos, que presto desaparecieron, convencidos sin duda de que habían atacado al propio demonio. Pero yo quedé tendido en el camino sin poder levantarme, herido en la cabeza con una piedra. Por segunda vez, Andrés me había salvado la vida. Quedé tan aturdido, que no sentía ningún dolor especial, y me parecía no oír otra cosa que el tañido de las campanas y el canto de los ángeles. Aquélla fue la prueba más palmaria de lo cerca que estuve de las puertas del Paraíso. Caminé tambaleándome, apoyado en Andrés, y durante parte del camino me llevó en sus robustos brazos. La guardia nos detuvo a las puertas de la ciudad. Se negaban a admitirnos, porque yo estaba herido y llevaba la cabeza ensangrentada. Con sus cortas luces, me tomaban por un rufián. Les conté mi historia repetidamente, intentando moverlos a compasión, y no dudo de que hubieran llegado a encerrarnos si no hubiese venido en nuestra ayuda un anciano monje descalzo. Cuando vio mis documentos, indicó a la guardia que respondía de mi buena fe y de mi reputación. Con la mayor bondad nos condujo por la isla, al otro lado del río, donde estaba el barrio universitario, y nos mostró una modesta posada en la que podríamos pasar la noche. La desaliñada posadera parecía acostumbrada a ver cabezas rotas. Llevó agua caliente y unos trapos, sin esperar a que se lo solicitásemos y, a petición mía, sacó unas telarañas y mohos de escondidos rincones, aplicándolos a la herida. Después de beber una copa de vino, me sentí mejor y se me pasó el atontamiento, aunque los cantos angélicos persistieron en mis oídos durante varios días. Aquella buena mujer me fue de mucha ayuda, pues habiendo alimentado y cuidado a muchos estudiantes, sabía cuánto tenía que hacer para ingresar en la Universidad. En primer lugar yo tenía que elegir un tutor, para que, a su debido tiempo, estuviese habilitado, mediante las disputas dialécticas en su escuela, para recibir el primer grado académico. Sólo se podía gozar de los privilegios universitarios cuando estaba uno apadrinado por un tutor. Mi patria era la nación alemana o germánica, a la que pertenecían todos los que habían nacido más allá de las fronteras de Francia; yo tenía, pues, que elegir un tutor inglés o alemán, en caso de no encontrar uno sueco o danés. Personas tales, habían alcanzado ya el grado de Maestro, y según los estatutos, debían dedicarse, durante dos años, a ser tutores gratuitos en la Facultad de Artes, mientras proseguían sus propios estudios en una u otra de las tres facultades mayores. Pero la posadera no había oído nunca hablar de paganos tales como suecos y daneses. —Cuanto más lejos de su patria están los estudiantes, tanto más se emborrachan y es peor su conducta —observó sombríamente—. Si en realidad vienes de tan lejos como dices, no me sorprende que te hayan roto la cabeza antes de llegar. Un pobre mortal debe sufrir las pruebas que Dios le envía... y los estudiantes, ¡Él lo sabe!, no son los que menos tienen que soportar. Esos muchachos de tierras lejanas y de cabellos rubios son fríos por fuera y acalorados por dentro, como todos los moradores de los países fríos, y por tanto necesitan beber más que los de piel oscura. Hasta un espíritu sencillo podía aprender toda aquella filosofía natural en el Barrio Latino. —Buena mujer —dije, un tanto dolido—, he venido a esta reina de las Universidades movido tan sólo por nobles ambiciones y por amor a la sabiduría. Por tanto, mi única bebida será el agua, y mi alimento, el pan enmohecido, hasta que haya alcanzado el umbral de los altos grados académicos superiores. Para seros franco, soy pobre, pero cortés y de excelente disposición, aunque podáis pensar otra cosa. Al oír aquello, la posadera suspiró profundamente y perdió todo interés por mí. Cierto que nos dio algo de comer y nos proporcionó un poco de paja para que nos echásemos, pero aparte aquello, nos trató como si hubiésemos sido una pareja de ratas. A la mañana siguiente me hubiera apresurado a buscarme un tutor, puesto que las vacaciones hacía tiempo se habían terminado —y comenzado los cursos—, pero Andrés me contuvo diciéndome: —Hermano Miguel, el Señor no creó la prisa, sino solamente el tiempo..., es decir, si no he comprendido mal lo que predican los frailes. No sería conveniente para ti presentarte ante tu sabio maestro con un ojo amoratado y la cabeza vendada; podría llegar a formarse una falsa idea de tu carácter. Me había provisto de un puñado de monedas parisienses, de plata, en casa de un cambista junto al puente, y pronto descubrí que la vida en aquella inquieta ciudad era muy cara en comparación con la del pobre lugar de mi nacimiento. De continuar viviendo en la posada, no me bastaría una moneda de plata por día para pagar una mísera comida y un montón de paja junto a los otros huéspedes en el dormitorio. Intenté encontrar un colegio sueco o danés, pero nadie conocía tales instituciones. Sólo un venerable mendigo de barba gris dijo haber oído que existió un colegio semejante un centenar de años antes. Desde hacía mucho tiempo no se habían visto estudiantes daneses, y me contó que a éstos les estaba prohibido estudiar fuera de sus fronteras, desde la fundación de la Universidad de Copenhague. Aquel viejo, realmente respetable y prudente, fue el único que me dio consejos sensatos durante aquellos primeros días. Hablaba un latín muy correcto, y me dijo que había ejercido su oficio cerca del puente de la catedral, durante más de cincuenta años. Un estudiante borracho condescendió en hablarme cuando, no obstante lo escaso de mis medios, le ofrecí vino; pero todo lo que hizo fue enseñarme un poema en francés que, con ingeniosas rimas, citaba un gran número de nombres de calles de París. Mi conocimiento de la lengua francesa era todavía tan limitado, que no llegué a comprender el contenido del poema, aunque me lo aprendí de memoria para complacerle. Me costó una noche y dos dinares y medio, y hasta mucho tiempo después no descubrí, con indignación, que el tal poema, que comprendía cuarenta y ocho versos, mencionaba tan sólo las calles en las que había casas de mala nota. Pero aquellas primeras peripecias eran una especie de honorarios escolares que todo joven estudiante recién llegado debía pagar. A fuerza de caminar asidua y trabajosamente durante varios días, llegué a tener una noción aproximada del Barrio Latino y de los edificios universitarios, así como de muchas iglesias y monasterios. Había unos seis mil estudiantes, doble número que el de habitantes de Abo. Diferentes naciones y diversas fundaciones piadosas poseían al menos treinta colegios, pero en ellos sólo podía acomodarse una pequeña parte de los estudiantes, y era inútil intentar la admisión en alguno de ellos, puesto que los cursos habían comenzado la víspera de San Dionisio, y estábamos ya cerca de Navidad. Cuando la alegría de mi llegada comenzó a atenuarse, empecé a sentir la molestia de encontrarme aún en el primer peldaño de la escalera. Afortunadamente, mi cabeza había quedado curada en pocos días, y pude así suprimir los vendajes y adecentar mi aspecto. Mi baúl de viaje llegó con aquellos buenos comerciantes de Colonia; y habiéndome ataviado con mis mejores galas, audazmente procuré entrevistarme con el tesorero de la nación alemana, para que me aconsejase acerca de mis estudios. Aquel joven maestro comenzó por censurarme severamente por haber desperdiciado medio curso; pero después de leer la carta de recomendación del obispo Arvid reconoció que mi viaje había sido largo y difícil. La carta y mi correcto aspecto debieron de hacerle suponer que yo era rico, pues en seguida me preguntó si pensaba pagar a mi tutor. Me dijo que toda la instrucción era, en principio, gratuita, pero resultaba evidente que los maestros no remunerados en la Facultad de Artes consagrarían mayor atención a los alumnos que les pudieran hacer algunos obsequios. Siendo él holandés de nacimiento, podía en seguida procurarme un tutor holandés: un cierto Pieter Monk, que de momento sólo contaba con unos cuantos alumnos bajo su guía y que, por tanto, me pondría en condiciones de hacer progresos excepcionalmente rápidos para los exámenes. Me dio la dirección del maestro Monk, en la calle del Arpa y, con ella, su bendición. Tuve la fortuna de que me diera instrucciones precisas, pues apenas había acabado de dejarle, cuando dos hombres tocados con el birrete del grado de maestro y seguidos por una multitud de estudiantes, se precipitaron hacia mí en la antesala y comenzaron a alabar en voz alta sus respectivos méritos y los de sus tutores. Cuando les dije que me dirigía en busca del maestro Monk, unánimemente me previnieron contra él, atribuyéndole los más detestables defectos, tales como la embriaguez, la glotonería y aun la herejía, de modo que llegué a sentir cierta aprensión de encontrarme con él. No obstante, me inspiraba más confianza la palabra del tesorero que la de aquellos petulantes. La calle del Arpa estaba cerca del río y de la posada en que me alojé. Me dirigí apresuradamente a ésta y me vestí con mis sencillas ropas de viaje, conservando solamente mis botas buenas, porque no deseaba que el maestro tuviese una exagerada idea de mis medios económicos. Aquel sabio vivía en la casa de un grabador de sellos; era estrecha y de varios pisos. El grabador me encaminó hacia el último por una oscura escalera y, al fin, en una habitación estrecha y fría encontré al sabio escribiendo en una destartalada mesa. Era joven, pálido, medio consumido por el hambre, y para calentarse, más que por razones de dignidad, se cubría con su birrete y con todo su guardarropa. Sus ojos fatigados me dirigieron una mirada escrutadora. Franca y respetuosamente le expuse el motivo de mi visita; hice hincapié en mi sed de conocimientos y de mis escasos medios y prometí servirle con obediencia y constancia, si me admitía como su pupilo. —En estos duros tiempos, Miguel —me respondió— la Reina de las Ciencias se ha convertido en una perversa madrastra, que a veces da a sus hijos piedras en vez de pan. Sólo tengo veinticinco años, pero ya he masticado piedras hasta dolerme los dientes. Para serte franco, no recibí mi licencia para enseñar o licentia docendi sino hasta el año pasado. «Ayer, bachiller; hoy, maestro; mañana, doctor», dice el proverbio; pero estos días son tan largos como años, llenos de inacabables ansiedades, luchas y batallas espirituales. En invierno se hiela uno de frío; en verano se respira la hediondez de las calles. Las malas comidas y los huevos podridos son la herencia del estudio, y el único premio del hombre diligente es estropearse los dientes y desarreglar su estómago para toda la vida. Sin embargo, yo veo por el brillo de tu mirada que estás lleno del deseo de instruirte, y que no retrocederás ante las tareas penosas, las noches de insomnio o los días de inquietud. Tales son las únicas advertencias que te haré. Pondré cuanto esté de mi parte en provecho de tus estudios y de acuerdo con tus medios. Me interrogó entonces estrechamente durante una hora, al cabo de la cual me sentía como si me hubiese vuelto del revés como un guante y supiese él acerca de mi instrucción más que yo mismo. —Miguel, hijo mío —me dijo, sacudiendo la cabeza—, eres rápido para aprender y tienes un sólido conocimiento de la lógica aristotélica. Pero tu vocabulario es anticuado y tus conocimientos son más adecuados para un eclesiástico que para un universitario. Se ve que nunca has tenido acceso a los libros modernos ni a los comentaristas. Pero si asistes regularmente a mis lecciones de la mañana y escuchas cada semana las disputas dialécticas, quizá podamos avanzar lo suficiente durante este año para que puedas elegir la tesis que has de defender en las disputas con mis otros discípulos. No dudo de que después de un año de arduo trabajo te puedas aventurar a presentaría ante los examinadores, para obtener tu título de bachiller. Es todo cuanto puedo prometerte, aunque mis propios progresos dependen del tuyo, puesto que un maestro es juzgado según son sus discípulos. Me rogó que fuese al día siguiente, después de misa, a la iglesia de San Julián el Pobre, y agregó, titubeante: —Miguel, de ordinario, un pupilo suele hacer a su maestro un obsequio proporcionado a sus medios. No me propongo saquearte, pero la verdad es que yo no podré comer hoy hasta que me haya pagado el impresor estas pruebas que estoy corrigiendo, y tu visita ha interrumpido mi tarea. Me mostró el manuscrito y las hojas todavía húmedas de la imprenta. Era un folleto de un erudito húngaro, en el que trazaba el horrendo cuadro de los peligros que amenazaban a la cristiandad desde que, el año anterior, el cruel y sanguinario sultán Selim, de Turquía, había conquistado Egipto, dominando todas las rutas comerciales a la India. Selim tenía el Oriente entero bajo su dominio, y podía ya reunir sus fuerzas para destruir la cristiandad. Con cierto embarazo, el maestro Monk comenzó a referirme el contenido del manuscrito, sin duda para darme tiempo de considerar y estimar lo que podría ofrecerle. Sostenía yo una ruda batalla conmigo mismo, y poca atención pude prestar a sus palabras, pero al fin le entregué una de mis pocas monedas de oro, un gulden del Rin con peso legal. —Maestro Pieter, mi buen tutor —dije francamente—, tomad esta moneda mientras me quede dinero, pues ciertamente es lo mejor y más prudente que puedo hacer con ellas. Si Dios quiere, me producirá un buen interés. A mi vez, os ruego que vos, que habéis sufrido la necesidad, me aconsejéis dónde podré comer y albergarme con menos gasto, y de tanto en tanto me prestéis alguno de vuestros libros, porque mi sed de libros es más aguda que mi hambre corporal, y os juro cuidarlos como a las niñas de mis ojos. El maestro Monk se puso muy encarnado y se resistió mucho antes de quedarse con la moneda. Yo estaba cada vez más convencido de que, entre todos los cuervos académicos que se lanzan sobre las presas estudiantiles, había encontrado el mejor y más honesto de los tutores. Me prometió que me prestaría sus libros siempre que lo desease, y que hasta podría leerlos en su habitación, si no lograba encontrar otro lugar tranquilo. Me pareció que muchos de sus discípulos vivían en la misma casa, ya que el grabador de sellos alquilaba habitaciones para estudiantes, y el maestro estaba contento de tenerlos cerca de sí; pues a diferencia de los maestros más viejos, no contaba con un aposento especial para dar sus lecciones. —En la juventud, el hombre se contenta con poco y está dispuesto a la abnegación —dijo—, pero hay límites para la austeridad que no se pueden rebasar sin detrimento de la salud. Muchos sabios tienen que pagar las privaciones y dificultades de su juventud con una vida de permanentes sufrimientos y una muerte temprana. El invierno está a nuestras puertas, Miguel, y por tanto, debes comer por lo menos un plato de sopa caliente cada día. Espero lograr que tres o cuatro de mis discípulos te permitan compartir su habitación con ellos, para disminuir la renta y aumentar el calor; porque en invierno es mejor que duerman muchos en una habitación. También debes cuidar siempre de tu salud, y si las cosas llegaran a su extremo y tu dinero se Acabara antes de lo que esperabas, ya encontraremos alguna manera de ayudarte, puesto que de ahora en adelante me siento responsable de tu bienestar. 3 Así comenzó la que fue, tal vez, una de las más felices épocas de mi vida, porque era aún joven y de corazón sencillo, y ya había tenido una grave advertencia contra las tentaciones mundanales. Se abría ante mí el ilimitado reino del saber, y como estudiante libre podía penetrar por muchas puertas a través de las cuales muy pocos hubieran siquiera podido escudriñar. Estaba embriagado por el convencimiento de que la mente del hombre no conocía obstáculos y que no existía poder más grande que el del saber. Tenía compañeros que eran tan pobres, tan jóvenes y tan entusiastas como yo. Charlábamos juntos por las noches, ejercitábamos nuestra inteligencia, mejorábamos nuestros razonamientos, percibíamos nuestro crecimiento espiritual mucho más allá de los estrechos confines de nuestros lejanos hogares, y entrábamos en la gran confraternidad de una lengua común y de una cultura internacional. Quizás en aquel invierno sufrí hambre y frío, pues nada recuerdo de él. Sólo tengo presente el encanto de saber. Es posible que masticase áridas piedras entre verdaderos conocimientos, pero contaba con los fuertes dientes de la juventud e ignoraba el significado de la duda. Parecíamos una bandada de gorriones desamparados cuando nos reuníamos ante nuestra iglesia, con un sorbo de vino a lo más, y un bocado de pan en el estómago, para esperar a nuestro maestro y acompañarle en busca de una habitación vacía. Los tutores más ancianos y célebres en la Facultad de Arte contaban con un auditorio de cientos de estudiantes, pero nosotros nunca éramos más de una veintena. Sin embargo, obteníamos un provecho mayor, pues nuestro querido maestro holandés se convirtió en nuestro amigo. Habíamos llegado procedentes de muchos países de aquella desgarrada y turbulenta Europa; de lejos y de cerca nos reunimos en la escuela más ilustre de todos los tiempos. La noble Teología, la soberana de las ciencias, reinaba allí como un producto bellamente pulimentado por una evolución de siglos. Ningún problema, humano o divino, quedaba fuera de su alcance, y dentro del marco de la aprobación eclesiástica, podía ofrecer respuestas definitivas, basadas sobre el presente y la tradición, para toda pregunta inteligente. Pero sólo a un consumado maestro en filosofía profana podía considerarse en sazón para el estudio de la divinidad, y para ello teníamos cinco o seis años por delante. Yo nunca había llegado tan lejos, como más tarde diré; sin embargo, comprobé que hasta entonces el pensamiento humano no había creado nunca —y quizá nunca lo haría— una estructura intelectual tan soberbia y tan completa como la Teología de mi tiempo, que alcanzó su cima poco antes de la gran disolución. La juventud es muy voraz y engulle sin más discriminación todo conocimiento que ante ella se presente, y así, utilicé con peligrosa amplitud la autorización concedida por el maestro Monk para leer sus libros. Me facilitó dos obras de su compatriota Erasmo de Rotterdam, para que tuviese alguna lectura estimulante, fuera de mis propios estudios. Uno de los libros se intitulaba Moriae Encomiun o Elogio de la locura, y el otro, Colloquies o Conversaciones; este último te nía la apariencia de un inofensivo libro de lectura para que se ejercitasen los latinistas. Ambos libros estaban escritos en un consumado estilo latino, y los devoré en unas cuantas noches. Mi cabeza amenazaba estallar ante la riada de pensamientos que en mí evocaban, y me quedaba hasta muy tarde junto a la lámpara de aceite de colza. No había leído nunca libros tan desconcertantes. La mordaz ironía de la exposición del escritor obró sobre mi espíritu como un veneno, suscitando recelos en mi corazón. Porque al elogiar la locura, el sabio humanista lo subvertía todo y demostraba de una manera convincente que la prudencia y el saber de los hombres no eran más que fantasmas del cerebro —fríos y aterradores fantasmas—. Sólo la locura, en adecuada medida, ofrecía sustancia y sabor a las hazañas y luchas de los hombres. Alegaba que sólo un loco podía ser feliz en todo lo que desease e hiciese, y aducía pruebas de ello con aguda penetración. Me enseñó a discernir en mi propio ambiente y en las más solemnes circunstancias las muecas de la señora Locura. Pero los Colloquies, que acababan de salir de la prensa, eran todavía peor. En aquellas conversaciones ficticias, el autor no vacilaba en dudar hasta de la eficacia de los Sacramentos para aquellos que no cambiaban ni mejoraban sus vidas. Llegaba al extremo de afirmar que unas pocas líneas del pagano Cicerón tenían mayor eficacia para nutrir y reavivar el alma que todas las doctrinas de los escolásticos. Porque, decía, el pensamiento claro es capaz de la clara expresión. Cuando hube leído aquellos libros, me juzgué más prudente que nunca, porque suscitaron en mí pensamientos que no había osado tener por mí mismo. Mi espíritu se encontraba lleno de una deslumbrante admiración y de perturbadoras dudas. Le rendí homenaje como a un gran Maestro y pescador de almas, aunque no me sentí tranquilo hasta que el maestro Monk me aseguró que Erasmo era un clérigo y un obediente hijo de la Iglesia, y que el propio Padre Santo había leído sus libros con placer. Cada domingo, después de la misa, nos reuníamos en torno a nuestro buen maestro, y juntos paladeábamos la más agradable comida de la semana en una pequeña taberna de nuestra propia calle. También conversábamos con frecuencia acerca de temas mundanos que nos entretenían hasta muy tarde. Perdura en mí el recuerdo de un día, a comienzos de primavera, cuando el sol empezaba a derramar un poco de calor sobre nosotros: veo ante mí el rostro fino y como extasiado de mi maestro, bajo su negro birrete; veo el rostro obstinado de un muchacho vasco; veo el pálido rostro fatigado de un joven noble inglés, que era el que más pagaba y, por tanto, el discípulo favorito, y veo el rostro pecoso del hijo de un tejedor holandés. El inglés había pedido vino para todos, y nuestro maestro, levantando su copa, dijo: —¡Descanse en paz el alma del difunto emperador! Y ahora, brindo por la felicidad y prosperidad del joven rey Carlos. ¡Por que el que ciñe ya las coronas de España y de Borgoña agregue a ellas la corona imperial y se convierta en el gobernante cristiano más poderoso de todos los tiempos, el que pueda conjurar el peligro turco y desarraigar la herejía! Contestó entonces el inglés: —La cortesía pide que me una a vuestro brindis. Pero mi propio rey Enrique VIII aspira también a la corona imperial, y nuestro respeto a esta excelente ciudad de París y al rey de Francia nos invita a recordar que también él ambiciona lo mismo. El huraño joven vasco terció: —Debo escaso agradecimiento al rey Carlos, pues la Santa Inquisición ha hecho que en mi país sea intolerable la vida para un estudiante libre que desea conocer la Medicina judía y árabe. Será éste mi brindis de despedida, porque mi dinero se ha acabado y estoy pensando en volver a España y entrar a servir como cirujano del Ejército, al otro lado del océano. He oído que un hombre que se llama Cortés está buscando gentes animosas que le ayuden en la conquista del Nuevo Mundo. Promete a todos sus soldados tanto oro como puedan transportar. El hijo del ciudadano holandés brindó así: —Nadie ha ganado todavía riquezas en el Nuevo Mundo, y aun el mismo Colón regresó pobre y encadenado. Pero te deseo un buen viaje, puesto que tienes más fe en los cuentos de viejas que en un sensato consejo. El inglés preguntó: —¿Beberéis el brindis o no? He pagado el vino, y las conversaciones superfluas resecan la garganta. Bebimos todos y expresamos el piadoso deseo de que el emperador elegido llegase a ser una bendición para la cristiandad; pero no citamos nombres. Aquella actitud no agradó a un estudiante vagabundo que, sentado allí cerca, nos había estado escuchando secretamente mientras con sus dedos manchados de tinta garabateaba un poema. Aquel hombre, que tenía aspecto de bebedor, se adelantó hacia nuestra mesa y dijo: —¿He oído bien? ¿Son extranjeros, a quienes con toda buena voluntad se les permite gozar de los privilegios de esta ciudad y de su Universidad los que, perdida toda decencia, vacilan en alzar sus copas por el noble rey Francisco y sus aspiraciones a la corona imperial? Nadie tan digno como él de obtenerla. Y tiene derecho a mayor veneración de aquellos que se aprovechan de las ventajas y privilegios que tan graciosamente les ha concedido... aunque, a juzgar por vuestra conversación, vuestros talentos no valen un nabo. El maestro Monk, profundamente ofendido, respondió: —Soy hombre pacífico y considero por debajo de mi dignidad, como universitario y clérigo, corregir a un vagabundo que parece haber ahogado en el fondo de su copa el escaso ingenio que pudiera tener. Pero si alguno de vosotros, mis queridos discípulos, desea darle una felpa —con toda contención y cortesía—, no se lo impediré, sino que contará con la protección de mi autoridad. Nos miramos mutuamente, con aire de duda, y el inglés dijo con gravedad: —La falta es mía, puesto que tan indiscretamente os apremié al brindis. No dudo de que entre todos nosotros podíamos expulsar de aquí a tan desvergonzado sujeto y castigarle por su insolencia. Pero la cuestión tiene muchas implicaciones y es de naturaleza política; porque este pillo y chapucero garabateador parece defender el honor de su rey, lo que puede ponernos en algún penoso trance. Naturalmente, estamos inclinados a mostrar la debida deferencia hacia un gobernante de cuya buena voluntad y protección gozamos. Por otra parte, me parece que la solución más simple es un nuevo brindis. Levanto mi copa por el noble y caballeroso rey Francisco: por su felicidad y prosperidad. Rogaremos a este caballero que se una a nosotros en este brindis, siempre que acceda a solicitar, en adecuados términos, nuestro perdón por su insulto. Había apenas concluido de hablar, cuando el rostro del grotesco extranjero, hinchado por el vino, se adornó con una sonrisa. Alzó sus manos sucias de tinta y exclamó: —¡Respetado maestro! ¡Sabios escolares! Comprendo que he cometido un grave error y me arrepiento profundamente de las palabras que he proferido llevado de viva cólera. Me movía solamente el respeto a mi rey, y no el deseo de suscitar querellas. Sin pedir siquiera permiso, se sentó a nuestra mesa, aunque le mirábamos con desagrado por su mal olor. Sintió la necesidad de vencer nuestra repugnancia y comenzó a alardear de sus múltiples viajes por países extranjeros y de los distintos mecenas a quienes había perdido por causa de su persistente mala fortuna; de suerte que nunca pudo encontrar la paz, y estaba condenado a ser perpetuamente la clásica piedra que rueda sin cesar. —Pero —dijo— mis infortunios me mortifican menos que antes, puesto que ahora los desastres van a inundar el mundo. Si queréis saberlo, sólo nos quedan, cuando más, cinco años de vida. Respecto a este punto estoy perfectamente informado, pues acabo de regresar de la gran ciudad de Estrasburgo. Se interrumpió de pronto, contempló asombrado su copa vacía y comenzó a mover la boca como si su lengua hubiese quedado súbitamente pegada a su paladar. Pero había logrado excitar nuestra curiosidad, y a un gesto del maestro Monk, el inglés volvió a llenar la copa del forastero. —No necesito —continuó diciendo el desconocido— molestar vuestros oídos con la historia de mis infortunios. Nadie puede evitar el destino que las estrellas le han señalado, y hace muchos años, en horas de desventura, he considerado la horca como mi única novia terrena que un día recibirá mi pobre cuerpo con los brazos abiertos. Mas, para que pueda mereceros confianza lo que os voy a contar, debéis saber que mi nombre es Julián d'Avril. Nací en abril, y mi vida ha sido tan incierta y caprichosa como dicho mes. Estando en Estrasburgo tuve ocasión de leer una profecía impresa, basada en una conjunción de planetas que ocurrirá en febrero de 1524. De acuerdo con esa profecía, el mundo está amenazado de un segundo Diluvio. Proseguí el estudio de la cuestión y encontré que muchos sabios (entre los que sólo he de mencionar al astrólogo de la Corte de Viena y a un observador de estrellas de Heidelberg, de cuyo nombre pagano no me acuerdo, así como también a Tritemo) habían aludido en sus escritos a esa conjunción planetaria y sugirieron una interpretación. En una palabra, me satisface el hecho de que todos los planetas se encontrarán entonces bajo el signo de Piscis, y actualmente estoy ocupado en preparar, para su publicación, mis propios puntos de vista sobre tal acontecimiento. El maestro Monk movió la cabeza diciendo: —He oído hablar de esa notable conjunción, y sin duda pronostica cataclismos, pero no estoy de acuerdo en que tomarán la forma de un diluvio, puesto que esto estaría en contradicción con la inequívoca promesa de la Biblia, cuyo recordatorio constante es el arco iris. Julián d'Avril asintió y prosiguió: —Hay quienes sostienen que puede interpretarse mejor esta conjunción de planetas por medio de imágenes; dicen que el estado del mundo se asemeja al de las aguas en ebullición. Creen que caerán los emperadores y los príncipes, que los más miserables en cada país se levantarán contra los más poderosos y que vaciarán las pesquerías de los monasterios y las de los nobles. Pero podemos encontrar una explicación más sencilla si leemos correctamente los signos, y me asombra que nadie haya dado en ello. Sin que nadie le invitase, tendió su mano hacia el jarro del vino, volvió a servirse en su copa y continuó: —El terrible e inhumano Gran Turco Selim ha promovido la guerra en Siria, Persia y Egipto, y ha unido el Oriente bajo su estandarte. Su mayor ambición es cumplir el mandato de su profeta Mahoma y aplastar a los pueblos cristianos, a quienes los turcos llaman incrédulos, aunque ellos mismos son los secuaces de un falso profeta. Los venecianos no se cansan nunca de afirmar cuán ilimitada es la crueldad de los sanguinarios turcos, pero ese rasgo es en gran parte el resultado de la prohibición de su profeta para consumir vino. La sed de sangre del pueblo islamita tiene que contentarse con agua; por tanto, al menos para mí, es evidente que el signo que los rige debe de ser el de Piscis, o sea, del pez. —Eso es, en verdad, lo que afirma la sabiduría —dijo el maestro Monk, que estaba informado de la cuestión por el folleto húngaro. —Y lo es —confirmó Julián d'Avril, exaltado por el vino y por su propia sabiduría—. En febrero de 1524 los planetas aplicarán toda su energía reunida sobre el Pez; lo que significa que el mundo quedará bajo el dominio de los turcos. Es una idea aborrecible; sin embargo, no podemos dudar de que está claramente escrita en las estrellas, y obraremos prudentemente si tomamos las medidas oportunas. Yo, por ejemplo, pienso exhortar a los viñadores de Francia a que almacenen y oculten todos los barriles que puedan con objeto de evitar que los cristianos perezcan de sed durante los primeros años del dominio turco. E incluso podría incitarse a los turcos a un moderado uso del vino, con lo que quedaría disminuido su poder. El inglés arrancó la jarra del vino de las manos del forastero y se sirvió las últimas gotas en su propia copa. Su rostro temblaba ligeramente mientras decía: —Britania es una isla y no tiene nada que temer por lo que ocurra bajo el signo del Pez. Caballeros, podéis estar seguros de que Inglaterra resistirá cualquier asalto contra sus costas, aunque hayan de caer el emperador y toda Europa. Julián d'Avril replicó cortésmente: —No quiera Dios que yo haga la más leve ofensa a nuestro excelente anfitrión, que nos regala con este refrescante vino. Reconozco de buena gana que muy probablemente, los turcos se extraviarían en la niebla si alguna vez intentaran tomar por asalto vuestra capital. También a mí se me había subido a la cabeza el vino de nuestro liberal hermano inglés y me parecía que la conquista de la sabiduría, o cualquiera otra actividad humana, era realmente vana en un mundo condenado a tan tremendo cataclismo. —Señor —dijo el joven vasco—, os agradezco vuestras profecías, porque me afirman en mi resolución de regresar a mi país tan pronto como pueda, e irme a servir en el Nuevo Mundo. Tengo la impresión de que en este Viejo Mundo estamos al garete en un barco que se enmohece, comido de carcomas, que en cualquier momento se irá a pique. ¿Qué puedo esperar de un mundo en el que los príncipes carecen de honor y las mujeres de virtud? El maestro Monk puso su mano sobre los labios del muchacho, invitándole a guardar silencio, amenazándole con su desagrado. Cuando tranquilizó al muchacho, nos miró gravemente a los ojos y dijo: —Todo verdadero cristiano puede dolerse en el fondo de su corazón del presente estado de la Santa Iglesia, pero no debemos convertir lo malo en peor con abiertas censuras. Debemos confiar humildemente en que la necesaria purificación habrá de venir de lo alto cuando el momento esté en sazón. Hagamos todos penitencia y busquemos la enmienda en nuestro propio corazón, pues todos tenemos necesidad de ella. La alegría de nuestras almas y el gozo perdurable, sólo lo encontraremos en nuestras propias acciones y en nuestras vidas individuales. —Amén. Así sea —respondió Julián d'Avril reverentemente—. Pero yo me atrevería a sugerir que es beneficiosa una larga peregrinación cuando nos abruma el peso de nuestras malas acciones o cuando sufrimos la opresión de nuestros vecinos. Como con frecuencia me he visto obligado a utilizar por mí mismo este eficaz recurso, os hago el obsequio de sugeríroslo. Fue así como entablé relación con Julián d'Avril. Era una dudosa bendición, pero yo aprendí mucho de sus inacabables historias. Vi llegar la primavera en París, cuando los floridos candelabros de los castaños brillaban de blancura a lo largo de las riberas del verde Sena. Mas para mí, más maravillosa que la primavera se me ofrecía la Universidad y sus enseñanzas, y mi única preocupación era la amenaza de la miseria. El año escolar terminaba a fines de junio, en la fiesta de los mártires san Pedro y san Pablo. Mi buen maestro Monk regresó a su hogar en Holanda y mis compañeros quedaron esparcidos a todos los vientos. Pero el camino de Abo era demasiado largo, y arduo para mí el pensar en tomarlo; y, además, tenía mucho miedo de que me detuviesen y me acusaran de partidario del rey Cristián y de la Unión. Mi ya hambrienta bolsa quedó libre de su última moneda durante aquel verano. En pocas ocasiones había visto a Andrés, que trabajaba en una fundición de campanas y cañones, no muy lejos de la ribera. Me había visitado de vez en cuando durante los días festivos, pero yo estaba tan profundamente entregado a mis estudios, que no tenía tiempo más que para asegurarme de que Andrés había comido bastante. Pero llegó la mañana de un domingo en que permanecí tumbado en mi colchón de paja, demasiado débil para levantarme y acudir a misa. El verano traía a través de mi ventana una hediondez de carroña, y no hubiera yo dado gran cosa por mi vida en aquel entonces. Durante muchos días me había alimentado a pan y agua, y para comprarlo, había tenido que vender mi mejor jubón, encontrando menos doloroso desprenderme de él que de mis libros. Andrés entró en mi habitación olfateando el aire y dijo con sus bruscas maneras: —¿Qué sucede? ¿Bebiste demasiado anoche? ¿Por qué estás ahí echado, con la cara verde, y todos estos malos olores? Mírame a mí, un honrado artesano, fresco como una flor, y levantándome al amanecer para venir a verte. Esto es lo que ganas con evitar las bebidas fuertes y cambiar hasta un poco de ligero vino de mesa por algo de pan. —Hermano Andrés —comencé, rompiendo a llorar—. Has llegado a tiempo para escuchar mi última voluntad. Esto no es embriaguez, sino hambre y el demasiado estudio, y veo que por mis pecados debo morir entre extraños, en una ciudad extraña. Haz que me entierren como un buen cristiano, y que Dios y sus santos te lo premien. Andrés me miró lleno de inquietud. Palpó mi cuello y mis puños con su mano firme. —Estás como un pájaro desplumado —dijo—. Me pregunto si tus costillas no te habrán hecho algún agujero en la piel. Pero, ¿es que estamos entre salvajes? ¿No hay en esta bella ciudad un solo cristiano que tenga piedad de ti y te dé de comer? —¿Para qué? —preguntéle lastimeramente—. Respaldado con la carta del padre Pedro, me han dado ya tantas comidas los frailes, que no me atrevo a presentarme de nuevo ante ellos, y el posadero de «La Cabeza del Ángel» me ha alimentado a crédito durante tanto tiempo, que tampoco puedo volver allí. Y voy demasiado bien vestido para pedir limosna por las calles... ¿Para qué prolongar mis desdichas? Pienso permanecer aquí, y esperar humildemente mi fin. —Me parece una locura —dijo Andrés— «arrojar tu hacha al lago» mientras está todavía afilada. Pero tú eres más sabio que yo, Miguel. Me hubiera gustado invitarte a una modesta comida en «La Cabeza del Ángel», pues me imagino que en mi bolsa hay aún bastante. Me levanté rápidamente y me vestí. —Hermano Andrés —dije—, ¿por qué habría de rehusar tu invitación? ¿No soy tu único amigo en esta ciudad extraña, y el único que habla tu lengua? Apresurémonos a ir a «La Cabeza del Ángel», pues siento gran necesidad de un generoso cuenco de sopa. El tabernero me saludó cordialmente a pesar de lo que le adeudaba, quizá porque temió que una fría recepción pudiera hacerle perder su dinero. Allí me encontré con Julián d'Avril, que frecuentaba aquel lugar cuando no había sido encerrado por el vigilante por su desvergonzada conducta y sus escándalos callejeros. Después de saludar a Andrés cortésmente, me dijo: —Tu camarada parece un muchacho robusto y de buen natural, y sin duda me ofrecerá una copa de vino cuando sepa que yo soy un sabio y un astrónomo, y que he publicado un libro. Explícale que no soy, ni mucho menos, un hombre vulgar, y que me contentaría con las heces que el posadero saca del fondo de los barriles y que vende por unos ochavos. El tabernero sirvió a cada uno una cazuela de sopa alimenticia y sabrosa, con un trozo de pan y, como era domingo, Andrés pidió vino. Tan débil me hallaba, que hasta la sopa se me subió a la cabeza, y dije a Julián d'Avril: —Sabio hermano mío, aconséjame lo que he de hacer, la necesidad llama a mis puertas, y sólo mi natural timidez me ha impedido revelar mi desvalimiento. Julián d'Avril respondió con gran indignación: —Estúpido asno, ¿por qué no me lo dijiste antes? Podíamos haber ido juntos a Francoforte y haber sacado tajada durante la elección imperial. Con mi experiencia y tu cándido rostro hubiéramos hecho maravillas. Pero Carlos V ha llegado a ser emperador sin nuestra ayuda. Si deseamos poner a trabajar mutuamente nuestras dos inteligentes cabezas, Miguel, debes comprender en seguida que personas de nuestra clase no pueden llegar a ser ricas, siguiendo la estrecha y espinosa senda de la virtud. Tienes que elegir un camino más amplio si deseas ganar durante el verano lo necesario para subsistir el próximo invierno en esta miserable ciudad. Andrés dijo también que él había observado que nadie hacía dinero con el trabajo honesto, aunque éste pudiera enseñarle a uno muchas y útiles lecciones. —Si se tratase simplemente de conservarte la vida —siguió Julián— no dudo de que podría persuadir a algún honorable ciudadano para que te diese de comer a cambio de enseñar a leer a sus hijos; pero tal expediente no reportaría beneficios duraderos. Tienes, naturalmente, el diente del obispo que es un eficaz remedio contra el dolor y muchas otras medicinas ocultas de tu país natal, pero si te conviertes en curandero, muy pronto te harás odioso a la Facultad de Medicina, que se siente muy celosa de sus privilegios. También podía tu vigoroso compañero forzar cerraduras, y tu escuálido cuerpo podía deslizarse por las ventanas más estrechas, si yo os señalara las casas en las que se pueden encontrar cucharas de plata; pero me temo que tu piedad te impida echar mano de los bienes del vecino. Sin embargo, en el curso de este verano he estado incubando ciertos laudables proyectos, que tú podrías ayudarme a realizar. Empiezo a ser demasiado conocido en esta ciudad, y sería más saludable para mí el cambiar mi lugar de residencia. Se acerca la época de la vendimia y siento el vivo anhelo de contemplar los rientes viñedos de Francia. Más todavía: tanto los campesinos como los viñadores suelen estar, durante esta estación, de magnifico humor, y sería para nosotros una protección contra posibles violencias el contar con la compañía de tu robusto amigo. Le pregunté cuáles eran aquellos laudables proyectos, y me contestó: —Cuando escribí mi libro y noté con cuánta reverencia lee la palabra impresa la gente sencilla y cree en ella, comencé realmente a temer el peligro turco que en el libro había descrito. Resolví, por tanto, viajar por el Este y consagrar mi vida a la conversión de los islamitas. Me propongo acostumbrar a los turcos al uso del vino, lo que ablandará su salvaje naturaleza antes de que llegue la hora fatal de su dominio. Pero con objeto de lograr tan piadoso fin, necesito la ayuda de todos los buenos cristianos. —Sapientísimo hermano —dije yo entonces—, tales embustes no podrán convencer al más estúpido campesino, y menos aún, inducirle a que abra su bolsa. Pero Julián sacudió la cabeza. —Eres joven, Miguel. No tienes idea de cuán dispuesta está la gente a creer los mayores embustes. Es la insolencia misma de la mentira lo que les engaña. Cuanto más ampliamente desarrollaba su plan, tanto más confundía mi juicio. Lisonjeó el lento ingenio de Andrés con cuentos acerca del alegre otoño y de la abundancia que reinaba en todos los pueblos de la región. Y al día siguiente —yo no puedo adivinar cómo se arregló para agenciárselo— mostróme un documento del que colgaban múltiples sellos eclesiásticos, en el que se exhortaba a todos los verdaderos cristianos a que apoyasen su loable y piadosa misión, que sería del mayor servicio para toda la cristiandad. Se hizo también de un hábito de peregrino, se ciñó la cintura con una cuerda y recibió del impresor —claro está que a crédito— un montón de ejemplares de su propio libro. A Andrés le vistió con una extraña indumentaria que él afirmaba ser de guerrero turco. Cuando ya hubimos hecho dos días de jornada desde París, Julián d'Avril se detuvo ante una iglesia de aldea, de pobre aspecto, y comenzó a llamar a la gente con grandes voces. El cura, hombre de corazón sencillo, se llegó a él, bendijo su celo y compró un libro de las profecías; y el posadero compró otro para leérselo en voz alta a sus huéspedes. Julián pronunció una arenga al pueblo, presentando a Andrés como un jenízaro turco a quien él —Julián— había convertido al cristianismo, y habiendo invitado a Andrés a que dijese algunas palabras en su lengua materna, declaró que aquello era turco. Luego, Andrés dio una exhibición de sus fuerzas, ante la que los asombrados espectadores se santiguaron, asombrados, mientras Julián les preguntaba a gritos qué podrían hacer contra un enjambre de criaturas así, cuando cayesen sobre Europa como una nube de langostas. Si todos y cada uno contribuyesen un poco a la noble causa, podría evitarse tan terrible peligro. Pero los lugareños eran pobres, y no podían dar gran cosa, aunque eran generosos en cuestión de alimentos y bebidas... Llegada la noche, el cura nos llevó al castillo, presentándonos al Señor y a sus damas, y recibimos de ellos una moneda de oro. El Señor nos contó que había estado en Venecia y que había visto allí turcos en una posada. Nos aseguró que iban vestidos como Andrés, y que su lengua era muy similar a la suya, todo lo cual asombró grandemente a Julián. No quiero recordar todo nuestro viaje, en el que empleamos dos meses, para llegar al sur de Francia y regresar de nuevo. El ejercicio, los buenos alimentos y el aire libre mejoraron mi salud, pero yo sufría el continuo temor de que se descubriera nuestra engañifa. Por otra parte, Julián d'Avril se volvió aún más desvergonzado por sus continuos éxitos, hasta el punto de que él mismo llegó a creer en el proyectado viaje al Oriente; tan firmemente, que derramaba amargas lágrimas cuando refería, en tonos que partían el corazón, los sufrimientos que podrían esperarle en manos de los turcos. En las ciudades se apresuraba a visitar a los grandes dignatarios de la Iglesia; a un viejo obispo le entregó una bolsa con tierra que le aseguró haber traído por sí mismo desde Tierra Santa. Cuando no recibía dinero, se contentaba con otras dádivas, y acabamos por poseer dos caballos, que transportaban una gran variedad de vituallas y vestidos. Su propia cabalgadura era un jumento, pues como bebía cada noche hasta quedar insensible, era incapaz de caminar al día siguiente. Sin embargo, no permanecimos nunca más de un día en un mismo pueblo, y nos hizo prometer que lo pondríamos sobre la silla cada mañana y que lo ataríamos si se mostraba incapaz de permanecer en ella por sus propios medios. Se acercaba el día de San Dionisio, y dirigimos nuestros pasos hacia París. Durante los últimos días de nuestro viaje no mendigamos ya, para consuelo mío, y nos dimos prisa, porque Julián d'Avril nos dijo que había tenido un mal sueño que él tomaba como un presagio de desventuras. Cuando estábamos a una jornada de París, pasamos la noche en una posada, como cualquier viajero respetuoso con la ley. Por una vez, Julián abandonó su costumbre de beber hasta quedar como un tronco. Parecía preocupado. —Hermano Miguel, y tú, hijo mío, Andrés —dijo—, mañana debemos repartir nuestras ganancias y separarnos; pero quiero ahora daros las gracias por vuestra amistad y fidelidad durante este viaje nuestro. Vayamos ahora a descansar con el corazón lleno de gozo y que nuestro cuerpo repose de las fatigas del día; mañana contemplaremos las familiares torres de Nuestra Señora. Tanto Andrés como yo dormimos profundamente, pues habíamos hecho un día entero de marcha con nuestros caballos de carga. Cuando nos despertamos, Julián d'Avril había desaparecido después de pagar la cuenta de los tres. El posadero nos entregó una carta que decía lo siguiente: Miguel, hijo querido: Los amargos remordimientos de conciencia que me han atormentado esta noche, me obligan a proseguir mi viaje sin demora; no tengo valor para despertaros a ti y a tu camarada, que dormís con el profundo sueño de la juventud, bajo la protección de los santos. Dejo uno de los caballos, ya que cuesta trabajo llevar dos cuando se va montado en un burro. Espero que no me guardarás rencor por llevarme el dinero, y que encontrarás consuelo pensando que, gracias a mí, has aprendido una lección inestimable: que el dinero ganado fácilmente, fácilmente se pierde. Si mi impresor te importunase respecto al pago de mis libros, consuélale diciendo que me propongo regresar lo más pronto que pueda, para pagar mi deuda; y si él lo cree, tanto mejor para ti. Siempre te tendré presente en mis plegarias. Que puedas continuar por siempre con la misma inocencia de espíritu, es la esperanza de JULIÁN D'AVRIL Con el corazón destrozado, leí en voz alta la carta a Andrés. Después de haber reflexionado sobre su contenido, nos sentamos mientras nos contemplábamos mutuamente. Al fin Andrés dijo: —Ese cerdo borracho nos ha engañado. ¿No íbamos a repartirnos el dinero? —Eso era lo convenido —respondí—. Pero lo cierto es que recaudábamos para su viaje, y sólo nos queda esperar que realmente se consagre a convertir a los turcos. Pero debo confesar que de tanto en tanto yo solía retener algunas monedas de plata para mí, y he sufrido innecesarios remordimientos de conciencia por esa causa. —No dudo —dijo Andrés— que fue mi patrón san Andrés quien me indujo a deslizar mi mano en la bolsa de Julián cuando le llevé al lecho anoche, porque a veces estaba tan bebido que no sabía cuánto se había recaudado. Recontando nuestros ahorros, encontramos que teníamos en junto diez monedas de oro y un montón de monedas de plata. Conseguimos vender el caballo a buen precio, y las provisiones me alimentaron durante un mes. Dividimos en dos partes iguales el oro y la plata, y cuando me gasté mi parte, semanalmente le solicitaba un préstamo a Andrés. Llevando una vida de frugalidad y de trabajo, me gané la cordial aprobación del maestro Monk, y después de Navidad me permitió que me presentase ante los seis examinadores de rigor. Respondí a las cuatro preguntas correctamente y a satisfacción del jurado, y recibí un diploma del que pendía el sello de la Facultad, certificando que había alcanzado el grado de bachiller. El primer obstáculo en el camino de la instrucción superior había quedado ya rebasado, pero aquello significaba poco, pues mi nombre no aparecía aún en los libros de la Universidad. Se requerían después ulteriores estudios de cuatro o cinco años antes de tener la autorización para enseñar, o licentia docendi y obtener el grado de Magister artium. Sólo entonces podría yo comenzar a estudiar en una de las tres Facultades mayores. Y si deseaba graduarme como doctor en Teología tendría que invertir al menos otros quince años. Pero no pensaba en eso. Mi espíritu estaba lleno de inmensa alegría por aquel primer éxito, y me sentí bien pagado por todos mis trabajos y tormentos de conciencia. Pocos días más tarde me vi cruelmente herido en mis esperanzas por una carta del padre Pedro, escrita en el otoño anterior. Me decía que en aquellos turbulentos tiempos sería prudente que me mantuviese alejado de Finlandia, pues el buen obispo Arvid estaba muy ofendido conmigo. El rey Cristián estaba preparando una nueva campaña. Había levantado tropas para atacar a Suecia, y en Abo estaban siendo perseguidos todos los que eran sospechosos de unionistas. Yo había basado todas mis esperanzas en la posibilidad de regresar después de mi examen y caer humildemente de rodillas ante el obispo, pidiéndole perdón por mis locuras de juventud, a las que me había inducido el señor Didrik. Pero ya eran vanas aquellas esperanzas; se me había acabado el dinero, y tan sólo podía subsistir pidiendo prestado, semana tras semana, a Andrés. Debía también a la nación estudiantil de los alemanes seis deniers, y estaba en peligro de perder mis privilegios como estudiante. Ni siquiera podía, en medio de mi desesperación, arrodillarme ante el altar de la Santísima Virgen de la catedral de Notre Dame para purificar mi espíritu; pues cuando el prior me devolvió la carta del padre Pedro, me miró con aire de sospecha, preguntándome: —Miguel de Finlandia, ¿no eres súbdito de Suecia? Asentí respetuosamente, pero agregué: —Podría ser también un gorrión perdido en la nieve, a juzgar por la ayuda que recibo de aquel país: no tengo un solo protector influyente. Mi único amigo es el padre Pedro, que me escribe: —Aunque no recibas —me dijo el prior— ni satisfacciones ni ayuda de tu país, podías al menos compartir sus sufrimientos. Se dice que esos orgullosos suecos han sido puestos en entredicho y que el Padre Santo ha autorizado al buen rey de Dinamarca a dar cumplimiento al edicto. Tengo el deber de hacerte saber que, siendo súbdito sueco, estás incluido en el edicto. No puedes penetrar en la Iglesia ni recibir los Santos Sacramentos; tu simple presencia es ya una profanación, y tendría que ser vuelta a consagrar con gran costo. Sin embargo, estoy seguro de que podrías comprar una dispensa, y te aconsejo que lo hagas en cuanto puedas, porque es una cosa terrible para un cristiano el que se le nieguen los Sacramentos. —¡Jesús, María! —exclamé con horror y aturdimiento—. ¡No tengo dinero! Me encuentro tan falto de medios, que me hubiera aventurado a pediros otro plato de sopa, pues no he comido en todo el día. Sintióse apenado y, tras reflexionar un rato, dijo: —Miguel de Finlandia, nada he oído en tu contra; o nada más que lo que haya contra cualesquiera otros estudiantes, aunque he sabido que estudias griego, lo que huele ya desagradablemente a herejía. No quiero mostrarme duro contigo, pero debes marcharte de aquí inmediatamente y no regresar más, para que no profanes el monasterio. Tal como pienso, tu único camino es rogar humildemente por la victoria del buen rey Cristián sobre los enemigos de la Iglesia... es decir, si es que Dios escucha las plegarias de los que están en entredicho. 4 Era a finales de invierno, y el frío implacable y el hambre que siempre acechaba, aumentaron mi miseria y mi desesperación. Puesto que el invierno anterior me había visto obligado a cambiar de ambiente, no me sentía inclinado a someterme de nuevo y tan humildemente a mi destino. A veces echaba de menos a Julián d'Avril, a pesar de la doblez de su conducta, porque el humor de aquel alegre «pájaro de patíbulo» había llevado frecuentemente a mi espíritu algo así como una fresca brisa cuando me hallaba sombrío y apesadumbrado. Comenzaron a levantarse en mi corazón pensamientos rebeldes y tremendas dudas, como malas hierbas que pronto ahogan toda la plantación, y que no podían haber encontrado suelo mejor que el hambre, el frío y la soledad. Descuidé mis estudios, y con demasiada frecuencia busqué consuelo bebiendo con alegres camaradas. Hasta entonces me había contentado con entregarme apasionadamente al estudio; pero ahora mis ojos buscaban ávidamente la pródiga brillantez y la negra miseria de la ciudad. La senda del saber era larga, y sus obstáculos, insuperables para un hombre pobre cuyo único premio eran las lágrimas y una espalda encorvada antes de tiempo. Por otra parte, los ricos podían fácilmente comprar un obispado y sus beneficios, y el Papa podía designar a su hijo favorito de quince años para el puesto de cardenal. Cuando llegó la primavera con sus deshielos y los caminos estaban fangosos, el hambre y los efectos de una borrachera me indujeron a que a mediados de semana buscase la ayuda de Andrés. Su maestro le había tomado de nuevo a su servicio después de aquella escapada del verano anterior, porque Andrés era un diestro artesano y, además, había sobornado a sus compañeros para que hablasen en su defensa. Recorrí trabajosamente mi camino hasta Saint Cloud, y me invitaron a comer en la casa del maestro. Mientras los otros dormían una siesta después de la comida, Andrés me acompañó a mi regreso hasta que, sin darnos cuenta, llegamos a París, donde Andrés decidió regresar al taller. Lucía el sol después de una nublada mañana; comenzaban a verdear los campos, y los negros limoneros habían empezado a cubrirse con un velo de pálida neblina. Los hielos no se habrían quebrado todavía en nuestras distantes costas del Báltico, pero ambos nos sentíamos atormentados por una cruel nostalgia. Era casi de noche cuando llegamos a la ciudad, y encontramos en la calle un carruaje al que se le había desprendido una rueda. El cochero, con expresión estúpida, intentaba vanamente colocar la rueda en su sitio; junto al coche se encontraba una dama, cubierto el rostro con un velo, ostentosamente vestida, con una piel sobre los hombros y parecía muy agitada. Se dirigió a nosotros diciendo: —Por amor de Dios, amigos míos, ayudadme a encontrar un coche para continuar mi viaje. Le dije que sería más rápido echar a andar que encontrar un coche después de anochecido; pero ella me explicó que el hombre tenía que quedarse al lado del caballo; que ella no tenía otro compañero, y que no era muy seguro para una dama honesta andar por las calles de París a solas y de noche... y ni aun de día. Estuve de acuerdo y le ofrecí: soy un pobre bachiller en artes, y mi hermano es fundidor, pero si confiáis en nosotros, os escoltaremos conduciéndoos segura a vuestro hogar, y si teméis ensuciar vuestros zapatos y vuestro vestido, os llevaremos sin que os manchen los peores barrizales. Vaciló un momento, y nos examinó a través de su velo; pero la necesidad de apresurarse la libró de sus recelos, y replicó: —Mi esposo estará inquieto por mí, pues hace rato que debiera haber regresado a mi casa antes de vísperas, después de visitar a mi antigua nodriza, vieja y enferma. El criado nos entregó una antorcha, y emprendimos el camino, llevando yo la tea y Andrés a la dama, hasta que encontramos calles más secas y mejor alumbradas. Dejábamos ya atrás el monasterio de San Bernardo, cuando, con un suspiro de alivio, la mujer se detuvo ante una sólida casa de piedra y golpeó con el aldabón en la puerta forrada de hierro. Mientras se enjugaba el sudor de la frente, Andrés se volvió hacia mí. —¡Gracias a Dios que hemos llegado! Satanás me ha atormentado durante todo el camino con tentaciones que sólo repitiendo muchas avemarías he podido resistir. —¿Es pues, tan hermosa? —pregunté, aunque ya había advertido la juventud y belleza de la dama. —¿Qué importa que lo sea o no? —repuso Andrés—. No se trata de eso; cuando yo la llevaba, oía el tintineo de muchas joyas, y creo que lleva encima por valor de cien ducados de oro y piedras preciosas. No acierto a comprender por qué una elegante dama necesite llevar terciopelo y joyas para visitar a su vieja nodriza. Pero, en fin, cada país tiene sus costumbres, y no seré yo quien las juzgue. De todas maneras, Satanás me tentó cruelmente mostrándome cómo en un instante podíamos haber apagado la antorcha, arrancarle las joyas a la dama y echarla al río. Todo pudo haberse hecho en un tris, y tú y yo hubiéramos obtenido lo suficiente para vivir durante años enteros como la gente decente. Comenzaba yo a mirar a la elegante dama con otros ojos, pero en aquellos precisos momentos se abrió la puerta, con gran rechinar de cerrojos y pestillos, y ella, siguiendo las maneras de las gentes de su clase, comenzó a regañar al portero por su tardanza. Luego nos invitó a entrar, diciendo: —Mi esposo deseará seguramente daros las gracias por vuestra eficaz ayuda. Pero el marido, que era un viejo pequeño e irascible, de barba descuidada y párpados hinchados y rojizos, no nos mostró especial agradecimiento. —¿Dónde has estado? —gruñó, mientras blandía su bastón ante su esposa—. ¿Por qué traes a casa ladrones y bandidos? ¡Mira tu vestido! Verdaderamente, Dios me ha castigado en mi edad provecta haciéndome soportar esta cruz. —Noble señor —dijo Andrés—, semejante cruz es ligera y agradable de llevar. Muchos las tienen peores que vos, tales como la pobreza, el hambre y la sed, por las que mi hermano y yo nos vemos atormentados. Nos alejamos mucho de nuestro camino para que esta hermosa dama pudiera encontrarse segura en su casa. No obstante, si así lo deseáis, alegremente os aliviaremos de vuestra cruz, y la volveremos a dejar donde la hallamos. Aquel maligno viejo golpeó con su bastón en el suelo y lanzó miradas dubitativas a su sollozante esposa, y luego a nosotros. Finalmente, hundió la mano en su bolsa y le tendió a Andrés una moneda de plata por nuestras molestias, pero su esposa sollozó aún más amargamente y preguntó si su honor no valía para él más que esa insignificante suma. El incidente terminó cuando el viejo, pese a su indignación, nos invitó a compartir su cena, que ya hacía tiempo esperaba. Durante la comida, la dama describió su aventura con gran detalle y habló largamente de su vieja nodriza enferma, tomándonos como testigos de que tal era la verdad. Pronto comenzó a sonreír y a reír, lo que hacía que pareciese aún más bella a mis ojos, y que yo me sintiese muy prendado de ella. Su esposo también se había amansado; a través de sus barbas apareció una sonrisa en su desdentada boca, y nos llamó chicos decentes. Después de la cena nos sirvió un licor dulce, como el que hacen los monjes, e hizo algunas preguntas sobre nosotros. Estaba especialmente encantado de la fuerza física de Andrés, y nos dijo: —En estos tiempos impíos, la honestidad y la virtud son difíciles de encontrar entre los jóvenes. Necesito un muchacho robusto y de confianza que guarde mi casa y me acompañe en los largos viajes, porque ladrones y salteadores acechan mi morada y amenazan mis bienes en cada posada. Andrés replicó modestamente que el maestro de artillería del rey le había ofrecido tres ducados de oro al mes si entraba al servicio de Su Majestad. El viejo se santiguó horrorizado y dijo que Andrés podría tener buena mesa y cama, vestidos, seguridad y paz de espíritu, entre otros beneficios; porque nuestro anfitrión, Jerónimo Arce, comerciaba en todas estas cosas. —Los santos benditos deben habernos llevado en socorro de vuestra adorable esposa —dijo Andrés—. Mi camarada Miguel y yo estamos de tal modo unidos, que si él puede también disfrutar de vuestra excelente mesa y tener ropa nueva, con gran contento guardaré vuestra casa por el tiempo que sea necesario, aunque no puedo decir cuánto, porque debo continuar el aprendizaje de mi oficio. Dijo esto bromeando, pero con gran asombro mío, maese Jerónimo asintió vivamente, y sellaron el trato con un apretón de manos. Su esposa, la hermosa Madame Genoveva, añadió unas palabras. —Si este joven estudiante ha de hacer sus comidas en nuestra casa, espero que vendrá a visitarme con frecuencia y pasará algún rato leyéndome en voz alta edificantes leyendas de los santos. Y con gran ahínco aprendería a leer yo misma, si considera que mi pobre inteligencia es capaz de ello. Y así fue como Andrés se convirtió en portero en la casa del señor Arce y vistió un hermoso jubón azul con botones de plata. Gracias a él, pude sentarme diariamente a la mesa con el resto de los criados, y Madame Genoveva me llamaba con frecuencia a las habitaciones interiores para leerle en voz alta uno u otro de los muchos libros franceses de la biblioteca del viejo. Maese Jerónimo rodaba por la casa en chanclas de fieltro, y se cuidaba de que la puerta de la habitación de su esposa estuviese siempre abierta cuando yo estaba con ella. De vez en cuando, miraba por la rendija, pero pronto se sintió más tranquilo al convencerse de que yo nada malo hacía. El viejo sostenía una copiosa correspondencia con otros países y traficaba en reliquias. Como premio por escribirle las cartas, en una ocasión me llevó al aposento subterráneo donde guardaba sus tesoros. En cuanto se abrió la puerta, con todos sus cerrojos y barras de hierro, percibí un olor a incienso y quedé deslumbrado por la gran cantidad de riquezas que atesoraba. La más preciosa de éstas era un fragmento de la verdadera Cruz. Me mostró también un objeto en realidad notable: parte de un tablón del bote en que iban los apóstoles cuando Nuestro Señor caminó sobre las aguas. Precisamente maese Jerónimo estaba negociando la venta de esta reliquia a un rico armador, que estaba deseoso de descubrir la eficacia que tal reliquia pudiera tener para proteger los barcos en las tempestades. Había también en aquella cámara un trozo de la soga con la que se ahorcó Judas, y dos hermosas plumas del gallo que cantó a san Pedro. Yo tenía mis razones particulares para ayudar a maese Jerónimo y quedarme en su casa, pues desde la primera vez que vi a Madame Genoveva, fui presa de su hechizo, y estar junto a ella era para mí como estar abrasándome. Sus negros ojos, su boca lánguida y sus redondeados hombros me tenían como embrujado hasta el punto de que no podía pensar en otra cosa. Me hizo que le leyese toda suerte de frívolas narraciones, que no eran precisamente muy edificantes, y mientras yo leía, ella lanzaba profundos suspiros y permanecía con la barbilla apoyada en su mano y la mirada perdida en el vacío. Había transcurrido una semana desde nuestro encuentro, cuando, aprovechando una ausencia de su marido, me dijo: —Miguel, amigo mío, ¿puedo confiar en vuestra discreción? Le aseguré que podía hacerlo hasta el límite, puesto que yo la respetaba y admiraba de todo corazón, y pensaba de ella como lo hubiera hecho de la propia santa Genoveva. Al escucharme, lanzó un suspiro y dijo: —Quizá pensaréis de otro modo cuando os haya revelado mi pensamiento. Decidme, ¿no es injusto que una mujer joven y bella como yo se vea unida en matrimonio a un viejo feo y malhumorado como el señor Jerónimo? Le respondí que habiéndome hecho yo mismo aquella pregunta, supuse que sus padres o parientes la habrían obligado a una unión tan desigual. Pero al oír aquello se sintió ofendida y replicó con cierta indignación: —Nadie me ha forzado. Yo misma hice todo lo que pude para inducirle al matrimonio, puesto que él es inmensamente rico y lo bastante liberal para proporcionarme valiosas joyas y hermosos vestidos. Pero se me había hecho creer que un hombre viejo y enfermizo, de su edad, nunca duraría más que unos tres años, cuando una mujer joven y de sangre ardiente hiciera todo cuanto en su mano estuviera para complacerle y satisfacer todos sus deseos. Puedo aseguraros que he hecho todo lo que he podido, pero ante mi mayor consternación, veo que está cada día más joven y con más vitalidad, y que tiene ahora mejor salud que cuando se casó, aunque le he mantenido despierto durante muchas noches. Sólo puedo atribuirlo a que tiene alguna reliquia secreta que le da toda esa fuerza. Ahora, su simple contacto me resulta odioso... Pero todo eso tiene poca importancia. Lo peor es que hace unos meses fui víctima de un infortunio que no había previsto cuando me casé y que me atormenta día y noche. Es como si infinidad de hormigas me recorrieran todo el cuerpo. —¡Dios mío, señora! —exclamé, con la más sincera preocupación—. He oído decir que las viruelas francesas (o como los franceses prefieren llamarla, la viruela española) presentan síntomas como ésos. Me ordenó escuetamente que cerrase la boca y no dijese tonterías. —Estoy enamorada, Miguel —dijo, mirándome profundamente a los ojos—. Soy esclava de una pasión por un noble caballero de la Corte del rey. Yo no le hubiera conocido si no se hubiese presentado a pedir dinero a mi esposo... pues están terriblemente desordenados sus asuntos, como los de la mayoría de los caballeros galantes. Cuando vosotros me encontrasteis en la calle, yo no regresaba de ver a mi nodriza enferma. Había ido a visitar a mi amado, con gran riesgo de mi honor. Sentí un gran dolor en el corazón y se llenaron de lágrimas mis ojos al imaginarme a Madame Genoveva en brazos del caballero, aunque no podía sentir los más leves celos de maese Jerónimo. La censuré severamente, diciéndole: —Madame, ¿no veis cuán grande pecado es ése? Por engañar a vuestro buen esposo, lanzáis vuestra alma a la perdición. Me replicó que ella era el mejor juez en aquel asunto, y que su salvación era cuestión entre ella y su confesor. —Esto no tiene nada que ver con el bienestar de mi alma. Vos no tenéis idea de, cuán maravilloso es mi amante. Me ha transportado al séptimo cielo en sus brazos, y todo mi cuerpo se torna como la cera en cuanto lo veo... Pero, ¡ay!, él no me ama... Al llegar a este punto, rompió a sollozar, y apoyando su cabeza sobre mis rodillas, humedeció mis calzas con sus lágrimas. —¿Cómo es posible que no os ame? —exclamé, conmovido hasta el fondo de mi corazón—. ¿Cómo podrá no amaros quien os haya visto una sola vez? —Me sedujo sólo para conseguir mi dinero. Creyó que yo sería capaz de persuadir a mi esposo de que le prestase más, y lo conseguí, pero tan sólo en una ocasión. Y ahora me desprecia y me niega sus favores. En nuestra última entrevista, ni una vez me tomó en sus brazos, sino que me insultó con duras palabras, diciéndome que no quería volverme a ver más. No le censuro, porque es evidente que un noble caballero como él, debe necesitar mucho dinero. Pero es más fácil sacar el oro del granito que de mi marido, cuando no cuenta con suficientes garantías. Mi esposo no quiso aceptar su palabra (aunque mi amante le comprometía su honor de caballero en prenda del préstamo), diciéndole que no prestaría ni un ochavo con tan pobre garantía. —¿Y qué puedo yo hacer? —pregunté, intrigado. Madame Genoveva se cogió de mi brazo mientras exponía su ruego. —Deseo que le escribáis a mi caballero una carta en mi nombre y se la entreguéis. Debéis decirle que con mil urgencias y falsedades he logrado arrancar cincuenta ducados de oro a mi esposo y que humildemente le ruego me conceda otra entrevista porque deseo entregar el dinero en sus manos, aunque me avergüenza que sólo se trate de tan pequeña suma. Que si me indica sitio y hora, volveré a su lado, así tuviera que atravesar el fuego del infierno. Su desconsuelo me conmovió. Me daba cuenta de su estado, porque yo también amaba. —Madame —contesté, todo tembloroso—, ¿qué premio recibiré si le obligo a amaros? Ella se rió. —Habláis de cosas imposibles, Miguel, pero si verdaderamente llegarais a lograrlo, os tendría presente en mis plegarias día y noche durante toda mi vida, y no os negaría nada que en mi mano estuviera concederos. —Madame, es hechicería, y quizá me ponga yo mismo en manos del demonio por ayudaros; tengo un filtro de amor que mi madre adoptiva me dijo ser irresistible. ¡Vertédselo en la bebida la próxima vez que lo veáis! Se tornó pálida, y sus ojos se ensombrecieron y fulguraron. Luego, rodeándome el cuello con sus brazos, me besó en la boca. —Miguel, si lo que decís es verdad, podéis pedirme cualquier cosa, que no os la negaré. Besé su rostro y sus brazos desnudos, temblando mientras lo hacía, y repliqué: —Me avergüenza exponeros mi deseo; pero desde el primer momento en que os vi, no he tenido un solo día de reposo, y por la noche sueño con vuestros ojos, que son como dos violetas oscuras. Suspiro por vos con todo mi corazón, aunque eso sea un gran pecado... quizás incluso mayor que el de encender un amor por arte de hechicería. Se apartó de mis brazos, desilusionada, y me habló con tono de reproche. —Miguel, mucho me he engañado con respecto a vos, y no comprendo cómo os atrevéis a dirigir tales palabras a una mujer honrada. Vuestra conducta me obliga a creer que habéis concebido por mí pecaminoso deseo, cosa que nunca hubiera sospechado. Comprendí cuán profundamente me despreciaba, pero su resistencia no hizo sino endurecerme más y hacerla más deseable a mis ojos, porque estaba verdaderamente hermosa mirándome así, con las mejillas encendidas por la cólera, y las manos cruzadas, en un gesto protector, sobre sus hombros. —Madame Genoveva —dije respetuosamente—, recordad que puedo hechizar el noble corazón de vuestro amante, de tal modo que no pueda vivir sin vos, y que satisfará vuestros más ardientes deseos. Recordad que vuestro cariño no se agotará porque le permitáis aplacar su inagotable sed de él a un pobre sediento... y que nadie lo sabrá. La tentación era muy grande. Comenzó a retorcerse las manos con desesperación y a intentar disuadirme con tiernas palabras. Acarició mis mejillas y me miró a los ojos, pero yo no olvidé ni por un instante que estaba poniendo en peligro la salvación de mi alma al ayudarla así, con la magia negra, y por tanto redoblé mi insistencia para que me diese un premio que, a jugar por cuanto veía, le costaba escasos esfuerzos. —Os entregaré el elixir de amor —le dije—. Ninguno de nosotros puede decir cómo obrará, pero mi buena madre adoptiva nunca me mintió, por lo que tengo motivos para confiar en ella en este asunto. Si demuestra su eficacia, vuestra felicidad será tan grande, que no me escatimaréis una pequeña parte de ella. Cuando os veáis con vuestro amante, pedidle que os dé algo de beber. Después de haber vertido secretamente unas gotas del elixir en la copa, pedidle que comparta el vino con vos. Me interrumpió para ordenarme secamente que me callase, porque ella sabía muy bien lo que tenía que hacer. Aquello me satisfizo, pues me mostraba que se avenía a nuestro compromiso. Escribí, pues, la carta, tal como lo deseaba, y partí con ella, después de recibir cuidadosas instrucciones respecto al domicilio del caballero y a la manera como debía dirigirme a él. Encontré al amante en su jardín, adiestrando a un joven halcón que tenía cosidos los párpados. El ave se apoyaba con aire desvalido en el puño enguantado del halconero, y no osaba tender sus alas para volar. Confieso que me asombré ante la vista de aquel noble caballero, porque era de estatura menor que la mía y de figura endeble, y sus piernas, apresadas en mallas de seda roja, aparecían delgadas y arqueadas. Sus altaneros rasgos estaban desfigurados por unas señales negras, de nacimiento, y en sus mejillas crecía una barba rala. Cuando hubo leído la carta, despidió a su criado y, lanzándome una mirada maligna, me preguntó: —¿Sabéis lo que dice esta carta? Le respondí que sí, puesto que yo mismo la había escrito. Enrojeció de cólera, arrojó lejos de sí el guante y el halcón, y exclamó: —¡Cincuenta ducados! Como un salivazo en una estufa al rojo. Vuestra señora ha debido de perder el juicio para molestarme con semejante futesa. Decidle que me envíe algún dinero inmediatamente y, luego, que se vaya al cuerno, porque no quiero volver a verla nunca más. Su sola presencia me alteraría, porque así me ha desilusionado cuando yo había puesto tanta fe en ella. Respondí que sus palabras eran demasiado duras o inmisericordes para los oídos de una mujer, e insinué que él no perdería nada por dedicar unos minutos de su tiempo a recibir los cincuenta ducados de la propia mano de la dama, ya que ella tenía algo importante que decirle. Cuando advirtió que no había otro camino de obtener el dinero, profirió los más terribles juramentos y blasfemias. Finalmente, arrojándome la carta al rostro, me ordenó que saludase a mi señora —a la que llamó ramera y Jezabel— y que le dijese que podía llevarle el dinero a la noche siguiente. —Pero que no espere mi benevolencia por cincuenta ducados —dijo—. Si fuesen cien, o mil... De todas maneras, intentad convencerla de que me procure cien. Buscó en la bolsa que colgaba de su cinturón algo con que gratificarme, pero encontrándola vacía, se limitó a prometerme su protección y me despidió. Por mera seguridad, recogí la carta del suelo, temeroso de que cayera en manos mal intencionadas, y regresé a la casa del comerciante de reliquias. Cuando Madame Genoveva escuchó el relato de mi éxito me abrazó y me besó en ambas mejillas, en tanto que para mis adentros me maravillaba de la conducta de las mujeres y de sus extraños caprichos. Aquella noche, maese Jerónimo regresó de uno de sus viajes, con un guardaespaldas armado. Se encontraba de un humor excepcionalmente alegre. Me dio una pieza de oro y obsequió a su esposa con una bolsa de ducados para que se comprase alguna chuchería de los orífices del Puente Nuevo. Sucedió que maese Jerónimo acababa de cobrar una deuda de nueve mil ducados, de un cliente que inesperadamente había recibido una herencia de cierto lejano pariente en Normandía. El deudor, en su alegría por aquella súbita ganga, procuró descargarse de sus deudas. El señor Arce, muy contento también, abandonó su habitual prudencia. Había algo repugnante en su aspecto aquella noche mientras estaba sentado, pesando y apilando las monedas de oro y descantillando lo que podía de sus bordes. Al día siguiente no puso dificultades a la petición que su esposa le hizo para ir a visitar a su vieja nodriza; por el contrario, la apremió a que se quedase allá por la noche para no exponerse a los peligros de los caminos después de oscurecer. Madame Genoveva bañó su cuerpo muchas veces, lo restregó con olorosos ungüentos, se vistió sus mejores galas y se adornó con sus más ricas joyas. Yo me asombraba de que semejantes preparativos no despertasen los recelos del señor Jerónimo, quien, admirando el aspecto de su esposa, comentó sencillamente: —Es joven todavía y rara vez tiene oportunidad de usar sus mejores vestidos, pues yo no soy muy amigo de visitas y hay pocas personas con quienes guste yo pasar la velada. Ya a mis años el hombre se siente cansado de la sociedad, y todos sus componentes le parecen iguales. Es, pues, natural, que a mi esposa le guste exhibirse fuera de casa de cuando en cuando, y no abrigaré temores en tanto vuestro hermano Andrés se encuentre a su lado para protegerla de los importunos. 5 Durante toda aquella tarde estuve escribiendo las cartas dictadas por mi amo, que estaba ansioso de invertir en alguna reliquia valiosa el dinero recientemente adquirido, y había entrado en tratos también con el duque de Sajonia, otro ferviente coleccionista de objetos sagrados; de manera que me vi muy atareado. Andrés llegó mientras yo cenaba en la cocina, y observó: —El ser nodriza resulta un oficio muy productivo en este país. Casi casi desearía haber nacido mujer. ¡Imagínate lo que hubiera ganado como tal! La de nuestra ama vive en una casa cercada con un muro, y es tan elegante, que no pude echarle la vista encima, sino sólo a sus criados. Todos llevaban vestidos de brillantes colores, llenos de acuchillados y se pavoneaban ante la puerta como gallitos. Mi señora me dio una moneda de oro para que no contase esto a nadie y dijese algo completamente diferente si se me preguntaba. Pero como tú eres distinto y todo parecía tan extraño, deseaba contártelo. Al día siguiente fue Andrés a buscar a Madame Genoveva. Estaba muy pálida cuando regresó y parecía completamente fatigada. Sus bellos ojos, grandes y expresivos, tenían una mirada vagarosa y distraída y estaban ojerosos. Parecía como si caminara en sueños; sin decir a nadie una palabra, se fue en derechura a su cuarto, se arrojó en el lecho y durmió como un tronco. Nuestro amo estaba muy inquieto, temiendo que hubiese caído enferma, pero Andrés le tranquilizó. —Me figuro que, sencillamente, la señora necesita dormir. Está acostumbrada al buen lecho y a la vida cómoda. Precisamente me decía no haber dormido una pizca en toda la noche porque le estuvieron picando los bichos. Aquello era cierto, pues cuando maese Jerónimo nos dejó entrar en el dormitorio para vigilar a su esposa dormida, vimos que su cuello y sus hombros estaban realmente cubiertos de rojas ronchas; pero dormía tranquila, oprimiendo un almohadón contra su pecho. El amo la ocultó tiernamente a nuestras curiosas miradas diciendo: —Ojalá esto le sirva de lección para que no vuelva a dormir en casa de su nodriza. Durante el día siguiente esperé con impaciencia una oportunidad para hablar con ella, pero me evitó y no pude verla a solas hasta que el viejo se retiró. —¡Os suplico, Madame, por todos los santos, que me digáis lo que ha pasado! He estado lleno de ansiedad y he permanecido despierto toda la noche, temiendo haberos causado algún perjuicio. Me respondió de muy buen talante diciendo: —Mi noble amante me recibió en su habitación, y al principio ni me invitó a sentarme; pero cuando le di ciento cincuenta ducados se ablandó y ordenó a su criado que trajese la copa de vino que yo había pedido. Tuve la buena suerte de que sus perros comenzasen a pelear en el jardín, y cuando mi caballero se marchó para azotarlos pude mezclar la poción con el vino tal como me lo indicasteis. Atendiendo a mi deseo bebió de la copa, aunque no de muy buena gana, y apenas hubo tragado las últimas gotas comenzó a sentirse fatigado y soñoliento. Empezó a bostezar; abrió la ventana para que entrase aire fresco y me dijo que su cuerpo ardía. Intenté distraerlo algún tiempo mientras la droga hacía efecto, contándole cómo mi esposo había vuelto a casa con nueve mil ducados; pero apenas habían salido de mi boca unas cuantas palabras cuando me estrechó apasionadamente, diciéndome que su cuerpo se consumía con tan terrible ardor que tendría que desnudarse y arrojarse al pozo para calmar aquel fuego. Mi propio sentir no era menor, aunque mi femenino recato me impide extenderme sobre este punto. Pero os aseguro que se arrojó al pozo tantas veces que perdí la cuenta y casi me desmayé, pues no me dejó en paz durante toda la noche. Me figuro que ninguna mujer tuvo jamás galán tan ardiente. Cuando me despedí, me reiteró su pasión y me obligó a asegurarle que le amaba; pero, debo reflexionar sobre todo esto, y me duele la cabeza y estoy fatigada. Os ruego que me dejéis en paz, Miguel. Me aventuré a recordarle su deuda conmigo, a lo que respondió: —Sí, sí, tendréis vuestro premio, Miguel; pero podíais haber elegido ocasión más propicia para reclamarlo. Estoy adolorida y no puedo pensar en el contacto de un hombre sin repugnancia. Refrenaos ahora y seréis premiado, tanto por vuestras molestias como por haberos sabido dominar. Así diciendo, me empujó con ambas manos y me hizo resignarme. Al día siguiente, maese Jerónimo me llevó consigo en un viaje que de tiempo atrás tenía planeado hacer a Chartres. Intentaba llevar a su esposa para que pudiese orar ante la milagrosa imagen de la Virgen, puesto que no tenían hijos; pero ella estaba aún cansada y rogó a su esposo que le ahorrase las fatigas del viaje. Los deseos mundanos pueden cegar tan completamente a un hombre, que no recuerdo de la maravillosa catedral de Chartres otra cosa que sus grandes torres, enteramente diferentes una de otra, que presentan por ello un aspecto notable e imponente. El humo de infinidad de velas había puesto a la maravillosamente tallada imagen como un muro. No pude orar ante ella con el debido fervor, pues mis pensamientos se dirigían hacia la bella Madame Genoveva, y mi deseo se intensificaba con la ausencia. Al atardecer del tercer día regresamos a París, hambrientos y sedientos, después de una rápida cabalgada. Frente a la puerta nos esperaba Andrés con aire de aflicción. Vino hacia nosotros y dijo: —Mi excelente dueño: en nuestra casa ha sucedido un gran infortunio, y debo de ser un mal servidor, puesto que no he sabido guardar mejor vuestros bienes. El más costoso vestido de terciopelo de Madame Genoveva ha desaparecido durante vuestra ausencia. El comerciante de reliquias adivinó, por la expresión de Andrés, que había sucedido algo aún peor e hizo ademán de entrar en la casa. Pero Andrés, deteniéndole, continuó: —No es eso todo; Madame Genoveva se ha desvanecido junto con el vestido. De tan delicada manera dio Andrés la noticia a su amo. Añadió después que la dama se había llevado todos sus vestidos y joyas, así como también el servicio de plata del comedor. —Con mis propias manos transporté el cofre de oro desde la bodega hasta el carruaje que vino a buscarla —añadió plácidamente—. Tan pesado era, que dos hombres difícilmente lo hubieran movido; pero mi buena señora confió en mi fuerza, y yo deseaba servirla a toda capacidad, como me habíais ordenado que lo hiciese. Maese Jerónimo se había quedado mudo de asombro y no podía pronunciar palabra. —La puerta de la bodega estaba cerrada —añadió Andrés—, y os habíais olvidado de dar la llave a mi señora, pero pedí prestado un gran mazo de hierro y, después de grandes esfuerzos, pude destrozar cerrojos y bisagras. Me ordenasteis obedeciese siempre a mi señora como a vos mismo. Sólo entonces pude abarcar la total extensión del infortunio. Mis ojos se llenaron de lágrimas y exclamé: —Mi querido señor, vuestra infiel y traidora esposa nos ha engañado y se ha mostrado indigna de nuestra confianza. ¡Quiera Dios que un rayo del cielo caiga sobre su cabeza y que su lascivo cuerpo sea despedazado por los perros! El ofendido marido derramó amargas lágrimas, pero dijo: —Eso no, eso no. El justo castigo de Dios debe caer sobre mí por mi ceguera. Se mesó la barba, arrojó al suelo su gorro, empuñó su bastón y apaleó a Andrés, que humildemente se sometió al bien merecido castigo. Pero cuando el viejo se sintió fatigado soltó el bastón y dijo con la más profunda aflicción» —De poco sirven sollozos y lágrimas, y no es a ti a quien hay que censurar, pues no eres más que un chico sin malicia, sino a mí por mi locura al ordenarte que obedecieses a mi esposa. Entró, tambaleante, y me apené al ver su espalda encorvada. Pero más me compadecí a mí mismo, pues Madame Genoveva había faltado a su promesa y yo sabía que nunca volvería a verla. Entonces descargué toda mi cólera sobre Andrés, que me respondió tranquilamente: —Madame Genoveva es una mujer hermosa y caprichosa, y es duro para un criado ordinario tener que contradecirla. Debieras saber esto mejor que yo, pues lo que mató mis recelos fue lo que me dijo referente a ti. Me contó que tú le ayudabas en su plan, por el gran amor que por ella sentías y que te estaba agradecida por su felicidad; así como que se hallaba dispuesta a saldar su deuda contigo cuando quisieras reclamarla. Pero como yo vacilaba todavía, me dio un poco a cuenta... y debo decir que es una mujer muy liberal, que paga sus cuentas con interés. —¡Andrés!—exclamé, sin dar crédito a lo que oía—. ¿Fuiste tan presumido como para alzar tus ojos hasta Madame Genoveva y anhelarla en tu corazón? —Tal propósito no hubiera entrado nunca en mi cabeza —replicó seriamente Andrés—, pero cuando vi lo bien que habías empezado, pensé que era lícito cobrar al menos una parte de tus deudas, para que no quedase todo perdido. El imaginarla en los brazos de Andrés me llenó de tan ciega cólera, que comencé a golpearle con ambos puños y a ultrajarle con todos los términos injuriosos que pude encontrar. Esperó a que mi furia se agotase y empezó luego a engatusarme para que le revelase el secreto del elixir de amor de la señora Pirjo. Cuando le hube dicho todo, me miró con sus bondadosos ojos y me dijo: —¿Por qué no le diste a ella la droga en secreto si tan perdidamente la deseabas? Podrías haberla logrado, llevándote de remate nueve mil monedas de oro. Cayó la venda de mis ojos y no pude comprender cómo había sido tan simple. Pero no se lo podía confesar a Andrés y le respondí: —Resistí la tentación por el bien de mi alma inmortal. Si hubiese utilizado hechicerías para ganarla, habría caído en los lazos de Satanás. —Las uvas están verdes —comentó Andrés—. Por mi parte, me gustaría ver muchos lazos de ésos en mi camino, aunque confieso que debe de ser difícil librarse de ellos cuando ha quedado uno verdaderamente bien cazado. Ninguno de los dos nos atrevimos a visitar al amo. Le dejamos a solas con su desconsuelo, porque le oímos sollozar, suspirar y orar en su habitación. Dos días más tarde nos llamó, diciéndonos: —Confío en que guardaréis silencio sobre lo sucedido. Soy un anciano, y mi gran error fue el esperar amor y comprensión de una mujer demasiado joven. Procuraré olvidar lo que ha pasado. Comprenderéis que no desee volver a veros nunca más, puesto que vuestra simple presencia me recordaría constantemente a mi esposa. No creáis que os despido con cólera ni que os guardo rencor. Por el contrario, os perdono de todo corazón cualquier ofensa que me hayáis hecho y os daré a cada uno cinco piezas de oro para comprar vuestro silencio. Mientras hablaba, brillaban las lágrimas en sus párpados enrojecidos, y después de entregarnos las monedas se atusó la barba con mano temblorosa y nos despidió. Mostróse más prudente y noble en su dolor que lo que había sido en los días de su falsa felicidad, y yo salí de su casa como un perro, profundamente consciente de mi culpa. Sin embargo, encontré algún consuelo al pensar que más tarde o más temprano le habría ocurrido aquella desdicha sin mi concurso y que semejante desventura había sido como una medicina para su alma, puesto que le proporcionó humildad y sabiduría. Fuimos caminando silenciosamente junto a las verdes riberas del río y nos detuvimos en el puente para contemplar la brillante fachada blanca de Notre Dame. Andrés me dijo entonces: —Hermano Miguel, toma este dinero. Quema terriblemente mis manos y me imagino que no atraerá bendiciones sobre mí. Quedé perplejo ante sus palabras, pero me apresuré a tomar el dinero antes de que cambiase de opinión. Se lo agradecí calurosamente y le prometí una buena comida en «La Cabeza del Ángel», donde nos reuniríamos para deliberar sobre lo que habríamos de hacer en adelante. Pero no fue necesario debatir acerca de nuestro futuro; el hado había ya intervenido. Al entrar en la calle del Arpa vimos al señor Didrik que venía hacia nosotros, salvando los montones de basura. Iba elegantemente vestido, con los colores daneses, la espada al cinto y una pluma en el sombrero. Me saludó como si nos hubiésemos visto aquella misma mañana y preguntó: —¿En qué maldito agujero vivís? ¿Qué es de vos durante el día? He venido dos veces a buscaros. Decidme pronto dónde podremos encontrar un jarro de vino; tengo algo que deciros. —¡Señor Didrik! —exclamé, santiguándome—. ¿Será el demonio el que os envía? —El demonio o el rey de Dinamarca... no importa cuál —dijo—. Conseguí vuestra dirección en Alemania. El viento y el mal tiempo me llevaron a Ruán con un cargamento de franceses plagados de heridas y sabañones. Tengo que hacer una nueva leva de soldados para remplazados, pues el rey cuenta con un batallón de mercenarios franceses. Y vos..., vos debéis apresuraros si queréis sacar el debido provecho de la buena ocasión, porque el orgulloso Sten Sture ha caído, y es sólo cuestión de tiempo para que el noble rey tenga a toda Suecia en su poder. Me sentí de tal modo entusiasmado con aquellas noticias, que lo llevé conmigo a «La Cabeza del Ángel» y celebré con él y con Andrés una verdadera fiesta. Comprendí, naturalmente, que nunca se hubiera molestado en buscarme, si no tuviera la presunción de obtener algo beneficioso para él. Pero nuestros intereses eran comunes, y cuanto más me contaba, tanto más firme era mi convicción de que al fin había llegado para mí la hora de la buena fortuna, y que recibiría mi premio por cuanto había hecho en servicio del rey Cristián, sólo con que llegase al tiempo que se repartiera el botín. La resistencia del enemigo se derrite con la nieve —dijo—. Las fortalezas capitulan sin disparar un tiro. El Papa apoya al rey, que es cuñado del emperador, y cuenta con la ayuda económica de Fugger el banquero, a cambio de las minas de cobre de Suecia. Eso le ha permitido contratar mercenarios de Escocia, que son tan salvajes, que ya empezaron a luchar entre ellos mismos cuando aún estaban en Copenhague. Uno de ellos, mortalmente herido de arma blanca, intentó escapar deslizándose bajo el caballo del rey. Lo vi con mis propios ojos. Cuando salí de Suecia se hablaba ya de una tregua. De modo que obraréis prudentemente si echáis los libros a un rincón y os embarcáis en seguida conmigo para Copenhague, y luego para Suecia. A comienzos de mayo llegamos a Copenhague después de un tormentoso viaje, y allí nos enteramos de que, hacía pocos días, el rey Cristián se había embarcado para dirigir el sitio de Estocolmo y reunir a sus generales, a quienes había advertido que le esperasen para primeros de junio. Después de avituallarnos y tomar algún cargamento más, continuamos nuestro viaje hasta la costa sueca. Durante todo el viaje, excepto cuando me sentía mareado, el señor Didrik cantó las alabanzas del rey y profetizó un áureo futuro. Si alguna vez abrigué dudas acerca de la Unión, quedaban disipadas con las noticias de las más recientes victorias. Y cuando a mediados de mayo anclamos en Estocolmo, ya estaba firmemente convencido de que había nacido un nuevo día de grandeza para los pueblos del Norte. Hasta el viejo doctor Hemming Gadh —agitador y acerbo enemigo de Dinamarca— advirtió los síntomas de los nuevos tiempos y mostró su acatamiento al rey. Ahora hacía lo posible para ganar el reino para Su Majestad sin inútiles derramamientos de sangre. Los nuevos brotes de los plateados abedules acariciaron mis ojos, y por vez primera vi, alzándose sobre las aguas, las torres de Estocolmo. Navegamos hacia el Norte con la primavera, la sentí en mi corazón al contemplar los bloques de mástiles de la flota del rey y las innumerables tiendas blancas en el campo de los sitiadores. Pero algún día escribiré un nuevo libro para hablar del rey Cristián y del sitio de Estocolmo. LIBRO CUARTO LA HORA DE LA COSECHA 1 Visto a cierta distancia, un campamento militar bajo el sol de primavera puede tener sus encantos para el joven espectador; pero vivir su vida diaria es descubrir que no hay mundo más pernicioso de inmundicia, de libertinaje, de excesos y de indisciplina. El acre olor de excrementos, el entrechocar de las armas, el vociferar blasfemias, las camorras, los alaridos de soldados borrachos, asaltan nuestros sentidos desde varios cientos de metros. Estoy seguro de que las fuerzas del rey se hicieron más daño durante los tres meses de sitio que el que les infligieron los defensores. El señor Didrik estaba convencido de que la ciudad capitularía tan pronto como los Estados obedeciesen a la llamada del rey. Ésa era también la opinión de los mercenarios, que consideraban terminada la campaña. No tenían ningún deseo de combatir seriamente, y con frecuencia se contentaban con disparar uno o dos tiros durante el día, simplemente para recordar a los sitiados que estaban en guerra. Yo dependía enteramente del señor Didrik y no me desprendía de él hasta que se mostraba irritado contra «el tábano», como me llamaba. No logró nada, puesto que el rey estaba sumamente atareado con asuntos más graves. Por mi parte, fastidié a todo el mundo y andaba escaso de dinero, puesto que tenía que pagar por mis raciones y por la paja que me servía de lecho en el campamento, según la tasa impuesta a los artículos de guerra. Tenía que dedicarme a algo para ganarme la vida, en tanto tenían necesidad de mí. Andrés, siendo, como era, un diestro artesano, de nada carecía; inmediatamente entró al servicio de un maestro armero alemán. Pensé muy seriamente en seguir su ejemplo, pero cuando un día le acompañé al lugar donde estaban emplazados los cañones zumbó una bala junto a mí y explotó en el suelo, tan cerca, que la tierra me salpicó el rostro. Destrozó el escudo de fuertes vigas de madera frente al cañón, y si no hubiera estado cerrada la poterna mientras los muchachos lo cargaban, pudiera haber perdido la vida. Aquello fue para mí una lección definitiva; decididamente, yo no había nacido para soldado y comprendí que lo mejor sería ganarme la vida de alguna otra manera. Dejé a Andrés y sus bombarderos y regresé presurosamente al extremo sur del campamento, donde me alojaba con un cantinero danés. En el camino me encontré un mercenario alemán que, con expresión de completo aturdimiento en el rostro, se tambaleaba llevando una oreja cortada en una mano mientras que con la otra intentaba contener la hemorragia en el sitio donde estuvo la oreja. Estaba tan borracho, que apenas podía mantenerse en pie, y la mitad de su capote estaba manchada de sangre coagulada. Al ver mi indumentaria me tomó por un cirujano y, entre hipidos, me pidió: —Por todos los santos, noble doctor, cosedme la oreja en su lugar; de lo contrario se burlarán y reirán de mí cuando regrese a mi pueblo. Lo acompañé hasta un pajar que servía de hospital, sin que él soltara la oreja de la mano, por temor a perderla. Un hombre de unos treinta y cinco años, sentado en el umbral, garabateaba figuras cabalísticas con la punta de su espada sobre una tabla. Lanzó un juramento al vernos llegar y nos contempló con ojos penetrantes y de extraña brillantez. Era un mozo pequeño, pero nervudo, con grandes bolsas bajo los ojos y, aunque joven, empezaba a quedarse calvo, como demostración de que era hombre de saber. —Ilustre, sabio y noble doctor —dijo el alemán sosteniendo humildemente la oreja en sus sucias manos—, tened la bondad de coser mi oreja y de curarme, porque he sido visitado por una desventura de la que sólo vuestras diabólicas artes pueden librarme. —El conocimiento perfecto es de Dios; el imperfecto, del hombre —replicó el médico—. ¡Tú, cerdo borracho!, echa esa oreja en el cubo de los miembros amputados. Puedo vendar tu herida, pero nada más. El alemán rompió en tristes lamentaciones, pero el doctor le arrebató la oreja y la arrojó al cubo. Luego, invitándome a que sostuviese la cabeza de aquel hombre, le lavó la herida, la embadurnó con un ungüento y la vendó hábilmente con una tira de lino limpia. Luego reclamó al soldado sus honorarios y le indicó que volviese unos días después para vendarle de nuevo. Su lenguaje y su porte se caracterizaban por una decisión tan extraordinaria y magistral, que yo no podía resolverme a dejarle, y me quedé contemplando, como hechizado, aquellos ojos duros y brillantes. —¿Qué es lo que os preocupa? —me preguntó. —Sabio maestro —le contesté—, soy un pobre estudiante que espera órdenes del rey, y entretanto me encuentro necesitado. Tomadme como discípulo y enseñadme vuestro arte, pues desde mi infancia estoy familiarizado con las hierbas y creo que pudiera seros útil. Se rió burlonamente. —¿Qué puede hacer por mí un gallito joven como tú? ¿No sabes con quién hablas? Soy el gran doctor Teofrasto Bombasto Paracelso von Hohenheim. Estudié en las Universidades de Italia y Francia; pero nada me enseñaron. Viajé por España, Granada, Lisboa, Inglaterra, Holanda y muchos otros países. Mi sabiduría es la de la Naturaleza; mi libro, el gran libro de la Naturaleza; mi luz, la luz de la Naturaleza. Por ello los hombres me temen y me llaman demonio, y brujo, y cultivador de la magia negra. Le temí y le veneré por tan firmes palabras. Estaba imbuido de una robusta y ardiente fe en sí mismo, que me arrebató como una hoja marchita en el vendaval. Se hundió luego en silenciosa reflexión y prosiguió: —Pensándolo bien, necesito un ayudante; uno que hable el idioma de este país y me ayude a conversar con cirujanos barberos, comadronas, judíos y verdugos; porque pueden encontrarse buenos conocimientos en los más lóbregos rincones. Cada país tiene sus propias enfermedades, que deben ser estudiadas, y sus propios remedios. Me invitó a entrar en el pajar y abrió su cofre de medicinas, mostrándome muchas hierbas, algunas de las cuales conocía yo. Después me preguntó por sus propiedades, comparando mis respuestas con sus notas. Me convertí así, por breve tiempo, en discípulo del doctor Paracelso y aprendí a conocer sus métodos, que no me parecieron totalmente irreprochables. Solía buscar la compañía de gente vulgar, y estaba con frecuencia tan ebrio, que caía vestido en su lecho. Hubiera podido muy fácilmente frecuentar el trato de personas ilustradas y aun de noble cuna, puesto que su reputación como médico crecía constantemente; aunque él prefería el trato con gente de baja condición. A ningún hombre reconocía como su maestro; él mismo, como un dios, era dueño y sanador de la Humanidad. Se mostró maestro agobiante, pues cuando se encontraba inquieto se levantaba a medianoche para recoger hierbas, si era favorable la situación de los planetas; o bien para conversar con los espectros al borde de las tumbas. Al llegar el verano se extasiaba a la luz de la noche cuando los tallos plateados de los abedules brillan en la oscuridad y los pájaros cantan durante las veinticuatro horas del día. No temía ni los gusanos ni la hediondez de las fosas funerarias, sino que permanecía allí durante las horas más oscuras, invocando las almas de los muertos hasta que un escalofrío me recorría la espalda. Según él, tenía que instruirme en aquellas materias. Decíame: —El hombre tiene un cuerpo terrenal y otro astral, que se disuelven simultáneamente; pero mientras el cuerpo físico vuelve al polvo, el astral sube a las estrellas. Por esa razón, un hombre de ojos perspicaces puede ver esas formas astrales flotando sobre las tumbas en todas las fases de su disolución, y puede lograrlo más fácilmente sobre las fosas de los que murieron en batallas o que tuvieron otra clase de muerte repentina. La luz del día los oscurece, pero aparecen por la noche. Estas claras vigilias nórdicas son muy adecuadas para poder observarlos. Yo creía todo lo que decía, pues cuando miraba durante largo rato hacia las sombras que cubrían las tumbas, distinguía flotantes formas humanas en la neblina que se alzaba de las fosas. Pero no pude llegar a comprender qué uso hacía él de todo aquello, y lamentaba la pérdida de mis noches de sueño. 2 Entretanto, los Estados del reino de Suecia, reunidos en asamblea, ratificaron el tratado de paz. Por él reconocían como gobernanta al rey Cristián de Suecia y se beneficiaban con su promesa de perdonar a todos aquellos que se sometieran. Hasta allí, todo podía haber ido bien, pero su número no estaba completo, pues no se habían presentado los representantes de Finlandia, a pesar del requerimiento real. El palacio y la ciudad de Estocolmo seguían resistiendo. La viuda de Sten Sture, Cristina, no quería saber nada de los Estamentos y, mucho menos, acatar sus decisiones. La ciudad estaba bien abastecida de alimentos y armas, y los mercenarios no tenían el menor deseo de asaltar sus muros, desde los que comenzaban a disparar en cuanto se acercaban demasiado. Esos mercenarios estaban encantados de su ociosidad en el campamento durante la cálida estación del verano y de que se les pagara por ello. Pero cada día le costaba al rey sumas incalculables, y pronto Su Majestad se vio obligado a regresar a Dinamarca en busca de repuestos y de préstamos para pagar a su ejército. El doctor Paracelso se preparaba a visitar las minas de Suecia, en las que deseaba estudiar las enfermedades peculiares de los mineros, y sin duda le hubiera acompañado si el señor Didrik no hubiese venido a buscarme para que me reuniera con el doctor Hemming Gadh. El señor Didrik exclamó, lanzando un juramento: —¡Es escandaloso que la obstinación de una mujer pueda demorar esta afortunada solución! Los señores y burgueses de Estocolmo son como niños que danzan al son de la gaita de Cristina en lugar de escuchar las notas del cuerno del rey. Todo podía estar concluido a estas horas. —El rey —respondí— ha prometido perdonar a todos los que se sometan, y me estremezco al oír a los capitanes daneses quejarse de que no hay todavía bastantes viudas ricas a quienes cortejar, y que los campesinos suecos deben aprender a arar sus tierras con una mano y un pie. Seguramente no se trata sino de una desagradable bufonada. Su Majestad ha hecho ya distribuir sal y ha prometido indemnizar a todos los que hayan sufrido pérdidas. —La Unión existe desde hace cien años —replicó el señor Didrik—. Durante todo ese tiempo no ha habido más que insurrecciones y derramamientos de sangre, simplemente porque los codiciosos nobles suecos no se resignan a aceptar al rey como su señor, sino que aprovechan todas las oportunidades para quebrantar la lealtad que le deben. La guerra ha costado ya tanto, que Dinamarca está empobrecida. Nosotros, los daneses, que hemos sacrificado vidas, sangre y bienes por el rey, tenemos derecho a ser indemnizados, e importa asegurarnos de que cuando la guerra termine no se separará de nuevo Suecia de la Unión. No toleraremos tonterías una vez concertada la paz y todas las ciudades y castillos estén en manos del rey. Pero no debéis decir esto al doctor Hemming, que es un hombre viejo y de una cabeza débil. Sentí un peso en el corazón al oír sus palabras. Como él decía, el doctor Hemming era un viejo, enfermo de perlesía. Había trocado las espuelas y el sombrero de plumas que usó en su mocedad por un balandrán de aspecto clerical. Me trató amablemente, diciéndome: —El señor Didrik me ha hablado de vos, contándome que sois hombre pacífico que sufrió duro trato en su propio país por defender la causa de la Unión. Debemos ahora olvidar el pasado y pensar tan sólo en el bien de nuestra nación. Toda mi vida luché contra la Unión, hasta que al fin se abrieron mis ojos, y ahora veo que es inútil dar coces contra el aguijón. El rey Cristián tiene un ejército invencible, y estoy persuadido de su buena fe y de la bondad de sus intenciones. —Sí, verdaderamente —respondí—. El señor Didrik me ha hecho comprender claramente todo eso. Pero, ¿en qué puedo servir yo? —He escrito una larga carta al obispo Arvid, apremiándole a que se someta mientras aún sea tiempo. Llevaréis mi mensaje. Como sois nacido en Abo tendréis que hablar al Concejo de la ciudad y al pueblo en general, y decirle que será dañosa y vana toda resistencia. —Venerable padre —dije apresuradamente—, mi lengua es torpe, y soy demasiado joven y completamente inepto para tan importante misión. Por otra parte, el buen obispo Arvid me ha prometido un collar de cáñamo embreado si alguna vez regreso a Abo. —La modestia es el adorno de la juventud —respondió—, pero el que desee obtenerlo todo no debe ser demasiado modesto. Lo que el señor Didrik me ha referido de vos me satisface por completo, y el mensaje que yo os entregue os servirá de salvoconducto. Si cumplís la misión de manera satisfactoria, puedo prometeros el favor del rey, y hasta me propongo hablar en vuestro favor al legado papal para que podáis obtener la dispensa a pesar de la ilegitimidad de vuestro nacimiento. Un plumazo, su sello en el lacre, y podéis ordenaros. Me imagino que el obispo Arvid os premiará con un buen cargo en Finlandia. —Padre Hemming, os estaré por siempre agradecido si vuestra bondad me juzga merecedor de esto y habláis al legado en mi favor. Pero no comprendo lo que pueda tener que ver esté asunto con mi viaje a Abo, porque allí seré tratado como un pillo y un traidor, y no me sentiré capaz de mirar a la cara a mis amigos de la infancia. El doctor Hemming se alzó violentamente, con el rostro encendido, mostrando el ardiente temperamento de sus años juveniles. —¿No he demostrado yo con mis acciones y aun derramando mi propia sangre, que soy el mejor de los patriotas? Si mis cabellos grises han podido soportar las merecidas acusaciones, de seguro no serán demasiado pesadas para vuestras jóvenes espaldas ¿Os resolvéis a realizar esta tarea, o debo creer, por el contrario, que no sois sino un tibio partidario de nuestra causa? Si así fuera, ni a la Santa Iglesia ni al rey les sois útil. No hay sitio para los tibios ni en la guerra ni en la política; porque en ellas, el hombre se juega cuanto posee. Sus palabras me dieron ánimo, y verdaderamente eran las más sabias y discretas que hasta ese momento pronunciara. Así, pues, tomé su carta y unas cuantas monedas de oro que me dio para el viaje. Fue éste mucho menos peligroso de lo que yo esperaba, pues me dejaron en la costa cercana de Nadendal, en donde, durante una cita previamente convenida, me proveyeron de un caballo que me llevó hasta Abo. En todos los paradores, el pueblo escuchaba ávidamente las promesas del rey Cristián, y declaraba que una paz magra era mejor que una guerra gorda. Nadie deseaba la guerra más que los aristócratas que temían perder sus estados y privilegios. No se me permitió atravesar las puertas de Abo, y los guardias me hicieron cabalgar hasta Kusto, donde el obispo Arvid estaba inspeccionando las defensas. Continué sin demora mi viaje y llegué en la noche de aquel mismo día. No se había dejado de trabajar en las fortificaciones, aunque reinaba ya la oscuridad, y los hombres seguían construyendo, serrando y martillando a la luz de antorchas y hogueras. El obispo Arvid, que había cambiado sus vestiduras por un brillante peto, se paseaba de arriba abajo entre herreros y carpinteros, apremiándoles en su trabajo. Le saludé respetuosamente y le dije sin preámbulo alguno que había ido desde Estocolmo con una carta del doctor Hemming. Cogió el papel, pero al mismo tiempo levantó la antorcha y me miró a la cara. Me reconoció en seguida y gritó al preboste: —¡Apresad a este hombre y ahorcadlo como advertencia a todos los traidores; porque éste es Miguel, hijo de ramera, Miguel Perjuro, natural de la ciudad de Abo! Creí llegada mi última hora y, cayendo de rodillas ante él, le supliqué: —Padre Arvid, dignaos leer la carta del buen doctor Hemming, porque es mi salvoconducto, y yo soy su emisario. El rey Cristián se vengaría terriblemente si me ahorcasen. Pero si soy bien tratado, podré hacer un buen servicio tanto a vos como al país. El obispo Arvid se mostró adamantino; me despojaron de la espada y de la cabalgadura y fui descolgado con una soga hasta las mazmorras de la fortaleza, donde languidecí entre paja podrida, ratas, sapos y toda especie de inmundicias. Allí tenía el tiempo necesario para meditar sobre el poder del rey Cristián y la prudencia del doctor Hemming. Al amanecer no hubiera dado ni un ochavo ni por el uno ni por la otra. Pero un poco más tarde abrieron la trampa, los guardias arrojaron el cabo de la soga y me izaron para tener una entrevista con el obispo Arvid. Quedé tan empapado y sucio durante mi estancia en el calabozo, que el buen obispo, luego de olfatear ordenó que me diesen en seguida un baño y que me proporcionasen otros vestidos en tanto lavaban los míos. El vapor del baño hizo que me sintiera más animoso, y cuando me sirvieron un buen plato de sopa y un cubilete de madera de cerveza fuerte, sentí renacer mi valor y llegué a la conclusión de que no tenía nada que perder y sí mucho que ganar. Volví de nuevo a presencia del obispo, agarrando con firme mano mis pantalones prestados, que eran demasiado grandes, y censuré acremente el indigno trato que se daba a un enviado del rey, sobre lo cual amenacé con informar a Su Majestad. El buen obispo no se encolerizó por mis francas expresiones. Estaba sentado, teniendo ante sí la carta del doctor Hemming. La carta estaba tan arrugada como un guiñapo. La desarrugó, la leyó de nuevo y dijo: —Miguel, hijo mío, mi corazón se encuentra apesadumbrado e intranquilo. Si tu caridad olvida el duro trato que mi vivo temperamento te ocasionó, tómalo como una expiación por el apoyo que prestas al rey. Cuando un hombre como el doctor Hemming se convierte en un tigre por su causa, se le debe perdonar a un joven débil e inconstante como tú el que haga lo mismo. Cuéntame todo lo que sepas de las fuerzas militares y navales del rey, de la situación en Suecia y de la defensa de Estocolmo. Le di los informes que pude, conforme a las indicaciones recibidas del doctor Hemming, mientras el obispo se paseaba de arriba abajo, a grandes zancadas. —Debo creerte —dijo al fin—. El doctor Hemming me dice lo mismo, y él no engañaría a un viejo amigo. Pero, ¿cómo puede confiar en los daneses? Sabemos demasiado bien cómo reniegan de su palabra y rompen sus compromisos y cómo violan las leyes y costumbres de Suecia en cuanto se sienten fuertes. Sé que estoy luchando por una causa perdida, pero he sido siempre aliado de Lady Cristina y no puedo ceder mientras ella permanezca firme. Como premio a mi lealtad, ella obtendrá del rey un completo perdón para mí y para otros caballeros de Finlandia. »Debes regresar en seguida a Estocolmo y, con la autorización del doctor Hemming, entregar una carta mía a Lady Cristina. Habla en favor mío al doctor Hemming, y por su conducto, al buen rey Cristián. Refiéreles los preparativos militares que has visto aquí y asegúrales que estoy dispuesto a vender mi vida lo más cara posible si el rey rehúsa perdonarme. El obispo Arvid me dio un salvoconducto y, a petición mía, me envió a Abo, donde debería permanecer hasta que él redactara su carta de respuesta, pues deseaba primero consultar a los otros jefes. Me fue devuelto mi caballo, y como me lamentase de lo escaso de mis fondos, me proporcionó un vestido nuevo que remplazase al que había encogido en el lavado, así como dos guldens de Lübeck. Salí entonces hacia Abo, acompañado de hombres armados, como un elegante caballero, y me pavoneaba cuando la gente se detenía en la calle para mirarme. Pero cuando se levantó ante mí la elevada torre de la catedral y vi los grajos revoloteando en torno sentí lleno de la más perfecta humildad. Desmonté, entregué las riendas a un lacayo y entré a orar en la catedral. Porque el obispo Arvid, desafiando el entredicho papal, mantenía abierta su iglesia y celebraba misas en ella como si nada hubiese pasado. Cuando salí de nuevo al aire libre, comprobé inmediatamente la pobreza y pequeñez de la ciudad de mi infancia, en comparación con las grandes ciudades del mundo. No tenía por qué fanfarronear por ello; era más bien motivo de amarga aflicción a causa de la ciega y loca lealtad de muchos a una causa perdida. Mientras mis acompañantes llevaban mi caballo a las cuadras del obispo, me fui andando hasta la pequeña cabaña de la señora Pirjo. ¡Cuán pequeña era, cuán torcido e irregular su techo lleno de hierba, cuán cubierto de musgo el viejo peral! Lágrimas ardientes me cegaban cuando llegué al umbral y me golpeé la cabeza contra el ennegrecido dintel. La señora Pirjo estaba ocupada en sus tareas, en el interior de la cabaña. Tenía el cabello gris y comenzaba a encorvarse. Sus mejillas parecían aún más largas y huesudas que antes, cuando fijó sus ojos escrutadores en mí. —Mi querida madre adoptiva y bienhechora, señora Pirjo —dije con voz débil—, soy yo, Miguel, que vuelvo a casa. —Restriégate los pies, suénate las narices y siéntate. ¿Has comido, o quieres unas salchichas de cerdo o que te haga una sopa de avena? Estás muy delgado, mas pareces estar bien y no te han roto la cabeza; de modo que supongo que no debo reñirte seriamente. Se acercó a mí para palparme las mejillas y los hombros. Su mano era tan dura como una tabla. De pronto rompió en sollozos y sus palabras parecían humedecidas por las lágrimas. —Nuestro buen obispo ha jurado ahorcarte..., y nuestro amado Sten Sture murió de sus heridas durante el último invierno, entre los hielos, junto a Estocolmo..., y en los últimos treinta años no había estado la sal tan cara como ahora... ¡Pobre Lady Cristina, viuda tan joven...! Nunca había visto yo tiempos tan terribles; unos dicen que es el fin del mundo, y otros, que el diluvio... Puedo esconderte en el sótano y engordarte como a un cerdo en la pocilga y nadie te encontrará para ponerte la soga al cuello. —Señora Pirjo —repliqué, con ofendido orgullo—, no soy un cerdo, sino un baccelaureus artium de la sabia Universidad de París, y gozo del favor de Su Majestad y del doctor Hemming. Más aún, vengo ahora de visitar al buen obispo, que me ha dado este traje nuevo y dos monedas de oro, de manera que no necesitáis derramar lágrimas por mi causa. —¿Qué has dicho que eras? —preguntó. —Un baccelaureus artium. —Como si fueras un cubo de bazofia, por lo que me importa; pero estás tan delgado como un palo, y das un respingo en cuanto oyes un ruido. Será mejor que comas y duermas hasta que tenga tiempo de hacerte una camisa de encaje, como corresponde a tu posición. Pero, habiendo llegado sano y salvo, no tendría reposo hasta que hubiese completado lo que el doctor Hemming me había encomendado. En primer lugar, necesitaba visitar al padre Pedro, que podía darme la información más completa acerca de la situación en la ciudad, sin lo cual corría yo el riesgo de recibir una paliza si hablaba con quien no debía a pesar del salvoconducto del obispo. Envié recado al monasterio de San Olaf, y a poco llegó a verme el padre Pedro, recogiéndose las faldas de su hábito y moviendo sus peludas piernas como palos de tambor. Llegó sudoroso, jadeante y muy sediento, pero la señora Pirjo no tenía cerveza en la casa. La dejamos preparando la comida y nos fuimos aprisa a las «Tres Coronas». La posadera estaba más gorda y más melancólica que antes, porque su amado esposo se había caído por la escalera de la bodega y se había roto la nuca. Lloró al verme, me acarició la mejilla y nos llevó la mejor cerveza de Lübeck. Mientras yo refería al padre Pedro los progresos realizados en el sitio de Estocolmo, se reunió en torno a nosotros un numeroso grupo para escucharnos y suspirar y lamentarse. No tuve que ocuparme del pago porque me incitaron a que humedeciese mi garganta a sus expensas y que les contase más. No mucho después llegó el alguacil del Concejo. Dirigiéndose a mí respetuosamente me comunicó que el burgomaestre se alegraría de verme. Permanecí algunos días en Abo, esperando la carta del obispo. La copiosa bebida y los ricos alimentos me avivaron la sangre. Me veía halagado por la gente, que, a pesar de algunas murmuraciones, me demostraba gran respeto, escuchando cuidadosamente lo que yo decía, esforzándose por encauzar sus viejas ideas hacia nuevos canales. Habían escuchado) tantas arengas sobre la crueldad y traición de los jutlandeses, que tenían el odio metido en la sangre; de suerte que se sentían muy confusos cuando se los invitaba a pensar bien del enemigo. En su desconcierto, se limitaban a esperar algo bueno del rey Cristián; la gloria de su figura iluminaba el lado más sombrío de los jutlandeses y cubría con el velo del olvido los incendios y saqueos del ejército. ¿Qué otra cosa podía esperarse de aquellos impíos mercenarios? En aquel tiempo, en Abo se hicieron muchos brindis por la paz y por el rey Cristián, y mi cabeza nunca se veía libre de los vapores del vino, circunstancia que no hizo mucho bien a mi salud. 3 A finales de julio me encontré de nuevo en el campamento del rey. Entregué la carta del obispo Arvid al doctor Hemming, a quien dicha carta y las de otros jefes finlandeses produjeron su efecto. Pocos días más tarde se firmó y selló un documento garantizando un perdón general para Lady Cristina y todos los obispos y nobles que se habían aliado con ella, perdón que abarcaba su resistencia y sus delitos anteriores. Repicaron las campanas de las iglesias, y los ciudadanos, vestidos de fiesta, se apiñaron en las calles de Estocolmo el día en que el rey llegó a la ciudad, y era un contento el comprobar la inocente dicha que sentían al verle. En la puerta de la ciudad recibió las llaves, que le fueron ofrecidas en un almohadón de terciopelo, por los miembros del Concejo. Las muchachas más lindas de Estocolmo, vestidas con alegres trajes, arrojaban flores a su paso, entre la música de caramillos y trompetas. Sin embargo, durante todos aquellos regocijos yo tenía la molesta sensación de haber sido defraudado, pues el doctor Hemming no me consideró digno de llevarme a su lado —el más miserable mercenario era un señor y un conquistador comparado conmigo— y hube de presenciarlo todo confundido entre la multitud. Pero pocos días más tarde fui solicitado de nuevo, cuando el rey despachó sus barcos de guerra a Finlandia para que tomasen posesión de los castillos, y nombró al doctor Hemming para que dirigiese las negociaciones. Cuando enviaron por mí, me di cuenta de que les era necesario, y entonces solicité un premio y el reconocimiento de los servicios por mí prestados al rey. El doctor Hemming me rogó que le perdonase, explicando que era un hombre distraído y fatigado que no tenía más pensamientos que los del bien de su patria. Se había olvidado de hablar de mí al legado, pero lo haría en la primera oportunidad, y me presentó a un altanero capitán que estaba al mando del barco que transportaba la caballería. Aquel oficial y caballero, que estaba con las manos en las caderas resoplando por su chata nariz, era un alemán llamado Thomas Wolf; sería nombrado condestable del castillo de Abo, y por recomendación del doctor Hemming me tomó como secretario porque yo conocía la lengua. Me aseguré así ropa, comida y tres «groats» de plata al mes. Durante el viaje llegué a conocer al capitán Thomas y descubrí que era un hombre inculto que apenas sabía escribir su nombre. Pero era sin duda un capitán eficaz, ya que a la menor provocación profería los más horribles juramentos. Enfilamos la proa rumbo a Abo. Los faros señalaban nuestra proximidad, de isla a isla, con columnas de humo negro, y cuando el barco ancló en el río, los cañones de la fortaleza nos dieron la bienvenida. El obispo Arvid recibió su perdón por escrito, el Concejo de la ciudad recibió seguridades semejantes y el castillo fue puesto en manos del capitán Wolf, con honores militares, al son de pífanos y tambores. El capitán dejó una guarnición de sus propios hombres y recontó las provisiones. Me preguntó luego dónde podría encontrar un buen verdugo, y yo le recomendé calurosamente al maestro Laurencio, el cual fue re querido y puesto a prueba, haciéndole ahorcar a dos soldados que habían armado camorra en las «Tres Coronas», habían cometido violencias contra respetables ciudadanos y golpeado a una muchacha. Aquella ejecución produjo la más viva satisfacción a los nativos, quienes alabaron la severidad y justicia del nuevo condestable. El doctor Hemming se quejaba de tener que exponer sus viejos huesos a las molestias de los viajes cuando ya los fríos del otoño escarchaban los campos; pero no podía evitarlo, puesto que los gobernadores de los diversos castillos no mostraban inclinación a ir en su busca para negociar los términos de la paz, como él había supuesto que sucedería. Se vio, pues, obligado a dirigirse con una escolta de caballería a Tavastehus y luego a Viborg para ganarse a Tönne Eriksson. Lo acompañé hasta Tavastehus, donde se reunió con Ake Jorantson y gastó muchos días en disipar las dudas del obstinado caballero. El doctor Hemming me hizo regresar a Abo con un mensaje para el condestable, en el que le participaba que las negociaciones habían tenido éxito. De Viborg, Tönne Eriksson envió la noticia de que entregaría su castillo tan pronto como recibiese el perdón del rey de manos del doctor Hemming. Wolf me envió de nuevo a Estocolmo con aquellas buenas noticias. Su Majestad iba a ser coronado allí con toda ceremonia, aclamado y ungido como rey de Suecia. Yo estaba encantado de poder presenciar la ceremonia. Pero ninguno de los señores finlandeses aceptó la invitación para asistir a la exaltación, y aun el obispo Arvid enfermó y permaneció en el lecho en los más inoportunos momentos, con gran indignación del condestable. Llegué a Estocolmo el día de Todos los Santos y presencié cómo los Estamentos saludaban al rey con pompa y majestad en Brunkeberg Hill, que estaba cuajado de estandartes. Habían renunciado a su inmemorial derecho a elegir su gobernante, y proclamaron que su país sería dominio del rey Cristián y de sus herederos, a perpetuidad. Realmente era aquél un acontecimiento digno de las más solemnes ceremonias. Como la experiencia me había enseñado a ser prudente, me aproveché del crédito que me proporcionó mi comisión en Abo y me proveí de fino vestuario. Llevaba un penacho de plumas en mi sombrero, una espada al cinto, puños de encaje y zapatos rojos con hebillas de plata. Puesto que todo hombre de posición debía tener al menos un criado a su servicio, busqué a Andrés y lo atavié de manera conveniente. Fui, pues, recibido en todas partes como correspondía a mi posición de secretario del condestable de Abo y representante suyo en la coronación. Al día siguiente, cuando Su Majestad fue solemnemente ungido y coronado en la iglesia de San Nicolás, en Estocolmo, me abrí paso a codazos entre mis iguales y pude presenciar la ceremonia que el reinstaurado arzobispo Trolle ejecutó tan perfectamente como si en su vida no hubiera hecho otra cosa que ungir reyes con óleos santos e investirlos con la insignia del poder. En el curso de las largas ceremonias rituales, tuve tiempo para contemplar a mi sabor al rey Cristián y convencerme de que servía a un noble señor. Era de rostro alargado, cejas rectas y negras, y su mirada, sombreada por unos párpados fatigados, era a la vez brillante y melancólica. Al contemplarlo, sentado en el trono para ser ungido, observé su robusto cuerpo, desnudo hasta la cintura, los abultados músculos de sus brazos y el abundante vello oscuro de su pecho. Más tarde, cuando se le hubo colocado la corona de Suecia sobre su cabeza, se complació en conferir la dignidad de caballero a un gran número de nobles daneses y alemanes. Los señores suecos le miraban con resentimiento, ofendidos porque el rey no hubiese considerado a ninguno de ellos digno de asistir a la iglesia con todas sus galas, y menos aún de ser admitidos en la Orden de la Caballería. Finalmente, el enviado del emperador colgó del cuello de Su Majestad la Orden del Toisón de Oro. Fui, pues, testigo de un gran acontecimiento histórico: el nacimiento de un Norte Unido bajo el cetro de un solo rey. Durante el cuarto día permanecí en mi alojamiento, envuelta la cabeza en lienzos húmedos. El golpear de los cascos de los caballos sobre las piedras del pavimento cuando los invitados a la coronación se encaminaban a sus hogares, resonaba penosamente en mi cabeza. Me sentía atormentado, incapaz de comer, y no hacía más que chupar un arenque salado y beber agua de un jarro para aplacar mi terrible sed. Andrés entró en mi habitación con el jubón destrozado, sosteniendo la cabeza entre sus manos y jurando por todos los santos que nunca volvería a probar bebidas fuertes. —De todos modos, prefiero estar dentro de mis zapatos que en los de los nobles —continuó—. Circulan por ahí rumores extraños. Parece que el rey va a celebrar una recepción en honor de Lady Cristina y de muchos caballeros distinguidos; recepción un tanto extraña, porque hay guardias armados en las puertas; y porque se dice que el arzobispo en persona predicará, excitando a la enmienda a los que lo han lastimado. Repliqué que todas las viejas ofensas estaban olvidadas y perdonadas, y rogué a Andrés que callase y me dejara dormir. Pero aquella noche, al parecer, había dicho la verdad. Lady Cristina, juntamente con muchos distinguidos eclesiásticos y nobles, fue arrestada. Fue derruido un muro en el palacio de Lady Cristina y se encontró un documento en el que el Consejo Privado y el representante de los Estamentos condenaban conjuntamente al arzobispo, decretaban la anulación de su nombramiento y se comprometían a arrostrar, todos juntos, el entredicho papal que les esperaba como castigo a su conducta. Lady Cristina, basando su defensa en aquel documento, declaró que a nadie podía hacerse responsable de la deposición del arzobispo, por la cual debía ser merecedora de censura la nación entera y no sólo su difunto esposo. Pero yo no pude comprender cómo alguien podría ser acusado por actos para los que Su Majestad había prometido olvido y perdón. A la mañana siguiente me lo mostró claramente el señor Didrik, que acudió a verme antes del amanecer. —Vestíos en seguida, Miguel —dijo apresuradamente—. El rey se ha visto obligado, contra su voluntad, a establecer un Tribunal Eclesiástico de Inquisición para juzgar la supuesta herejía, y ese Tribunal necesita un escribiente. Los nobles encuentran difícil dar con un hombre suficientemente educado que no tenga asuntos apremiantes en otra parte. Ahora bien, vos sois ilustrado, sabéis latín, tenéis un carácter intachable, imparcial, y sois finlandés. Asid la ocasión por los pelos. ¡Corred a palacio! Me sacó del lecho cuando aún estaba yo aturdido por el sueño, y antes de que yo llegase a darme cuenta cabal del asunto, ya estaba en presencia del viejo y bizco maese Slagheck, en el palacio, recibiendo instrucciones acerca de mis deberes. Me encontré así, de la manera más inesperada, en la distinguida compañía de los Señores Espirituales, pues entre ellos estaban presentes tres obispos, ocho canónigos, un prior de los dominicos y el arzobispo mismo; todos ellos, tristemente reunidos a puerta cerrada. Su Alteza me preguntó cuáles eran mis calificaciones espirituales, y se quedó asombrado al saber que yo no había recibido ni aun las órdenes menores. Consideró que, verdaderamente, aquella situación debía ser inmediatamente rectificada y, con una apresurada imposición de manos, me ordenó en aquel mismo instante. Yo pensaba que no era suficiente tan sencillo acto, pero cuando me aventuré a insinuarlo al arzobispo, que estaba revestido de pontifical, me replicó secamente que de aquellas cuestiones sabía él más que yo. Creí prudente contener la lengua. Aquella reunión parecía desagradar a los prelados, que hubieran preferido dormir los efectos de las recientes festividades sin ser molestados. La mayoría de ellos parecía encontrar dificultad en recogerse interiormente para discutir tan solemne materia. El arzobispo asumió en seguida la dirección, desplegando el acta acusatoria, que había sido redactada el día anterior contra los nobles suecos, y también el acta secreta cuyo escondite fue revelado por Lady Cristina, con femenina imprevisión, con objeto de defender el honor de Sten Sture, su difunto esposo. Aquel documento, observó el arzobispo en tono dolido, agravaba todavía más la degradación de que él había sido víctima, puesto que sacaba a luz el hecho de que un número sorprendente de caballeros de elevada posición, incluyendo al burgomaestre y al Consejo de Estocolmo, estaban complicados en aquella odiosa y herética conspiración contra la Santa Iglesia. No se trataba meramente de hacer pagar los daños contra el arzobispo. Cuando el rey Cristián prestó juramento, prometió defender los derechos de la Iglesia, y tenía, por tanto, el deber de descubrir la extensión que había alcanzado en sus dominios la herejía. Aquel Tribunal se había establecido para investigar el caso e informar sobre lo que descubrieran. El primer punto que su Ilustrísima sometió a discusión fue el de si alguno de los sospechosos podía ser considerado inocente de la acusación. Unánimemente la asamblea declaró que el obispo Juan Brask, de Linköping no debía ser considerado culpable, puesto que había firmado bajo coacción. Siguió una discusión general acerca del texto del acta; pero no se produjo división de opiniones en cuanto a los descubrimientos mismos. Los conspiradores, al colocarse en oposición a la Iglesia y a la autoridad del Papa, habían incurrido en herejía. El obispo Jens, hombre bueno y de corazón sencillo, manifestó esto claramente y añadió: —Es la nuestra una tarea penosa, pero debemos tranquilizarnos recordando que no tenemos que dictar sentencia, y por lo mismo no tenemos por qué sentirnos responsables por las medidas que el rey se crea obligado a adoptar. La herejía debe ser perseguida severamente, es cierto; pero el gran número de los acusados, su elevada posición, y el juramento de Su Majestad, de perdonar las antiguas ofensas, son garantía suficiente de su clemencia. —No tenemos por qué hablar de castigos —respondió el buen arzobispo brevemente—. Debemos concretarnos a ejecutar la tarea que se nos ha impuesto. No hay aquí lugar para la clemencia de que se ha hablado, puesto que el rey no tiene voluntad para perdonar las ofensas contra la Iglesia. Hemos perdido ya mucho tiempo hablando sin necesidad. Dictemos nuestra resolución y firmémosla, dejando a Su Majestad el decidir lo que haya de hacerse luego. Nosotros no somos sus consejeros. Finalmente, la resolución fue llevada al papel, y yo la hinché hábilmente, con bella escritura. Los sospechosos fueron acusados individualmente y por sus nombres, y el Tribunal encontró que todos, excepto el obispo Juan Brask, eran conocidos herejes; por lo mismo, el Tribunal los entregaba al brazo secular. Confieso que aquellas terribles palabras helaron la sangre en mis venas, pues la tradición canónica daba por igual a la inquisición y a la decisión un formidable alcance, y ya me parecía oler el humo de las hogueras. Los miembros del Tribunal firmaron su declaración en tétrico silencio, encabezados por el arzobispo. Encendí las bujías de mesa para que los dignatarios derritiesen la cera y pusiesen sus sellos. Después, el arzobispo, sonriente, invitó a la asamblea a que gozase del refrigerio que tan merecido tenían, y aun se dignó darme unas palmaditas en el hombro e invitarme a que me uniese a ellos, ya que debía sentirme muy hambriento después de mi agobiante e importante trabajo. Su afabilidad me animó para preguntarle una vez más si realmente me había ordenado presbítero, y me replicó que ya podía llevar la tonsura con tranquilidad y solicitar mi acta al capítulo catedralicio. Cuando me aventuré a mencionarle que yo no había alcanzado la edad canónica y que ni siquiera había nacido de matrimonio legítimo, sonrió agriamente y dijo que tales cuestiones eran de escasa importancia al lado del gran servicio que yo había prestado a la Santa Iglesia en aquel día. Con hambre y frío, nos sentamos a una gran mesa instalada en un comedor confortable, caldeado con crepitante fuego. Nos ofrecieron una sopa caliente, morcillas de sangre y toda suerte de exquisiteces que habían quedado del festín de tres días; mas a pesar de la fuerte cerveza, la conversación languidecía y comimos en un silencio sombrío y opresivo. En el exterior caían algunos copos de nieve de aquel cielo gris de noviembre, y aunque mis esperanzas más queridas habían encontrado súbitamente satisfacción, me hallaba muy lejos de sentirme feliz. Había sucedido todo tan repentinamente, que todavía no me daba cuenta cabal de la importancia de los hechos, e imagino que los obispos —hasta que el calor y la cerveza deshelaron sus inteligencias— tampoco habían advertido completamente las trascendentales consecuencias de su acto. Porque, de acuerdo con las viejas leyes eclesiásticas, la muerte era el único castigo para la herejía contumaz; y le hubiera sido muy difícil al rey, a pesar de su buena voluntad y no obstante todas sus promesas, el eludir aquella ley. Durante la comida llegaron a nuestros oídos las notas de trompas y cuernos lejanos, pero no pusimos atención a ello. Nos levantamos, al fin. El obispo Jens acababa de decir una breve oración de gracias por las cosas buenas de que habíamos gozado, cuando irrumpió en el salón un sirviente todo agitado, gritando que los obispos Matías y Vicente eran sacados del palacio para ser ejecutados en la plaza Mayor. Nos quedamos estupefactos, pero el arzobispo nos tranquilizó diciendo: —Este muchacho delira. —Líbrenos Dios de pensar —añadió el buen obispo Jens— que Su Majestad sea capaz de levantar un dedo contra hombres como ésos. Y cuando se recobró un poco del susto, añadió riendo: —Todos sabemos que nadie ha hecho tanto en Suecia por el rey desde la capitulación como el obispo Matías de Stranguas. Su Majestad difícilmente hubiera triunfado sin su ayuda. Pero los Señores Espirituales se habían puesto sumamente intranquilos; se paseaban de arriba abajo e intentaban escrutar a través de las ventanas. El buen obispo Jens me rogó que fuese a ver lo que sucedía, y yo me deslicé apresuradamente hacia el patio, donde una multitud de mercenarios alemanes me ordenó a gritos que me entrase de nuevo. El rey acababa de dictar una orden para que todo el mundo, tanto en el palacio como en la ciudad, se mantuviera encerrado. Pero en aquel momento se abrió una puerta y los obispos Matías y Vicente entraron en el patio, entre guardias. Ambos estaban pálidos por la angustia y la falta de sueño, pero cuando el preboste avanzó hacia ellos para escoltarlos, Vicente intentó sonreír y le preguntó bromeando qué era todo aquello. El soldado saludó con una profunda inclinación y dijo respetuosamente: —¡Nada bueno, mi señor! Ruego a su señoría que me perdone, pero se ha recibido la orden de que su señoría debe perder la cabeza. Me imagino que no le creyó, sino que tomó sus palabras como un chiste sangriento, como lo hice yo, que conocía el extraño humor de los alemanes. Sea lo que fuere, condujeron a los obispos fuera del palacio, y los soldados me ordenaron de nuevo que entrase. Regresé al comedor y relaté lo que había visto y oído, añadiendo que quizá no fuese sino una grosera broma. Sin embargo, algunos de los prelados se pusieron pálidos. El obispo Jens se oprimía el pecho con la mano y se lamentaba de no poder respirar bien, mientras que uno o dos de los otros se mostraron víctimas de un repentino malestar interno. El prior de los dominicos, que conocía bien el interior del palacio, los guió a una estancia privada. A su regreso, cuando estuvieron todos reunidos de nuevo en el salón, entró uno de los servidores del obispo Matías llorando amargamente, con la chaqueta destrozada, manando sangre de la nariz, y nos dijo que en la Gran Plaza se había levantado un cadalso y, alrededor de él, un cierto número de horcas. Los obispos, dijo, estaban en aquel instante arrodillados ante el tajo y muchos otros prisioneros estaban también encaminándose hacia la muerte. Al oír esto, algunos de los caballeros lanzaron un grito de horror, ocultando sus rostros entre las manos. —Apresurémonos a acudir al rey —dijo el obispo Jens— y roguémosle que no se haga reo de tal atrocidad. Todos menos el arzobispo salieron del salón, y yo los seguí, mudo de horror. Pero maese Slagheck avanzó a nuestro encuentro con los brazos tendidos y nos prohibió, con muchos juramentos en alemán, que distrajésemos a Su Majestad, quien se encontraba ya sumamente disgustado por las dolorosas medidas que el Tribunal eclesiástico le había forzado a tomar. No quedaba nada que intentar a los prelados, sino regresar al comedor, donde rezaron en voz alta impetrando la misericordia de Dios. No se atrevían a mirarse a la cara mutuamente, y yo no estaba en mejor situación que ellos; me sentía alternativamente frío como el hielo y ardiendo de fiebre. Ahora veía por qué había sido tan difícil encontrar un escribiente que redactase los acuerdos del Tribunal. Sin embargo, yo no acababa de creer en lo peor y me imaginaba que el rey sólo pretendía asustar a los nobles; que degollaría a algunos poniendo en libertad a los otros. Quería ver las cosas por mí mismo, y con tal fin busqué a maese Slagheck. Me dio un golpecito en el hombro y, con risa sonora, me invitó a que me tranquilizase; sólo los malos recibirían su merecido castigo. Accediendo a mi ruego, ordenó a un alabardero que me atendiese para que pudiera salir, sin que nadie me molestase, a la Gran Plaza, para presenciar el cumplimiento de las sentencias. Espantado a más no poder, seguí al soldado a través de callejuelas desiertas hasta la plaza, en donde una gran muchedumbre permanecía horrorizada. En torno al cadalso, entre un bosque de lanzas, estaban los nobles de Suecia. El número de los condenados aumentaba constantemente, pues muchos que habían dejado ya la ciudad regresaban tan sólo para ser derribados de sus cabalgaduras, en las puertas mismas de la ciudad y llevados a la plaza. Había también muchos ciudadanos que habían sido apresados mientras se dedicaban a sus honradas ocupaciones, algunos junto al barril del escabeche, otros, junto a sus balanzas. No pocos llevaban todavía sus mandiles de cuero y remangadas las mangas de la camisa. En el balcón de la Casa Consistorial estaban algunos de los consejeros de Su Majestad, quienes de tanto en tanto decían a la gente que no había por qué alarmarse, ya que los castigos se aplicaban únicamente a criminales, conspiradores y herejes. Pero muchos de entre los acusados replicaban gritando que aquello era una traición y una mentira. —¡Buenos y honorables hombres de Suecia! —gritaban—. Mirad bien los errores e injusticias que se cometen con nosotros, porque el mismo destino espera a todos aquellos que confiaron en las palabras de los déspotas permitiendo así ser traicionados vergonzosamente. ¡Derribad al tirano! ¡Nosotros pediremos desde el cielo que tengáis la fuerza necesaria y, desde las calles de Estocolmo, nuestra sangre clamará venganza! El preboste se impacientó ante el continuo tumulto, ordenando que redoblasen los tambores para acallarlo, privando así a los prisioneros de su derecho a hablarle al pueblo desde el cadalso. Se les negaron, incluso, los santos sacramentos y hubieron de orar solos encomendando sus almas a la misericordia del Todopoderoso. Ciertamente que no parecían herejes, pues muchos se arrodillaban devotamente para rezar; los fuertes confortaban a los débiles y los viejos enardecían el corazón de los jóvenes. Pero a través del ruido de voces y redobles de tambor, sonaba el golpe de hacha sobre el cadalso y la plataforma se hacía cada vez más resbaladiza por la sangre que corría ya hasta la plaza. Se llenaron unos toneles con las cabezas de las víctimas, y los cuerpos se apilaban en dos montones a los lados de la plataforma. Y los plebeyos, cuyo rango no los hacía dignos del hacha, eran colgados en las horcas circundantes. Al pretender contar el número de los que morían, descubrí con asombro que el verdugo había degollado a muchos más de los que el Tribunal eclesiástico había nombrado. El vaho de la sangre caliente flotaba en la fría atmósfera de noviembre, y muy pronto llegó a tal grado la confusión, que muchos que habían llegado casualmente a la plaza fueron muertos sin más averiguaciones, bien por error o intencionadamente. Aquella horrenda orgía paralizó de tal suerte al pueblo, que nadie intentó resistencia. Las víctimas se dejaban conducir al cadalso como corderos camino del matadero; y me imagino que todos los que estaban presentes en la Gran Plaza se sentían tan reos como las víctimas, pues los condenados no habían hecho nada peor que los demás. Aquellos que eran arrastrados desde los grupos al cadalso, no daban muestras de sorpresa; simplemente se apresuraban a buscar en sus bolsas algún dinero que ofrecer al verdugo, para que hiciese su tarea rápida y diestramente. Aquella orgía de sangre me puso tan aturdido y como embrujado, que apenas fui capaz de balbucear mi nombre cuando dos de los soldados del preboste se preguntaron al verme: —¿Quién es este mozalbete con los dedos manchados de tinta y con cara de estudiante? Debe de ser de los suecos. Tiene encajes en los puños y su sitio está detrás de las lanzas. Cruzaron las apretadas filas de los mercenarios para cogerme, y seguramente me hubiesen agregado al rebaño de los condenados a la horca o al cadalso, de no haber estado cerca del doctor Paracelso. Observando mi desesperado apuro, avanzó hacia delante y golpeó la mano de aquellos hombres con la hoja de su espada. Me defendió y dio su nombre, y ni un ángel del cielo hubiera sido mejor recibido, pues los alemanes le temían como famoso brujo, y en seguida me dejaron libre. El soldado que me acompañó desde el palacio, hacía tiempo que se había marchado serpenteando entre los otros impíos mercenarios que robaban bolsas, anillos y hebillas de los cuerpos degollados y chorreando sangre. Me apoyé en el brazo del doctor y devolví todas las exquisiteces que había comido; pero no me arrepentí por ello, porque me hubieran envenenado de haber permanecido en mi estómago. He contado todo esto detalladamente, tan sólo para dar idea del caos y la confusión que reinaban y no para envanecerme de mi maravilloso rescate. Estaba ya oscureciendo; y con el creciente frío del anochecer, el vaho en torno al tajo del verdugo se hacía más denso. Algunos copos de nieve me rozaron las mejillas. Me horroricé al ver que el gran balcón de la Casa Consistorial y las puertas de muchas otras casas estaban todavía decorados con ramas de enebro para festejar la coronación. Lo mismo que el rey Cristián había organizado tres días de fiestas, en las que derrochó con mano generosa en obsequio de sus huéspedes, les ofrecía ahora un plan que los libraba de ulteriores dolores de cabeza, así como de toda otra suerte de sufrimientos terrenales. Habiéndome recobrado un poco, iba a dejar la plaza; pero el maestro Paracelso me detuvo, diciéndome que deseaba hablar con el verdugo cuando concluyese aquel festín sangriento. —No soy profeta —dijo—; sólo médico; pero lo mismo que estos ojos míos, agudizados por la luz de la Naturaleza, pueden discernir la infinita riqueza de los minerales que se ocultan en las entrañas de la tierra —porque yo he estado entre los mineros estudiando sus enfermedades—, así también veo que el rey Cristián, con cada golpe del hacha del verdugo, está reduciendo a fragmentos su brillante corona. Observé, durante mis viajes, que hay hombres ocultos en los bosques —hombres que no confiaron en las promesas de perdón del rey—, y si hubiese entre ellos uno solo capaz de dirigir, le harían su rey. No tiene rival a quien temer; el rey Cristián, en su locura, ha dejado limpio de ellos su camino. Respondí que no se podía pensar en otro monarca, cuando ya el rey Cristián estaba coronado y ungido, y los Estamentos, con juramento y sello, habían declarado que Suecia sería para siempre de su dominio y del de sus herederos. Y añadí: —El pueblo puede torcer el gesto, pero ellos mismos han guisado su platillo y tienen que tragárselo. El maestro Paracelso me observaba a través de la creciente oscuridad del anochecer, con sus terribles ojos de vidente, y dijo: —¡Me gustaría saber qué clase de guiso has estado cocinando, Miguel Polaina de piel Recuerda que el que entrega un dedo al diablo pierde todo el cuerpo. Su observación me obligó a callar, e hice la señal de la cruz varias veces. Al fin dejaron de oírse los tambores, la muchedumbre comenzó a dispersarse y el verdugo descendió los escalones del cadalso, jadeando por sus esfuerzos. Estaba empapado en sangre de la cabeza a los pies, y tuvo que quitarse los zapatos para vaciarlos. Hasta los mercenarios se apartaban de él con repugnancia. Pero el doctor Paracelso me llevó a su lado, diciéndole: —Vendedme vuestro sable, maese Jorge, para que tenga yo un precioso recuerdo de Suecia; prometo honrarlo como se merece, pues en toda la cristiandad no hay ciertamente un arma impregnada de poder como la vuestra. Maese Jorge contempló su instrumento, que era un sable de mandoble con una cruz en el puño y una bola en su extremo. —Si he de seros franco —dijo—, soy un hombre temeroso de Dios, y ahora que pienso en ello, tengo miedo de mi propia espada, que me parece la animan todos los espíritus y fuerzas que ha liberado en este día. Además está mellada, y creo que si la llevase a la piedra de amolar me cortaría los dedos. Tomadla, maestro Paracelso, y usadla en recuerdo mío. No quiero dinero; solamente otra espada como ella, bien afilada. Pero de esto ya hablaremos más adelante; mis vestidos comienzan a helarse, y esto sería mortal para mí si no corro a bañarme y a ponerme otras prendas secas. Fue así como el doctor Paracelso adquirió la espada del verdugo, favorecida por tantas virtudes, y que conservó hasta el fin de su vida. No le preocupó que los hombres se burlasen de ella por su gran longitud, lo que constantemente le produjo más de un tropiezo; pues él afirmaba que la hoja tenía virtudes mágicas. Como muchos se sintieron intrigados acerca del secreto de aquella arma, por eso he contado cómo llegó a poseerla. Pero yo experimentaba un gran malestar, y cuando al fin llegué a mi lecho, estuve vomitando continuamente, y temblando de horror. Pocos ojos se cerraron aquella noche en la ciudad de Estocolmo. De todas partes se oía el rumor de sollozos, y los mercenarios irrumpían en las casas de los ajusticiados, obligando a las mujeres a que les entregasen las llaves y saqueando cofres y armarios, de manera que viudas y huérfanos quedaron arruinados. Pero no creo que aquello sucediese por orden del rey, como lo afirmaban muchos que para entonces se inclinaban a echarle la culpa de cuanto sucedió. Durante todo el día siguiente, los cuerpos degollados permanecieron en la Gran Plaza, con horror del pueblo; pero el rey ordenó que se llevase leña al arrabal, para hacer una pira. El sábado, los cadáveres fueron llevados en carretas para quemarlos. Se exhumó el cadáver de Sten Sture para que se consumiese con los de los otros herejes. El propósito del rey era mostrar que se había aplicado aquel castigo por la herejía contra la Iglesia y no cómo acto de venganza. Sus partidarios hicieron lo posible por difundir aquella idea entre el pueblo, y no pasó mucho tiempo sin que muchos burgueses comenzasen a comentar entre ellos que en realidad nada tenían que agradecer a aquellos altivos nobles que no habían hecho otra cosa que oprimirlos y abusar de sus derechos. Fue también un gran consuelo el pensar que habían quedado vacantes muchos cargos públicos en aquella hermosa ciudad. 4 También yo comencé a sentirme animado de nuevo, pero me repugnaba la idea de ir a ofrecer mis respetos al capítulo cardenalicio. No quería volverlos a ver. Sin embargo, no me atrevía a llevar las vestiduras sacerdotales o la tonsura. En la tarde del domingo fui llamado y conducido a un salón del palacio, donde el maestro Slagheck estaba probándose la mitra del obispo Vicente. Se había reservado para sí las vestiduras del buen obispo para ahorrarse el gasto de comprar otras. Cuando entré, maese Slagheck interrumpió su impía ocupación y puso a un lado la mitra, diciéndome: —¡Y bien, Miguel! ¿Eres un verdadero partidario del rey o un perezoso que para nada sirve? Respóndeme para que sepa cómo debo tratarte. Contesté que habiendo elegido el viajar en el trineo del rey no tenía más remedio que trepar a él, por peligroso que fuera el paso. Aquello le agradó mucho y comentó: —Su Majestad desea confiarte una importante tarca. No necesitas preocuparte por el camino que has elegido; puedes estar seguro del favor real mientras cumplas fielmente con tu deber. Me condujo, por una escalera empotrada en el espesor del muro, hasta una estancia secreta en la que encontramos al rey con el ceño fruncido, sufriendo al parecer cruelmente por los efectos del festín. Su Majestad me habló así: —Eres finlandés, ¿no es cierto? Fuiste el escribano del Tribunal eclesiástico que me colocó ante el penoso deber de cortar las cabezas de las más nobles familias de Suecia. Pocos reyes se han visto forzados a tan cruel resolución. Sin embargo, creo que todos los hombres que piensen con rectitud comprenderán mis dificultades y me prestarán su apoyo. Respondí que, por mi parte, lo había comprendido perfectamente y le ofrecí los servicios de un súbdito fiel. Pero añadí: —Puesto que por merced del arzobispo se me ha hecho clérigo, me siento obligado, como hijo de la Iglesia, a señalar que nuestros obispos Matías y Vicente eran unos santos varones a quienes incluso el mismo Tribunal eclesiástico juzgó inocentes. Por tanto, fue un gran pecado y un ultraje a la Santa Iglesia el ejecutarlos y el haber quemado sus cuerpos, sin permitirles siquiera recibir los sacramentos o defenderse en juicio. El rey me lanzó una mirada hostil con sus grandes ojos y exclamó: —No pido respuestas a preguntas que no he hecho, y obrarás sabiamente si lo recuerdas. Esos caballeros a quienes llamas santos tomaron parte en un complot contra mi vida, y tal puedes decir en Finlandia a quienes te lo pregunten. Pero cuéntalo con la debida precaución, como un secreto, pues una amenaza tal a mi vida podría despertar inquietud entre mis leales ciudadanos. Quedé muy sorprendido por aquellas noticias y comprendí que ambos obispos habían merecido realmente su destino por haber olvidado tan completamente lo que debían a su sagrada vocación. De ello no tenía más pruebas que las propias palabras de Su Majestad y los gestos de maese Slagheck; pero yo me resistía a creer que el rey pudiese sufrir mi mirada tan fríamente llevando una deliberada mentira en sus labios. Observando atentamente mi expresión, dijo: —La corona de un rey no es peso ligero, y acarrea muchos cuidados. A Dios —y sólo a Dios— debo rendir cuentas de todo lo que hago. Como escribano del Tribunal, sabrás que Hemming Gadh puso su nombre y su sello en aquel papel herético. Eso me ha hecho estremecer hondamente. Quería pensar bien de él, dado el ardiente celo que tiene por mi causa; pero evidentemente es un archihereje. Tengo mis razones para creer que su celo no fue sino la consecuencia de su herético amor a la intriga, y para ganarle la delantera me veo obligado a dotarle de un celestial beneficio antes de que llegue a sus oídos la noticia de los desagradables sucesos ocurridos en Estocolmo. Lleva este despacho sellado a Finlandia, busca inmediatamente a ese hombre y haz que lo degüellen sin demora. Mi autoridad te da derecho a toda la ayuda que necesites en el cumplimiento de tus deberes, y maese Slagheck te entregará diez marcos de plata para tus gastos. —¡Su Majestad no hablará en serio! —grité horrorizado—. El doctor Gadh es un servidor de la Iglesia y un caluroso partidario de la Unión. Vuestra Majestad nunca hubiera tomado los castillos de Finlandia a no ser por su palabra persuasiva y la confianza que a todos merece. Tan excelentes servicios nunca pueden merecer premio tan odioso. El rey contestó impacientemente: —Como servidor de la Iglesia tu deber es desarraigar la herejía dondequiera que la encuentres. Y no necesitas recordarme sus servicios; Dios sabe que los considero lo bastante grandes para permitir que con su amplia influencia conserve la vida después de todo lo que ha pasado. Con la misma facilidad y rapidez con que convenció a los señores finlandeses para que se rindiesen, podría hacerlos levantarse contra mí. Con gran pesar de mi corazón debo cumplir mi deber y condenarlo a muerte, siendo mi único consuelo que el doctor Gadh es ya hombre viejo y que ha participado más de lo que le correspondía en los goces de este mundo. Añadir más objeciones pudiera haber hecho peligrar mi propia cabeza sin ninguna utilidad, puesto que el rey podría fácilmente valerse de otra persona para enviar el mensaje. Por tanto, acepté el sellado decreto de muerte y la autorización del rey para demandar y recibir ayuda cuando así lo requiriese, y habiéndoseme permitido besar la mano de Su Majestad, fui autorizado a retirarme. Maese Slagheck me acompañó al tesorero y ordenó se me entregasen los diez marcos de plata pura: una hermosa y bien provista bolsa, una cantidad como yo no había tenido nunca en mis manos y que me sirvió para solazar mi oprimido espíritu y tranquilizar mi conciencia. Cuando me encontré al aire libre me sentía tan infeliz como si hubiese salido de una mazmorra o una tumba y me pasé intranquilo la mano por el cuello, que era muy frágil y delicado. Al regresar a mi alojamiento me apresuré a empaquetar mi equipaje, y Andrés, que también me acompañaba, hizo lo mismo. Fui luego a despedirme del doctor Paracelso, que se disponía a visitar Polonia, y poco después Andrés y yo estábamos a bordo de un barco rumbo a Abo. Tuvimos una travesía terrible, con el tiempo más malo que he conocido, y tardamos una semana en desembarcar en Abo, más muertos que vivos. Las noticias del «Baño de Sangre de Estocolmo» habían llegado antes que nosotros, bajo la forma de rumores, y se extendieron por todo el país como un incendio, a pesar de los esfuerzos del condestable Thomas para negar la historia, haciéndola pasar como mentiras y calumnias. Por tal motivo continué mi viaje sin demora, aunque estaba todavía demasiado enfermo para cabalgar, dejando a Andrés en Abo. Asistido por dos soldados que puso a mi servicio el condestable, llegué dos días más tarde a Raseborg, donde en aquel tiempo estaba el doctor Hemming como huésped de Nils Eskilsson Baner, el condestable del castillo. Sentí un gran peso en el corazón a la vista de los opacos muros del castillo y me sentí deshecho en mi interior. No bajaron el puente levadizo a pesar de mis gritos, y la puerta continuó cerrada hasta que apareció el propio condestable sobre la muralla para ver quién llegaba. Me saludó y me explicó que los terribles rumores acerca de Estocolmo hacían necesario mantener cerradas las puertas contra posibles disturbios. Ordenó entonces que se me admitiese inmediatamente. Bajó el puente levadizo entre chirridos y la gran puerta giró sobre sus goznes. Al pasar bajo el arco recé un avemaría, un paternóster y un credo para mantener mis ánimos. Tan pronto como llegué al patio de armas ordené a los hombres que cerrasen la puerta en seguida y llamé al capitán de los mercenarios alemanes, a quien mostré la orden con el sello del rey, pidiéndole que me proporcionase la necesaria ayuda en obediencia al regio mandato. Asintió con un gesto y ordenó en seguida que los tambores diesen la señal de alarma. Ante aquello, el condestable Nils bajó corriendo, con la cabeza descubierta, al patio del castillo, preguntando qué diablos era lo que ocurría y si él no era ya allí el amo. Pero se tranquilizó al ver la orden con el sello del rey, que mantuvo entre sus manos durante un rato con aire indeciso. Al fin me franqueó el paso hacia el interior, aunque yo no era ni mucho menos un huésped bien recibido. En el vestíbulo ardía un gran fuego, y allí estaba el doctor Hemming. Se acercó a mí tambaleante, temblándole su vieja cabeza, y cuando vio quién era el recién llegado tendió sus manos con un gesto de bendición, lo cual suavizó la actitud del condestable Nils con respecto a mí. Apenas había tenido tiempo de probar la cerveza que me habían llevado, cuando ambos comenzaron a bombardearme con preguntas. ¿Qué había sucedido en Estocolmo? ¿Era cierto que tales y tales personas habían sido traidoramente degolladas? ¿Qué es lo que debían creer de todos aquellos odiosos rumores? Reflexioné un momento, sin saber cómo actuar, y, no encontrando salida, me levanté y contesté: —Todo eso, y más, es cierto, pero no tenemos ahora tiempo para discutirlo. Mi querido doctor Hemming, será mejor para vos que apartéis vuestros pensamientos de las cuestiones terrenas y encomendéis vuestra alma a Dios. Su Majestad el rey Cristián os ofrece un buen beneficio... pero en el cielo. Esta misma noche gozaréis de las glorias del paraíso. Se me ha encomendado la tarea de ayudaros en vuestro camino, aunque lo hago con el corazón apesadumbrado, porque habéis sido muy, bondadoso conmigo y me habéis tratado mejor que muchos padres a su propio hijo. Aunque había hablado tan amable y cortésmente como pude, su reverencia Electus Hemming se mostró muy agitado y exclamó: —¡Esto es afrentoso, imposible! Me niego a creer en tan negra traición, pues tengo un salvoconducto de Su Majestad y a él me acojo. Le entregué la orden escrita de Su Majestad, requiriendo al condestable para que la leyese también, y dije: —El asunto está tal como he dicho; la ejecución del doctor Hemming debe tener lugar inmediatamente, y el condestable está obligado a asistirme. No obstante, con gusto permitiré al doctor Hemming que reciba los sacramentos antes de este penoso acontecimiento, que contrista a todos los que somos sus amigos. Haré también que se le entierre decentemente, puesto que no he recibido orden explícita de quemar su cuerpo. Ruego a ambos actuar rápidamente para que mi amargo deber no se haga aún más difícil. El condestable replicó, con un juramento, que antes preferiría verse colgado de una horca que obedecer tan vergonzosa orden. Desenvainó su espada y me hubiera atravesado con ella si el doctor Hemming no le hubiera contenido, y quedé asombrado de su locura y de su desarreglada conducta. Comenzó a reñir a sus servidores, pidiéndoles que se armasen para defender el castillo; pero ninguno le obedeció, porque el buen capitán de los mercenarios, Gissel, había apostado ya a sus hombres. Sus cinco arcabuceros quedaron estacionados en el patio y sobre las escaleras, con las armas preparadas, las mechas encendidas y dispuestos a disparar sobre cualquiera que intentase resistir. Cuando el capitán Gissel oyó los gritos de cólera del condestable, entró en el vestíbulo ordenándole que entregase su espada y obedeciese las órdenes de Su Majestad. Pero ni aun entonces comprendió Nils Eskilsson y declaró que antes que obedecer a un gobernante tan desleal, incitaría a la rebelión a todos los verdaderos hombres y vendería su vida tan cara como pudiera. —¡Es un placer pensar —añadió— en el precio que ese sangriento tirano habrá de pagar por su traición! El buen capitán se vio obligado a ordenar a dos de sus hombres que lo acorralasen, y sólo entonces soltó las hebillas de su cinturón y dejó caer su espada al suelo. El doctor Hemming se había puesto pálido, y con voz tranquila le dijo: —Es inútil luchar cuando le llega a uno el fango hasta el cuello. Debierais haber escuchado mi consejo, despedido a la guarnición y tomado el castillo en vuestras propias manos, hasta que los rumores se confirmasen o se desmintiesen. En ese caso pudiéramos haber decidido nuestro propio porvenir. Pero ahora estamos atados de pies y manos y somos tratados como un rebaño. Sed prudente; someteos, y rogad a estos buenos hombres que perdonen vuestras palabras coléricas y que olviden lo que habéis dicho. En cuanto a mí, mi encanecida cabeza siente ya en torno suyo el frío de la muerte. Volviéndose hacia mí y hacia el capitán Gissel, continuó respetuosamente: —Tomad mi vieja cabeza si lo deseáis; está cargada de las maldades y deslealtades que florecen en el mundo de hoy. Pero perdonad a este hombre, que es de noble cuna y todavía joven, pues sería un error castigarle porque ha pronunciado unas cuantas palabras imprudentes. El capitán ordenó a Nils que se recluyese en su cuarto y lo tuvo custodiado. Un fraile dominico del monasterio de Viborg, que casualmente se alojaba en el castillo, oyó en seguida en confesión al doctor Hemming, absolviólo y le administró los sacramentos. No había verdugo en Viborg, pero un mercenario alemán se ofreció voluntariamente para la ejecución por la acostumbrada tasa de tres monedas de plata. En la cima de una pequeña eminencia cerca del castillo se colocó un robusto madero de abedul en torno al cual se reunió un pequeño grupo: sirvientes de la casa, criados y gentes del mercado vecino. Muchos lloraban amargamente, porque el buen doctor se había ganado el respeto de todos y gozaba de excelente reputación en el país. Se llegó hasta el madero, solo y sin ayuda, y cuando hubo vaciado la copa que le presentó el verdugo, habló así a la multitud. —¡No lloréis por mí, buenas gentes! No recibo más que el castigo que merezco por haber confiado en las promesas de un rey antes que en mi propio corazón y en mi experiencia de los juramentos de los príncipes. No tengo nada que decir en mi defensa, salvo que creía haber traído conmigo la paz, y no una espada; una alianza amistosa y no inacabables derramamientos de sangre. Pero los hechos han demostrado lo contrario, y no puede haber reconciliación posible con un enemigo que insistentemente reniega de su palabra. Llorad más bien por nuestro pobre país, porque mientras este hombre permanezca en el trono, no estará segura la cabeza de nadie, sea alto o bajo, rico o pobre, y como prueba de ello veréis mi blanca cabeza rodar sobre el cieno, aunque soy un hombre de Dios y estoy bajo la protección de la Santa Iglesia. Se detuvo un momento, se irguió por completo, y vi en él entonces al jefe que había sido en los días de su mayor fuerza. Luego de una pequeña pausa, para tomar aliento, levantó su rostro hacia aquel frío cielo de diciembre y tronó con voz terrible: —¡Escúchame, Señor de los cielos! ¡Que mi sangre clame desde la Tierra ante Tu radiante trono! ¡Desde este lugar donde tengo mis pies yo anatematizo al rey Cristián, ese hombre sanguinario, por todos los males que ha causado! ¡Le maldigo con todos los poderes espirituales de que Tu Santa Iglesia me ha investido en la Tierra; y ante Tu Faz, Señor Todopoderoso, digo: ¡Que sufra ya desde esta vida el castigo de su iniquidad! Que pierda sus tierras y la corona que ha deshonrado; que perezca como un pobre, en la miseria, perseguido por todos y negado por Ti. Que todo eso caiga sobre él por todas sus culpas. ¡Escucha mi clamor, Santísimo Dios! Eran tales la dignidad y la energía de aquel anatema, que aun los mercenarios se santiguaron y todos los presentes levantaron los ojos, como si esperasen que los cielos se abriesen. También yo miré hacia lo alto, esperando algún presagio, pero sólo vi el gris cielo de invierno. Cuando terminó, el doctor Hemming entregó su bolsa al verdugo y humildemente se arrodilló junto al madero, recogiéndose los faldones de su vestidura bajo sus rodillas. Luego puso la cabeza sobre el tajo y cerró los ojos. El alemán alzó su mandoble con ambas manos y cercenó la cabeza tan limpiamente, que ésta rodó por el suelo. Cabeza y cuerpo fueron luego cubiertos por una mortaja y trasladados a la capilla, donde el buen dominico celebró la misa de difuntos. El capitán Gissel se consideraba ahora como comandante del castillo y me rogó que dijese unas palabras en su favor al comandante Thomas para que fuese confirmado en el cargo. Compartimos ambos una abundante y bien merecida comida y hablamos sentidamente del doctor Hemming y sus buenas cualidades, lamentando que hombre tan bueno y sabio hubiese tenido tan triste fin. Pero los golpes que daba en su puerta el ex condestable nos perturbaban, y cuando hubimos vaciado un jarro de su mejor vino, el capitán Gissel habló tristemente. —¿Qué haremos con este maniático? Si le dejamos en paz, nos armará algún barullo, y el condestable Thomas podrá disgustarse. Si lo mantenemos preso, será un peligro constante, pues yo no tengo más que un puñado de codiciosos mercenarios bajo mis órdenes, y sería fácil que los sobornase. ¿Qué vamos a hacer con él? —En verdad, no puedo decirlo —repliqué francamente—. No deseo entrometerme en las funciones de vuestro servicio, aunque confieso que mi venida os coloca en difícil situación. Suspiró. —Ilustrado caballero, tenéis la autoridad del rey. Debo prestaros toda la ayuda necesaria. Aunque no está claramente definido el límite de vuestros poderes delegados, puesto que evidentemente hay muchas cosas que deben ser resueltas según vuestro propio criterio. Sólo sé que debo obedeceros en todo, y si, por ejemplo, me ordenaseis cortarle la cabeza a maese Nils, yo no podría elegir otra cosa sino obedeceros; el asunto se resolvería sin dilación alguna, y confesaré —con mi mayor satisfacción— que eso sería una excelente solución para este embarazoso problema. —Honorable caballero —exclamé, turbado profundamente—, líbreme Dios de dar una orden tan inicua. No tengo poderes para hacerlo. —Sin embargo, habéis oído a este distinguido caballero jurar que os abriría el vientre la próxima vez que os viese porque, según dice, sois un traidor y el chacal del tirano. Se ha acarreado sobre sí un infortunio por no escuchar los consejos del doctor Hemming; que no os ocurra lo mismo por no prestarme oído, ya que podéis obrar por la autoridad del rey. Si más tarde se me preguntase algo, yo os defendería y diría que tomasteis tal decisión después de una consideración madura, y solamente en interés de Su Majestad, puesto que este cuello nos ahorraría la necesidad de cortar muchos cientos. Tuve que admitir que hablaba como un hombre sensato; sin embargo, era horrible tener que hacerse responsable de una muerte que sólo el rey tenía derecho a sancionar. No hablaré más de aquella sombría conversación, que acabó con la orden del capitán Gissel de que saliesen los tambores, aunque la hora era tardía, y enviar gente a la celda del prisionero para que lo aherrojasen. Sólo pudieron lograrlo tras una violenta lucha. Se encendió en el patio un par de antorchas, y el mismo soldado alemán hizo su trabajo tan limpiamente, que maese Nils apenas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que sucedía. Lamento tener que decir que la víctima murió sin arrepentirse de sus pecados y con el corazón endurecido, y que hasta el fin vomitó imprecaciones contra mí, contra el capitán Gissel y contra el rey. Me encontraba tan fatigado por el viaje y por el vino que había bebido, que me retiré a la habitación que me habían preparado y dormí como un leño hasta la mañana siguiente. Aunque encarado aún por mi cabalgada del día anterior, me preparé en seguida para regresar a Abo, pues no quería detenerme demasiado en aquella sombría fortaleza. Cabalgué a paso lento sobre el fango medio helado del camino, pero al fin salió el sol y mi corazón aligerábase a cada paso que me alejaba de aquellos sangrientos lugares. En los paradores tuve ocasión de hablar con muchos honrados granjeros que se quejaban del condestable Thomas, porque los obligaba con violencia a avituallar al ejército. Y aun cuando se preocupaban sólo un poco por la degollina de los nobles suecos, suspiraban profundamente por su ganado y su centeno, y murmuraban: —¡Está muy mal, está muy mal! Cuando llegué a Abo lo encontré tan desierto y atemorizado como lo estaba Estocolmo cuando salí de allí. La gente, con los ojos enrojecidos, se escabullía deslizándose pegada a los muros y alarmándose con el menor ruido. No sentí tentación de detenerme a pedir noticias y seguí cabalgando hacia el castillo. El condestable Thomas me recibió cordialmente, y al escuchar todo lo que había sucedido, alabó mi calma y mi presencia de ánimo y dijo muchas cosas amables del capitán Gissel. —También yo he dado una amplia interpretación a las órdenes del rey, evitando medidas negligentes —dijo—. Las malas semillas deben arrancarse antes de que crezcan demasiado y lleguen a ahogar toda la cosecha. Creo poder afirmar que toda esta región está ahora tranquila y que no ocasionará ninguna perturbación al rey ni a sus fieles servidores. Lanzó un resoplido y permaneció rígido como una roca mientras yo escribía un informe a Su Majestad que él mismo me dictaba, hablando de los grandes servicios que el condestable Thomas había prestado al rey. Cuando concluyó, le dije respetuosamente: —El buen arzobispo Gustavo me impuso las manos y me ordenó sacerdote, y no es, por tanto, conveniente que sirva como un simple secretario. Confío en que el obispo Arvid me conceda un beneficio para que yo pueda continuar mis estudios según la voluntad de Dios. El condestable Thomas lanzó una carcajada. —Podéis regresar a vuestro hogar si lo deseáis y convertiros en mis ojos y mis oídos en la ciudad; pero recordad que el ganado debe ir donde está el pasto, y pronto encontraréis dónde están vuestras conveniencias. Tuve intención de ir a hablar con el obispo, pero como durante el camino sentí que me desfallecía el corazón, me detuve en «Las Tres Coronas» para beber un vaso de cerveza. Cuando entré en el cómodo salón, todas las conversaciones murieron. Uno tras otro, los parroquianos dejaron sus monedas en la mesa, se levantaron y salieron, de modo que en pocos minutos la sala quedó vacía, con gran indignación de la posadera, quien, luego de saludarme, dijo: —No sé lo que le pasa hoy a la gente; algunos están encolerizados porque el condestable ha levantado horcas en el mercado. Eso no se había hecho nunca antes; al pueblo no le importaba ir hasta la colina de los cadalsos para contemplar a los ahorcados. Pero yo me siento tan feliz como una alondra porque ha regresado vuestro amigo Andrés y ahora se aloja aquí. Quizá llegue a ser maestro de armas en el castillo, y un elegante caballero, porque ha aprendido mucho en sus viajes al extranjero. Pero sería mejor para vos que entrarais por la puerta trasera y os sentarais en la cocina con Andrés para no espantarme a los parroquianos. La gente se ha vuelto muy rara durante estos últimos días. Aquellas imprudentes palabras me ofendieron, pero no podía esperarse cosa mejor de una tabernera; y así, le repliqué serenamente que bebería mi cerveza en la posada, antes que comprometer mi posición en lugares de mala fama. Me dirigí, pues, a la posada, pero el posadero no parecía alegrarse de verme. Comenzó en seguida a quejarse de los malos tiempos y de las escasas ganancias. El muchacho que me servía me dio una cerveza pasada y aun derramó la mitad sobre mis ropas, de modo que me resultó muy trabajoso el limpiarlas, para poderme presentar ante el obispo. El posadero limpió mis rodillas con su delantal, diciendo: —Ilustrado caballero, no os ofendáis por las palabras de un viejo; muchos han amenazado con daros una paliza y arrojaros al río, y me agradaría que no me visitaseis con demasiada frecuencia, porque ello podría dar lugar a disturbios. Nadie diría una palabra si yo sirviese al condestable Thomas, porque es un extranjero y está vendido en cuerpo y alma al rey. Pero vos, Miguel, nacisteis en nuestra buena ciudad, crecisteis entre nosotros y lleváis un nombre finlandés, aunque sabe Dios de dónde era vuestro padre. Y hay mucha gente que se pregunta por qué aduláis al rey, y os apresuráis oficiosamente a llevar sus mensajes, con gran perjuicio de vuestros propios paisanos. Durante unos momentos no supe qué responder. Hasta que estuve en la escalera no se me ocurrió lo que debía haber dicho, y murmuré unas atroces palabras cuando dejé su casa tras de mí. Ardiendo de resentimiento, dejé atrás la iglesia y el Hospital de San Orjan. Sacudí el aldabón de la puerta del obispo tan vigorosamente, que resonó en todo el patio. El criado que acudió presuroso a abrirla tenía el rostro blanco, y el obispo Arvid me recibió en seguida. Le temblaban las manos cuando penetré en su biblioteca. —¿Quién te crees que eres? —exclamó—. ¿Por qué semejante violencia? Vivimos en tiempos tan malos, que ni aun la vida de un obispo está segura. —Ilustrísimo señor —respondí—, todo hombre de honor, todo partidario de la Unión goza de completa seguridad bajo la protección de nuestro buen rey, y sólo los que tienen algo que ocultar ven fantasmas a la luz del día. —Tienes razón —se apresuró a contestar el obispo—, y, naturalmente, nada tengo que esconder. Pero, siéntate Miguel, hijo mío, y dime lo que tengo que hacer para servirte. Me pidió que le contase cuanto sabía, y quedó profundamente afectado al conocer el triste destino del doctor Hemming en Raseborg. —Dios sea alabado, porque yo no tenía ninguna relación con él —dijo—. El doctor Hemming me dejó, muy enojado. No me incumbe comentar las acciones de Su Majestad, pero en este caso obró rectamente, pues el doctor Hemming era un bribón de corazón hipócrita y falso, y no puedo menos de dar gracias a Dios por haberme conservado fuera del nido de sus intrigas. Le conté también cómo Su Eminencia el arzobispo, asistido por tres obispos y ocho canónigos, me había ordenado clérigo; pero enfaticé que mi conciencia estaría más tranquila si aquella ordenación pudiera ser confirmada, con las ceremonias acostumbradas, por el buen obispo Arvid, en la catedral de Abo. Tenía también la esperanza, contando con su favor y buena voluntad, de que me asegurase algún modesto beneficio que me permitiera continuar mis estudios en la Universidad de París, puesto que no sentía grandes deseos de continuar en mi tierra natal. —Todo esto —dijo el obispo, mostrándose un tanto embarazado— es una compleja cuestión teológica sobre la que debo meditar y discutir con mis buenos canónigos. Le pregunté con cierta indignación si acaso se consideraba más prudente que el arzobispo, a lo que me respondió: —Muéstrame algún documento escrito de Su Eminencia, o por lo menos del Capítulo, y la cosa está hecha. Hasta ahora tengo solamente tu palabra, y aunque estoy persuadido de tu honradez, la carencia de documentos que confirmen tu aserto lo hacen inadecuado para resolver un embrollado punto teológico que dejaría perplejos aun a los sabios doctores de la Universidad. Insistí con algún calor, y hasta le amenacé con el desagrado del arzobispo, pero él se mantuvo inconmovible. Sin embargo, me aseguró su buen deseo de ayudarme si yo obtenía primero la necesaria autorización escrita desde Upsala. No me quedó más alternativa que escribir humildemente al obispo Slagheck y rogarle que utilizase su influencia en beneficio mío. La carta salió antes de Navidad, pero se heló el mar inmediatamente después de la Nochebuena y tuve tiempo sobrado para ponderar mis asuntos mientras esperaba la respuesta. No tenía deseos de regresar a la fortaleza y al servicio del condestable, pues había llegado a sentir repugnancia por su compañía, y por tanto me veía obligado a establecerme en mi primero y único hogar, el de la señora Pirjo. Cuidó de mí y me protegió, porque conocía la pureza de mis motivos. Tampoco el padre Pedro me abandonó en mi desdicha, sino que me visitó frecuentemente, y me consoló con instructivas leyendas acerca de la transitoriedad de las dichas terrenas. A veces, el maestro Laurencio, fiel a su vieja costumbre, visitaba la cabaña para beber vino caliente con especias en su copa de plata y para hablar de inmortalidad y de fantasmas. Pero aquellos dos buenos hombres eran mis únicos compañeros, pues todas mis antiguas amistades rehuían mi compañía y encontraban muchos pretextos para alejarse rápidamente cuando casualmente tropezábamos en la calle y se veían obligados a saludarme por mera cortesía. 5 ¿Qué tiene, pues, de extraño que durante aquel largo invierno cayese en la más profunda melancolía? Perdí el gusto de la compañía y me encontraba mejor a solas. Sin duda, si yo hubiese sido importuno y desvergonzado, podría haber persuadido al Concejo para que me diese algún cargo, pero no tenía deseos de sacar provecho mediante una vil extorsión, pues estaba aún profundamente ofendido por la actitud de la gente hacia mí, y por su incapacidad para apreciar mis buenas intenciones. Me dije que en los malos tiempos futuros recurrirían a mí y me pedirían que les ayudase y favoreciese, y aquel pensamiento me consolaba. Sin embargo, encontré mayor solaz en los libros, pues el buen obispo me permitía el acceso a su biblioteca, para conservar mi buen humor a poca costa. Con objeto de prepararme para la sagrada vocación que constantemente tenía presente ante mis ojos, leí con la debida humildad las obras de los Padres de la Iglesia, incluyendo la Summa de santo Tomás de Aquino, que ha ofrecido a hombres más sabios que yo huesos muy duros de roer. Comenzaron a alargarse los días, se fundieron las nieves; pero con la primavera llegaron noticias perturbadoras que los esquiadores y pescadores de focas del golfo de Botnia traían de la costa de Suecia. Se decía que un valiente joven llamado Gustavo Eriksson, cuyo noble padre había sido degollado como hereje en Estocolmo, con otros de sus iguales había levantado el estandarte de la rebelión en Dalarna y que había reunido en torno suyo una gran multitud de campesinos que se negaban a rendir las armas a los condestables del rey y que se quejaban de los pesados impuestos. Aquellos campesinos habían dado muerte ya a un cierto número de oficiales de Su Majestad y a inocentes recaudadores de tributos, y ningún danés podía viajar sin una escolta armada de uno a otro castillo sueco. También en el sur de Finlandia, en la región de Wanda y Raseborg, donde duraba todavía la nieve, rápidos esquiadores comenzaron a asaltar a los recaudadores de impuestos y atacaban con flechas a los jinetes bien armados, pues sabían muy bien que la caballería de Su Majestad no podría perseguirles hasta los lugares apartados de los bosques. Los esquiadores robaban cargamentos del dinero de los recaudadores de contribuciones, y en una ocasión encerraron a un juez con todos sus ayudantes en la Casa Consistorial, tapiaron puertas y ventanas y lo quemaron con todos los suyos. Nadie sabía de dónde llegaban o a dónde iban aquellos veloces corredores; y si alguien lo sospechaba no se atrevía a insinuarlo por temor a que le cortasen el cuello o que alguna noche oscura prendiesen fuego a su cabaña. El resultado fue que todos los ciudadanos pacíficos y respetuosos de la ley vivían inquietos y temerosos de los rápidos esquiadores de los bosques como de la caballería del condestable Thomas, cada uno de los cuales llevaba una flexible soga colgada del arzón. Los esquiadores se aventuraron a llegar hasta Abo. Una mañana se encontró clavado en la puerta de la catedral un aviso diciendo que la tiranía y la opresión danesa acabarían pronto y que todo el que ayudara a los daneses, de palabra o con hechos, tendría su cabeza en peligro. El clero de la catedral temía destruir aquel escrito sedicioso, y no sólo lo dejaron en su sitio hasta la hora de la misa mayor, sino que aun lo leyeron en voz alta a los analfabetos, pues se había reunido un gran número de curiosos a las puertas de la catedral para contemplar el aviso. Sin embargo, el condestable no tuvo noticia de él hasta la hora de comer, e inmediatamente envió jinetes, que cruzaron la ciudad al galope, para arrancar aquel despreciable papel. No obstante, algunos inútiles aprendices huyeron del lado de sus maestros y desaparecieron, y los hijos de ciertos burgueses siguieron su ejemplo, a pesar de las lágrimas y advertencias de sus padres. Durante aquella primavera, todo el mundo alojaba algún temor escondido en su corazón, y cuando se miraba a los ojos de los demás se encontraba alguna chispa que brillaba bajo las muertas cenizas. Yo tenía la convicción de que habían de sobrevenir devastaciones y tristezas. Tuve que esperar hasta el verano la carta del obispo Slagheck. Había escrito apresuradamente, lamentando no poder apoyar mi caso, ya que el arzobispo Gustavo era un loco con quien no podía tratar ninguna persona de buen sentido; no era de extrañar, pues, que los Señores suecos le hubiesen destituido de su sagrado cargo. El arzobispo ya se había aliado con el obispo Jens contra maese Slagheck y no prestaban la menor atención a sus advertencias y consejos, movido de su ardiente deseo de seguir ocupando un lugar muy destacado en Suecia. Pero le había salido un rival; el joven advenedizo Gustavo había corrompido al pueblo de tal modo, que maese Slagheck se vio obligado a cambiar su cruz por una espada y marchar contra él a la cabeza de un ejército. Esa campaña había terminado en la derrota, no de Gustavo, sino del propio maese Slagheck, quien con dificultad pudo escapar a las lanzas y flechas de los campesinos. No era necesario hablar de eso en Finlandia, y maese Slagheck lo mencionaba tan sólo para mostrarme claramente que tenía otras cosas en que pensar antes que en mi sotana. Además, si yo no podía mirar por mí mismo, sólo tenía que quejarme de mi propia estupidez, y no entraba en sus propósitos ayudarme a alcanzar elevadas posiciones si me faltaba el talento para lograrlas por mí mismo. —Pero —terminó—, a menos que seas más loco de lo que pienso, debes ya haber recogido la nata de la escudilla que puse ante ti el último invierno, y de seguro eres ahora un hombre que cuenta con medios. Por tanto, me contentaré con enviarte mi bendición y desearte éxito en todas tus empresas. Cuando leí aquellas líneas, cayó la venda de mis ojos y sentí dentro de mí un vacío tan grande como cuando Julián d'Avril se «sacudió el polvo de los pies» y desapareció para ir a convertir a los turcos, dejándome con su carta de despedida en la modesta posada de las afueras de París. No podía comprender lo que maese Slagheck llamaba la «nata», y gustoso le hubiera forzado a lamer toda la nata que me habían dado aquel invierno en Abo, donde yo no encontré otra cosa que burlas y mala voluntad lo mismo entre seglares que entre la clerecía. 6 Me encontraba sumido en aquellas funestas reflexiones aquella noche, cuando llegó Andrés. Se quitó el gorro sin una palabra de saludo, se sentó en un rincón con la barbilla entre las manos y exhaló un profundo suspiro. Yo lancé otro igual para demostrarle que también tenía mis propias desazones; pero cuando hubimos estado suspirando ambos por algún tiempo, me sentí irritado y le pregunté por qué había venido a atormentarme así. —No seas áspero, Miguel —respondió—. Tengo un nudo corredizo en torno al cuello y no sé verdaderamente qué hacer; tan atolondrado estoy; tú eres más inteligente que yo y eres estudiante; debes ayudarme. Durante todo este invierno he estado bien cuidado por la viuda de «Las Tres Coronas», como tú sabes, y no tengo ninguna queja en ese sentido. Pero ahora estoy entre la espada y la pared: ¡desea casarse conmigo! Le oí con asombro, pero le deseé muy cordialmente que tuviese suerte. —Andrés, eres el favorito de la fortuna. «Las Tres Coronas» es la mejor taberna de Abo, y la viuda cuenta su oro con una pala. Y, lo que vale más aún: es experta en su comercio, y además, una mujer charlatana y agradable. Pero Andrés repuso: —Ah, si sólo se tratase de una cuestión alimentaria no me quejaría. ¡Pero el matrimonio...! Siempre me he sentido tímido ante él. Soy joven todavía y ella me dobla la edad. Me parece como si me llevase al altar apuntándome con una pistola... Y la primavera me pone inquieto. No puedo seguir aquí por más tiempo, aunque, mañana y noche, y especialmente a las horas de comer, intento convencerme de que es algo hermoso estar entre viejos amigos que hablan una lengua de cristianos. Sus sombrías palabras me dieron en qué pensar, y tras profunda reflexión le dije: —Es evidente que las estrellas han ligado nuestras vidas, Andrés, porque si tú has sufrido ansiedad y aflicción, yo también he tenido la sensación del que está sentado, sin pantalones, sobre un hormiguero. He comenzado a sentir serias dudas acerca de las intenciones del rey Cristián; y en todo caso, paga muy pobres jornales. Y así, yo también estaría en sazón para renunciar y partir, si no fuera tan difícil viajar así, pobre; y no sé cómo llenar mi bolsa. Me dirigió una mirada inquisitiva y repuso: —La última noche llegó a «Las Tres Coronas» un extraño parroquiano, y cuando oyó que yo era un buen artillero comenzó a tentarme con un empleo muy agradable. Parece que es uno de los muchachos de Grabbacka Nils, y el trabajo que me ofrece es en la marina, donde un hombre astuto puede pronto hacerse rico. —¡Andrés, Andrés! —le advertí—. Hablas de cosas impías; además, tú no has nacido para marino. El condestable Thomas ha prometido colgar a Nils del palo mayor de su barco. Más aún, Grabbacka Nils es un hombre sediento de sangre que ha incendiado casas llenas de gente y hasta robado iglesias. —Pero —replicó Andrés, pensativo— no quiere a su servicio más que a hombres jóvenes y solteros, y eso habla en su favor. El tipo de «Las Tres Coronas» no acaba de alabar su astucia. Nils declara que roba a los daneses en nombre de Dios y de su patria y de todas las buenas personas. Y responde a las amenazas del condestable Thomas diciendo que está tan seguro de que hay todavía justicia y temor de Dios en el mundo, como de que el condestable Thomas se balanceará antes que él colgado de una horca. Entre sus hombres hay empleados e hijos de burgueses, y lo mismo que otros jefes de elevado rango, necesita un capellán de barco que sepa escribir latín y administrar los sacramentos a sus prisioneros daneses y alemanes antes de colgarlos, lo que demuestra que es un hombre piadoso y no un pagano. —¡Lejos de mí pensar semejante cosa! —exclamé—. Yo no le sería útil, porque entrar a su servicio sería tanto como convertirse en capellán del demonio mismo. Como quiera que fuere, me colgaría sin tardanza, porque él fue uno de los compañeros que bebieron con Nils Eskilsson en Raseborg, y ha jurado vengar su muerte. Andrés se puso en pie para cerciorarse de que nadie escuchaba tras la puerta; luego, mirándome firmemente, declaró con gravedad: —No necesitarás verle nunca, pues Nils gusta de desconocidos a quienes no ve y que pueden darle informaciones. Desea saber qué barcos salen de Abo, la naturaleza de su cargamento y de su artillería; detalles acerca de los viajes de los recaudadores de impuestos (cuándo salen de la ciudad y cuándo regresan) y muchos otros hechos que pueden serle útiles a un hombre de su oficio. Mi compañero me mostró una profunda grieta en el muro de la catedral, el opuesto al Hospital de San Orjan. Si un osado se atreviera de tanto en tanto a deslizar una carta en esa grieta, ese hombre podría encontrar su premio en el mismo lugar. Pero como yo soy un hombre ignorante, me propongo ir a los bosques a recoger piñas, con tal de escapar de los lazos del matrimonio. —¡Que Dios y Sus santos te protejan, Andrés! Me estás incitando a una traición odiosa; sólo de pensarlo siento la soga en derredor a mi cuello. —Sería más seguro para ti regresar al castillo y volver al servicio del condestable Thomas si no quieres venir a los bosques conmigo. De lo contrario, te puedes encontrar uno de estos hermosos días con un puñal entre las costillas. Grabbacka Nils parece estar muy ofendido por la muerte de su amigo. Pero aun en el castillo tendrías asuntos que tratar en la catedral y en el palacio del obispo y de camino podrías examinar la grieta del muro. No temas; aquellos de quienes recibo órdenes no sabrán nunca quién es el autor de las cartas. No prestó atención a mis consejos y se deslizó fuera de la ciudad aquella noche, con gran desconsuelo de la viuda de «Las Tres Coronas». Pero me había dicho la verdad, pues a la noche siguiente fui atacado cuando regresaba de vísperas, por lo que creí lo mejor volver al condestable Thomas y decirle que yo no estaba ya seguro en Abo. Me recibió amablemente, porque se había cansado ya de su nuevo secretario, Mans, un bonachón escribiente sueco que nunca intentó disimular su hostilidad hacia los daneses. Pero el condestable tenía confianza en mí y me contó todos sus planes. Fue pasando lentamente el tiempo en el castillo, y yo no encontraba placer ni en la compañía de Mans el escribiente, ni en la del capellán, que prefería beber cerveza y jugar a los dados con los mercenarios antes que conversar sobre materias espirituales. Para matar el tiempo hice una lista detallada de todos los barcos que salían de Abo indicando sus cargamentos y cuántos cañones llevaban; el nombre de sus capitanes y el número de tripulantes; y anoté también los refuerzos que el condestable Thomas intentaba enviar a Raseborg, que se veía entonces amenazado por los piratas. Cuando me dirigía a pedir prestada la Summa de santo Tomás de Aquino en la biblioteca del obispo, deslicé el papel en la grieta opuesta al muro del hospital. Fuese o no por mi causa, muchos transportes que llevaban provisiones a Estocolmo fueron atacados y hundidos frente a las islas Aland. Las provincias suecas no podían seguir avituallando a la capital y, por tanto, el condestable Thomas iba arrancando con dificultad las provisiones necesarias de las ya esquilmadas parroquias de los alrededores de Abo. Más tarde, de camino hacia la casa del obispo, para devolver el libro, me detuve a descansar, apoyado contra el muro de la catedral, al mismo tiempo que metía la mano en la grieta. En el fondo del agujero había una bolsa suave y pesada que alegremente oculté en mi bolsillo. Me apresuré a ir a la cabaña de la señora Pirjo y conté el dinero. Encontré piezas de plata grandes y pequeñas, monedas de Estocolmo y de Abo, algunos guldens de Lübeck y un ducado limado. Me sentí una vez más un hombre rico, porque aquel dinero bastaría para un viaje de varios meses. Para mayor seguridad, lo enterré debajo de una piedra plana junto al peral. Mi humor había cambiado, como cuando el sol aparece en un cielo azul, tras una larga y densa lluvia. Me dije a mí mismo que la vida era un juego y que a la larga sólo podía ganarse jugando animosamente con dados cargados, teniendo cuidado de no ser descubierto. El rey Cristián y maese Slagheck habían considerado mi lealtad como simpleza y me habían colocado en una situación triste y vejatoria. No les debía nada, y menos todavía al condestable Thomas, que era un hombre cruel. Hasta entonces yo había sido como un cordero entre lobos, y con sus falsas promesas me habían trasquilado. Ahora, bajo la lana rapada me dejaría crecer una piel de lobo. Visité con frecuencia la ciudad durante el verano y no encontré dificultad en deslizar de tiempo en tiempo mi mano en la grieta. Extraños pájaros comenzaron a emprender el vuelo desde Abo hacia los más ocultos rincones del archipiélago y de otras partes, regresando a su debido tiempo para depositar huevos de oro y plata en el muro. Entretanto, los barcos de Estocolmo traían graves noticias. Se decía que la chusma campesina que seguía al joven Gustavo se acercaba a la ciudad y la rodeaba, mientras que de los castillos y ciudades fortificadas del rey salían los fugitivos —bonachones, y libres ya— a servir bajo las banderas de Gustavo. Los suecos le habían elegido regente, y con dinero de Lübeck contrató mercenarios alemanes para que formasen el espinazo de su ejército. El condestable Thomas se maravillaba de que los piratas de la costa finlandesa se hubiesen vuelto tan osados y de que estuviesen tan bien informados de sus proyectos. Los barcos daneses tenían que navegar hasta Estocolmo en convoy, lo que ocasionaba muchas dilaciones. Había tenido la intención de sacudir de mis pies el polvo de la ciudad durante aquel otoño y marchar al extranjero, dejando que los luchadores arreglasen entre sí sus querellas como mejor pudiesen. Yo era un estudiante, y mi única arma, la pluma de ganso. Demoré, no obstante, mi viaje a París, ante el rumor de que el rey de Francia se estaba armando contra el emperador, y yo no quería saltar de la sartén para caer en el fuego. Así pues, en noviembre, cuando desembarcaron las fuerzas de Gustavo para reunirse con las de Grabbacka Nils, estaba yo aún en la fortaleza de Abo. LIBRO QUINTO BÁRBARA 1 El sitio de Abo no merece la pena de ser descrito porque no proporcionó honores a ninguno de los bandos. Los sitiadores no tenían artillería y pasaban la mayor parte del tiempo haraganeando en sus tiendas y bebiendo cerveza, mientras que sus involuntarios compañeros en el castillo dormitaban en la armería y bebían y disputaban entre sí. Eran unos huéspedes exigentes que mostraban la mayor repugnancia a tomar parte en ninguna incursión, y tenían el hábito de salir corriendo en sus carros y en sus caballos, con los infantes jadeando tras ellos, al primer disparo efectuado desde los parapetos de madera de los sitiadores. El buen obispo Arvid descubrió al fin sus verdaderos colores y prestó a los asaltantes sus propios hombres de armas y sus culebrinas, así como caballos, municiones y vituallas, pues los partidarios de Gustavo eran gente pobre. Se los veía satisfechos de permanecer ociosos en sus tibias tiendas y de manchar sus jubones con los escasos alimentos que el condestable Thomas había permitido conservar a los habitantes de la ciudad. Cuando los hombres de Gustavo entraron por vez primera en Abo, los ciudadanos los recibieron con lágrimas de alegría, repicaron las campanas de las iglesias y se cantaron salmos de alabanzas al Señor. Pero no había llegado aún la Navidad cuando comenzaron ya a preguntarse, suspirando, si no sería mejor alimentar a los pocos lobos del condestable Thomas que a las innumerables y voraces ratas de Gustavo. No era difícil para nosotros el estar informados de la fuerza, equipo y moral del ejército atacante, puesto que el único objeto de nuestras salidas era aprehender a algún infeliz. El condestable Thomas daba la bienvenida a todos los cautivos con idéntica satisfacción, y cuando había logrado de ellos cuanto podía, después de estrujarlos, apalearlos y tostarlos, los colgaba de lo alto del baluarte sin preocuparse de su rango y condición. Hubo poca alegría navideña en la fortaleza, y el condestable no vio en torno suyo sino rostros malhumorados y miradas huidizas. Sin embargo, era un jefe notable, aunque un poco rudo y expeditivo en sus métodos. Antes de que la costa quedase bloqueada por los hielos, envió sus barcos de guerra y otras naves a reunirse con las del almirante Severino Norby, de la armada del rey, para que no cayesen en manos de los enemigos. Se propuso mantenerse en la fortaleza hasta la primavera, y a principios de enero recibió como premio de sus esfuerzos la seguridad de una rápida ayuda. Su Majestad, muy airado por la rebelión, le ordenó que ahorcase a todos los suecos o finlandeses que estuviesen en el castillo, diciendo que había dado la misma orden a todos los comandantes del reino de Suecia. El condestable Thomas se mostró complacido con aquella orden y bendijo al rey Cristián diciendo que ya estaba cansado de contemplar caras avinagradas y que su única preocupación era la de que habría muy pocas horcas. Esperó con impaciencia hasta el día siguiente, para que los carpinteros acabasen de erigirlas, e inmediatamente colgó a todos los suecos y finlandeses, como el rey había ordenado. Entre ellos había dos niños pequeños de noble cuna, a quienes sus hombres habían arrancado de los brazos de su madre. Incluso el escribiente Mans se encontró con un lazo corredizo alrededor del cuello; porque el condestable temía que le traicionase; aunque Mans era demasiado estúpido para ello. Me apiadé de él, pero aún tuve que sufrir más por mi propia cuenta, al convencerme de que debía arrostrar el mismo destino. Yo era finlandés por nacimiento, como los demás, y cuando los vi balanceándose unos junto a otros, colgados del baluarte, fue tal mi angustia, que me dirigí al condestable y le pregunté claramente cuándo me llegaría el turno. Se quedó perplejo ante mi pregunta, pero después de corta reflexión se santiguó devotamente y contestó: —¡Lejos de mí semejante pensamiento impío! No puedo ahorcar a quien ha sido ordenado por el propio arzobispo. Soy creyente y honro los sacramentos. 2 Fue aquél un invierno benigno. El mar se vio libre de sus grilletes de hielo y muy pronto los descuidados sitiadores se vieron despertados por una visión aterradora. Norby, el alegre almirante, navegaba con buen viento por la desembocadura del río. Todo era confusión en la ciudad; los hombres de Gustavo huyeron tan precipitadamente que hasta encontré un plato de sopa a medio vaciar en la mesa de la casa del obispo. En realidad, encontré pocas cosas más, porque Nils Arvidsson, que había almacenado su pólvora en un edificio de piedra en la ribera norte, lo hizo estallar antes de huir, provocando un incendio que destruyó gran parte de la ciudad. Los edificios de piedra tales como la catedral, el monasterio, el palacio episcopal y el hospital se salvaron, pero aun en ellos las vidrieras emplomadas de las ventanas saltaron en pedazos por la violencia de la explosión. El buen obispo y los burgueses habían logrado trasladar sus bienes mucho antes de la explosión, y el incendio hizo presa principalmente en casas vacías. Y tanto el almirante Norby como el condestable Thomas se dieron «baños de rosas» y recibieron alabanzas, y poco o nada tuvieron en cuenta la hazaña de Nils Arvidsson. Fui yo uno de los primeros en correr al interior de la ciudad cuando ésta ardía aún, y me dirigí a la cabaña de la señora Pirjo por si ésta necesitaba protección contra los saqueadores. La cabaña se mantenía aún en pie, aunque habían sido destrozadas las ventanas y derribada la puerta. Cuando entré, vi que todos los muebles utilizables habían desaparecido y que el resto estaba roto. Andrés yacía sobre un montón de paja. Estaba pálido y sin ánimos, y demasiado débil para levantar la cabeza. Junto a él, sentada en el suelo, se encontraba la dueña de «Las Tres Coronas», con las faldas extendidas a su alrededor, goteando por ojos y nariz como una gárgola. —¡Que Dios te bendiga por haber venido! —dijo ella—. Mi taberna está ardiendo, pero, aunque con dificultad, logré arrastrar hasta aquí a tu hermano, porque esperaba que vinieses; eres su única esperanza. Oí los pasos de los soldados y el estruendo que armaban en la calle; bajo la tensión del momento no se me ocurrió otro recurso que salpicarle la cara a Andrés con el contenido de mi tintero. Inmediatamente después irrumpieron los hombres y los detuve diciendo: —Este hombre se halla en las últimas etapas de la viruela; como podéis ver, no ha quedado nada que valga la pena robar. Retrocedieron con rapidez, santiguándose repetidamente, porque Andrés, con sus manchas negras y sus gestos, ofrecía en verdad un aspecto temible. Cuando los soldados se marcharon, regresé a su lado. —¿Qué te ha pasado? ¿Dónde está la querida señora Pirjo? ¿Por qué te has quedado, exponiéndote a que te ahorquen, grandísimo idiota? Tus amigos podían haberte ayudado, o al menos haber buscado asilo junto al altar. Andrés dijo tristemente: —En este miserable mundo no tengo más amigos que tú, Miguel, y esta buena viuda que se me pega como una lapa. Reñí con mis camaradas, y fueron ellos los que me pusieron en este estado. —Muy pendenciero debes de ser cuando no puedes vivir en paz ni con tus propios compañeros de armas; sin duda, estarías borracho. La bebida será la causa de tu muerte... si por milagro escapas de la horca. Aunque se hallaba débil, Andrés contestó indignado: —Ojalá hubiera estado borracho, porque habría luchado mejor; cuando estoy sobrio soy tan manso como un cordero. Me dejaron medio muerto cuando intenté salvar a tu buena madre adoptiva. Ha muerto. La dueña de «Las Tres Coronas» se limpió la nariz y confirmó la triste noticia. Viéndome tan conmovido que no podía pronunciar palabra, comenzó a contar rápidamente que desde hacía unos días se les había metido en la cabeza a los burgueses acusar a la señora Pirjo de brujería. Con la ayuda de los soldados enloquecidos, la arrojaron desde el puente al río, pero gracias a sus voluminosas faldas flotó bonitamente hasta llegar de nuevo a la orilla, como una verdadera bruja. Entonces la apedrearon hasta matarla y arrojaron su cadáver dentro de un viejo tonel, para que flotase corriente abajo hasta el mar, lo más lejos posible de la buena ciudad de Abo, sobre la que sin duda había atraído una maldición. —La injuriaron por haber traído al mundo un fruto tan miserable como tú, Miguel, y por alojarte en su casa —continuó, afectada—. Tomaron venganza de ella, ya que no la pudieron tomar de ti. Y cuando Andrés se enteró de lo sucedido, se lanzó sobre los asaltantes como un toro loco. Hundió el cráneo a uno, derribó a otro e hirió a muchos de ellos antes de que la multitud pudiera vencerle. Seguramente le hubieran cortado la cabeza si no hubiese llegado yo a comprarlos con cerveza y con plata. Pero Andrés rectificó: —No tomes eso demasiado a pechos. La señora Pirjo recomendó que no lamentaras su destino, pues no podías ser censurado por lo que le aconteciera. Declaró que siempre te había querido como a su propio hijo. Y no parecía que le apenase el morir. Se mantuvo dura y firme hasta su último aliento y gritó a los que la apedreaban que pronto estarían tostándose en el infierno. El obispo se encontraba en el puente contemplando aquello, sin alzar un dedo para ayudarla, y a él le gritó que no viviría lo bastante para ver florecer los groselleros. Aquella odiosa historia me conmovió tanto, que se me doblaron las rodillas y caí al suelo. Sólo podía mover la cabeza de un lado a otro, lleno de odio contra la ciudad de Abo y contra todos los que la habitaban; de seguro habían atraído el desastre sobre sus cabezas al apedrear a una vieja indefensa que jamás les había hecho mal alguno. Mi único consuelo era que la señora Pirjo se había mostrado profética en su cólera, porque su muerte fue seguida pocos días más tarde de la explosión y del incendio que destruyó media ciudad. No creo que el obispo Arvid escapara de la maldición aunque hubiera huido. Pero no había tiempo que perder, pues el viento cambiaba de rumbo. Cuando miré por la puerta, vi columnas de humo y torbellinos de chispas y una multitud de ratas que huían de las casas incendiadas. Dios Todopoderoso estaba al lado de Andrés, pues un soldado danés con graves quemaduras salió gritando de entre el humo. Arrancándose de la cabeza el recalentado yelmo, lo arrojó lejos de sí. Se había perdido entre las cabañas al intentar saquearlas, y me fue fácil darle un golpe en la cabeza con una estaca. Cogí su yelmo y su peto y se los puse a Andrés; después le coloqué el cinturón y la espada del danés. Con grandes dificultades, la viuda y yo nos arreglamos para conducirlo hasta la orilla del río, donde lo dejamos en un bote. Luego remé hasta el monasterio, donde el padre Pedro lo ocultó en una celda, entre barriles y cajones. El padre Pedro y yo caímos uno en brazos del otro, llorando y deplorando el fin de la señora Pirjo, y él maldijo al cruel prelado que había contemplado impasible cómo la muchedumbre la apedreaba. Me contó que el obispo tenía un barco que le esperaba en la bahía de Raumo, cargado ya con todos sus bienes, y que intentaba hacerse a la mar hacia Suecia para ponerse bajo la protección de Gustavo. Al oír aquellas noticias, y deseando utilizar en mi beneficio cuanta ocasión me ofreciese el azar, volví rápidamente a la ciudad y pedí una entrevista con el almirante Norby. Aquel hombre jovial estaba sentado sobre una lápida sepulcral cerca de la puerta de la catedral, desde la cual sus hombres trataban de hacer salir a los fugitivos. Cuando le dije lo que sabía acerca de los movimientos del obispo, se mostró encantado, declarando que no fallaría en darle su merecido. Como se vio luego, tan poderosa resultó la maldición de la señora Pirjo, que se desencadenó una terrible tempestad que hizo naufragar el barco del obispo con todos sus pasajeros. La muerte de la señora Pirjo me hundió en la más profunda tristeza, pero mi deseo de salvar a Andrés me sacó de la apatía de la desesperación. El almirante Norby se mostró sumamente amable y me dictó una carta para Lady Cristina, entonces prisionera en Dinamarca, con otras damas distinguidas. El almirante me confió que había quedado encantado de aquella bella y orgullosa viuda, de la más noble sangre sueca, y que él deseaba hacer lo que pudiese para ayudarla a dominar su dolor y encauzar nuevamente sus pensamientos hacia los placeres de este mundo. Se mostró complacido de mi carta, y cuando la hubo guardado me inspeccionó amablemente y me preguntó: —¿Por qué estás tan triste? Acompáñame al mar y te curarás de tus pesares. Su solicitud me conmovió profundamente y respondí lloroso: —Durante todo este invierno no he olido nada más que carroña de las horcas, y el graznido de los cuervos ha sido mi única música. Mi querida madre adoptiva fue lapidada como una bruja, y ahora mi único deseo es ir en peregrinación a Tierra Santa para pedir el perdón de mis pecados y hacerme luego monje o ermitaño. —Cada hombre tiene sus gustos —comentó el almirante. Pero siguió observando que yo era joven y que tenía poco aspecto de santo. Habló también con simpatía de la señora Pirjo cuando le conté su historia. Viéndole favorablemente dispuesto hacia mí, le dije humildemente: —Tengo un hermano adoptivo, un joven honrado y útil, aunque estúpido. Estuvo al servicio de Nils Arvidsson como artillero, pero fue gravemente herido al defender a mi madre adoptiva. Tomadle a vuestro servicio, señor, y salvad su vida, porque cuando abandonéis Abo, el comandante Thomas le colgará de seguro, y no tiene dónde refugiarse, porque sus propios camaradas se han vuelto contra él. Después de reflexionar un momento, el almirante respondió: —Podría emplear a ese muchacho. Los taimados ciudadanos de Lübeck están preparándose a dar la batalla; algunos de sus barcos de guerra se han hecho ya a la mar, pero mis espías, o son ineptos o están borrachos o han sido ahorcados, pues no recibo información de ellos. Si quisierais ayudarme, os contrataría a ti y a tu hermano adoptivo, ya que entiende de artillería... porque me imagino que tú sabes menos cosas de guerra que un cerdo acerca de metales. —¿Cómo podré ir a Lübeck? —pregunté—. Y cuando haya cumplido mi comisión allí, ¿podré tomar mi bastón de peregrino y dirigirme a Tierra Santa? Se rió. —Eres un hombre como a mí me gustan, Miguel, porque sabes tomar decisiones. Te aseguro que por lo que a mí respecta, serás tan libre como un pájaro, aunque no tenga de ti otras noticias sino que la cerda ha parido y ha tenido una lechigada de dieciocho, por lo que yo sabré que la flota de Lübeck, en número de dieciocho velas, se ha hecho a la mar. Si no recibo una información como ésa, es como si tuviera la cabeza metida dentro de un saco. Me dijo que buscase en las tabernas del puerto de Lübeck un hombre con el labio partido y con sólo tres dedos en la mano derecha. A él podía confiarle detalles acerca del mercado porcino. En caso de que lo hubieran ya ahorcado, tendría entonces que sobornar a algún pescador para embarcarme hasta Visby, en Gotland, y vender allá los cerdos. Los pescadores y otra pobre gente de Lübeck y sus alrededores eran hostiles al arrogante concejo de la ciudad y yo no encontraría dificultad para conseguir un voluntario que se prestara a servirme de mensajero. Así pues, el almirante Norby nos llevó a ambos a bordo de su buque insignia cuando se hizo de nuevo a la mar con el propósito de destruir la flota de Lübeck donde la encontrase. Pero antes de embarcarnos, fui al lugar donde estuvo la cabaña de la señora Pirjo y, bajo el carbonizado peral, desenterré mi dinero. Bajé luego a la bodega y tomé muchas de las medicinas que allí había, para poder presentarme en Lübeck como médico, ya que me parecía más prudente presentarme en la ciudad abiertamente, como si lo hiciera con orgullo y jactancia que no deslizándome como un extranjero sospechoso. 3 Me despedí sin pesadumbre del condestable Thomas. Después de una travesía de pocos días en aguas de Lübeck, nuestro jovial almirante nos envió a tierra antes de buscar su base en Gotland, donde esperaría las noticias sobre los movimientos del enemigo. Marché en seguida en dirección a Lübeck, acompañado de Andrés, que llevaba mi bagaje al hombro. Me mezclé, sin ser molestado, con otros viajeros, y al llegar a las puertas de la ciudad sólo tuve que manifestar que yo era el ilustrísimo doctor Miguel Pelzfuss, para ser admitido inmediatamente; la plata pura respondía a las demás preguntas. El noble almirante me había provisto de moneda alemana y ducados florentinos de oro, para que no me traicionara con moneda acuñada en Abo o en Suecia. Busqué residencia en una buena posada, como correspondía a mi condición, y en seguida contraté a un tambor pregonero para hacer conocer al público que había abierto consultorio y que curaría toda especie de enfermedades, aun aquellas que desconcertaban a los médicos de la ciudad. Me vi asaltado por una horda de incurables y su parentela, a la vez que los facultativos acudían tumultuosamente a la Casa Consistorial de la ciudad con historias acerca de un charlatán extranjero que estaba vulnerando sus privilegios. Antes de que hubiera tenido tiempo de examinar a alguno de mis pacientes, fui conducido ante los jueces para responder de mi conducta ilegal y se me requirió a que presentase mi diploma, pagara la multa y redactase una petición en forma sobre mi deseo de ejercer como médico en Lübeck. Como esperaba, a nadie se le ocurrió que yo pudiese tener otro fin más peligroso. Así, con toda confianza comparecí ante el Tribunal, donde estaban los médicos reunidos, revestidos con sus togas de terciopelo y pieles. Hice una brillante exposición de mis estudios en la Universidad y mencioné, entre otras cosas, que había trabajado a las órdenes del afamadísimo doctor Teofrasto Bombasto Paracelso. Unánimemente afirmaron aquéllos que yo era demasiado joven para haber terminado mis estudios médicos, y me desafiaron a una disputa dialéctica sobre alguno de los puntos más sutiles. Pero yo apelé al Consejo diciendo: —La ciencia médica no se basa en el latín, sino en su poder de curar. Desafío a los médicos para que nos encontremos en ese terreno. Permitidme que trate a un paciente a quien ellos hayan sido incapaces de curar y pronto veremos cuál de nosotros posee mayor habilidad. Ante aquella petición, los consejeros comenzaron a «ocultar los cuernos», porque no podían suponer que nadie hablaría tan osadamente a menos que estuviese seguro de su éxito, y comenzaron a mirarme con cierto respeto. Pero los doctores, airadísimos, protestaron: —¿Les serán tan indiferentes a los caballeros del Consejo las vidas y la salud de los buenos habitantes de Lübeck que permitan que los atienda este charlatán? Este hombre podrá tener éxito una y otra vez, pero mediante el uso de artes diabólicas, en aliviar los sufrimientos de algún caso incurable; pero eso no es más que trampa, y sospechamos que este hombre es un hereje y un nigromante. Tras una acalorada disputa, se me prohibió ejercer como médico en Lübeck y se me condenó a pagar las costas del juicio. Pero no se me multó, porque el posadero pudo atestiguar que yo no había tenido tiempo de tratar a nadie. Así pues, los médicos ganaron el caso, y por mi parte logré buena reputación. Uno de los consejeros llegó a pedirme ayuda médica inmediatamente después del juicio; porque, según dijo, ni la ley ni la costumbre podían impedirme el tratar a la gente siempre que no cobrase honorarios, ni era ilegal el que los enfermos me hiciesen algún regalo si así lo deseaban. En el curso de nuestra conversación, durante la cual hablamos acerca de la guerra y los villanos piratas daneses que infestaban aquellas costas, mencionó que Lübeck había vendido barcos de guerra bien pertrechados a Gustavo Eriksson, del que recibió como prenda un cierto número de castillos suecos. Regresé a la posada, y mientras los pacientes que esperaban seguían protestando aún de mi imposibilidad de tratarlos a causa de los celos de mis colegas, mi atención se distrajo con la llegada de una dama muy elegantemente vestida. Llevaba teñido el cabello al estilo veneciano y sus ojos oscuros se desorbitaron de asombro al tropezar con los míos. Creí sentir una soga en torno a mi cuello, pero ella simuló no conocerme y cruzó derechamente hacia su habitación. Pregunté al posadero quién era aquella dama, y me explicó que se trataba de una acaudalada viuda sueca de noble alcurnia que residiría en Lübeck hasta que la paz le permitiese regresar a Suecia y volver a gozar de sus posesiones, que el legítimo rey Cristián le había robado después de la muerte de su esposo, el cual había perecido en una batalla contra los jutlandeses. Aquella historia me tranquilizó, porque parecía indicar que Madame Inés estaba también haciendo un doble juego. Discutía conmigo mismo si debía o no visitarla, hablarle francamente y asegurarme de su silencio, cuando regresó Andrés del puerto, haciendo eses a causa de su borrachera. Le había enviado a que buscase en las tabernas un hombre con el labio partido y tres dedos en una mano, y me decía que volvería en seguida si le daba algún dinero más. Me costó trabajo tranquilizarle, pero, de pronto, se tumbó en el suelo y allí quedó muerto para el mundo. Aquello me enfureció tanto, que le di un puntapié para despertarle, y en aquella loable ocupación me sorprendió Madame Inés, que, deslizándose hasta mí, me rodeó el cuello con sus brazos, diciéndome que siempre me había echado de menos. —¿Pero eres realmente tú, Miguel? —exclamó—. ¡Cuánto me alegro! Sin embargo, me apena ver las arrugas de tu frente y que ya no eres aquel muchacho dulce e inexperto de nuestro primer encuentro. Pero Miguel, querido mío, aquí, en esta perversa ciudad, debes simular no conocerme, porque me ocasionarías grave daño. Nadie sabe aquí que el señor Didrik es mi hermano, y estoy llevando una vida virtuosa con la esperanza de encontrar algún excelente caballero para casarme. —Comparto vuestra desgracia, señora —contesté—. Me han contado que sois una viuda rica y de noble cuna que anda deseosa de vengarse del infame rey Cristián. Por tanto, estáis bien informada de las operaciones militares en Lübeck, y todos vuestros admiradores son distinguidos oficiales de Marina. Procuró ruborizarse como correspondía, y respondió: —¿Has tenido la indelicadeza de espiarme? ¿Y tú...? ¿Qué es de ti? Acabarás en el cadalso si alguien descubre que en tu juventud serviste a la causa danesa. —Ya no soy joven —le contesté—, sino un venerable médico, y nadie sabe que soy finlandés. Mi nombre es Miguel Pelzfuss. Vos y yo navegamos en el mismo bote, mi bella señora Inés, y no tengo ningún deseo de mostrar que os conozco si no deseáis reconocerme. Pero si he de balancearme en la horca, os juro por lo más santo que os balancearéis a mi lado. Me colocó la mano en los labios y se estremeció al murmurar: —¡No hables de cosas tan horribles! Rodéame con tus brazos y sé tierno conmigo, porque soy una mujer solitaria, atemorizada por los peligros a que mi pícaro hermano me expuso. ¿Tienes dinero? Le contesté que tenía el suficiente para sostenerme modestamente durante algún tiempo, de lo que se mostró complacida. Agregó: —Dame entonces diez piezas de oro y no te traicionaré ante nadie. Como prenda, puedes pedirme lo que quieras, hasta el sacrificio de mi virtud y buen nombre, si es que eres capaz de hacer tan cruel petición. Pero yo rehusé calurosamente, diciéndole que sus prendas eran de escaso valor para mí. —A decir verdad —continué—, estaba a punto de llamaros en recuerdo de los viejos tiempos, para rogaros que me prestaseis algunas monedas de oro. Intento ir en peregrinación a Tierra Santa para obtener el perdón de mis pecados, y si me ayudáis, haréis con ello un acto agradable al Señor. Sacudió la cabeza y replicó: —Ese compañero tuyo que está ahí tumbado berreaba como un toro, y le oí mencionar a un hombre con tres dedos y el labio partido, a quien buscaba en el puerto. ¿Me darás una pieza de oro si te digo dónde está? —¡El Señor nos perdone nuestros pecados! —prorrumpí con asombro—. Parece que ambos estamos sirviendo al mismo amo, querida señora. Os daré la moneda si traéis aquí a ese hombre. Cualquier vagabundo en Lübeck sabe cosas no imaginadas por el almirante danés. La hermosa Inés me pidió primero que le enseñase la moneda de oro, y después de asirla firmemente con su fina mano, dijo inocentemente: —No puedo traerlo aquí; debes buscarlo por tu cuenta. Lo encontrarás a las puertas del arsenal, colgado, en cuatro piezas, sobre la muralla. Me sentí inclinado a creerla y me encolerizó pensar en la pérdida de un ducado entero, así como también en la de la plata que Andrés se había bebido. No teniendo más remedio que confiar en ella, le pregunté qué tal le iba en el comercio de cerdos, puesto que la cerda madre había parido hacía tiempo. Me contestó que aquel comercio iba de capa caída, pues los cerditos habían huido de la pocilga, y que el almirante se detuvo demasiado tiempo en Finlandia para poderlos meter en el saco. El gobernador de Lübeck «tenía oídos en cada taberna», y cuando se armaron para la guerra, lo primero que hicieron fue apresar o ejecutar a todos aquellos que habían mostrado un exagerado interés por sus barcos de guerra. —Me siento como si hubiese metido la cabeza entre las quijadas de un oso —se lamentó—. Nunca me ha sido posible enviar ningún informe útil a Visby, y aquí estoy con todos mis informes, como un avaro inclinado sobre el oro que no gastará jamás. En todo caso, me imagino que el rey Cristián ha perdido el juego. Lübeck ha reunido sus fuerzas contra él, y su querido tío, el duque de Holstein, piensa unirse a sus enemigos. Incluso el Papa está encolerizado contra Cristián porque ha llamado predicadores heréticos a Copenhague. Será mejor buscar otros campos de caza. El emperador y el rey de Francia están en guerra y necesitan servidores; y Enrique VIII de Inglaterra ha declarado la guerra contra Francia, por lo que el Papa le ha concedido el título de Defensor de la Fe. Me contó tantas cosas nuevas y asombrosas acerca de los asuntos europeos, que tuve la impresión de haber estado viviendo demasiado tiempo en un oscuro agujero. Después de haber pedido que me llevasen vino y un bocado a mi habitación, pasé una agradable velada en compañía de la señora Inés, mientras Andrés roncaba en el suelo. La bella Inés contó que Selim el Turco había capturado Belgrado y que amenazaba a Hungría, utilizando hábilmente las disensiones entre la cristiandad misma, que eran entonces más serias que nunca. Por medio de intrigas, el emperador había conseguido elevar a su severo tutor holandés a la silla de San Pedro, y ese nuevo Papa había tomado el nombre de Adriano VI. La señora Inés me contó después múltiples y frívolas anécdotas acerca de la Corte de Francia y de la amante de Francisco I. Se mostraba llena de astucia y malicia, aunque de tanto en tanto lanzaba profundos y lánguidos suspiros, mientras sus oscuros ojos descansaban sobre mí. Al fin dijo: —Eres joven, Miguel, más joven que yo, y a tu lado me siento una vieja, aunque no tengo aún veinticinco años..., o al menos no tengo treinta. Estás hecho más hombre de como te recordaba; te encuentro dueño de ti mismo, y tus oscuros ojos me conturban. —Me observaba curiosamente—. ¿En qué estás pensando? Respondí: —Me preguntaba cómo podríamos salir de aquí mientras sea todavía tiempo, y me irrita pensar en todos los informadores que quizás están ociosos como nosotros en esta buena ciudad, ahora que el almirante Severino, a pesar de sus sutilezas, se ha engañado a sí mismo. —¡Basta por hoy! Es ya de noche; los ronquidos de tu criado me molestan. Continuemos nuestro diálogo en mi habitación. Como también a mí me molestaban los fuertes ronquidos de Andrés, la seguí. Surgieron violentamente recuerdos de mi juventud con el aroma de sus ungüentos y perfumes, y aunque yo había re suelto no acercarme nunca de nuevo a una mujer, muy pronto traicioné aquella resolución. Todo lo que puede decirse en mi defensa es que ella se mostró singularmente dócil y me enseñó a comprender cosas que con frecuencia me habían dejado aturdido, acerca de los extraños caprichos de las mujeres. Sin embargo, a pesar de sus ruegos, me retiré a mi habitación, sabiendo cuán poco podía confiar en ella. Recogí mis vestidos, mi cinturón y mi bolsa y, cerrando cuidadosamente la puerta tras de mí, salí de su dormitorio. Andrés seguía roncando tan fuerte como antes, pero yo, aunque estaba cansado, no pude conciliar el sueño. Permanecí despierto y en tensión sobre la cama. El calor del vino fue apagándose lentamente; por la ventana abierta llegaba el olor de la hierba húmeda del jardín de la posada, y la luz gris del amanecer entraba ya en mi habitación. Me parecía como si hubiese puesto el pie en el umbral de la muerte, al ver a mis espaldas los días que había desperdiciado. Todos aquellos planes para el mejoramiento del mundo y el honor que yo pudiese alcanzar sirviendo al almirante Severino los veía ahora como vanas y engañosas fantasías. Si mis pensamientos se volvían hacia intrigas políticas, no veía más que el cielo gris, los copos grises y el cálido vapor de la sangre que brotaba en la Plaza del Mercado de Estocolmo. Si pensaba en mi propio país, veía bandadas de lustrosos cuervos negros, y a la señora Pirjo, protegiendo su cabeza contra las pedradas. Para mí no era posible el regreso, y semejante idea me llenaba de una tristeza sin límites. No sentía amargura ni odio, sino sólo la convicción de que el hombre es el peor enemigo del hombre. Pensé luego en la Santa Iglesia, y a la fría luz de mi vacío interior vi que había aspirado al sacerdocio movido solamente de una egoísta y morbosa ambición. No había considerado nunca la vocación religiosa desde el punto de vista que correspondía a un futuro servidor de los pobres; para mí no había significado sino siete, diez, o quizá quince marcos de plata anuales que me habrían servido para vivir y estudiar como mejor me hubiese parecido, para adquirir grados superiores y para ascender a otros puestos. Más aún, no había gozado con mis conocimientos, puesto que humildemente acepté todo lo que me enseñaban, y nunca osé hacer preguntas según mi propio criterio, por temor a merecer censuras de la Iglesia, común destino de todos los que quisieron traspasar los límites canónicos puestos al humano conocimiento. A la grisácea luz de la mañana, después de una noche de tensión y de una tristeza que me consumía, la profunda sensación de fatiga me produjo un éxtasis extraño y doloroso. Los muros que me cercaban se derrumbaron y descubrí entonces que Dios y Satanás moraban en mi propio corazón; que en aquel corazón dormitaban infinitos poderes para el bien y para el mal; que detrás de los confines de mi corazón no había Dios ni Satanás, sino sólo un mundo loco y sin sentido cuyos habitantes libraban entre ellos un odioso combate que nacía del deseo y del temor a la muerte. Dios y Satán se ocultaban dentro de nosotros mismos y no tenían poder más allá de nuestro interior, donde revelaban su presencia. Todo lo demás era costumbre, conveniencia; un edificio que el hombre había levantado movido por el deseo y el miedo. El Hijo de Dios se había hecho hombre, y si pagó con Su sangre los pecados del mundo, ¿era lícito que la Iglesia cambiase Su carne y sangre por oro? Porque dondequiera que dos o tres se reuniesen para buscar a Dios en sus propios corazones, podían partir el pan y bendecir el vino, que en sus manos se convertía en el Cuerpo y la sangre de Cristo tan seguramente como en las manos de un sacerdote consagrado. Me di cuenta de pronto de todas las ideas heréticas que por largo tiempo habían ido madurando secretamente dentro de mí; sin embargo, a pesar de mi éxtasis, me sentí aterrado, porque aquellas ideas eran un alimento demasiado fuerte para mi viejo yo, expuesto a verme arrastrado por todos los vientos. Pero, por la mañana, cuando me desperté, me sentía como si sólo hubiera tenido un mal sueño, y la visión de Andrés quejándose en el suelo, con la cabeza entre las manos, me hundió de nuevo en los problemas y preocupaciones de la vida diaria. Era inútil regañarle por su estupidez, de modo que me dirigí al puerto para ver de encontrar algún medio de comunicarme con el almirante. Pero hice en vano el viaje. Vi solamente algunos hombres sudorosos con zapatillas de fieltro transportando barriletes de pólvora a los barcos, y junto a los montones de basura en el arroyo se veían grupos de soldados que habían sido expulsados de las tabernas. Permanecimos en Lübeck más de una quincena, durante la cual recogí muchos informes que, de habérselos podido enviar, le hubieran sido útiles al almirante. Cada mañana los botes de los pescadores se hacían a la mar con sus redes, pero les seguían barcos que los guardaban para evitar que navegaran fuera de su alcance. Personalmente no me hice sospechoso, porque dije que estaba esperando pasaje seguro para Danzig; y comía y bebía y me exhibía con frecuencia con Madame Inés, que insistió en acompañarme cuando continuara mi viaje; por lo menos hasta Venecia; de manera que el posadero imaginó que yo había comenzado a hacer seriamente la corte a la hermosa y acaudalada viuda. Un día regresó Andrés del puerto y me informó: —Hay un tipo ojizarco que desde hace cuatro días va a sentarse junto a las puertas del arsenal. Ha estado intentando vender sus cerdos a los barcos, pero pide unos precios tan altos que nadie se los quiere comprar, aunque el hombre solloza y gime y pide por Dios a todos los que pasan que se los compren, porque de lo contrario su cruel ama le zurrará la badana. Me pareció que el ojizarco, como el del labio partido, bien pudiera ser uno de los caprichos del almirante Severino, pues ni un extraño hubiera dejado de fijarse en él. Me fui, pues, derechamente al puerto, me acerqué al sucio y maloliente vendedor de cerdos y le dije: —¿Estás en tu juicio? Éste es el cuarto día que te sientas aquí intentando vender cerdos a un precio exorbitante. ¿No sabes que el Concejo ha prohibido tales tratos? Los alabarderos vendrán muy pronto aquí para azotarte y confiscar tus cerdos sin darte un céntimo por ellos. Véndemelos en seguida y tendrás un buen cliente. Aquel tipo suspiró y sollozó diciendo: —El Concejo sólo ha fijado precios de reses muertas y pesca salada. Por animales vivos un hombre puede pedir lo que quiera, y mi señora pide precios muy altos por estas bestias porque son de buena raza y engordan bien. En Estocolmo pagarían su peso en oro. He oído que están ya comiendo ratas y gatos. —Haré que mi criado eche un vistazo a tus cerdos —le dije—, y ven conmigo a la iglesia, donde podremos discutir la cuestión tranquilamente. —Hizo lo que le pedía, y cuando nos arrodillamos murmuró—: El noble caballero a quien no he de nombrar me dijo que buscase a un hombre que a pesar de su juventud parecía como si hubiese vendido su propia mantequilla y hubiera perdido el dinero. Sin duda sois vos ese hombre y debéis decirme en seguida todo lo que sepáis, porque me embarco esta noche. Os daré una pieza de oro por cada cerdo que conozcáis u os meteré un puñal en las costillas si me parece bien. Le conté cuanto había descubierto y le rogué encarecidamente que llevase consigo a cierta noble dama bien informada, porque yo no veía otra manera de desprenderme de la señora Inés. Mientras charlábamos, las campanas comenzaron a sonar y una jubilosa multitud comenzó a entrar en la iglesia para dar gracias a Dios. Pregunté qué había sucedido y me dijeron: —Ha habido una gran batalla frente a Estocolmo, y las soberbias fuerzas de Lübeck que están al servicio de Gustavo han aniquilado a un poderoso escuadrón danés que se aproximaba desde Finlandia para liberar Estocolmo. Ningún barco ha escapado, y Gustavo ahorcó al almirante, un tal Thomas, que no merecía mejor suerte. El ojizarco suspiró profundamente y dijo: —Ahora tengo más informes de los que necesitaba, y seguro que el almirante me ahorcará por mis malas noticias. Pero ya es tiempo de retirarme, y no quiero faldas a bordo porque traen mala suerte en el mar, y el viaje será difícil y lleno de peligros. Rogué y supliqué y le dije que podía llevarse todo el oro que me estaba destinado si se llevaba a la señora Inés consigo. Al escuchar aquello, cambió de opinión y dijo piadosamente: —Si se disfraza de monja, puedo sacarla de contrabando de la ciudad sin despertar sospechas; con tal indumentaria podría engañar a los espíritus de la tormenta, de modo que nos permitieran un viaje afortunado. Que se prepare inmediatamente y que me espere cerca de la iglesia de Nuestra Señora después de vísperas. Pero la señora Inés no se sintió nada satisfecha al enterarse del viaje que tendría que emprender. Lloró y se retorció las manos, se lamentó de mi mala fe y dijo que había confiado en mi promesa de llevarla a Venecia. —Mi querida señora Inés —respondí—, me habéis comprendido mal. Sólo prometí libraros de vuestra difícil situación y ayudaros a recibir del almirante vuestro merecido premio. Además, el almirante es un tipo muy apuesto a quien ninguna mujer se resiste. Precisamente ahora está recogiendo en Visby el botín de todos los barcos que ha capturado, y me figuro que allí no tendréis competidoras. Tras algunos razonamientos, suspiró y dijo: —Parece que tendré que renunciar al viaje a Venecia por tu frío y duro corazón, Miguel. Sin duda este destino estaba escrito en las estrellas, aunque nunca pude imaginar que me viese forzada a llevar el hábito de monja. Le deseé buena suerte en su viaje, y ella me abrazó, intentando a la vez cortar con un puñalito las correas que sostenían mi bolsa en la cintura. Pero retuve firmemente la bolsa con mi mano libre mientras la besaba, y sus ojos se llenaron de lágrimas de un no fingido desencanto. Expresó la esperanza de que en mi camino a Tierra Santa cayese yo en manos de los turcos, y luego nos despedimos. Cuando se hubo marchado le dije a Andrés: —Hemos cumplido nuestra tarea como hombres de honor y somos libres para ir y venir como deseemos. Viajemos hacia el Sur, a países extranjeros, bajo otros cielos; dejemos tras de nosotros nuestros funestos recuerdos y embarquémonos desde Venecia a Tierra Santa, para obtener el perdón de nuestros pecados. Andrés preguntó si estaba muy lejos Tierra Santa, y no pensó que sus pecados fuesen muy grandes; no obstante, deseaba poner de por medio cuanta tierra y mar fuera posible entre él y la viuda de «Las Tres Coronas». Me desprendí de mis elegantes vestidos, y con ellos, de mi vida anterior, y los cambié por el manto gris del peregrino, ciñendo mi cintura con una tosca soga. Vendí todo el equipaje superfluo y retuve únicamente mi cofrecito de medicinas, que Andrés me aseguró podría llevar durante todo el camino hasta Tierra Santa. Cuando dejamos atrás las puertas de la ciudad, me hice un báculo de fresno. Los mástiles, las grises murallas y las esbeltas torres de Lübeck se desvanecieron a nuestra espalda cuando nos encaminamos hacia el Sur. Los cereales aún en pie estaban maduros para la siega, y tuvimos un hermoso tiempo durante nuestro viaje. El verano y el canto de los pájaros nos siguieron, y el otoño quedó tras de nosotros en el sombrío Norte. A lo largo de los caminos, los vagabundos, viéndome con el hábito de peregrino y creyéndome pobre, no nos molestaron, y las anchas espaldas de Andrés y su fuerte bastón despertaban en todos un saludable respeto. Viajamos así durante sesenta días sin apresuramientos ni excesivas demoras. Al fin, entre verdes viñedos, vimos alzarse los Alpes, como brillantes nubes azules, hasta el cielo. Al contemplarlos, Andrés se mostró grave; con los ojos muy abiertos comentó: —¡Esto es lo que yo llamo una buena y firme barrera! ¿Podremos salvarla sin rompernos los pantalones? En verdad, yo había destrozado los míos antes de alcanzar siquiera las faldas de aquella cadena montañosa. 4 Pasamos la noche en una ciudad amurallada. En la cervecería de la posada había un hombre muy irascible cuya capa llevaba la cruz de Caballero de San Juan de Jerusalén. Viendo mi indumentaria de peregrino me preguntó si estaba ligado con voto, y cuando se lo dije, declaró positivamente que mi empresa era vana. —¿Ignoráis, amigo mío —dijo—, que los turcos han puesto sitio a la fortaleza de Rodas? Si ese baluarte de la Cristiandad cayese, las galeras de nuestra Orden no podrían proteger los barcos de los peregrinos; serían capturados, y los peregrinos, condenados a cruel esclavitud. Por tanto, en estos días ningún barco se atreve a zarpar de Venecia rumbo a Tierra Santa, que hemos perdido por última vez, ya que los hombres devotos que sirven a las iglesias y monasterios del Santo Sepulcro dependen de las ofrendas de los peregrinos para poder pagar el oneroso impuesto que el sultán exige: ochenta mil ducados al año. Pero, ¿creéis que la cristiandad se lamenta por el peligro que amenaza ahora a Rodas, o toma la cruz, o al menos paga los gastos para equipar una flota en defensa de la isla? ¡De ningún modo! El Sacro Emperador Romano y la Cristianísima Majestad de Francia están mutuamente apretándose el cuello y les importa un bledo las plegarias y las peticiones de ayuda del Papa. Y, sin embargo, si cae Rodas, la cristiandad caerá con ella, y los cristianos tendrán que sufrir un severo castigo por su herejía y su creciente impiedad. Sé lo que me digo porque soy en la Orden el oficial encargado de los ingresos. Sólo con grandes dificultades puedo recoger la indispensable renta anual de nuestros Estados. Además, Venecia ha traicionado también la causa cristiana haciendo la paz con el sultán; los venecianos piden precios usurarios por un pasaje a Tierra Santa, y el dinero va a parar a la bolsa del sultán. Haríais mejor en renunciar a vuestro propósito y que ofrecieseis vuestro dinero, contra mi sello y mi recibo, para contribuir a la liberación de Rodas. Contesté con cautela que yo era un hombre pobre que escasamente podía conseguir un montón de paja para dormir y un mendrugo de pan negro; no obstante, si me contaba algo más acerca de Rodas, yo le daría una moneda de plata para ayudar a la buena causa. Me dijo entonces que la armada turca estaba anclada frente a Rodas, con un total de trescientos bajeles, y que los turcos la cañoneaban continuamente. El propio sultán había llegado a Rodas por la ruta terrestre, a la cabeza de un ejército de cien mil hombres. El rechoncho caballero hospitalario vació su copa, rompió el frasco contra la mesa, en un remolino de su mugriento manto y rugió: —¡Aquí todo es bebida, juego y fornicación, sin pensar en el mañana! Pero, ¡si tuvierais oídos para oír, podríais escuchar el rugir del cañón, desde Rodas, a través de la tierra y el mar, y los alaridos de los infieles cuando atacan las murallas y llaman en su ayuda a su falso profeta! Ése es el castigo por los pecados de la cristiandad y por las falsas doctrinas luteranas predicadas en todas las poblaciones por monjes renegados y curas casados, aunque el propio Lutero se ha apresurado a ocultarse del entredicho. O quizás el demonio se ha apoderado ya de él. El posadero limpió la mesa con su delantal y llevó más vino para el caballero, quien, ya más tranquilo, continuó: —Los parches de los reclutadores resuenan por todos lados pidiendo mercenarios para el ejército del emperador, pero nombrad la Orden de San Juan y todos los oídos se hacen los sordos. ¡Día llegará en que los turcos destaparán esos oídos y rebanarán las orejas... y aun las narices! ¡Día en que despellejen a los hombres vivos, empalen a los niños en las lanzas, vendan las esposas como esclavas y castren a los hombres! Entonces será demasiado tarde para lamentarse y deplorar las pasadas locuras, porque han abandonado a la Orden en su desigual batalla... la batalla por la cristiandad y por la libertad del Mediterráneo. Cuando nos retiramos a descansar, Andrés me preguntó si estaba yo completamente seguro de no habernos metido equivocadamente en el barril en que no debíamos, porque estaba empezando a sentir ciertos recelos acerca del viaje. Sin duda, Venecia era una ciudad de pecado, corroída por el vicio, pero nosotros estábamos comprometidos a ir aún más allá, a la Tierra Santa, donde las costumbres diferían grandemente de las nuestras y donde la manera de preparar los alimentos serían muy extrañas, quizás hasta amenaza para nuestra salud. Me propuso que en lugar de aquello nos alistáramos como mercenarios al servicio del emperador, pues, según los oficiales reclutadores, el emperador había capturado ya Milán y pretendía someter a toda Francia. En aquella empresa nos sería posible ganar renombre: yo podría recibir un condado, y él llegaría a ser artillero en jefe de Su Majestad Imperial. Le pregunté si no se había hartado de guerras y derramamientos de sangre, y le dije que era mejor contemplar las heridas de Cristo y su propia alma inmortal que soñar en saqueos. Sin embargo, si deseaba tomar la cruz y marchar a la guerra contra los turcos en Rodas, sería una resolución digna de alabanza, y una vez realizada le llevaría directamente al paraíso. Más aún: aquello parecía ofrecernos el único medio de llegar a Tierra Santa. Sin embargo, no fueron necesarios ulteriores argumentos, porque parece que yo había exhibido demasiado mi bolsa en la posada. Al amanecer del día siguiente, cuando continuábamos nuestro camino hacia los Alpes, la mala fortuna nos salió al paso. Andrés, quejándose de un desarreglo interior, se retiró hacia unas malezas para aliviarse; mientras yo le esperaba en el camino, dos caballeros llegaron al galope desde la parte de la ciudad. Uno de ellos me golpeó en la cabeza, y el otro, el oficial de Rodas que recaudaba rentas, me sacudió en la nuca un golpe y me echó luego, como un saco, sobre su montura. Eso es, por lo menos, lo que me figuro, porque ya no supe nada de mí hasta que recobré los sentidos al mediodía, en el lugar más espeso del bosque. Tenía una grave herida en la cabeza y estaba terriblemente helado, porque aquellos hombres me desnudaron por completo y las ramas con que me habían cubierto no bastaban a calentarme. Había perdido no sólo mi bolsa, sino también ciertas monedas de oro que hube de coser en mi ropa por temor a los ladrones. Me desperté al oír el canto de un pájaro; eran unas palabras en mi lengua nativa que decían claramente: —Nada bueno, nada bueno, vuelve a casa, vuelve a casa. Me imaginé que era de nuevo un niño que guardaba los cerdos de la señora Pirjo en las afueras de Abo. Sintiendo el frío que me helaba y el dolor de mi herida, aparté las ramas e intenté sentarme. En ese instante oí una dulce voz que decía: —Alabado sea el Señor, porque estáis vivo, apuesto joven. He estado a vuestro lado rezando y rezando para que fueseis vuelto a la vida, aunque creía que estabais muerto. Pero no hiráis mi pudor y no apartéis las ramas; ya os he contemplado demasiado tiempo. No tenía noción de dónde estaba ni de cómo había llegado al bosque, y durante unos instantes me olvidé de mi identidad y aun de mis intenciones. Cuando oí que el pájaro me hablaba, supuse que aquella dulce voz procedía de un viejo roble a cuya sombra estaba y que yo comprendía el lenguaje de los pájaros tan bien como si me hubiese tragado la lengua de un cuervo blanco. Pero cuando, a pesar de mis vértigos y mis violentos dolores, conseguí volver la cabeza, contemplé a una mujer arrodillada en el suelo, a mi lado, vestida con una falda roja decorosamente, extendida en torno suyo. Parecía muy joven y me contemplaba con una mirada afectuosa de sus ojos amarilloverdosos como los de un felino. Dándome cuenta de mi desnudez, me apresuré a cubrirme de nuevo con el ramaje y pregunté: —¿Dónde estoy y qué me ha pasado? ¿Quién sois? ¿Qué hacéis en el bosque y cuál es vuestro nombre? Respondió: —Soy Bárbara Büchsenmeister, nacida de honrados padres en la buena ciudad de Memmingen, donde mi progenitor es armero. Vine para visitar a mi querido tío. No estamos lejos de la ciudad, y entré en el bosque para recoger hierbas. ¿Y vos, quién sois? ¿Sois un hombre o un pagano espíritu de los bosques que habéis tomado forma humana para seducirme? Alargó la mano y tocó mi hombro como para asegurarse de que yo era realmente de carne y hueso, y su contacto no me fue desagradable. —Soy un hombre —contesté—, y mi nombre es Miguel Pelzfuss, o así me lo figuro, aunque en estos momentos poco recuerdo. He sido golpeado, robado y arrojado a lo más espeso del bosque, tan desnudo como cuando nací... e igualmente pobre y necesitado de compasión. La mujer cruzó las manos dando gracias a Dios y dijo: —El Todopoderoso ha escuchado, pues, mis plegarias, y mis sueños se han realizado. Me veía hace tiempo atormentada con inquietudes, y por esta razón vine a visitar a mi tío, con la esperanza de encontrar esposo en esta ciudad, puesto que en la mía, donde todos me conocen, no pude encontrar ninguno. Aun aquí he fracasado, después de haber dejado tras de mí los mejores años para el matrimonio. Últimamente soñé que tendría que ir al interior del bosque para encontrar un marido y he paseado por aquí diariamente, conversando con carboneros y leñadores. Así os encontré. Sin duda el Creador os destinó para ser mi esposo, puesto que os dejó aquí desnudo y despojado, enfermo y desvalido, de modo que no pudieseis huir de mí como lo hacen otros. Y yo os he tomado ya afición y he pensado en vos como esposo, aunque la honestidad femenina me ha impedido examinaros demasiado de cerca. —Bárbara Büchsenmeister —dije—, sin duda Dios y sus santos os trajeron a mí para que no pereciera de frío ni me despedazaran los lobos. Eso no lo niego; no obstante, no deberíais entregaros a forjar planes infructuosos, porque soy un clérigo que viaja como peregrino y que no puede pensar en el matrimonio. Tan pronto como haya recobrado mis fuerzas volveré a ponerme en camino. Cogió mi mano y la oprimió ardientemente contra su pecho diciendo: —Vuestra memoria os engaña, Miguel Pelzfuss; sufrís todavía vértigos por el golpe. No tenéis tonsura ni traza de clérigo, aunque ciertamente vuestras manos no han hecho nunca un trabajo rudo. Además, hay ahora sacerdotes y monjes que predican la nueva doctrina y que se casan sin impedimento. Si es necesario, abrazaré gustosa las nuevas enseñanzas, y seguramente podremos encontrar algún fraile viajero que de buena gana nos hará marido y mujer en cuanto os cure y os encuentre ropas. Me sentí enfermo, aturdido y tembloroso de la cabeza a los pies al solo pensamiento de haber perdido mi dinero y de no poder continuar ya el viaje. Deliré y vomité y llamé a gritos a Andrés; y hasta tres días más tarde —después de múltiples y odiosas pesadillas y visiones de demonios que me apresaban en sus garras— no recobré una vez más mis sentidos, pero esta vez en un gran lecho. Me contemplaba en los ojos amarilloverdosos de Bárbara, y ella me sostenía las manos. Sentíame tan débil, que difícilmente podía mover los dedos; pero el dolor había pasado y me sentí fresco después del ardor de la fiebre. Cuando Bárbara vio que estaba despierto, se inclinó sobre mí, besó tímidamente mis labios y dijo: —Mi querido prometido, estáis bien de nuevo y tenéis la cabeza despejada. Durante tres días con sus noches he luchado por vuestra vida y apenas he cerrado los ojos. He tenido que reteneros por la fuerza en el lecho, y el barbero os ha sangrado, por lo que estáis más pálido que un espectro. Pero la enfermedad ha remitido. Ahora debéis alimentaros y vestiros. Si lo deseáis, podéis hablar con vuestro compañero, que teme por vuestra razón. Decidle que es libre de ir a donde quiera, puesto que vos y yo estamos prometidos. Yo cuidaré de vos hasta que seamos hechos uno solo ante el altar de la iglesia en mi pueblo. Llamó a Andrés, que entró mordisqueando un mendrugo y me dirigió una mirada interrogadora. —Tienes una cabeza muy rara —observó—. Resiste los más horribles golpes. Hubiera jurado que morirías. Pero estás vivo y hasta has hallado tiempo para encontrar novia; y no me queda nada que hacer sino desearte felicidad y prosperidad. Quizá seas más sabio en hacer esto que en ir a Tierra Santa y ser cautivo de los infieles. Por otra parte, no me es posible imaginar lo que viste en la señora Bárbara ni cómo pudiste tan repentinamente ser su víctima. —Las palabras no nos llevan a ninguna parte, Andrés; es inútil llorar por la leche derramada. ¿Cuánto dinero nos queda? Hundió la mano en su bolsa y, contando las monedas, dijo con tono feliz: —No llega a un gulden. ¡Ésta es la consecuencia de llevar tú mismo todo el dinero! Ojalá me lo hubiera bebido, como sospechaste que lo habría hecho, porque tardaste en perderlo menos que un gato en estornudar. Me imaginé que Dios te había llevado por los pelos al cielo cuando regresé al camino y vi que habías desaparecido. Oí los caballos y corrí tras ellos hasta perder el aliento, pero al fin regresé a la ciudad lleno de tristeza, pensando en referirle a algún clérigo el milagro. Pero al llegar a las puertas de la ciudad, te vi en los brazos de tu amada en una carreta de heno. Y entonces te seguí hasta esta honrada casa cuyos únicos inconvenientes son la pobreza de su comida y lo rígido de sus reglas. —Hermano Andrés —respondí—. Sin duda entraba en las intenciones del Creador el que yo permaneciese bajo la protección de esta virtuosa doncella. Sin dinero no puedo continuar mi peregrinación, y estoy tan débil que escasamente puedo mover un dedo. Si mi salvadora me cobrase algo por haberme dado albergue y haberme alimentado y sangrado y cuidado, no tendría más elección que el matrimonio. Le debo la vida. Es la solución más sencilla para todas mis dificultades, y en este momento no deseo más que descansar. Por tu parte, debes partir y buscarte también una buena esposa, constituir un hogar y entregarte a tu honrada profesión. Andrés levantó las manos defensivamente y repuso: —Por lo que veo, tu razón está todavía un poco turbada. Atraer a tu hermano al pozo en que has caído es algo indigno. No te preocupes por mí; también tengo novia y he de despedirme de ti para ir en su seguimiento. Sólo después de muchas preguntas descubrí que Andrés, habiéndose, cansado de la magra comida de la señora Bárbara, se había ido a una cervecería, donde aceptó tres guldens de un sargento reclutador. Se bebió aquel dinero y el que traía mientras el sargento le contaba tales historias deslumbrantes de Italia y del ducado de Milán, que Andrés sintió el deseo de ver aquellas maravillas por sí mismo. —Perdóname —dijo—, si prefiero dormir junto a mi cañón que al lado de una mujer regañona. Y así fue como Andrés siguió los colores del emperador en las guerras de Italia y de Francia, mientras yo quedaba bajo los cuidados de Bárbara. Me atendió tiernamente y no me dejaba fuera de su vista ni por un instante. En cuanto fui capaz de caminar, me hizo sentarme en su cofre de viaje, en una carreta de bueyes, y me llevó a la casa de sus padres en la ciudad de Memmingen. Bárbara era la quinta y la más joven entre los hijos de un armero, y su hija única. Los tres hermanos mayores eran artilleros al servicio del emperador, y el cuarto, un muchacho hosco, era aprendiz de su padre, y a su debido tiempo le sucedería como maestro. Yo estaba todavía aturdido y recordaba poco de mi vida pasada, que sólo gradualmente surgía del olvido. Bárbara era amable, pero firme; lo arreglaba todo para mí, de suerte que yo no tenía que abrigar inquietudes por mis necesidades. Transcurrieron dos meses de aquella vida y las hojas del jardín comenzaban a tornarse rojizas. Un día Bárbara se acercó a mí, tímida y vacilante, y mirándome con sus ojos verdes dijo: —Ya estáis bien de nuevo y otra vez fuerte, Miguel, y debéis decirme lo que os proponéis hacer. Como extraño, no podéis seguir viviendo en la casa de mis padres y comiendo su pan. Sois libre para dejarnos si lo deseáis, y yo no os reclame pago alguno. Pero estoy sola y abandonada. ¿Por qué no os quedáis y recibís mis regalos de prometida para que el día de Todos los Santos podamos casarnos? Me entregó una camisa que había bordado muy delicadamente y colgó de mi cuello una cadena de oro de la que pendía la imagen de un santo. Sus manos reposaron sobre mis hombros y su rostro quedó muy cerca del mío. Se sonrojó, con lo que sus rasgos se suavizaron; sus pecas desaparecieron y sólo vi sus ojos verdes, que parecían forzarme y que me arrebataron todas mis fuerzas, haciéndomela deseable. Sin comprender realmente lo que sentía, la rodeé con mis brazos, la apreté contra mí, besé sus labios y le dije: —Estoy en tu poder, Bárbara, y no puedo elegir. Deseo compartir el lecho nupcial contigo si ligas tu destino al mío y no te arrepientes de ello... porque es posible que pese sobre mí una maldición que pudiera acarrear infortunios a aquellos a quienes amo. Me besó apasionadamente muchas veces y dijo: —Me alegro con todo mi corazón de que me hayas elegido por mujer. Te prometo ser una esposa buena y fiel. Debes arreglar en seguida con mi padre la cuestión de mi dote, y déjame hablar por ti, porque eres tímido y torpe de palabra. Fue así como recibí sus regalos de prometida. Y no tuve que lamentarlo, aunque varias veces, antes de que llegase el día de Todos los Santos, al mirarla con detenimiento, advertí demasiado claramente que ya no era joven. Pero cuando fijaba en los míos sus ojos de gato, amarilloverdosos, se transfiguraba para mí. La encontraba entonces muy atractiva, con rasgos más suaves, de los que las pecas parecían haber desaparecido; sus dientes perdían su mal color y yo me quedaba mirándola a los ojos como embrujado. 5 Un día, cuando estaban en su apogeo los preparativos para nuestra boda en la casa del armero, Bárbara, mostrándose impaciente por primera vez, deslizó en mi mano una moneda de plata y me dijo que fuese a beber cerveza a «El Colmillo del Jabalí», para no estar estorbando a las mujeres. Muy satisfecho en obedecerla, me dirigí hacia aquella taberna, que estaba cerca de la Casa Consistorial y que era fresca en verano y caliente en invierno, como debe serlo una buena taberna. Yo había vivido tanto tiempo apartado de los demás, que quedé desconcertado al advertir que se apagaban los murmullos de voces y que todos los ojos se fijaban en mí. Pero yo llevaba unas ropas decentes, que Bárbara misma había confeccionado para mí; así es que fui a sentarme a un extremo de la mesa y pedí al posadero me sirviese un jarro de su mejor cerveza. Vaciló un momento y se entretuvo en limpiar la mesa con el delantal antes de sacar la cerveza del barril. Luego posó el jarro tan violentamente, que la espuma me salpicó las rodillas. Los jóvenes que se sentaban a la misma mesa comenzaron a cuchichear, y uno de ellos escupió con gesto maligno en el suelo cuando yo le miré. Pero no puse atención en ello, porque, por su apariencia, debía de ser un simple aprendiz. Me interesé más por otro muchacho, sentado en el centro del grupo, que tenía ante sí un libro abierto. Llevaba en la cintura un recado de escribir, de cobre, y las mangas de su abrigo estaban acuchilladas según la nueva moda. Tenía un rostro abierto y resuelto, y sus ojos, grandes y brillantes, muy separados y sombreados por sus cejas negras, le daban una apariencia de gran energía intelectual. Yo bebía mi cerveza, mientras él, después de invitar a sus camaradas a que guardasen silencio, continuó leyendo en voz alta, ocupación que mi entrada había interrumpido. Escuché atentamente; el tema me era familiar, pero hubieron de pasar algunos momentos antes de que comprobase que estaba leyendo el Evangelio en alemán. Aquello me produjo una impresión tal, que involuntariamente hice el signo de la cruz. El hombre que leía se dio por ofendido, e interrumpiéndose nuevamente se dirigió a mí, ceñudo, diciéndome: —Si sois forastero en la ciudad de Memmingen y teméis oír la palabra santa de Dios, no hay nada que os impida terminar de beber vuestra cerveza e ir a delatarme. Y para que sepáis de quién tenéis que contar estas cosas, os diré que mi nombre es Sebastián Lotzer y que mi padre es peletero. Trabajo como su aprendiz cuando no estoy ocupado en difundir la santa palabra del Señor a los hombres honrados en un idioma que pueden comprender. Sus compañeros comenzaron a codearse diciendo: —Echemos fuera a este mirón frailuno y rompámosle los huesos. Es el mozo que se va a casar con Bárbara Büchsenmeister y que nadie sabe de dónde demonios ha salido. El tumulto disminuyó y, ofendido, me retiré hacia la puerta, porque las bravatas están por debajo de mi sentido de la dignidad. Sin embargo, hablando en mi propia defensa dije: —Mi nombre es Miguel Pelzfuss y soy un Baccalaureus artium de la noble Universidad de París. No tenéis motivo para aborrecerme. Acabo de restablecerme de una larga enfermedad, y me parece que acabo de oíros ahora, Sebastián Lotzer, leer la santa palabra de Dios en un libro impreso en alemán, aunque lleváis vestidos de seglar y decís que os dedicáis al negocio de peletería. Por tanto, sólo puedo suponer que el demonio ha puesto a prueba mi fe y ha confundido mis oídos y embrujado mis ojos. Sebastián Lotzer me sonrió y dijo: —Vuestra enfermedad ha debido de ser muy larga en verdad si no habéis llegado todavía a advertir los signos de los tiempos. Sentaos con nosotros y escuchad mi lectura, pues mis camaradas y yo hemos adquirido a escote este sagrado libro, que cuesta tanto como un buen caballo, para poder fundar nuestras esperanzas de redención sobre las palabras de la Sagrada Biblia únicamente, y sólo a través de ella valorar los acontecimientos. Este libro es el Nuevo Testamento, que el doctor Lutero ha traducido al alemán, y de ningún modo, una invención del demonio. De hecho, Satanás luchó para imponerse con cuernos y pezuñas para dificultarle su trabajo de traducción, de modo que se vio obligado a lanzar su tintero al morro del Enemigo. Pero ahora, a pesar de las conjuras de demonios y clérigos, el libro está impreso; de ahora en adelante, todo hombre honrado puede leer y comentar el texto, y yo no he encontrado ni una línea ni una palabra en todo el libro que prohíba hacerlo así a los seglares. Pero los compañeros de Sebastián Lotzer le amonestaron diciéndole: —Que no se siente con nosotros; es un hombre de cara pálida que se va a casar con la pelirroja Bárbara. Pero si quiere compartir nuestra evangélica compañía, que pague al menos la cerveza de todos. Así fue como entablé conocimiento con Sebastián Lotzer y le oí exponer la Biblia de una manera completamente diferente a la interpretación ortodoxa; porque ni él ni sus amigos se interesaban fundamentalmente por salvar sus almas mediante la Biblia, sino más bien por descubrir si contenía alguna justificación del pago de diezmos, si los hombres estaban obligados a adorar a los santos, a creer en el purgatorio y en la intercesión, y si los monjes y monjas tenían derecho a competir con los pobres tejedores de los gremios sin pagar tasas y otras contribuciones para las rentas públicas. Sebastián Lotzer declaró audazmente que nadie necesitaba creer o pagar algo que no estuviera explícitamente indicado por las palabras de la Biblia. Declaró también que en la Sagrada Escritura no se decía nada acerca de los monasterios. Los claustros eran una invención del demonio, organizados para vejar y oprimir a los honrados artesanos y a los pobres. Los tejedores ya no podían mantenerse y mantener a sus familias, puesto que tenían que competir con los grandes talleres de tejidos de los monasterios, que estaban libres de toda clase de impuestos. Sebastián Lotzer añadió: —La justicia de Dios es más grande que la justicia de la Iglesia o del emperador, pues la Iglesia es una institución humana, y el emperador es elegido por el pueblo. Por esta razón yo me esforzaré día y noche para comprender la justicia de Dios... con objeto de que a su debido tiempo pueda yo dar testimonio de ella a los otros mediante las claras palabras de la Biblia, que todo hombre puede comprender. Seguramente no fue la intención de Dios que los monjes engorden en los claustros mientras que los campesinos y los hombres de las ciudades se afanan y fatigan por un mendrugo de pan. No, nosotros debemos poner fin a todo esto, porque la sangre de Cristo ha redimido todos los pobres pecadores y todos somos iguales a los ojos de Dios. Dios no reconoce ni obispos, ni clérigos, ni nobles, ni monjes, y ante Él todos gozan de iguales derechos. El pueblo debe aprender a leer los signos de nuestros tiempos, porque la paciencia de los pobres no es inagotable. El posadero de «El Colmillo del Jabalí» había escuchado reverentemente, pero luego, mostrándose cada vez más inquieto, se llevó nuestros cubiletes vacíos, limpió la mesa y declaró: —No puedo servir más al fiado, Sebastián, y si vuestro padre os oyese, os zurraría hasta que no pudierais sentaros. Idos con vuestra lectura a otra parte, porque los buenos burgueses pronto vendrán a reunirse aquí para sus prácticas corales..., y eso quiere decir que los aprendices deben marcharse, dígalo o no la Biblia. Sebastián Lotzer envolvió el precioso volumen en un trozo de paño y se lo puso bajo el brazo. Abandonamos juntos la taberna y me dijo: —Seamos amigos, Miguel Pelzfuss, porque necesito alguien de mi propia condición para que discuta conmigo todas las ardientes ideas que bullen en mi cabeza. Además, me gustaría conversar contigo en latín. Estudié la lengua yo solo, y aunque la hablo con tropiezos, leí gran parte de la Biblia en dicha lengua antes de que este incomparable libro saliese de las prensas. Me llevó sin vacilar a la casa de su padre y entramos en una habitación donde el alto maestro peletero estaba cortando sus valiosas pieles con seguros y rápidos cortes, para guarnecer los mantos de personajes eminentes. Padre e hijo eran de aspecto muy semejante, y ambos tenían muy separados sus grandes y brillantes ojos. —He encontrado un amigo —anunció Sebastián, y me presentó a su padre—. Es forastero en esta ciudad, pero se trata de un muchacho instruido y de maneras corteses. Te ruego que te muestres amable con él, padre..., y no te disgustes si hoy hablo con él en lugar de ayudarte a cortar. El maestro Lotzer me dirigió una mirada lenta y escudriñadora. —Bien venido a mi casa, Miguel Pelzfuss —dijo—; que no atraigáis la desgracia sobre mi hijo. Es joven e impetuoso y deberéis refrenarle. Sé que no nació para peletero, porque la pluma de ganso se mueve más fácilmente en su mano que la cuchilla. Esperaba que se dedicara a las leyes, y conseguí para él un cargo como escribiente en nuestro tribunal de justicia; pero lo ha perdido por su arrogancia y su tendencia a replicar. Soy hombre de espíritu liberal y dejaría que cada uno pensase por sí mismo, pero mi joven hijo no comprende aún la diferencia entre pensar para sí y pensar en voz alta. Sebastián abrazó a su padre y le dirigió una sonrisa radiante. Su orgullosa cabeza y su noble porte me mostraron que ni su padre ni persona alguna podría enojarse realmente contra Sebastián, antes bien estaría dispuesto a perdonarle por su lengua impulsiva. Me acompañó a su habitación, en la que había muchos libros y una estufa de porcelana de un color gris azulado y un lecho con cubrecama de hermosas pieles. Me di cuenta de que era el hijo mimado de un hombre acomodado, que nunca se había visto obligado a sufrir el frío o la necesidad. Por aquella razón le era fácil jugar con ideas que a otros pudieran ocasionarles la pérdida de abrigo y alimento o quizá conducirlos al patíbulo. Habló con gran entusiasmo, sin ofrecerme ocasión para poder pronunciar una palabra. Aprovechando, al fin, un momento de silencio, dije: —Sebastián, sabes que el sábado voy a casarme con Bárbara, la hija del armero, y siendo aquí forastero no tengo ningún amigo que me acompañe al altar. Si deseas, como dices, mi amistad, sé mi padrino, y luego, en la casa, mi invitado, para que no tenga que avergonzarme ante los demás. Su rostro se ensombreció, apretó los labios y desvió la mirada. Al cabo de un rato contestó: —Miguel, ¿sabes lo que vas a hacer? ¿Sabes algo acerca de la pelirroja Bárbara y su familia? Tiene mala fama, lo bastante mala para abrir un abismo entre sus parientes y todos los demás ciudadanos. Se vio obligada, en una ocasión, a prestar juramento de purificación ante el Tribunal Espiritual. Créeme, tiene una mala reputación en esta ciudad, y nadie puede creer que pescó a un hombre como tú por medios naturales. Te digo esto como advertencia, para que tengas una perfecta comprensión del asunto. Sus palabras fueron para mí una explicación de muchas cosas que yo había advertido, pero a las que durante mi enfermedad había prestado escasa atención. Sin embargo, me sentía irritado por aquella advertencia, porque me había resignado ya a creer que la Providencia me había destinado a ser su esposo; le referí, pues, cuanto estimé conveniente acerca de nuestro primer encuentro en el bosque, y luego rogué a Sebastián que me expusiera algunas de las razones en que fundaba la mala opinión que tenía de ella. —Desde niña ha sido diferente de los demás —contestó, vacilante—, y nadie puede explicar el misterioso poder que ejerce sobre sus padres. Tomé entre los dedos la cadena de cobre que Bárbara me había dado y repliqué: —También tú eres diferente, Sebastián; también tú tienes un notable poder sobre tu padre; nunca te riñe, aunque debe de tener sólidas y suficientes razones para hacerlo. Sebastián se rió a su pesar, pero continuó: —No comprendes... o no quieres comprender. Hubo una vez un muchacho a quien Bárbara embrujó... Todos los demás niños la evitaban, golpeándola y tirándole del pelo cuando intentaba jugar con ellos. Aquel chico fue muerto por el rayo. La simple mirada de ella puede secar los pechos dé una madre joven; y en una ocasión en que Bárbara se encolerizó con la esposa del vendedor de especias, extendió la mano y aparecieron tres manchas negras en el brazo de la mujer. Nadie se atreve a mirarla a los ojos, y esos ojos seguramente te han embrujado, Miguel. Ya han pasado para ella los mejores años para el matrimonio, y es fea y pelirroja, y tiene los dientes cariados. —Tal vez sea cierto todo eso, Sebastián —respondí—; sin embargo, quizás el amor, por lo general, no sea sino ceguera y sortilegio; pues una madre amará al más feo de sus hijos y lo encontrará siempre hermoso. Cada palabra que pronuncias me atormenta el corazón, porque, a mis ojos, Bárbara no es fea. Para mí, su complexión es cálida y sonrosada y me gustan sus ojos verdes. Y no es que yo codicie el dinero de su padre; pienso sostenerla como corresponde a un digno esposo en cuanto encuentre un trabajo adecúa do a mi talento. Si quieres ser mi amigo, me debes una reparación por tu ofensivo lenguaje. Censúrame a mí el ser un hombre de rostro pálido y un extranjero, pero no a Bárbara, que está destinada a ser mi esposa. Hablé con gran calor y éxtasis al decir estas palabras a Sebastián. Cuando habló mal de mi prometida me di cuenta de cuán vivamente la amaba; suspiraba por ella y deseaba vivir toda mi vida a su lado, por extraño que aquello pareciera aun para mí mismo. Sebastián no pudo verme afligido; su efusivo corazón, prevaleciendo sobre su buen sentido, le llevó a abrazarme, con la promesa de acompañarme al altar con sus mejores galas y acudir más tarde a la fiesta como mi invitado. Incluso me prestó su capa de terciopelo con cuello de zorro plateado para llevarla sobre mis hombros en el desfile nupcial, puesto que el tiempo se había vuelto frío y soplaba desde los Alpes un viento helado. Nada diré de mi boda sino que estaba ciego y feliz y no presté atención a los malos augurios, aunque la gente miraba con acritud nuestro desfile y no pronunció para nosotros ninguna de las habituales bendiciones. La dote de Bárbara bastó para proporcionarme todo lo necesario en cuanto a trajes, ropa blanca y efectos domésticos, y recibí también cincuenta guldens del Rin, que el viejo armero contó cuidadosamente y me echó en una bolsa de cuero. Yo le hubiera abrazado como a mi padre, pero me apartó con rudeza y apenas había transcurrido poco más de una semana cuando comprendí que tanto el padre como el hijo deseaban vivamente que dejásemos su casa. Busqué alguna colocación adecuada para mí, pero no pertenecía a ninguno de los gremios de la ciudad, y además era forastero. Me sentí amargado por los múltiples, rudos y humillantes desaires, los cuales hicieron que me sintiera como un intruso a quien la gente honrada expulsaba de su sociedad. Sebastián era mi único amigo, pero me visitaba meramente para discutir puntos relacionados con su pasión dominante: la justicia de Dios; y puesto que yo sentía mayor interés por los temas teológicos que por los jurídicos, con frecuencia sosteníamos criterios opuestos al interpretar las claras palabras de la Biblia. Sus compañeros, ignorantes aprendices de tejedor, me evitaban, a la vez que me envidiaban su amistad; continuaban llamándome el hombre de la cara blanca, aunque yo había recuperado mi fuerza y mi saludable color. Mi orgullo sufría con todo aquello, y sin saberlo Sebastián visité a su padre el peletero, rogándole me aceptase como aprendiz; pero habiéndome entregado la cuchilla y una piel de topo, y después de ver cómo me esforzaba en hacerlo lo mejor posible, me arrebató la cuchilla diciéndome que yo no había nacido para peletero. En cambio, me recomendó a un boticario, pero aquel hombre, además de avaro era un ignorante que mezclaba sus drogas en el más riguroso secreto. Estoy persuadido de que engañaba a sus clientes con remedios inútiles, y por tanto no deseaba ayudante. No podía tampoco establecerme como médico porque era demasiado joven y me faltaba el diploma universitario; aunque sin duda no hubiera perjudicado más a los pacientes que los acreditados facultativos, en tanto siguiese los simples principios del doctor Paracelso. Eran aquéllos tiempos turbulentos. El Imperio guerreaba incesantemente contra la poderosa y rica Francia; desde la Confederación Suiza y desde el Norte llegaban las voces pendencieras de los herejes que pedían la purificación de la Iglesia. La pequeña ciudad de Memmingen quedó inundada y maltrecha por aquel mar encolerizado. Casi a diario, algún monje abandonaba su monasterio o algún errante aprendiz de zapatero aparecía en la plaza del mercado predicando contra las sagradas costumbres de la Iglesia y la organización monástica; luego comenzaba a pedir limosnas para continuar su ardua jornada en otras ciudades. El rayo de Dios no descargaba sobre estos agitadores y ni los tribunales eclesiásticos ni los seculares osaban actuar contra ellos por temor a los alborotos y al escándalo. Las arengas sediciosas de aquellos predicadores ambulantes se difundían como una plaga espiritual por todo el Imperio, al igual que se propaga una epidemia con el seco polvo que la transmite en forma que quienes lo respiran no están seguros contra sus ataques. El pueblo los escuchaba indiferente, riéndose de ellos o boquiabierto; sin embargo, sus palabras infectaban y corroían sus mentes —que tal es el camino de la herejía— y el conocimiento de la Biblia crecía entre la gente baja de una manera alarmante. Todo el mundo, de acuerdo con sus medios y oportunidades, había comenzado a alimentarse del fruto prohibido, y antes de mucho tiempo todos creían que podían apelar a las Sagradas Escrituras para justificar sus más perversos deseos. Sebastián me había presentado al anciano rector de la ciudad, que era de San Gall, en la Confederación Suiza. Desgraciadamente, aquel hombre, susceptible y grosero, estaba totalmente imbuido de las ideas heréticas, aunque nunca se aventuró a expresarlas en términos claros. Sin embargo, mostraba un vivo deseo de atraer a su lado a los jóvenes, granjeándoselos al invitarlos a discutir y a beber cerveza en su casa, y allí reforzaba sus argumentos golpeando con el puño sobre la traducción latina de la Biblia, de Erasmo; porque, aunque no reconocía a Lutero, había encontrado un preceptor aún más herético en su propio país, en la ciudad de Zurich. Sebastián y el rector fueron a Zurich por el Año Nuevo y me hubieran llevado con ellos, pero yo no tenía medios para hacer el viaje. Tuve que quedarme donde estaba y pasé el tiempo alimentando a un pequeño pájaro verde en una jaula de mimbre, y contemplando a través de la ventana los techos vecinos. Al fin no pude ya dominar por más tiempo mi desesperación. Descansando la cabeza en el regazo de mi esposa y lamentándome amargamente, le confié: —Soy un inútil desecho humano. Nadie habla conmigo y ni siquiera puedo mantener a mi propia esposa. Hiciste un mal negocio al casarte conmigo, Bárbara; habría sido mejor si hubiera desaparecido del mundo cuando llegué a él. Acariciando mi cabello con su estrecha mano, contestó: —No te desesperes, Miguel, tengo un plan. El recaudador de contribuciones del Concejo de la ciudad es un borracho; le tiemblan las manos, y antes de mucho tiempo le ocurrirá algún accidente. Me imagino que entonces podrás comprar su cargo. Entretanto, procura ganar su amistad y ayúdale en su tarea gratuitamente; de esa manera, los consejeros se acostumbrarán a verte y dejarán de apartarse de ti. Mientras acariciaba mi cabello, yo me sentía lleno de un dulce aunque ilusorio sentimiento de seguridad y no presté particular atención a sus palabras. Sin embargo, busqué la compañía del recaudador de contribuciones y la obtuve muy sencillamente ofreciéndole cerveza en «El Colmillo del Jabalí». Luego me llevó frecuentemente consigo a su oficina o a las reuniones del Concejo y me permitió que le ayudase en la redacción de protocolos, para poder regresar más temprano a la cervecería. Aprendí a manejar los sellos y me inicié en las discusiones más usuales referentes a los pesos y medidas falsos entre los comerciantes y al control de los precios para prevenir competencias indebidas. No reflexioné nunca en lo que tenían de tediosas y monótonas tales ocupaciones, pero soñé en las alegrías de una vida pacífica y un trabajo poco exigente, en llegar a viejo honorablemente junto a mi buena esposa, rodeado de libros y de la compañía de mis amigos, como terrenas delicias. Con la esperanza de obtener aquellos privilegios, hice todo lo que pude para ganarme el favor de los consejeros, inclinándome profundamente cuando los encontraba, apareciendo siempre correctamente vestido y redactando los documentos con mi más bella letra. No me sentía desanimado por la apariencia desastrada y sucia de mi patrón, siempre oliendo a cerveza, ni veía en él la imagen de mi propio futuro como empleado. Envidiaba su posición, y en mi corazón deseaba que enfermase. Regresaron de Zurich Sebastián y el rector, embriagados de celo y triunfo, y se vieron asediados por la evangélica turba que deseaba a la vez noticias de su viaje y sus enseñanzas. El rector de Zurich, Ulrico Zwinglio, había defendido con tanto éxito sesenta y seis tesis sobre la libertad cristiana contra la opresión de la Iglesia, que nadie había sido capaz de refutarlas seriamente. —¿Es posible —exclamé— que Dios haya otorgado a este agitador una gracia mayor que la que concedió a los grandes Padres de la Iglesia y a todos los santos benditos que por él sufrieron tortura y martirio? No puedo creerlo, porque Zwinglio es esclavo de su carne, ya que ha abandonado el celibato para casarse; en otros aspectos tampoco da muchas muestras de santidad. —Debieras haberle visto —repuso Sebastián—, y haber contemplado sus ojos. Entonces hubieras comprendido que el Espíritu Santo hablaba por su boca. Y no está satisfecho aún de lo que ha realizado. Ha dicho a sus partidarios más íntimos que no estará satisfecho hasta que todas las imágenes de los santos cíe todas las iglesias hayan sido destruidas como ídolos, y hasta que las casas monásticas se hayan convertido en escuelas y talleres. Lutero es un tibio apaciguador comparado con Zwinglio; porque Lutero permite todo lo que la Biblia no prohíbe explícitamente, mientras que Zwinglio se propone no permitir nada que la Biblia no ordene explícitamente. —Eso sí lo creo —dije—, porque una vez que abandonamos el áncora de salvación de la Iglesia no hay ninguna razón para conservar ningún otro lastre inútil. Lancemos por la borda los Santos Sacramentos de una vez, y dejemos que Satanás sople con todas sus fuerzas en nuestras velas. Dije aquello en tono de mofa, pero Sebastián me miró con ojos en los que ardía el fanatismo. Replicó: —Dices más verdad de lo que supones; se está formando una tormenta cuyos rugidos pueden oírse ya desde ahora. Arrasará todas las viejas cosas gastadas para que el Reino de Dios pueda fundarse sobre la Tierra. El rector Cristóbal terció: —El Papa mismo ha procurado tentar y sobornar a Zwinglio con promesas de reformas dentro de la Iglesia, pero es en vano limpiar una casa ruinosa. Tiene que ser derruida. Zwinglio toma la Revelación de san Juan como un testimonio de que la Iglesia gobernada por el Papa es el Anticristo y un inequívoco presagio que anuncia su inminente caída; pues cuando el Papa Adriano estaba celebrando la misa de Navidad en Roma, víctima de la peste, cayó sobre el altar delante de él una gran piedra desprendida de una de las columnas. Ésa es una señal que todo verdadero cristiano comprende, aunque el Papa intente explicarla diciendo que la caída de la piedra significa la caída de Rodas, puesto que fue en Navidad cuando los infieles penetraron en la ciudad para asesinar, saquear e incendiar, aunque Rodas se había ya rendido. Al oír aquello me levanté y dije: —Creo que verdaderamente ha aparecido el Anticristo sobre la Tierra y que Satanás ha pervertido la visión de los hombres, cuando así se envilece al Padre Santo y se llaman ídolos a las imágenes de los santos y cuando ya no se teme el peligro turco que amenaza a toda la cristiandad. A la hora undécima os entregáis a disensiones y conflictos y parece que no os arrepentiréis hasta que los cascos de las hordas turcas resuenen en nuestras calles y sus sacerdotes invoquen el nombre del falso profeta desde las torres de las iglesias de la ciudad. Uno o dos tejedores se pusieron en pie y dijeron a Sebastián: —Este Miguel Pelzfuss está envenenado con las tonterías monjiles y desdeña las claras palabras de la Biblia que todo hombre honrado puede comprender. ¿No sería mejor que le abriésemos los ojos a puñetazos y que a puntapiés le saquemos el papismo de sus entrañas para salvar su alma inmortal antes de que pueda provocar discordias en nuestra fraternidad evangélica? Pero Sebastián me defendió y regresé a casa sin que me molestasen, aunque sumamente turbado mi espíritu por todo lo que había oído. Al día siguiente, Sebastián me visitó, sin parar mientes en los prejuicios que había contra nuestra casa, y con la esperanza de vencer mis escrúpulos. Bárbara le escuchó silenciosamente, mirándonos con sus verdes ojos mientras hablábamos. Pero yo me opuse a Sebastián e insistí: —La Santa Iglesia se ha mantenido firme durante quince centurias y está glorificada con la sangre de los santos y de los mártires. El Papa Adriano es un hombre devoto y severo que no desea cosa mejor que purificar la Iglesia y arrojar a los mercaderes del templo. Con todo, la Iglesia está perdida si cualquier aprendiz de zapatero o de herrero lee la Biblia por su cuenta y la interpreta de acuerdo con su ignorancia. Sebastián replicó: —Los santos apóstoles eran también unos ignorantes pescadores, y Dios permitió que su Hijo unigénito naciese en la Tierra como el hijo de un simple carpintero. La Iglesia y la Universidad no han hecho más que complicar el sencillo mensaje de las Escrituras. —Sebastián —insistí—, si los hombres pierden la fe en la Santa Iglesia y en los Sacramentos, perderán la fe en todo lo demás, y el resultado será pecado y perdición y el derrumbamiento de la cristiandad. Ya hay quienes desvergonzadamente violan las vigilias, blasfeman contra las cosas santas y defienden sus vicios con textos de la Biblia. Los malvados y los avaros profesan un evangelismo que les permita esquivar el pago de los diezmos. Los tejedores piden la disolución de los monasterios, porque los gremios de tejedores se han empobrecido. Los mercenarios llevan la Biblia en sus mochilas, para hacerse perdonar los saqueos de las iglesias y los raptos de monjas. La Biblia es un arma terrible en manos de un hombre ignorante, si busca en ella no la salvación de su alma, sino la satisfacción de sus desordenados apetitos. ¡Créeme, Sebastián, Satanás es el más diligente de los lectores de la Biblia! Sebastián se me quedó mirando, y su frente aparecía pura y serena sobre sus sombreados y apartados ojos. —Miguel, Dios le dio al hombre una tierra hermosa para que viva en ella, y le confirió poder sobre todos los animales del campo, las aves del aire y los peces de las aguas. Con la sangre de su Único Hijo redimió a la Humanidad; y para Él todos somos iguales. Ésta y sólo ésta es la verdadera enseñanza. Y sin embargo, los campesinos tienen que trabajar como esclavos para sus señores y la labor de los artesanos sólo enriquece a los grandes mercaderes. Se carga de cadenas al campesino y se le deja agonizar en las mazmorras del castillo si se apodera de un pez en el río para su esposa enferma. El tejedor pierde su pan de cada día y es expulsado de la ciudad si en su cólera amenaza con el puño a los grandes talleres de los monasterios. Eso no puede ser la voluntad de Dios; por tanto, la Biblia debe ser nuestra arma para cuando haya quedado fundado sobre la Tierra el reino del Señor. Me quedé mirando a Sebastián, pero ya no le veía como un amigo, sino como a un animal salvaje terrible y hermoso vestido de suave seda. Su jubón se adornaba con hermosos botones de plata, y el cuello de piel de su capa de terciopelo acariciaba sus mejillas a cada violento movimiento de cabeza con que acentuaba sus palabras. Para él, pecado, sufrimiento y redención de la Humanidad, eran conceptos extraños; buscaba en la Biblia no el camino hacia el reino de Dios, sino una modificación en los negocios terrenos. Comenté: —Erasmo puso el huevo, Lutero lo empolló, y ahora Zwinglio cacarea como un gallo adulto. Pero tú has hecho brotar una chispa y encendido una antorcha que puede provocar un incendio en toda la granja. ¿Por qué lo haces y qué es lo que realmente atormenta tu corazón? No te falta nada de lo que justamente puede desear un hombre en esta vida. Eres joven y sano, naciste en un buen hogar y todas las puertas están abiertas para ti. Evitó mi mirada, se ruborizó hasta enrojecer y replicó: —Hay algunas puertas que no se abrirán para mí aunque llame con los nudillos hasta desollármelos; pero pronto las derribaremos con pólvora y nadie me despreciará entonces. Bárbara intervino entonces y dijo alegremente: —Sebastián, no hace falta que hagas pedazos el mundo porque tú estés enfermo de amor. Compra un filtro amoroso eficaz y no te será necesaria la Biblia. Tus deseos quedarán acallados y tu alma gozará de paz por una o dos monedas de oro. Sebastián dio un salto y rugió con voz que temblaba de odio: —¡Bruja, mala pécora, aojadora! ¡Aquí en Memmingen hemos sufrido bastante por tu causa, y tu Juramento de Purificación no te servirá por mucho tiempo! Día llegará en que seas quemada en la pira para que purgues todas tus maldades. No creo que Bárbara se hubiese propuesto decir nada malicioso; pero cuando Sebastián la injurió así, se levantó, brotándole chispas de sus ojos enfurecidos. Sus mejillas se tornaron súbitamente tan blancas, que las pecas sobresalieron como manchas oscuras. Durante un instante miró fijamente a Sebastián y, dominándose, abandonó luego la estancia sin pronunciar palabra. En seguida se arrepintió Sebastián de su acaloramiento e hizo varias veces la señal de la cruz. Enojado por su violencia, me burlé de él. —Si siguieras las enseñanzas de Nuestro Señor de acuerdo con los inequívocos preceptos de la Escritura, irías a vender todo lo que tienes y entregarías el dinero a los pobres, puesto que eres realmente un joven rico, y san Francisco así lo hizo. Sebastián se puso pálido y replicó: —Tienes razón, Miguel, aunque no pienso cometer e1 mismo error que san Francisco y buscar el cielo más allá de la tumba. No; yo lo buscaré aquí, en la Tierra; obligaré a los monasterios y a los ricos a repartir su riqueza entre los pobres y a contentarse con una parte igual a la mía. Diciendo lo cual, arrojó al suelo su hermoso manto de terciopelo y lo pisoteó; se arrancó violentamente los botones de plata de su jubón y, arrojándolos por la habitación, gritó: —De aquí en adelante mis vestidos serán los de un pobre aprendiz. Me ganaré el pan con el trabajo de mis manos y me contentaré con la misma comida que el muchacho más pobre de la casa de mi padre, y no pediré favores a ningún hombre. Cuando hizo jirones su hermoso vestido, mientras derramaba ardientes lágrimas, se lanzó fuera de la habitación y salió de la casa antes de que pudiera dirigirle una palabra de despedida. Llegué a la conclusión de que había padecido alguna secreta aflicción y que era demasiado orgulloso para exteriorizarla. Regresó Bárbara, pálida todavía. Recogió del suelo el manto de terciopelo y lo limpió; recogió luego los botones de plata y comentó en tono amargo: —A Sebastián le es fácil hablar; es hijo de un hombre rico y nadie se atreve a alzar un dedo contra él. Si tú hablases o te condujeses como él, serías expulsado de la ciudad. Sin embargo, nada aflige a Sebastián, salvo el que una dama de elevada cuna le ha desdeñado porque procede de la burguesía. Y su padre no es tan rico como para poderle comprar una corona condal, como lo hizo Jacob Fugger. Me llamó la atención algo nuevo que advertí en su voz, y le pregunté: —¿Te agradaría que hablase yo como él y que predicase el derrumbamiento del mundo? Por primera vez evitó mi mirada, y de pronto la vi macilenta y fea, con abultados pómulos y llena de pecas. —Si tuvieras fe, Miguel, no me pedirías consejo —respondió—. Pero careces de ella, aunque sabes que la Iglesia es a veces cruel, los sacerdotes, ociosos, y los monjes, avaros e ignorantes. El agua bendita y la cera pueden usarse para malos fines lo mismo que para buenos; quizá seas tú también así, Miguel, y yo también, aunque tal vez no lo sepas. Pero mi razón de mujer me dice que el mundo no puede cambiarse; que habrá siempre ricos y pobres, poderosos y oprimidos, lo mismo que hay hombres discretos y locos, fuertes y débiles, sanos y enfermos. Así, ni amo a los hombres ni les deseo ningún bien. Tampoco ellos me desean ninguno, como habrás oído por las palabras de Sebastián. Tú eres el único a quien yo amo, Miguel. Vivamos oscuramente, sin despertar la mala voluntad y sin descubrir a nadie que ambos estamos moldeados con cera encantada. Pero olvidé sus enigmáticas palabras cuando me miró de nuevo con sus verdes ojos, que brillaban de ternura. De pronto me pareció hermosa; la atraje hacia mí y el deseo me envolvió como una oleada, y gozamos unidos, aunque era ya pleno día. Me dije que aunque el mundo en que vivíamos fuese un barco que se iba a pique, yo no había nacido para salvarlo, aunque tampoco quería abrirle una vía de agua en el casco. Antes de que transcurriese un año los planetas se encontrarían en el signo del Pez. 6 Por todo aquello se enfrió mi amistad hacia Sebastián. Pero él mantuvo su palabra y vivió de entonces en adelante como un muchacho pobre en la casa de su padre, comiendo en la mesa de los aprendices. Por las noches leía la Biblia y escribía extensos folletos sobre la libertad cristiana, de los cuales consiguió hacer imprimir uno o dos. Yo no tenía deseos de verle de nuevo, porque los consejeros se mostraban un tanto suspicaces con respecto a él. Sebastián iba adquiriendo mala fama, y aun su propio padre se mostraba apenado por su terquedad, e inclinado a creer que estaba embrujado. Por mi parte, no encontré que hubiese cambiado mucho. Me pareció que había estado madurando largamente; pero su padre, incapaz de comprender el corazón de su hijo, sólo podía advertir y lamentar los cambios exteriores. En realidad, al cabo de pocas semanas, Sebastián se había convertido en un predicador vagabundo, desaliñado, macilento, de mirada fiera. Aproximadamente por aquel entonces el recaudador de contribuciones del municipio fue acometido por las calamidades que Bárbara había predicho. Se cayó por la escalera cuando intentaba trepar a su alojamiento y se rompió el brazo derecho, de suerte que por mucho tiempo estuvo incapacitado para sostener una pluma. Con la aprobación del Concejo me nombró su ayudante y compartió conmigo su salario. Aquello le significaba poder abandonar por completo el trabajo, aunque para guardar las apariencias se presentaba de vez en cuando en la Casa Consistorial para darme instrucciones. Era un arreglo que convenía a ambos. Por una razón u otra su brazo no sanaba, pero me explicó que el brazo izquierdo era justamente el único que necesitaba para vaciar del todo su pote de cerveza. Cuando se le subía la bebida a la cabeza, me decía: —Yo sé lo que sé, Miguel, y no necesitas vendarme los ojos, joven zorro. Bien sé a qué artes tengo que agradecer mi caída por la escalera. Pero no te guardo rencor porque gracias a ellas mi vida es más agradable. No obstante, debes tener la sabiduría de manifestarle a Bárbara la pelirroja que tu bienestar temporal depende enteramente de mí, pues como extranjero y como esposo suyo nunca podrás obtener un puesto por ti mismo. Por otra parte, lejos de aprovecharte, mi muerte te perjudicará. De manera que no tienes por qué perder el tiempo meneando la cola ante los consejeros. Pon tu confianza en mí y acuérdate de contar a tu esposa lo que te he dicho. Hablaba en enigmas, y atribuí a borrachera su mensaje para Bárbara. Me sentía mortalmente cansado de la silenciosa casa del armero y de aquellas habitaciones bajas en las que me parecía sentir como si me acechase un continuo terror. Sabía muy bien que el taciturno armero y, sobre todo, su hijo, siempre hosco, deseaban vernos al otro extremo del mundo, tanto a Bárbara como a mí, y me desagradaba contemplar a la madre, que padecía hidropesía y que casi continuamente estaba en el lecho. Busqué, por tanto, la protección de los consejeros, no para perjudicar a mi amigo y protector el recaudador, sino porque había dos pequeñas habitaciones en el sótano de la Casa Consistorial en las que esperaba poder establecer mi propio hogar. Al cabo de algún tiempo, uno de los consejeros con el que siempre me había mostrado servicial, me dio permiso para ocupar aquellas habitaciones, siempre y cuando se marchasen sus ocupantes. Por consejo de Bárbara, hablé con ellos, un bailío y su esposa, comida de viruelas, y les ofrecí una moneda de oro si se marchaban. La esposa, que poseía un abundante vocabulario, vertió un torrente de insultos, pero el marido se dispuso a recoger sus efectos y le pidió que se callase para no atraer sobre ellos la desgracia si continuaba maldiciéndome. Fue así como Bárbara y yo adquirimos nuestro primero y único hogar, y durante un año vivimos allí como ratones, ocultándonos ante la tormenta que se aproximaba y defendiéndonos de la mala voluntad de nuestros vecinos. Por la noche, cuando la Casa Consistorial estaba vacía, limpiábamos los grandes salones en los que resonaba el eco, barríamos los pisos de piedra y fregábamos las escaleras. A la débil luz de las mañanas de invierno, encendía el fuego en las grandes chimeneas, y durante el día desempeñaba mis funciones de escribiente, tranquilamente y sin cruzar la palabra con nadie. Nuestro patrón, el recaudador borrachín, nos abrumaba con su presencia diariamente, a la hora de cenar. Bárbara hacía lo posible para complacerle y yo le llevaba cada día un gran jarro de cerveza de la más fuerte, de la taberna. Nuestro huésped se daba cuenta de su ventajosa posición, y ciertamente no nos mostraba mala voluntad; pero cuando buscaba la verdad en el fondo de su jarro, se mostraba cada vez más áspero, astuto y desvergonzado. Sus insinuaciones y alusiones, más de una vez arrancaron lágrimas de los ojos de Bárbara, que se mordía los labios y se sentía abochornada. Mas, ¿para qué hablar de lo que fue tan desagradable? Nos sentíamos muy felices estando juntos, y durante aquel tiempo yo no deseé nada mejor; a nuestros ojos, aquellos muros que brillaban con la humedad parecían cubiertos de brillante tapicería; la débil luz de la lámpara de aceite de colza se convertía en un refulgente candelabro de múltiples brazos, y por la noche me parecía que recibía a Bárbara en mis brazos en un lecho de seda, entre radiantes bujías de cera. Era para mí más hermosa que una reina, aunque las pesadas tareas de la casa habían enrojecido sus manos y la vida en aquellas sombrías habitaciones había puesto aún más pálidas sus mejillas. Con frecuencia me incitaba a que buscase la compañía de amigos o de libros porque comprendía que yo no había nacido para vivir siempre aquella vida y que el destino me reservaba para más grandes tareas. Pero nos habíamos distanciado Sebastián y yo, y a los consejeros no les hubiera agradado mucho el verme frecuentar a sus heréticos y fanáticos prosélitos. En lugar de ello, comencé una vez más a estudiar el griego, aunque sin el entusiasmo de mis tiempos de estudiante. Rara vez traspasaba Bárbara el umbral de nuestra casa, y eso sólo de noche, como si temiese encontrarse con la gente y deseara que olvidasen su existencia. Me afectaba aquella extraña timidez suya, al punto de que a veces me veía afligido por un doloroso temor hacia la vida en general; prefería entonces pensar que las cosas estaban bien como estaban y que cualquier cambio sólo podría acarrearnos infortunios. Con perfecta consciencia puedo jurar ante Dios y todos sus santos que durante el tiempo que pasamos en nuestro extraño hogar, no vi ni una sola vez a Bárbara hacer nada sospechoso o algo que pudiese asemejarse a brujería. Si alguna vez se ocupó en actos secretos, creo firmemente que después de nuestro matrimonio renunció a tales ocupaciones y deseó liberarse de todo lo que fuera diabólico. En cuanto al perro, apareció en nuestra casa de la manera más natural. Lo vimos jugando un día en el patio, y ningún dueño fue a reclamarlo. No era más que un cachorro; una pequeña bola negra y peluda de la raza que comúnmente acompaña a los que viven en campamentos. Las patas cortas de esos animales eran débiles para marchas largas, pero los utilizaban en los campamentos porque vigilaban el sueño de sus amos e impedían que se acercasen los ladrones. Más tarde, durante el día, el perro comenzó a plañir, hambriento, junto a la puerta, y se lo llevé a Bárbara, que le dio de comer y le dejó salir de nuevo. Pero nadie fue a buscarlo, y me dio pena el desamparo del animalillo. Más aún, pensé que podría servirle de compañía a Bárbara, que pasaba sola todo el día en aquellas lóbregas habitaciones. Así pues, adoptamos al perro, y Bárbara, acariciando su suave pelaje negro cuando dormía en su regazo, habló así: —Te llamaremos Azrael. Ojalá que como perro puedas llegar a ser tan importante como Azrael en su calidad de ángel, porque tu pelaje te da la apariencia de un verdadero cazador de mandrágora. Tú nos harás a Miguel y a mí lo bastante ricos para que abandonemos esta ciudad hostil y vayamos a los cálidos países del Sur. Date prisa a crecer, pequeño Azrael, y busca la mandrágora para nosotros, aunque tenga que costarte la vida; y nosotros vestiremos la planta con ropas de bebé y la venderemos cobrando muchas veces su peso en oro; si no es que la guardamos para que podamos prosperar en todo lo que hagamos y lleguemos rápidamente a ser ricos sin tener que mover un dedo. Bárbara se sonrió; seguía acariciando al animal con su fina mano y, dirigiéndome una mirada de sus ojos verdes, me dijo: —No te preocupes por mis palabras, Miguel, sencillamente estoy bromeando. Pero creo conocer un sitio en lo más espeso del bosque, donde en una ocasión ahorcaron a un hombre, y crece allí una planta que puede ser una verdadera mandrágora. El arrancarla ofrece peligro mortal, pero yo no tendría miedo si tú estuvieses conmigo; y después no nos faltaría nada durante toda nuestra vida. Un perro negro puede arrancarla por nosotros. Al hacerlo puede morir, pero nosotros no sufriremos ningún daño si nos tapamos los oídos con cera; pues cuando es arrancada, la mandrágora lanza un grito tan terrible, que cualquiera que lo oiga puede caer muerto o volverse loco. —Bárbara —dije—, no llames así al perro. Azrael es un nombre demasiado poderoso para este animalillo y yo no deseo que sufra ningún daño. Yo vi una vez en París una mandrágora entre los tesoros de un anticuario, y los trapisondistas le han hecho perder su reputación por haber tallado en forma humana raíces vulgares y haberlas vendido a precios fabulosos haciéndolas pasar como verdaderas mandrágoras. Una o dos veces después de aquello hablamos en broma de mandrágoras, preguntándonos qué es lo que haríamos si llegábamos a encontrar una y sobreviviéramos después de arrancarla; pero pronto olvidamos el asunto. Comenzamos a encariñarnos con el perrillo, que era nuestra mejor compañía y nuestro amigo fiel. Pronto su nombre se redujo a Rael, y creo que casi olvidé la palabra mágica de la cual era una abreviatura. Éramos muy felices, pero a veces, por la noche, me veía atormentado por una inexplicable opresión que me sofocaba hasta no dejarme respirar. Bárbara la sentía también, y se acercaba a mí, oprimiendo su rostro contra mi cuello. En tales noches permanecíamos en silencio en el lecho, estrechamente abrazados, como si secretamente temiésemos perdernos mutuamente. No obstante, cuando ahora pienso en ello, me parece que aquéllas fueron nuestras mejores horas, cuando llegamos a sentirnos tan íntimamente unidos como pueden llegar a estarlo dos personas, aunque no cruzábamos una palabra. Así pasó aquel año. Otros, a más de nosotros, miraban el futuro con miedo, y aunque la conjunción de los planetas tuvo lugar en febrero, no ocurrió nada notable. La primavera se engalanaba de verdor en la ciudad y los rayos del sol danzaban sobre las vajillas de estaño en el mercado. Yo era joven todavía y olvidé mis presentimientos. Gozaba de mis bienes terrenales, aunque fuesen pobres, miserables y mezclados con amargo ajenjo. Pero aquellas semanas de primavera transcurrieron rápidas, llevándose con ellas mi última felicidad. Y así, con esta primavera de 1524 pondré fin a este libro y comenzaré el sexto: el más amargo de todos. LIBRO SEXTO HACES DE LEÑA EN LA PLAZA DEL MERCADO 1 En el curso de mi vida he visto muchas cosas inenarrables y extrañas y no negaría resueltamente que existe la brujería. No he olvidado ciertas experiencias infantiles en la cabaña de la señora Pirjo. Más todavía, hay muchas evidencias corroboradoras, de muy diferentes países, para que pueda dejar de creer en ella un hombre reflexivo. Quizá la prueba más sólida de todas es que aun el doctor Lutero, el archihereje, comparte el criterio del Papa sobre este asunto. Aunque pueden diferir las opiniones acerca del método mejor de investigación, juicio y castigo, sostendré hasta mis últimos momentos que los métodos empleados por la Santa Iglesia son erróneos y terribles, aunque yo mismo hubiera de morir en el cadalso por mantener esta convicción. Por otra parte, creo que mucho de lo que generalmente se atribuye a brujería no es más que una expresión del eterno deseo humano de encontrar un atajo: un deseo que duerme en todos nosotros y que se despierta con el sufrimiento mental. Por consiguiente, en mi opinión no merece ni condenación ni castigo; ciertamente no las crueles penalidades impuestas por la Iglesia. Porque el supuesto atajo no es más que una ilusión, y las ilusiones no merecen más castigo que el que pudieran merecer los sueños. Pero Bárbara no era una ilusión. Sería fácil burlarse de mí por mis ideas heréticas diciendo que yo mismo soy la mejor prueba de la existencia de brujería, puesto que Bárbara podía ejercer sus encantos sobre mí aunque era fea, pelirroja y llena de pecas. Más tarde me di cuenta de que la Iglesia exigía la muerte de Bárbara para demostrar su poder. Pero murió, no como una mártir, sino como una bruja, por ejercer la magia negra; y declaro que aquello fue una sangrienta injusticia y una desgracia para la Iglesia; aunque no siento actualmente deseos de acusar a la Iglesia y me limitaré a decir que tenía malos servidores. Es duro para mí censurar al padre Ángel, a quien yo conocía, porque estoy seguro de que en el cumplimiento de su pesada tarea obró de buena fe. No he sido capaz de averiguar si el asunto se planeó en la Curia o simplemente en el Tribunal del príncipe obispo, pero creo que la Iglesia, como tal, estaba deseosa de dar ejemplo a los predicadores heréticos, que se expresaban en un lenguaje que se hacía cada vez más insultante. La doctrina de Sebastián acerca de la justicia de Dios estaba en todos los lados y la herejía evangélica se había extendido ya tanto que nadie osaba intentar condenar a los culpables, porque aquello hubiera significado el arresto y la ejecución de la mitad de los habitantes de la diócesis, lo que hubiera ocasionado tumultos. Pero el condenar la brujería era reconocido derecho y obligación de la Iglesia, como lo habrían admitido los más intolerantes herejes. Así pues, el príncipe obispo y sus jueces y quizá también las clases acaudaladas de la ciudad llegaron con toda sangre fría a la conclusión de que el olor a carne quemada ejercería un beneficioso efecto sobre el inquieto populacho. Le tocó ser la víctima de semejante astuto plan a mi esposa Bárbara; pero su éxito no fue suficientemente eficaz como para justificar los medios empleados. Aun ahora, considerando el asunto imparcialmente, no puedo admitir que aquellos caballeros vieran mucho más allá de sus narices. Siento hacia ellos el mismo odio salvaje y amargo de siempre, aunque estoy, sin embargo, persuadido de que indudablemente obraban con rectitud y en el mejor servicio de la Santa Iglesia. 2 Fui yo quien, ignorante de su reputación, llevó a aquel hombre de grisácea cara de rata a la presencia del Concejo. Me habló amablemente y me dio golpecitos en la espalda, mientras incesantemente movía la cabeza hacia uno y otro lado, con sus ojos pequeños y crueles, que lo miraban todo como si estuviesen en continua indagación. Exteriormente era un tipo insignificante, y yo no podía comprender por qué los consejeros lo recibieron con tanto respeto y ordenaron en seguida que se cerrasen todas las puertas con objeto de celebrar con él una conferencia secreta de la que yo mismo quedé excluido. No mucho después se abrieron las puertas de nuevo y el hombre se me acercó acompañado por dos consejeros que esquivaban mi mirada con cierto embarazo. —Vuestro nombre es Miguel Pelzfuss, ¿no es así? —preguntó amablemente—. Yo soy el maestro Fuchs, de la capital de la diócesis, y me gustaría entrevistarme con vuestra esposa Bárbara. Tengo algo que decirle. Tened la bondad de acompañarme. Sin sospechar todavía nada —tan falaces eran sus amistosas maneras—, me hubiera apresurado a advertir a Bárbara de su próxima visita, pero el hombrecillo me cogió del brazo y no me dejó ir. Me vi así obligado a acompañarle, junto con los dos consejeros, a nuestras habitaciones, sin previo anuncio, aunque yo estaba avergonzado de nuestra pobreza y hubiera preferido que Bárbara se cambiase de vestido antes de recibirlos. Era un brillante día de primavera, y después de la oscuridad de la escalera del sótano, las habitaciones aparecían llenas de sol, que entraba a raudales por las pequeñas ventanas junto al techo. Bárbara agitaba algo en la olla cuando entramos. Nos miró sorprendida. —¿Eres tú, Miguel? Sus ojos se fijaron entonces en el desconocido y se sobresaltó. Su mano, que sostenía todavía la cuchara, se abatió, y dio un paso hacia atrás, en tanto su rostro se ponía blanco, con una transparencia que mostraba las feas pecas café amarillentas sobre sus pómulos. El desconocido la miró inquisitivamente con sus ojillos crueles. Luego sonrió, mostrando unos dientes amarillos de roedor. Volviéndose hacia los consejeros, dijo: —Esto basta; nos podemos ir. Los caballeros quedaron sorprendidos, y uno de ellos, dirigiéndome una mirada compasiva, preguntó: —¿No registráis las habitaciones, maestro Fuchs? —Esto basta —repitió, dándole un puntapié a Rael, que inocentemente se había abalanzado hacia él para saludarlo. Luego se volvió para marcharse. Los consejeros le siguieron en silencio, y con un profundo saludo cerré la puerta tras ellos. Luego miré a Bárbara, lleno de asombro. —¿Qué es esto? Permanecía con la cuchara en la mano, con la mirada perdida a lo lejos, y sin responderme durante algún tiempo. La sopa hervía en el fuego sin que lo advirtiese, y Rael comenzó a plañir suavemente, como si adivinase su desgracia. Bárbara se inclinó distraídamente para acariciarlo. —Debo irme, Miguel —dijo—. Cuanto menos sepas de este asunto, mejor. Mi único consuelo es que no pueden hacerte daño; pero suceda lo que suceda —hasta el que no nos volvamos a ver nunca—, te pido que no creas nada malo de mí, mi querido Miguel. Siempre te he amado, a ti solo, y te amaré para siempre. Mi corazón se estremeció ante sus palabras. —¿Quién era ese hombre? —pregunté. —Fuchs, el comisario del obispo —respondió, como si el nombre lo explicase todo; pero advirtiendo mi incomprensiva mirada sonrió levemente, y una vez más me pareció hermosa—. Olvidaba que eres forastero, Miguel; aun cuando precisamente por eso te casaste conmigo. El maestro Fuchs es el cazador de brujas del obispo. Alardea de que puede olerías a un kilómetro de distancia y de que su simple mirada es suficiente para condenarlas. Me he visto obligada a prestar juramento de purificación por su causa; pero en aquel tiempo vivía yo en la casa de mi padre y estaba protegida por su buen nombre y por su gremio. Pero ahora no hay nadie que me proteja, y por tanto debo marcharme. Adiviné como en un relámpago el sentido completo de sus palabras; nuestro aislamiento, mis presentimientos, las palabras de Sebastián... todo contribuía a que se formase en mí una convicción. —Tienes razón, Bárbara. Debemos huir. Quizá podamos llegar a alguna ciudad de la Confederación si cruzamos a pie los bosques y las montañas. Y si seguimos el Rin, tal vez podamos pasar a la orilla francesa. —¿De verdad irías conmigo? ¿Aunque fuese yo realmente una bruja y aunque por nuestra huida te juzgasen también como brujo? —Naturalmente —respondí con impaciencia—. Y como no eres bruja, dejemos de decir insensateces y empaqueta nuestras cosas, todo lo que podamos llevar, y huyamos en cuanto anochezca. —Te amo, Miguel —dijo Bárbara. Me besó suavemente y sus labios se fundieron con los míos—. Pero eres muy obstinado. Ya sé que no podré impedir que vengas conmigo, aunque te atraigas la desgracia, de manera que organicemos nuestra huida astutamente y sin despertar sospechas. Ante todo, debes atender a tu trabajo como de ordinario, mientras yo lo preparo todo para nuestro viaje. Pero a menos que ocurra algo imprevisto que nos obligue a huir separadamente, convengamos en reunimos en el bosque, del lado de la ciudad, donde vive mi tío; en el sitio en que te encontré por primera vez. Ella debía de saber, cuando me dijo aquello, que semejante fuga era imposible. Su único propósito era mantenerme al margen del asunto para que estuviese seguro; porque cuando a última hora de la tarde estaba yo inclinado sobre mis escritos, me llegaron los rumores de la plaza del mercado. Corrí a asomarme, con la muerte en el alma, y vi al maestro Fuchs que conducía a Bárbara al extremo de una soga. Sus manos estaban atadas a la espalda, y dos guardianes la protegían contra la chusma vociferante que le arrojaba estiércol y lodo, en tanto que el maestro Fuchs agitaba con aire de triunfo un pequeño lío por cima de su cabeza, gritando: —La cogí cuando se disponía a escapar. ¿Por qué se escapaba? Ninguna persona inocente huye de mí. —¡Bruja, hechicera! —chillaba la gente. Y se deslizaban entre las lanzas de los guardias para dar un puntapié y escupir a mi esposa. Corría ya la sangre por su nariz y su boca. Con esfuerzos frenéticos me abrí camino hasta ella. Fui yo entonces el que cogió del brazo al maestro Fuchs. —Dejadla, maestro Fuchs —sollocé—. Es mi esposa, y como marido sé muy bien que no es bruja. —Vete, vete, Miguel —gritó Bárbara, forcejeando sus ataduras, como si quisiera apartarme de ella. Pero la multitud volvió entonces su atención hacia mí y vociferó: —¡El extranjero, el extranjero! ¡Detenedle, maestro Fuchs! Es tan malo como ella. El maestro Fuchs sonrió y levantó la mano como señal de que deseaba hablar al pueblo. Se acalló el tumulto y algunos gritaron: —¡Oídle, oídle! Cuando el maestro Fuchs obtuvo silencio habló así: —Puedo comprender muy bien vuestra agitación, buenas gentes, pero no tenéis por qué injuriar y maltratar a esta mujer. La Santa Inquisición hará la debida investigación y la juzgará de acuerdo con sus merecimientos. Si se descubre que ha sido causa de calamidades y sufrimientos para alguno de vosotros, podéis estar seguros de que sus propios sufrimientos habrán de ser mil veces peores antes de que se encamine al infierno, en el terrible carro de su señor y dueño. Yo sé, buenas gentes, que el padre Ángel, el dominico, ha llegado recientemente a la sede del príncipe obispo, investido de completa autoridad papal para juzgar casos de brujería, tanto de hombres como de mujeres, y que tantas iniquidades han venido cometiendo en la diócesis en los años recientes. De pronto resonó una voz poderosa en la plaza del mercado: —¡Al infierno con el Papa y los monjes! Un instante después, todos se unieron a aquel grito y lanzaban maldiciones contra el Papa y los monjes, tan brutalmente como antes habían clamado contra Bárbara. Un tipo harapiento, de largos cabellos, a quien yo no había visto nunca, trepó sobre el tenderete del estañador, donde con fieras miradas y agitando los brazos como látigos gritó con todas sus fuerzas: —¡Entregadnos la bruja, maestro Fuchs, y abajo el Papa y los monjes! ¡Nosotros podemos quemar nuestras brujas sin su ayuda! ¡Traed leña, buenas gentes, y arrojemos al demonio de entre nosotros! El maestro Fuchs pareció reflexionar y me dirigió una mirada furtiva. De pronto dio una orden a los soldados y comenzó a arrastrar a Bárbara hacia la Casa Consistorial. Con la ayuda de los guardias conseguí contener a la chusma agitada, empujé a Bárbara y cerré la pesada puerta, que resistió bien los golpazos que descargaban sobre ella desde fuera. Luego me arrodillé en el suelo junto a la desfallecida Bárbara, la libré de la soga que sujetaba sus muñecas y limpié la sangre y la suciedad de su rostro. Mis lágrimas cayeron sobre sus mejillas. —¡Os estáis haciendo viejo, maestro Fuchs! —exclamó uno de los consejeros, con alguna ironía—. No puedo descubrir en vuestra manera de manejar este asunto esa incomparable destreza que os ha hecho famoso. Puede costaros caro. El maestro Fuchs rió fríamente. —Tenéis razón —asintió—. Será desagradable Cuando el príncipe obispo y el padre Ángel se enteren de ello y quizá la ciudad no saldrá tampoco muy bien librada. ¡Escuchad! En aquel instante se oyó el estrépito de los cristales rotos de la primera ventana, y una piedra cayó sobre el piso. Afuera, la chusma pedía con gritos rítmicos que le entregasen la bruja para quemarla. —¿Fue el propio Satanás quien te metió en la cabeza fugarte en pleno día, bruja? —preguntó el maestro Fuchs, dando un ligero puntapié a la postrada Bárbara—. Pensaba ir a buscarte después de anochecer, porque conozco todas las triquiñuelas. Pero dijo aquello sin marcada malevolencia; tenía más bien un aire de curiosidad, como si se hubiese encontrado con algo nuevo en su oficio. Habían hecho trizas dos costosos vitrales emplomados y los consejeros se retorcían las manos. El maestro Fuchs permanecía impasible. —Malos tiempos éstos —observó—. ¿No sería mejor que alguno de vosotros, caballeros, saliese a la galería y apaciguase al pueblo? Decidles que he sacado a la bruja por la puerta trasera y que estamos ya galopando fuera de la ciudad en el carro de las brujas. Luego, a la noche, podremos salir sin que nos molesten. Pero ninguno de aquellos respetables caballeros mostró deseos de salir ante la chusma entre aquella lluvia de piedras. Aquel irónico caballero, del que yo sabía que se inclinaba secretamente hacia los luteranos, se puso pálido y dijo rudamente: —Maestro Fuchs, entregádsela. No debemos usurpar los derechos de Memmingen como ciudad libre. Bárbara Pelzfuss nació aquí y aquí se crió, y no puede ser trasladada sin el consentimiento del Concejo. —En un caso como éste, la jurisdicción del Concejo de la ciudad, y aun la del emperador mismo, está subordinada a la de la Iglesia —contestó el maestro Fuchs—. En todo caso, como recordaréis, tengo en mi bolsillo la autorización escrita del Concejo. Esta misma mañana vosotros mismos estabais de acuerdo en que se me debía entregar. Puedo aseguraros que el padre Ángel estará más que deseoso de devolvérosla a su debido tiempo para que cumpláis la sentencia. Pero quien ha de juzgarla es la Santa Inquisición. Ése es el meollo de la cuestión, y gentes de buen sentido como vosotros deberíais comprenderlo así. Los caballeros del Concejo, después de haberlo discutido, convinieron en que el maestro Fuchs había hablado sabiamente. Pero ninguno de ellos se aventuró a salir a la galería, y se empujaban unos a otros hacia delante. El maestro Fuchs los contempló desdeñosamente y al cabo de algún tiempo se volvió hacia donde yo continuaba sentado en el suelo y sosteniendo la cabeza de Bárbara en mi regazo. —Miguel Pelzfuss —dijo—. Mientras hay vida hay esperanza. Dentro de poco, la chusma entrará aquí, y ya sabéis lo que le sucederá a vuestra esposa entonces; pero en las manos de la Santa Inquisición estará enteramente segura hasta tanto se hayan establecido las pruebas de su delito por medio de la evidencia y de su propia confesión. El juicio puede durar varios meses, y ya es aseguro que el padre Ángel es un hombre recto y devoto del que nadie puede hablar mal. Es ésa la razón por la que se le ha elegido para cargar con las más solemnes y pesadas responsabilidades de inquisidor. Corred, pues, a la galería, Miguel Pelzfuss, y decidles que me he llevado a vuestra esposa. Sin saber qué hacer, levanté la cabeza de Bárbara. Abrió sus verdes ojos y murmuró: —Mi querido Miguel, clava tu puñal en mi corazón; moriré en tus brazos y no sentiré dolor. Pero yo era cobarde, un miserable cobarde, y me así de aquella brizna de esperanza que parecía existir en las falsas palabras del maestro Fuchs. —Tú no eres bruja —murmuré en su oído—. Yo te salvaré. La Santa Iglesia no puede pronunciar un juicio equivocado. Yo mismo hablaré con el padre Ángel. Me respondió con un lánguido movimiento de cabeza e intentó colgarse de mí. Pero apartándome yo de sus brazos, corrí escaleras arriba hasta el piso superior, abrí violentamente la puerta de la galería que daba a la plaza y salí gritando y gesticulando. —¡Cogedlo, buenas gentes! Se ha llevado a mi esposa por la puerta trasera. Salvadla del poder de la Inquisición... Salvadla, porque todavía no han llegado a las puertas de la ciudad. Vociferé y agité mis brazos hasta que el tumulto se apaciguó y pudieron oír lo que yo decía; y no bien el primero comenzó a correr hacia una calle lateral, le siguieron todos; una masa rugiente e irreflexiva. Pronto se vació la plaza del mercado; sólo quedaban sombreros, cayados, palos y piedras. Cuando regresé al piso inferior, se me ordenó qué formulase las acostumbradas cuentas por los servicios prestados a la ciudad: «Por cazar a una bruja, según la tasa reglamentaria... 7 guldens.» El maestro Fuchs firmó el recibo con muchos ornatos caligráficos, y el tesorero puso con cierto desgano las siete piezas de oro en su mano. Después de deslizarías en la bolsa que colgaba de su cinturón, el comisario se volvió hacia mí. —Debemos ocupar el tiempo hasta la medianoche —observó—, porque no sería aconsejable viajar antes. Afortunadamente, dejé la carreta de las brujas en las afueras de la ciudad para no llamar la atención. No hay nada que impida que pasemos la noche en vuestras habitaciones, y vuestra esposa Bárbara puede preparar la cena para nosotros. Sin duda querréis acompañarla hasta la prisión, y nada tengo que objetar a eso, pues me propongo llevar una escolta armada. El padre Ángel seguramente querrá interrogaros sin demora. Dejando a los consejeros retorciéndose las manos y discutiendo el asunto de la rotura de las ventanas, bajamos la escalera hasta nuestra modesta morada, que era tan segura como cualquier otra parte de la Casa Consistorial. Rael llegó corriendo a nuestro encuentro, ladrando alegremente, y cuando el maestro Fuchs se sentó, subió al perro en su regazo y lo acarició. Había ordenado a los hombres de armas que se quedasen de guardia en el exterior de la puerta. Bárbara preparó sopa también para ellos, pues ya no había razón para que economizásemos nuestras provisiones. El maestro Fuchs rezó devotamente y comió por dos, pero yo tenía un nudo en la garganta y no pude tragar ni una cucharada. Contemplé nuestro pequeño hogar, que nunca me había parecido tan querido y seguro como durante aquellas últimas horas anteriores a nuestro viaje al reino del horror. Cuando el vigilante cantó la hora de la medianoche, nos deslizamos cautelosamente desde el patio a lo largo de la misma calle por la que Bárbara había intentado escapar. Nadie nos molestó, y el Concejo había dado órdenes secretas al guarda de la puerta del ganado para que nos dejase pasar sin demoras ni preguntas. Bien pronto rechinó la carreta de las brujas sobre los profundos surcos del camino que conducía a la ciudad del príncipe obispo. Era una fragante noche de primavera. Nos sentamos en la paja del carro de las brujas. El maestro Fuchs tenía en su regazo a Rael y pellizcaba de tanto en tanto con aire pensativo las orejas del perro. Si Bárbara se hubiese encontrado fuerte y bien, podíamos haber intentado escapar en la oscuridad a pesar de los barrotes de la carreta, que la rodeaban como una jaula. Pero estaba aturdida y no hubiera podido correr muy lejos. Y, además, yo me sentía seducido por la esperanza de que el padre Ángel, cuya piedad y justicia había alabado el maestro Fuchs, se convencería de la inocencia de Bárbara y la dejaría pronto en libertad, aunque en realidad yo había oído muchas cosas malas sobre aquellos juicios. Una tentativa de huida hubiese ofrecido una grave prueba acusatoria contra ella. La noche era oscura, soplaba el viento; las luciérnagas brillaban extrañamente entre la hierba, y el apagado repiqueteo de los cascos de los caballos sobre el camino parecía un presagio de muerte. Era una noche de brujas. Intenté poner orden en mis pensamientos y me pregunté si en el fondo del corazón creía en la inocencia de Bárbara. Su cabeza descansaba en mis brazos y apretaba mis rodillas convulsivamente; de tanto en tanto, todo su cuerpo se veía sacudido por un profundo sollozo. Para librarme de toda duda coloqué mis labios junto a su oreja y murmuré: —¡Bárbara! Cuando se movió, murmuré de nuevo: —¡Bárbara! Si realmente eres una bruja, puedes salvarte ahora. Pero no hizo sino sollozar y oprimir más firmemente mis rodillas. Y vi que no podía ser una bruja ni estar aliada con el demonio; porque seguramente el demonio hubiera cuidado de lo que era suyo. 3 Salía el sol cuando nos acercábamos a la ciudad, y no creo haber visto nunca el mundo tan joven y bello como se me mostraba aquella mañana. Las cumbres lejanas, encapuchadas de nieve, se alzaban en el horizonte como nubes azules; la hierba de los valles tenía un verde fresco y el río arremolinaba sus aguas orladas de espuma blanca sobre las lisas piedras grises de su lecho. Los viñedos tenían un tono dorado. El follaje de los retoños pendía como un pálido velo gris sobre la oscura masa de abedules y tilos, y ante nosotros se alzaban las torres de la ciudad del príncipe obispo. Acá y allá, los pisos superiores sobresalientes de las casas colgaban como nidos de golondrinas sobre los muros de la ciudad, y el son fino y claro de la campana del monasterio llamaba a los fieles a la oración. El vigilante de la puerta reconoció al maestro Fuchs y permitió que la carreta pasase bajo el arco. Las mozas de servicio y los artesanos que madrugaban para su trabajo, se quedaban contemplando la carreta pintada de amarillo, y a poco trecho nos seguía un pequeño grupo de muchachas, aprendices y niños. El fatigado caballo avanzaba por las estrechas calles hasta que llegamos a la torre de la prisión, con tigua al palacio del obispo. El maestro Fuchs despertó al carcelero y puso a Bárbara bajo su custodia. Luego, con gran asombro mío, cogió a Rael por la piel del cuello y lo levantó hasta tenerlo en sus brazos, de modo que el perro aulló de dolor. —Yo cuidaré de esto —dijo—. El padre Ángel decidirá si será necesario simplemente como un testigo o si ha de ser culpado también de brujería. Rael intentó luchar para librarse y comenzó a plañir dirigiéndose a Bárbara, que aún permanecía en el umbral. La terrible hediondez de la prisión nos llegó como una ráfaga en medio del fresco aire matinal, mientras el desmedrado carcelero se detenía a contemplar malignamente a Bárbara y a discutir con el maestro Fuchs la manera como debía ser asegurada. Le entregué un gulden y le rogué que se mostrase liberal en cuanto a comida y bebida con Bárbara. Pero no se me permitió entrar en la oscura torre. Sólo el maestro Fuchs acompañó al carcelero, llevando todavía en sus brazos al desgraciado perro. Esposaron a Bárbara, y la pesada puerta se cerró tras ellos. Algún tiempo más tarde la puerta se abrió de nuevo, pesadamente, y el maestro Fuchs salió a la luz del día, restregándose las manos en los faldones de hopalanda gris. —No tenéis nada que temer —le dijo al carcelero—. El padre Ángel os dará agua bendita y cera, y mientras no miréis a la bruja a los ojos y recordéis vuestras oraciones, ningún mal os sucederá. Ahora es inofensiva. —¿Qué habéis hecho con mi esposa? —exclamé horrorizado. —La pusimos en el cepo, y luego la examiné, como estoy obligado a hacerlo, para asegurarme de que no llevaba ningún talismán maldito oculto entre sus ropas o en su persona que pudiera hacer peligrar a este buen hombre y a su familia. Contemplé sus ojos, su rostro, sus manos crueles, y me sentí lleno de infinito horror y desagrado. Pero nada ganaría con encolerizarle contra mí. Dominando mis sentimientos, dije humildemente: —Mi querido maestro Fuchs, soy un joven inexperto y nada sé acerca de juicios. Decidme lo que debo hacer por mi esposa. Y para ahorrar tiempo, vayamos entretanto a beber una copa de vino caliente con especias en la taberna más cercana, para calentarnos después de nuestro fatigoso viaje. —Una oportuna sugerencia, Miguel Pelzfuss —repuso—. Vayamos a beber juntos una copa, y al propio tiempo podré presentar mis cuentas de la jornada. Se frotó la nariz y me miró de arriba abajo como calculando mis medios. —No sois rico —continuó—, y seré moderado en cuanto a mis peticiones. Pero será mejor que discutamos esto teniendo el vino delante. En la puerta del patio me aventuré a preguntarle: —¿Qué habéis hecho con el perro, maestro Fuchs? —Está encadenado en su propia celda —replicó— No estéis inquieto, Miguel, porque tiene agua, y el hijo del carcelero le llevará huesos y pan. Es un animalito cariñoso, y yo no deseo hacerle daño; aunque mi deber era reducirlo a prisión. Continuamos nuestro paseo, y poco después añadió: —Soy muy amigo de los animales, especialmente de los pájaros; en mi casa tengo muchos hermosos pájaros enjaulados. Entramos en una agradable taberna, donde pedí el vino caliente con especias, pasteles recién hechos y frituras. El maestro Fuchs seguía contando con los dedos mientras libábamos nuestra bebida de la mañana, diciendo al fin que, en consideración a mi juventud y pobreza, se contentaría con dos guldens y medio. Yo sabía que me robaba, pero estaba en su derecho, y yo necesitaba desesperadamente ganarme su buena voluntad. Sabía que tendría que pagar las costas del juicio y las dietas de los testigos, fuera o no condenada Bárbara; pero no me importaban nada los gastos, y sólo deseaba que mi dinero fuese suficiente. En respuesta a las preguntas que le hice me respondió que esta vez no se trataba de una simple purificación canónica. —Intentad haceros cargo de la situación, Miguel —dijo pacientemente—. La brujería es crimen exceptum como la lese majesté, la alta traición y la acuñación de moneda falsa, pero es de naturaleza aún más horrible. En tales juicios el juez debe estar provisto de poderes especiales, porque tiene que luchar no sólo con la bruja, sino con Satanás mismo, padre de la mentira, que permanece invisible, detrás de la acusada, para cegar los ojos del juez, confundir la memoria de los testigos y exponer a grandes peligros a todos los presentes. Es, por tanto, evidente que debe recurrirse a métodos especiales para lograr una confesión. Están permitidos todos los medios siempre que tiendan a arrojar luz sobre el asunto y a revelar la verdad. Si consideráis la cuestión limpia y honestamente, Miguel, debéis admitir que todo eso es bien justó. Asentí de buena voluntad, pero sostuve que Bárbara era inocente. Yo, su esposo, debía conocerla seguramente mejor que nadie. Y añadí que el demonio hubiera tenido una excelente oportunidad para ayudar a Bárbara a escapar la noche anterior si realmente estuviese aliada a él. —Pensé en ello anoche, y estuve desasosegado —me dijo el maestro Fuchs—. Pero el demonio es infinitamente más astuto de lo que podemos suponer, y ha creído sin duda más ventajoso ataviarla con el ropaje de la inocencia y colocarla bajo la potestad del Tribunal. Por esa razón presumo que Satanás le ha enseñado ciertas triquiñuelas que le servirán para mostrarse insensible, aunque no pude descubrir en ella ningún instrumento impío. Sin embargo, la Santa Inquisición puede disponer de recursos que mis juramentos me impiden descubriros. —Espero, al menos, que no será sometida a otros tormentos que los que pueda sufrir una débil mujer —dije, temblando de terror ante aquella idea. Pero el maestro Fuchs me tranquilizó con amables palabras. —No sucederá nada de eso, y en todo caso es de esperar que ni siquiera la interroguen. Pero si las cosas llegaran muy lejos, no se permite a los examinadores que ocasionen daño corporal a los acusados. Por el contrario, incluso está establecido en términos inequívocos que el examen debe ser tal, que no ocasione daño duradero; ni que exceda a sus fuerzas. Naturalmente, de vez en cuando ha sucedido que el propio Satanás ha hecho morir a una bruja cuando ha visto que se debilitaba su resistencia, pero no hay en eso ningún daño, puesto que tales muertes ofrecen una prueba concluyente de que la brujería existía. Eso mismo puede aplicarse a cualquier muerte ocurrida en la prisión. El excelente vino con especias me quemó la garganta como si fuera hiel cuando escuché aquellas palabras; sin embargo, pedí otra copa para él. Continuó dándome múltiples ejemplos de las actividades del demonio en sus secuaces prisioneros. Me contó de una muchacha de doce años que había tenido un niño con el demonio, en su celda, y que confesó sus nocturnos tratos con él. Tanto la criatura como su madre fueron quemadas en la hoguera. —Maestro Fuchs —dije—, ya veo que con el diablo todas las cosas son posibles. Pero me aterran vuestras historias y me alegraría mucho visitar al padre Ángel lo más pronto posible, para que pueda enterarle del asunto por extenso y apelar a su justicia. El maestro Fuchs arregló las cosas amablemente y aquella misma tarde fui a buscar al padre Ángel en su austera celda del monasterio de dominicos. 4 Era muy grande mi angustia, pero cuando avancé entre los muros del claustro y, en medio de su silencio, respiré el familiar olor del incienso y de las túnicas sudorientas, y recorrí el frío pasillo de piedra, tras el hermano lego, mi afligido corazón se sintió más tranquilo. «Ésta es la casa del Señor —pensé—. Está santificada por centurias de mortificación, de plegarias, de contemplación devota. Hay monjes buenos y monjes malos; pero la casa del Señor permanece como una garantía de que nada malo le acontecerá a Bárbara.» Cuando entré en su celda, el padre Ángel, que estaba arrodillado ante la imagen del Crucificado, se levantó. Arrojándome a sus pies, besé el borde de su negro hábito. No llevaba sandalias, y pude ver, por sus pies nudosos y de marcadas venas, que acostumbraba andar descalzo durante todo el año. A pesar de ello, sus pies estaban muy limpios, y cuando alcé los ojos vi que su rostro era también limpio y radiante. Parecía consumido por ayunos y devociones y brillaba en él la bondad cuando me invitó a levantarme. —No te arrodilles ante mí, Miguel Pelzfuss —dijo—, sino sólo ante Dios y sus santos. Reverencia en mí, no al hombre, sino a la eterna e indestructible justicia de la Iglesia, que condena al reo y liberta al inocente. Pero, siéntate, hijo mío; tranquilízate y cuéntame todo lo que abruma tu conciencia; porque así podrás ayudar mejor a tu esposa y aun a ti mismo. Había tal bondad y consuelo en sus palabras, que prorrumpí en sollozos, pues me encontraba débil después de aquella larga agonía de temores, ayunos e insomnios. Me consoló e hizo que me sentase en un pequeño escabel junto a su silla; su voz compasiva endulzó los duelos de mi alma. Describí mi vida entera, diciéndole que era de cuna ilegítima y contándole mi primitivo deseo de servir a la Iglesia. Le mostré mi ajado diploma de la Universidad de París y le declaré que los duros golpes del destino me habían llevado a arrepentirme de mis pecados y me habían inspirado el deseo de peregrinar hasta el Santo Sepulcro del Salvador; pero que en el camino había sido atacado y robado, y abandonado en el bosque para morir. —Bárbara Büchsenmeister me encontró en aquel terrible trance, y pareció como si Dios, en sus insondables designios, la hubiese conducido junto a mí —continué—. Bárbara fue amable y tierna; me cuidó hasta que recobré la salud, y me vistió, pues yo no tenía ni camisa. Me encariñé con ella y nos casamos para poder vivir juntos hasta el fin de nuestros días. Llevábamos una vida frugal y laboriosa, y no hicimos daño a nadie. Tan sólo la malicia de nuestros convecinos, que atormentó a Bárbara desde su infancia a causa de su aspecto exterior, dio origen a esta terrible sospecha de la que es ahora víctima. Pero yo, su esposo, la conozco mejor que nadie, y por Dios y por los Santos Sacramentos juro que es inocente del odioso crimen de que se la acusa. El padre Ángel permanecía sentado en su silla, sereno e inmóvil, mirándome con sus ojos limpios e inquisitivos. Cruzó sobre sus brazos las finas manos y me animaba con breves preguntas cuando yo vacilaba. Le conté todo lo que me había sucedido, hablando con toda verdad y sin reservas. Cuando terminé, permaneció tranquilamente sentado por largo tiempo, contemplándome aún con su limpia mirada. Al fin, y con un profundo suspiro, dijo: —Miguel Pelzfuss, creo cuanto me dices y deseo pensar bien de ti, puesto que para expiar tu pecado ibas camino de Tierra Santa, cuando la bruja te encontró y te puso bajo su poder. Pero careces de experiencia y no puedes comprender la terrible naturaleza del asunto que ahora nos ocupa. No obstante, con la ayuda de Dios, confío en poder llevarlo a feliz término, para lo cual, he de hacerte unas cuantas preguntas. Se puso tenso y firme como una roca, y los ojos amables se inclinaron de pronto hacia mí, con la fría y dura mirada de un juez. —Miguel Pelzfuss —comenzó—, ¿crees en brujas y brujerías? Haciendo la señal de la cruz, respondí: —No quiera Dios que dude de lo que la Iglesia enseña, porque no soy hereje. Naturalmente, hay brujas; pero mi esposa es inocente. —¿Crees, pues —dijo—, que las brujas a quienes la Santa Iglesia ha condenado eran culpables, y que no sufrieron sino el justo castigo del más odioso de los pecados? Bajé los ojos y reflexioné, pero me vi al fin obligado a responder en voz baja: —Debo creerlo porque la Santa Iglesia es incapaz de error. Pero algo se agitó en las secretas profundidades de mi mente, y no pude afrontar su mirada cuando respondí. Se retrepó en su asiento y sus claros ojos se mostraron, una vez más, acogedores. —Miguel, hijo mío, posees la verdadera fe y no eres un hereje; por lo mismo, debes creer también que se hará justicia y nada más que justicia. La persecución de brujas es una dura y terrible tarea que pone a prueba los poderes espirituales de los jueces; en mi debilidad, yo he lamentado mil veces que el Padre Santo me confiase tan terrible trabajo. Satanás tantea mis flaquezas, y sólo mediante la plegaria constante y la mortificación corporal puedo vencer las dudas que murmura a mi oído. Así, pues, reza tú también, Miguel; reza por tu propio corazón; reza para que pueda vencer mis debilidades y, como verdadero juez, descubra los ardides de Satanás cuando investigue este arduo caso. Semejante apelación atestiguaba una agonía interior tan profunda y una tan pura ecuanimidad, que disminuyeron mis propios temores y me parecieron cosa de escasa monta junto a las angustias espirituales de aquel santo varón. —Padre Ángel —dije humildemente—, de todo corazón pediré a Dios que os ayude a descubrir la verdad. Y pediré también por mi pobre alma; aunque mis más ardientes plegarias serán por mi esposa Bárbara, para que ningún mal le suceda. El padre Ángel respondió con un leve gesto de asentimiento. —Miguel, hijo mío, con la ayuda de Dios descubriré la verdad. Pero hasta ahora, nunca me había enfrentado con tarea tan difícil, porque debo a la vez dejar convicta a la bruja con pruebas concluyentes y al mismo tiempo salvar tu alma, cegado por la duda, de suerte que confiando plenamente en la Justicia de la Santa Iglesia, puedas reconocer piadosamente que la verdad ha prevalecido, confesándolo no sólo con los labios, sino desde el fondo de tu corazón. Entonces me hizo algunas agudas preguntas acerca de cómo Bárbara me había encontrado; de cómo me había cuidado durante mi enfermedad, y de qué manera se había celebrado nuestro matrimonio. También me preguntó sobre nuestro perro, y quiso saber cómo se había roto el brazo el recaudador; por lo que comprendí que estaba muy bien informado acerca de nosotros. Con todo, respondí a todas sus preguntas, sincera y cándidamente, y no me contradije, aun cuando las formulaba de maneras diversas. Al fin, me preguntó: —¿Ibais regularmente a misa y a confesar, y recibíais juntos la Sagrada Comunión? Me vi forzado a admitir que habíamos descuidado un tanto nuestros deberes religiosos, pero tan sólo a causa de que Bárbara era víctima de la hostilidad de los demás y temía mostrarse en público. Le aseguré que jamás olvidamos nuestras oraciones, y que habíamos observado todos los días de ayuno. Añadí: —Me arrepiento profundamente de nuestra negligencia, y veo que debíamos haber desafiado la malicia de las gentes y haber sido más diligentes en el cumplimiento de nuestros deberes de cristianos, como en realidad deseábamos hacerlo. —El inocente, ni teme ni evita a los demás —sentenció el padre Ángel—. Las brujas tienen buenas razones para abstenerse de oír misa, y es una circunstancia agravante contra Bárbara el que dejase de frecuentar los Sacramentos. No obstante, Satanás es tan astuto, que debería ser considerada como una circunstancia igualmente grave el que hubiese acudido diligentemente a la iglesia y a la comunión. —Mi esposa no es una bruja —declaré, porque no supe qué otra cosa decir. —Te casaste con Bárbara Büchsenmeister. ¿Es, pues, hermosa a tus ojos? —Así me lo parece —respondí. Pensé entonces en ella, metida en el cepo, entre la suciedad y las inmundicias de la prisión de la torre, y grité sollozando: —Padre Ángel, a mis ojos es la más hermosa de las mujeres y la amo más que a nada en el mundo. El padre Ángel sé levantó violentamente y se santiguó. —¡Basta! —ordenó—. Desde ahora debes dedicarte a incesantes plegarias, mortificaciones y penitencias. No hay otro medio para que puedas librarte de los poderes de Satanás. No he visto todavía a la bruja Bárbara, pero sé que es fea; es más vieja que tú, y habían pasado para ella los años mejores para el matrimonio cuando te conoció. De ahora en adelante no deberás poner los pies fuera de los muros del monasterio. Te colocaré bajo la vigilancia del prior para que puedas orar y hacer penitencia hasta que se hayan reunido todos los testigos y pueda comenzar el juicio. —¡Padre! —exclamé, cayendo de rodillas ante él—. No deseo otra cosa que rezar y mortificar mi carne, pero permitidme que visite a mi esposa en la prisión y la consuele en su soledad, porque mi corazón se desgarra ante la idea del terrible trance en que se encuentra. Mis ruegos no le conmovieron, y por el contrario, mi obstinación había comenzado a enojarle. Por tanto, cuando me mostré más tranquilo me acompañó a ver al prior. A la hora de completas colocó una vela en mis manos y puso sobre mis labios la sal consagrada mientras los monjes cantaban para expulsar de mí al demonio, y el padre Ángel y otros buenos padres elevaban ardientes plegarias por mi salvación. Aquella agotadora ceremonia me aquietó lo bastante para dejarme sumido en un mortal estupor. Sin embargo, tres horas más tarde me sacudieron y me hicieron levantar para que asistiese al oficio nocturno. Aquel tratamiento continuó día tras día, y las constantes vigilias y la dieta penitente me tenían sumido en piadoso aturdimiento. Sin embargo, de tanto en tanto mi espíritu se veía iluminado por una ráfaga de consciencia, y cuando me acordaba de Bárbara y de su vida en la prisión, era como si me hundiesen un cuchillo en el pecho. Lanzaba gritos de agonía, suplicando a los hermanos que me azotasen con cuerdas de nudo y púas para que mis dolores corporales pudiesen ahogar los sufrimientos que padecía por causa de mi amada. Y los buenos monjes me azotaban hasta que mi espalda llagada pudiera dejar salir al demonio de mi cuerpo. Pasaron casi dos meses, y el verano florecía en la ciudad del príncipe obispo. Pero yo no conocí nada del verano, porque mi morada era una celda desnuda, mi lecho, el suelo de piedras, y mi único paseo, el pasaje abovedado que conducía a la iglesia. Poco a poco la agitación de mi espíritu se aplacó, y cuando el buen prior vio que estaba curado de mi aflicción, permitió que se atenuase aquella disciplina. Me fueron devueltos mis vestidos y se me dio una alimentación más nutritiva, y al cabo de pocos días tenía la cabeza más clara y volvía a ser el de antes. Deduje de aquello que el juicio iba a comenzar en breve, por lo que me sentía lleno de impaciencia. Un día pedí al prior que me permitiese ir a la ciudad a cortarme el cabello, y obtenido el permiso me dirigí derechamente hacia la prisión. No me atreví a acercarme al portero, pero entré en el patio para contemplar al menos la maciza torre en la que estaba encerrada Bárbara. Lloraba amargamente al verla, cuando de pronto percibí al padre de Bárbara, el armero, que se dirigía desde el palacio del obispo hacia la puerta. Corrí tras él y le saludé tan cordialmente como pude, y si bien él no mostró gran satisfacción al verme, como había estado bebiendo vino necesitaba a alguien con quien hablar. Tras alguna vacilación, me invitó a que le acompañase a una taberna. Una vez sentados en el banco de madera, se tornó voluble y comenzó a lamentarse extensamente de los malos tiempos en general, y en particular, de sus efectos sobre su propia industria. No pudiendo dominar por más tiempo mi impaciencia, y después de haberme apresurado a mostrarle mi simpatía por sus problemas, le pregunté: —Pero, ¿no tenéis noticias de vuestra hija Bárbara, mi querido padre? Me dirigió una mirada interrogadora y se dibujó en su rostro una sonrisa. —He hecho mi declaración y he puesto mi señal junto a mi nombre —dijo—. Así al menos estaré libre de ella, con la absoluta garantía de que ni yo ni mi familia tendremos que tropezar con más problemas ni dificultades por su causa. Tenemos ahora una limpia reputación, y nada se nos puede achacar. Nunca hubo para mí día más digno de bendiciones que éste, y bien vale otro jarro de vino; pues ahora mi hijo podrá comenzar una vida nueva, y todos los años de pesadillas han quedado atrás. —¿Habéis atestiguado contra vuestra propia hija? —exclamé, aterrado—. ¿Podéis odiar así vuestra propia sangre y vuestra propia carne? ¡Entonces el mundo está, en verdad, más loco de lo que yo pensaba! Golpeó con su cubilete en la mesa, para que se lo volvieran a llenar, y dijo: —No os guardo rencor, Miguel, pero, ¿no os pagué cincuenta guldens el día de vuestra boda para que os llevaseis a la bruja lejos de nuestra buena ciudad? Sin embargo, preferisteis permanecer entre nosotros, y ahora tendréis que ateneros a las consecuencias. Yo me lavo las manos en este asunto, como también mi esposa y mi hijo. Me preguntáis si odio a mi hija. Pues bien: ahora que esos malditos ojos verdes no pueden mirarme, permitidme que os diga que la he odiado desde que nació. Creo que no es hija mía, sino de algún íncubo de mi pobre esposa. Me quedé mirando aquellos ojos húmedos y hoscos, de borracho y, levantándome, arrojé mi cerveza sobre aquella cara grasa y salí de la taberna dando un portazo. Pero pronto se consumió mi furia. Mi rabia impotente en nada podía ayudar a Bárbara, y me valdría más el mantenerme cortés si esperaba poder servirla. Volví, pues, a mi humildad, y regresé tranquilamente al monasterio. Apenas había entrado en mi celda cuando el padre Ángel envió a llamarme. Estaba sentado teniendo frente a sí un formidable montón de papeles. —Que tu corazón se muestre firme para afrontar la verdad, hijo mío —dijo bondadosamente—. El juicio comienza hoy, y debes mostrarte fuerte. Para prepararte a lo que debes sufrir expondré ante ti las pruebas recogidas, aunque este paso no está de acuerdo con las habituales prácticas legales. Lo hago así por el bien de tu alma. Has de saber que tu esposa Bárbara es una bruja. Como ya esperaba aquello, no respondí nada; sólo incliné la cabeza e hice la señal de la cruz para complacerle. Luego pregunté tranquilamente: —¿Podré verla durante el juicio? El padre Ángel suspiró. —No podemos evitarlo, y por el bien de tu alma será conveniente que estés presente. Pero cuando hayas leído estas declaraciones juradas creo que no tendrás nuevas dudas. Más tarde te pediré que firmes tu propia declaración, que ha sido dictada por mí al secretario del Tribunal de la Inquisición. Me entregó los papeles y comencé a leerlos atentamente, aunque a veces no podía reprimir una exclamación de cólera o de asombro. Pero me reprimí y mantuve bajos los ojos para que el padre Ángel no pudiese observar su expresión. Su mirada indagadora permanecía clavada en mí, y la convicción daba un aspecto pétreo a aquel rostro de finas líneas. Mencionaré tan sólo algunas de tales declaraciones. Una de ellas, hecha por los padres de un antiguo pretendiente de Bárbara, describía cómo había reñido violentamente con el muchacho en un prado de las afueras de la ciudad. Bárbara había hecho gestos extraños hacia el cielo, y estalló una tremenda tempestad, y el muchacho cayó herido por el rayo, aunque había buscado refugio bajo un árbol, en tanto que Bárbara permanecía a cielo abierto. Los testigos opinaban que con la ayuda del demonio, Bárbara había guiado el rayo para que descargase sobre su hijo, y hasta había hecho uso de su propio nombre, puesto que santa Bárbara protege a los hombres contra el rayo. Una mujer declaró que se había secado la leche de sus pechos después de una disputa con Bárbara. Mi amigo el recaudador atestiguó que Bárbara había hecho uso de brujería para que rodase por las escaleras y se rompiese el brazo derecho, que le era necesario para su trabajo; aquello lo hizo con objeto de lograr su puesto para mí. Más tarde le había atraído a que comiese con ella cada día con objeto de impedir que su brazo se curase. El bailío afirmó que habíamos expulsado a él y a su esposa de su confortable morada con objeto de tomar nosotros posesión de ella, e insistió en que nunca la hubieran abandonado a no ser por el miedo que tenían a que Bárbara les ocasionase algún perjuicio con su brujería. Los consejeros refirieron que, desde su infancia, Bárbara había sido considerada como una bruja, y que con anterioridad había sido ya requerida a que prestase juramento de purificación. Su padre atestiguó que en una ocasión en que Bárbara entró en su taller, el crisol crujió y dio una terrible explosión, ocasionando graves daños. Tales fueron los testimonios que leí con la más amarga indignación; y a medida que los leía, mi corazón se sentía cada vez más abatido. El último de los documentos no estaba firmado, y comencé a leerlo sin advertir al principio que contenía mi propia declaración. Yo, Miguel Pelzfuss, o Miguel de Finlandia, bachiller de la Universidad de París, declaraba que Bárbara, por algún medio misterioso, me había encontrado en el bosque donde había sido asaltado y robado, y que sólo el demonio mismo podía haberla conducido a aquel oculto lugar donde los bandoleros me dejaron por muerto. En el curso de mi enfermedad, Bárbara me había suministrado amargas pociones cuya composición ignoraba yo. Indudablemente estaban preparadas según alguna fórmula mágica, porque poco después quedé enamorado de Bárbara, a pesar de su fealdad, y me casé con ella. Después de nuestro matrimonio, continuó ejerciendo sus encantos sobre mí, de suerte que yo continuaba viéndola como la más bella de las mujeres. Pero ahora que la verdad me había sido revelada, renunciaba a ella y a todas las obras del demonio y reconocía que sólo por brujería pude haber sido inducido a casarme con ella. Cuando hube leído aquel terrible documento, alcé los ojos y declaré con voz firme: —Padre Ángel, yo no firmaré nunca estas afirmaciones, porque no son ciertas. Hizo un movimiento de impaciencia, pero, dominándose, me preguntó en tono conciliador: —¿No son éstas las palabras que me dijiste? ¿No ves que fue su brujería la que te hizo unirte a ella? Porque ningún hombre con sus sentidos cabales podría decir que es la mujer más bella del mundo. Pero, a pesar de todas sus tentativas para persuadirme, me negué a firmar la declaración. Al fin consintió en que yo la volviese a redactar, y narré cómo Bárbara me había encontrado en el bosque y me había cuidado hasta devolverme la salud; que me había casado con ella por mi propia y libre voluntad, y que ahora la amaba más que a nadie en el mundo. Pero cuando iba a añadir que durante nuestro matrimonio no había visto nunca nada que pudiese ser un indicio de brujería, me lo prohibió diciéndome que no era yo el que podía decidir si Bárbara era o no culpable, sino los jueces, quienes formularían sus propias conclusiones de acuerdo con las pruebas recogidas, incluyendo la mía. Comprendí demasiado tarde que intentaba utilizar mi propia declaración contra Bárbara; con todo, puesto que su voluntad era más fuerte que la mía y puesto que esperaba estar presente en el juicio y evitar que desviase el sentido de mis palabras, firmé el papel, que él recogió. De nuevo se mostró tranquilo y me miró con un rostro sereno y compasivo. —Créeme, Miguel —dijo—, también yo soy hombre, y la tarea que ha caído sobre mis hombros parece a veces más pesada que lo que puedo soportar. Sin embargo, tengo que vencer mi debilidad, o de lo contrario no podría servir fielmente a la Iglesia. En ocasiones como ésta, aun la piedad es un arma cruel manejada por el demonio mismo, para tentarme a salvar a sus prosélitos. —No creo que mi esposa sea una bruja, cualesquiera que sean los cargos que se acumulen contra ella —afirmé. El padre Ángel inclinó su cabeza entre las manos, suspiró profundamente y oró en silencio. —Miguel —dijo luego—, soy débil. Desde mi infancia, la visión de las lágrimas me ha hecho sufrir, y me pone enfermo el dolor de los demás. Y precisamente por ese defecto he sido elegido para este trabajo, para que, venciendo mis humanas debilidades, pueda glorificar a Dios. Su Iglesia prevalece y prevalecerá siempre, Miguel. Sus pilares y sus techos siempre nos cobijarán. Toda la escoria de la Tierra pasará, pero la Santa Iglesia perdurará. Sus palabras me dejaron abrumado, porque me hacían saber que la Santa Iglesia, con todo el peso de sus tradiciones y sus grandes y venerables padres, era hostil a Bárbara. Estaba sola, sin nadie que la defendiese, porque hasta yo mismo, su esposo, había firmado una declaración que sería un arma en las manos de sus enemigos. 5 El Tribunal se reunió en la torre de la prisión del palacio del obispo, en una desnuda estancia, escasamente iluminada por estrechas hendiduras en los macizos muros. Mientras esperaba a los reverendos padres, escudriñaba a través de aquellas angostas aberturas y me maravillaba de ver que, afuera, la ciudad gozaba de los encantos del verano; de que los árboles estaban cubiertos de follaje y verde el campo. Aquella estancia de la torre se alzaba por encima de las murallas de la ciudad y dominaba una magnífica vista que alcanzaba hasta los Alpes. El padre Ángel, presidente del Tribunal, estaba asistido de otros dos dominicos, uno de los cuales leyó las acusaciones. El maestro Fuchs era el acusador. A ninguna otra persona se le permitió asistir. Cuando Bárbara fue conducida allí, los guardias y aun el carcelero hubieron de permanecer por fuera de la puerta cerrada. Previamente habían ordenado que Bárbara se lavase y se peinase. Llevaba una tosca y limpia túnica como única prenda. Yo había temido aquel momento y me había imaginado los horrores y sufrimientos de su prisión, pero no vi ningún signo exterior de que hubiese sido maltratada, y su apariencia exterior me tranquilizó. No obstante, había adelgazado visiblemente, y mostraba una cicatriz en la comisura de la boca; la encontré también notablemente fea. Su cabello tenía un color de herrumbre y aparecía opaco, y cuando parpadeó para acostumbrarse a la luz, advertí las pecas amarillas que cubrían su rostro. Creo que pasó tiempo antes de que pudiese ver claramente, porque de tanto en tanto se frotaba los ojos como si le escociesen. El examen duró más de dos horas; la acusación de brujería y alianza con el demonio que efectuó el padre Ángel fue negada tranquilamente por Bárbara. Entonces el secretario leyó con voz monótona los diversos testimonios, y a las distintas preguntas del inquisidor, Bárbara respondió unas veces «sí» y otras «no». Me consoló el ver que todavía se mostraba de ingenio rápido y resuelto; porque daba respuestas afirmativas a todo lo que realmente había sucedido y podía ser probado, como su disputa con su pretendiente y con la joven madre, la explosión del crisol y la fractura del brazo del recaudador. Pero negó terminantemente el que tuviese nada que ver con tales calamidades. Su presencia y la convicción que transparentaba su conducta produjeron su efecto sobre mí, de suerte que mis secretas dudas quedaron disipadas y honradamente creí en su inocencia. Para cuando fue leída mi declaración, sus ojos, ya acostumbrados a la luz, me descubrieron, sentado en un rincón. Una vez más aquellos ojos verdes se dirigieron hacia mí; su delgado rostro se alzó y de nuevo pareció hermosa a mis ojos, de tal modo, que mi corazón se sentía arrobado. Cuando se hubieron leído todas las declaraciones y los miembros del Tribunal discutieron uno por uno los puntos, el padre Ángel, con voz fría y severa, pronunció estas palabras: —¡Bruja Bárbara! A la luz de estos testimonios indiscutibles y concordantes, el Tribunal de la Santa Inquisición te encuentra reo de brujería en todos y cada uno de los casos anteriormente mencionados, que han producido grandes daños y quebrantos a gente inocente. Puesto que no puede haber brujería sin alianza con el demonio, el Tribunal considera esta segunda acusación igual y totalmente probada. ¿Quieres, por tanto, declarar libremente tu culpa o continuarás poniendo tu confianza en Satanás e insistiendo en tus negativas? —No soy bruja —explicó Bárbara—, y no estoy aliada con el demonio, diga lo que quiera la gente a mis espaldas. Desde niña, la gente me ha odiado porque soy fea y diferente a los demás. —Cuando se la invitó de modo terminante a que hiciese una confesión voluntaria, la bruja, obstinadamente, negó las acusaciones —dictó el padre Ángel—, pero reconoció que desde su infancia había sido diferente de las demás personas. Se volvió de nuevo hacia Bárbara. —Tanto durante tu prisión como ahora ante este Tribunal, he hecho todo lo que he podido para persuadirte a que confesaras voluntariamente —dijo—. Sin embargo, sigues obstinándote. Por tanto, este Tribunal suspende la sesión durante dos horas, después de las cuales continuará el juicio, de acuerdo con las prácticas inquisitoriales, utilizando la tortura. ¡No creas, hija mía, que el demonio tu aliado pueda ayudarte entonces! Confiesa y nos ahorrarás este penoso deber, que ni a ti ni a nosotros nos satisface. —Pero es que no soy bruja —sollozó Bárbara, y rompió a llorar. El padre Ángel ignoró sus lágrimas y ordenó al carcelero que la devolviese a su celda. —Padre Ángel —le supliqué—, permitidme hablar con mi esposa y persuadirla de que es lo mejor que confiese si es culpable, porque no puedo soportar la idea de sus sufrimientos. —Es imposible, Miguel —respondió con impaciencia—. Volvería a embrujarte de nuevo, como tu propio buen sentido te lo hará ver. Me ordenó que fuese a la cocina del príncipe obispo a buscar algo que comer, pero yo no tenía apetito, y durante dos largas horas me paseé por el patio. Intenté sobornar al carcelero para que me dejase ver a Bárbara, pero aunque era hombre codicioso, no osó poner en peligro su propia piel desobedeciendo las órdenes expresas del padre Ángel. Sin embargo, a cambio del dinero que le ofrecí me prometió darle una buena comida. Cuando los venerables padres regresaron, encendidos los rostros por el vino del príncipe obispo, limpiándose la boca y conversando animadamente, me acerqué una vez más al padre Ángel rogándole que me permitiese estar presente en la segunda parte del juicio. Esta vez se mostró más tratable y dijo: —Previendo tu petición, traté del asunto con el príncipe obispo. Con anterioridad nunca se había permitido una cosa así, pero en caso tan excepcional como éste creo que difícilmente podrías liberarte del embrujo de que te ha hecho víctima, a menos que oigas su confesión de sus propios labios. Así, por especial favor del príncipe obispo, podrás asistir; pero sólo con la condición de que ni con palabras ni con gestos interrumpirás la investigación, sino que permanecerás quieto en tu lugar. Deberás prestar el acostumbrado juramento de que no sentirás odio ni mala voluntad hacia ninguno de los presentes, ni intentarás tentar, ni sobornar, ni comprar a nadie para que tome venganza por ti, sino que te resignarás ante lo que suceda. Regresamos a la estancia de la torre, donde presté el juramento ante el padre Ángel. Luego bajamos en fila de a uno las escaleras hasta la cámara de tortura, que carecía de ventanas y tenía un techo abovedado. Estaba iluminada por dos antorchas, que me permitieron ver al verdugo y a su ayudante ya dispuestos. Iban elegantemente vestidos de rojo, lo prescrito para los de su oficio; aunque cuando torturaban no les estaba permitido derramar sangre ni producir daños irreparables. Al mirar a mi alrededor en aquella celda, intenté encontrar algún consuelo en la idea de que ninguna de aquellas odiosas tenazas y tornillos serían utilizados; pero una escalera que descansaba sobre un caballete, una soga que pendía de una rueda en el techo y unos voluminosos pesos, fueron bastantes para producirme un sudor frío. Los buenos padres se sentaron en el sitio que eligieron, quejándose del miserable acomodo. Bárbara fue introducida, toda temblorosa y aterrorizada, pero cuando por orden del padre Ángel el verdugo explicó de qué manera utilizaría sus instrumentos, aún negó en tono humilde y suplicante ser culpable, y dijo que no podía confesar lo que no había hecho. El padre Ángel suspiró y ordenó al maestro Fuchs que comenzase su examen. Para ello, el verdugo despojó a Bárbara de su túnica. Quedó desnuda. La derribaron al suelo y la ataron por las manos y los pies a la escalera. Se había quedado muy delgada, pero su cuerpo, cuidadosamente lavado, estaba blanco, y los únicos signos visibles de su prisión eran los oscuros anillos que el cepo había dejado en sus muñecas y tobillos. Gimió una o dos veces cuando cortaron su cabello hasta las raíces, sin dejarle el más pequeño mechón. A continuación, el maestro Fuchs avanzó y comenzó a examinar detenidamente cada centímetro de su piel y cada orificio de su cuerpo, buscando algún talismán diabólico que pudiera hacerla insensible al dolor. El padre Ángel, por modestia, prefirió no contemplar aquel proceso, y conversaba en voz baja con los otros dignatarios. Por mi parte, pensaba que aquel tratamiento, por brutal y vergonzoso que fuese, no era insufrible, y bendecía cada momento que pasaba sin que llegase aún la verdadera agonía de Bárbara. —Muchas brujas han alardeado de que pueden permanecer completamente insensibles tan sólo con poder retener un pequeño jirón de sus vestidos —observó el maestro Fuchs—. Pero o yo no sirvo para este oficio, o esta bruja no lleva encima absolutamente nada que la insensibilice. Se retiró, y los buenos padres se acercaron a la desnuda Bárbara entonando plegarias en voz alta; la rociaron con agua bendita y pusieron sal consagrada en su boca. La ceremonia de purificación acrecentó las precauciones de los verdugos; se habían santiguado ya furtivamente mientras ataban los miembros de Bárbara. Pude ver que aun los buenos padres, en aquella celda lóbrega alumbrada por antorchas, la temían; y aquello me llenó de desesperación porque me demostró que obraban de buena fe y estaban convencidos de su culpabilidad. El padre Ángel ordenó al maestro Fuchs que utilizase la prueba de la aguja. Tomó, pues, una aguja aguda y larga y comenzó a buscar en el cuerpo de Bárbara algún punto insensible por arte de brujería. Los buenos padres, inclinándose hacia delante, observaban curiosamente el procedimiento y cada vez que Bárbara gritaba y le manaba sangre, lanzaban profundos suspiros. El maestro Fuchs pinchó minuciosamente cada pequeño lunar, y aun los pezones, mientras ella gritaba de dolor. Al fin encontró una gran mancha de nacimiento en una cadera, que no sangró al pincharla... ni pareció producirle dolor. Sin duda, aquél era el estigma que el demonio había puesto en ella como un signo de que era una de sus secuaces. Quedé sumamente extrañado y desconcertado, recordando cómo en los momentos de pasión yo había besado aquella marca, creyendo que se trataba de un lunar. El secretario escribió en el registro el resultado de la prueba de la aguja, que había revelado una zona insensible en forma de herradura, en la piel de la bruja, un centímetro arriba del hueso de la cadera. El padre Ángel ordenó que Bárbara fuese soltada de la escalera para que se la pesase. Nadie se sorprendió al comprobar que pesaba cinco kilos menos de lo normal en una mujer de su estatura y complexión; aquello no hacía más que confirmar la creencia general en su culpabilidad, puesto que las brujas pesan menos que las otras gentes y flotan en el agua. El padre Ángel autorizó a Bárbara para que se pusiese de nuevo la túnica y la invitó otra vez a confesar. Pero ella permaneció con la cabeza caída y no respondió; visto lo cual, el padre Ángel, con evidente repugnancia, ordenó al verdugo que cumpliese con su deber. La cogió, mientras su ayudante le ataba las manos a la espalda. La soga que colgaba de la rueda fue ligada a sus muñecas; la izaron hacia el techo y quedó suspendida, con las articulaciones de sus hombros violentamente torcidas. El verdugo aflojó la soga y la dejó caer, pero la contuvo antes de que llegase al suelo, lo que la hizo lanzar un grito desgarrador, porque sus brazos amenazaron con dislocarse. —¡Miguel! —gritó—. ¡Miguel! Corría el sudor por mi rostro y levanté la mano para tocar al padre Ángel. Pero a la luz de las antorchas le vi contemplando a Bárbara con los rasgos contraídos, mientras gruesas gotas de sudor perlaban su pura y despejada frente. Sufría como yo ante aquella visión aterradora, y mi mano quedó inmóvil. Cuando el verdugo hubo repetido la tortura unas cuantas veces hizo bajar a Bárbara hasta el suelo, donde quedó tendida con el rostro contra las piedras. El padre Ángel le preguntó implacablemente si confesaba ahora. Bárbara lanzó un quejido, imploró a gritos a la Madre de Dios que la socorriese y dijo: —¿Qué he de confesar? No sé qué decir. ¡Por amor de Dios no me torturéis más, nobles caballeros! El padre Ángel, exasperado, hizo un gesto al verdugo, que empujó hacia delante una piedra de diez kilos. Ató los dos pies de Bárbara y colgó de ellos el peso. Cuando fue de nuevo izada, gritó más aterradoramente que antes, crujieron sus hombros y sus pies se alargaron y alargaron. A la primera «caída» se le dislocaron los hombros, quedando sus retorcidos brazos levantados sobre su cabeza. Lanzó un grito terrible que acabó con un lamento continuado, mientras todo mi cuerpo se estremecía en convulsiones. El padre Ángel le preguntó con voz dura si confesaba ya, pero cuando intentó hablar quedó desmayada. La bajaron, y el verdugo le frotó las sienes con vinagre y humedeció sus labios con aguardiente. El maestro Fuchs dijo ansiosamente: —Reverendo padre, ¿habéis notado que no ha derramado una sola lágrima? Las brujas no pueden llorar, y ésa es la tercera prueba. El hecho fue consignado en el informe. Bárbara recobró los sentidos, quejándose quedamente, pero cuando el padre Ángel se inclinó sobre ella para lograr una confesión, parecía haber perdido el habla y sólo pudo mover la cabeza. Para apresurar la tarea, el padre Ángel ordenó al verdugo que aumentase el peso, pero añadió: —Amordazadla, porque nos ensordecerá con sus alaridos y no es necesario que este examen sea tan mortificante y molesto para los reverendos padres y para mí. El verdugo colocó una mordaza de madera hueca, en forma de pera, entre las mandíbulas de Bárbara; eso la obligaba a mantener la boca abierta y distendió sus mejillas, sin impedirle respirar. Colocó entonces un peso casi doble que el anterior y la izó de nuevo, con la ayuda de su compañero; sujetó la soga y esperó. Durante unos momentos reinó el silencio en la cámara de tortura; no se oía nada más que el crepitar de las antorchas y el suave murmullo de la arena en la ampolla de vidrio del secretario. Habían cesado los quejidos de Bárbara, pero su jadeo agitaba su pecho. Yo veía sus finos pies horriblemente estirados, y sus hombros comenzaron a inflamarse, tornándose negros y azules alrededor de las articulaciones. El verdugo cogió un cubilete de cerveza de un nicho en el muro, bebió de él y lo ofreció a su ayudante. Uno de los dominicos comenzó a murmurar plegarias, pasando entre los dedos las cuentas de su rosario. Al fin no pude dominarme. Rompí a llorar violentamente y me lancé hacia Bárbara, intentando libertarla de aquellos terribles pesos. —¡Confiesa, Bárbara, confiesa! —supliqué en mi cobardía—. Confiesa, por nuestro amor, porque no puedo soportar más. Sus ojos verdes se abrieron y me miraron opacamente, pero su mirada no ejercía ya efecto alguno sobre mí. Sentía tan sólo el espantoso horror de aquel tormento cuando levanté sus delgadas piernas entre mis brazos. El padre Ángel se me acercó y deshizo el abrazo, de modo que el descoyuntado cuerpo de Bárbara quedó de nuevo colgando de sus hombros dislocados. —¿Confiesas, bruja? —preguntó, golpeándole el pecho con el puño cerrado—. Si no lo haces, arrastrarás contigo a tu esposo Miguel a la perdición. Entonces Bárbara movió la cabeza, indicando que deseaba hablar. El verdugo subió por la escalera para arrancarle la mordaza. Las comisuras de la boca estaban desgarradas y la sangre corría por su barbilla. —Quizá soy bruja —murmuró—, pero dejad tranquilo a Miguel. No sabe nada de mí. Con un suspiro de alivio, el padre Ángel ordenó al verdugo que aflojase la soga hasta que los pesos descansasen en el suelo, para que a Bárbara le fuese más fácil hablar. Luego fue interrogada sobre cada acusación separadamente; y ella reconoció que todas eran justificadas. El padre Ángel dictó el informe. Pregunta: —¿Confiesas que ordenaste al rayo que descargase sobre tu prometido? Respuesta: —Sí. Pregunta: —¿Confiesas que por medio de encantamiento y brujería rompiste el brazo del recaudador? Respuesta: —Sí. No repetiré todas las preguntas y respuestas, pero sí mencionaré que oí de sus labios que, guiada por Satanás, me había encontrado en el bosque y que por medio de bebedizos mágicos me había obligado a ser su esposo. En aquel punto el padre Ángel me dirigió una mirada de soslayo, y sin duda percibió la expresión de duda en mis ojos horrorizados, porque alteró las frases de su pregunta final. —¿De qué estaba compuesto el bebedizo con que le encantaste? Bárbara vaciló, y su mirada opaca quedó como perdida, pero al fin murmuró: —Agua bendita, cornezuelo y jugo de beleño. Ante aquello me vi forzado a creer que me había embrujado. Con una voz apenas audible añadió: —¡Perdóname, Miguel! Después el padre Ángel preguntó: —¿Reconoces que has dado comida y bebida al demonio en forma de perro negro, que usabas en tus artes diabólicas? Los ojos de Bárbara se abrieron y exclamó: —¡No! Rael es un perrito ordinario y no ha hecho nada malo. —Ya lo veremos. Considera ahora, bruja, y pesa tus palabras cuidadosamente, porque necesito saber cómo, cuándo y dónde celebraste pacto con el demonio. Además debo saber cómo, dónde y cuándo puso su marca sobre tu cuerpo, y con qué frecuencia tuviste relaciones íntimas con él y en qué forma o formas solía entonces aparecérsete. Responde a estas palabras y te dejaremos en paz. Cuando hayas abjurado del demonio y de todas sus obras, la Santa Iglesia te recibirá de nuevo en su seno, te perdonará tus pecados y salvará tu alma inmortal del fuego del infierno. ¡Responde, bruja! Pero Bárbara permanecía en silencio y no hacía sino contemplar al padre Ángel con profundo asombro. Aquello le enojó y repitió sus preguntas, a las que Bárbara respondió con una firme negación de pacto alguno con el demonio y con la petición de que tuviese piedad de ella, porque no sabía lo que le quería dar a entender. De nuevo el torturador la izó, y tuve que apretar mis manos sobre mis orejas a causa de los aterradores gritos que la hicieron lanzar. —Tendremos que dejarla colgada hasta que se le aclare la memoria —dijo el padre Ángel, encolerizado—. Entretanto, podemos examinar al perro. El padre Ángel se llevó también las manos a las orejas y se apresuró a dirigirse a la escalera. Todos le siguieron, excepto el ayudante del verdugo, que, aterrado, quedó a solas con Bárbara y con la cerveza. Se me despejó la cabeza con el aire fresco y la luz de la estancia de la torre. Temblaba de frío, porque los vestidos empapados de sudor se me pegaban a la piel. El carcelero llevó vino, del que todos teníamos gran necesidad. El padre Ángel vació su copa y se retrepó en un sillón, con un suspiro de alivio. —Traed al perro, maestro Fuchs —ordenó. Pero cuando el maestro Fuchs regresó arrastrando a Rael atraillado, me fue difícil reconocer a mi perro. Su brillante pelaje negro había sido cortado y toda la piel desnuda y gris estaba cubierta de llagas. Rael me olfateó y luchó por llegarse a mí. El maestro Fuchs le permitió que se refugiase en mi regazo, donde se echó tembloroso y plañidero, lamiendo mi rostro y oprimiendo luego su hocico contra mi hombro, mientras yo derramaba amargas lágrimas sobre sus heridas. Yo sabía que por lo menos el perrito era inocente. —Este perro se llama Rael —observó el maestro Fuchs—, que es indudablemente un nombre singular y pagano, y sabe hacer muchas cosas. Sin embargo, algo parecido pudiera decirse de algunas habilidades de los perros callejeros. Cumpliendo mis deberes, he examinado al animal lo mejor que he podido, y he intentado hacerle hablar, porque si fuera una encarnación del demonio, ciertamente podría hablar. Lo he azotado varias veces al día, y he quemado en su lomo plumas saturadas de azufre, sin conseguir arrancarle ningún sonido que pudiera parecerse al lenguaje humano. La prueba de la aguja dio también resultados negativos. El padre Ángel inspeccionó al animal con repugnancia y se tapó la nariz, porque las llagas del pobre animal apestaban. Se cansó pronto de la discusión que siguió y ordenó al verdugo que continuara el examen; porque él no era tan amigo de los animales como el maestro Fuchs. Siguió una inhumana flagelación que fui obligado a presenciar a través de mis lágrimas; hasta que al fin, el frío sentido común me dijo que aunque Bárbara había sido torturada hasta arrancarle una confesión, ni el más atroz martirio podría hacer que aquel desgraciado perro hablase. —Padre Ángel —grité—, nunca podréis obligar al perro a que hable, aunque le torturéis hasta la muerte. Y mi mujer ya ha sido condenada. El maestro Fuchs intervino. —Todas mis experiencias confirman la inocencia del perro. Será mejor utilizarlo simplemente como testigo contra la bruja y después dejarlo en libertad. El padre Ángel y los otros jueces estuvieron de acuerdo con su criterio, y el maestro Fuchs fue a buscar un tazón de agua que Rael bebió ansiosamente. El verdugo cogió la traílla. Refrescado con el agua, el perro levantó los ojos hacia el padre Ángel, mientras éste se dirigía a él formalmente diciendo: —¡Perro, quienquiera que seas! El Tribunal de la Santa Inquisición te emplaza como testigo. Te recordaré los derechos y deberes de un testigo y te ordeno que declares si hay o no una bruja en esta habitación, y si así fuere, que indiques quién es. El verdugo soltó la traílla, y Rael, con un gruñido, se arrojó sobre el maestro Fuchs y le mordió en la pantorrilla. El maestro Fuchs lanzó un gemido y dio al perro un puntapié que lo lanzó al otro extremo de la habitación; pero Rael volvió al ataque y su víctima pudo difícilmente defenderse, hasta que el verdugo volvió a atar al animal. No puedo negar que aquel inesperado incidente produjo una profunda impresión en lodos nosotros. El verdugo se santiguó y se quedó mirando de una manera extraña al maestro Fuchs, que se frotaba la pierna y juraba, maldiciendo al perro por su ingratitud hacia el hombre que había hablado en su favor y le había salvado la vida. El maestro Fuchs, dirigiéndose al padre Ángel le dijo: —Este testimonio carece de valor, y por mi buena fama solicito que sea omitido en el informe. Este animal me odia porque mis deberes me obligaron a torturarle. Solicito que se haga de nuevo esta prueba en presencia de la bruja, que deberá ser bajada al suelo para que el perro pueda olfatearla. Los respetables padres discutieron la petición y quedaron acordes en que el maestro Fuchs había hablado sabiamente. El incidente no fue mencionado en el informe. No obstante, el padre Ángel le dirigió furtivas miradas cuando regresamos al sótano, donde el verdugo había hecho bajar al suelo a Bárbara. En seguida el perro comenzó a plañir, y cuando el padre Ángel una vez más volvió a requerirle para que atestiguase sin tener en cuenta parentesco, amistad ni enemistad, se lanzó alegremente hacia Bárbara y comenzó a lamerle el cuello, las manos y el rostro. Consiguientemente, se hizo constar que el perro, por su propia y libre voluntad había denunciado a su ama como bruja. Por tanto, fue retirada la acusación contra el animal y se le dejó en libertad. La viva ternura de Rael había hecho que hasta cierto punto se recobrase Bárbara de su desmayo; abrió los ojos y se quejó. Pero yo no podía soportar más; todo lo vi negro y no me di cuenta de nada hasta que recobré los sentidos en la habitación de la torre, donde el ayudante del verdugo me frotaba los miembros y me hacía beber unas gotas de aguardiente. —¿Qué ha sucedido? —pregunté débilmente. —La bruja lo ha confesado todo —respondió el hombre—. El tercer grado fue demasiado para ella y abjuró del demonio. Declaró que dos veces al año volaba al Brocken montada en una escoba, y que allí se acostaba con el demonio, que a veces se le aparecía como un negro macho cabrío y otras como un hombre de rostro blanco. Daba escalofríos el oírla. Luego, el maestro Fuchs me envió aquí para llevaros, de modo que he perdido gran parte de la confesión. Un poco más tarde, el padre Ángel subió a la habitación de la torre. Tenía la frente sudorosa y la excitación le hacía temblar. —La bruja ha confesado, Miguel. A los doce años se entregó al demonio y recibió su señal. Su maestra fue una cierta bruja a la que quemaron hace diez años. Piensa, Miguel, que si alguna vez has tenido la más ligera duda acerca de la posibilidad de un pacto con Satanás, la unanimidad de las pruebas recogidas en los diferentes países, la similitud de los más mínimos detalles, demuestran sin ninguna duda la existencia de tales pactos. Esta confesión es otro eslabón de la cadena que durante centurias nuestra Santa Iglesia ha ido forjando en torno al reino del demonio. —¡Dios de los cielos! —grité—. ¿Estáis todavía torturándola? ¿No ha confesado ya bastante? Me miró como si dudase de mi cordura. —Evidentemente tiene que darnos los nombres de sus cómplices —dijo—. Éste es el período más difícil de los exámenes, y me temo que tenga que sufrir el cuarto y quinto grado antes de extraer de ella toda la información requerida. Pero estamos dispuestos a continuar toda la noche si es necesario; porque si la dejamos ahora y esperamos hasta mañana, puede retractarse, como lo hacen con frecuencia las brujas después de recobrar nuevas fuerzas de Satanás durante la noche. Creo en tu inocencia, Miguel, pero naturalmente hemos de interrogarla acerca de ti, y averiguar también los nombres de todos aquellos a quienes reconoció en el aquelarre en el Brocken. Eso exige tiempo y paciencia. Al oír aquellas palabras me desmayé de nuevo y así permanecí en piadosa inconsciencia hasta muy entrada la noche. Al despertar vi al padre Ángel, en pie junto a mí, con una antorcha. —¡Despierta, hijo mío! Todo ha concluido. Hemos batallado espléndidamente, y hemos ganado. Has sido declarado inocente de todo delito, y si lo deseas, puedes ver a tu esposa para decirle adiós. Ya no podrá hacerte ningún daño. El Tribunal le mostró clemencia por su completa confesión y arrepentimiento; por tanto, al entregarla al brazo secular estipularemos que sea desnucada antes de ser quemada, para ahorrarle así la agonía de la hoguera. Luego que se marchó me arrastré, sin apenas poderme sostener, escaleras abajo, llevando a Rael entre mis brazos, y volví a entrar en el sótano —aquel sótano que todavía hoy veo en mis pesadillas—, porque si en la tortura es grande el sufrimiento corporal, es quizás aún más terrible el dolor moral del que contempla desesperadamente el tormento de una persona querida. Ardía el fuego en la chimenea de la cámara de tortura, y el verdugo, con mano diestra, atendía a Bárbara mientras que con amables palabras intentaba consolarla. Porque ella lloraba quedamente, incesantemente, inconsolablemente, aunque el verdugo le había rearticulado el hombro y le había vendado con compresas calmantes de vinagre. También estaba presente el carcelero, a quien le entregué dinero para que llevase alimentos y vino fuerte, y más agua para el perro. Bárbara entreabrió los ojos a mi llegada y sentí cómo su corazón palpitaba violentamente. Cuando suavemente acaricié sus desollados pies, se estremeció de agudo dolor. En aquel momento reapareció el carcelero llevando la comida en dos cazuelas de loza. Llevaba también bajo el brazo un jarro de estaño con el vino, que de tal modo reanimó el corazón del verdugo, que me llamó noble caballero y me dio las gracias por no mostrarle mala voluntad. —Juré no tomar venganza —le dije—, y no merecéis censura por lo sucedido. Cumplís con vuestro deber para con vuestros amos y veo que tenéis buen corazón, porque trabajáis amable y cuidadosamente como un médico para reparar los daños que le habéis hecho. Comed y bebed, amigo mío. Ha sido un día de duro trabajo que seguramente no os ha producido placer. Y luego dejadnos solos. Intenté dar de comer a Bárbara, pero sólo pudo beber un cuenco de caldo y un poco de vino. En cambio, Rael comió con buen apetito, hasta hincharse, y se sentía tan feliz de estar con nosotros nuevamente, que interrumpía su comida para correr al lado de Bárbara o apoyar su hocico en mi rodilla. Cuando el verdugo hubo concluido su comida, me sugirió con alguna delicadeza que, puesto que yo estaba allí, sería conveniente que le pagase sus honorarios. Habló con volubilidad de su pobreza y su numerosa familia, sin atreverse a mirarme a los ojos cuando me pidió cuatro guldens, uno de los cuales sería para su ayudante. Para quitármelo de encima le di cinco, por lo cual el desgraciado se mostró fuera de sí de alegría; se arrodilló y me besó la mano y pidió que cayesen toda suerte de bendiciones sobre mí y sobre Bárbara. Además, me dejó sus ungüentos y medicinas y me dijo lo que tenía que hacer con mi esposa cuando comenzara a elevarse la fiebre. Me aseguró también que si, como esperaba, se le encomendaba la tarea de ejecutar a Bárbara, le rompería el cuello tan rápida y eficientemente que ni lo sentiría. Cuando estaba a punto de dejarnos, recordé que no había visto al maestro Fuchs desde que me había recobrado de mi desmayo, y temiendo que pudiera llegar y separarme de Bárbara y ponerla en el cepo durante la noche, pregunté qué había sido de él. Restregándose las manos con cierto embarazo, el verdugo me confió al fin, en voz muy baja, que el maestro Fuchs había sido arrestado y que estaba en el cepo, en la mazmorra de la torre. —Lo que pasó fue lo siguiente —explicó—. Habíamos comenzado con el quinto grado, y yo estaba pensando que toda mi habilidad sería en vano, cuando la bruja —quiero decir, esta noble dama— comenzó a dar los nombres de sus cómplices. Continuó negando que vos tuvieseis participación en el crimen; en lugar de eso dijo que varias veces, tanto en Navidad como en la víspera de San Juan, había visto al maestro Fuchs en el Brocken; y parece que había sido especialmente favorecido por Satanás, porque él señalaba tareas a las otras brujas y también celebró la Misa Negra. Entonces ella juró, en el nombre de todos los santos, que el maestro Fuchs era el brujo más grande que se hubiera visto nunca en tierras de Alemania. Así pues, a pesar de algunos recelos y de los juramentos y protestas del maestro Fuchs, el padre Ángel le hizo arrestar y ordenó ponerle en el cepo. Este inteligente perrito, como recordaréis, lo había acusado ya. Y cuando fue sacado de aquí, cayó la venda de nuestros ojos y recordamos multitud de pequeñas cosas extrañas en la conducta del maestro Fuchs durante los años pasados; y no dudo de que el padre Ángel será capaz de recoger abundantes pruebas contra él. Eso explica también el que el maestro Fuchs hubiese llegado a saber tantas cosas acerca de brujería. Esa historia me dejó tan asombrado y perplejo, que me imaginaba que perdía el juicio. ¿Cómo era posible que quien había sido durante veinte años un infatigable cazador de brujas, fuese reo de ese mismo crimen? Pero el verdugo, simplemente, se encogió de hombros y replicó que las artimañas del demonio estaban más allá de la capacidad de comprensión humana. 6 Al fin quedamos solos, y entonces sentí un triste consuelo, aunque la atmósfera de aquella estancia estaba impregnada de sudor y sufrimiento, y los odiosos instrumentos que nos rodeaban hablaban de las largas horas de martirio de Bárbara. Ardía un buen fuego en la chimenea, y yo había tendido mi manto en el suelo para mi esposa y sostenía su afeitada cabeza entre mis manos. Ella, con los ojos muy abiertos, contemplaba el fuego, y advertí que había comenzado a subir la fiebre. Al cabo de un rato dijo: —Miguel, ya no puedo creer en Dios. Me santigüé y le dije que afirmar aquello era una cosa terrible; que se tranquilizase y que pensara en la salvación de su alma ahora que la Iglesia la había perdonado, ahora que iba pronto a morir. Comenzó a reír; suavemente al principio, aguda y discordantemente después, hasta que todo su macerado cuerpo parecía convulso. —Así pues, también tú me crees una bruja, y una aliada del demonio. Entonces, ¿por qué me tienes en tus brazos y me consuelas? Pasó tiempo antes de que pudiera yo pensar en una respuesta lógica. Al fin dije cándidamente: —No lo sé, quizá porque en los días de nuestra felicidad te sostenía así, y ahora, en esta hora mala, quisiera ocultarte entre mis brazos, aunque he oído de tus propios labios que eras una bruja. Posó sobre mí sus graves ojos, que brillaban por la fiebre. —No me creerás, Miguel, pero te amo y te he amado desde el primer momento en que te vi. No pienses mal de mí ahora que estoy a punto de morir y que nunca nos volveremos a ver. Pero, ¿qué juramento sería bastante santo para purificarme ante tus ojos? Ninguno; puedo sólo jurar que tan cierto como que ya no creo en Dios, o en la Santa Iglesia, o en los Sacramentos, ni soy una bruja ni he estado nunca aliada con el demonio, aunque he pecado y he jugado con cosas con las que no se debía jugar. Aprendí a conocer las diabólicas hierbas y sus usos, de las viejas y de los carboneros. Deseé daño al recaudador por causa tuya —quizá se lo deseé también a otros cuando me encolerizaba contra ellos—, y mi malicia parece haber sido más fuerte que la de los demás. Ésa es toda mi brujería. Una cosa que deseé con todo mi corazón y con toda mi voluntad y con todas mis fuerzas, fue que me amases. Y lo hiciste; pero no había brujería en ello, te lo juro. Había tal ansiedad en sus palabras y en su mirada, que me vi obligado a creerla. —Te creo, Bárbara —le dije—. ¡Pero que hayas arrastrado a un hombre inocente a la perdición y que mueras con este pecado sobre tu conciencia! Si lo que dices es cierto, entonces nunca viste al maestro Fuchs en el Brocken y has levantado falso testimonio contra él. Y por lo que he visto aquí esta noche, el padre Ángel le forzará de seguro a confesar, por lo que será un perjuro y condenará su alma a los infiernos. Bárbara se rió en voz baja y me tocó la mejilla con la palma de su mano. —Eres muy simple, Miguel; pero eso lo he sabido siempre, y quizá te quiero por ello. Si tú hubieras sufrido todas las penas del infierno en la tierra, como yo, no dirías cosas tan sin sentido. El padre Ángel no me hubiera liberado mientras me quedase una chispa de vida para poder sufrir aquella agonía, a menos que hubiese dado los nombres de algunos cómplices en mi supuesto crimen. Nombré al maestro Fuchs, no sólo como una venganza personal, sino también para recordarle la muchedumbre de infelices que ha enviado a la hoguera y los cientos de inocentes a quienes arruinó por exigirles que prestasen el juramento de purificación. El maestro Fuchs se cavó su propia fosa. Pero, quizá crees que debiera haber puesto fin a mis sufrimientos designándote como uno de mis cómplices; porque ésa era la otra confesión que el padre Ángel tenía más deseos de arrancarme. Yo había olvidado aquello y me acometió un sudor frío al pensar lo que pudiera haber sucedido si Bárbara no me hubiera amado tan entrañablemente. —Olvida mi estupidez —le pedí humildemente—. Eres buena y leal, y más sabia que yo. ¡Oh, que hayas podido soportar semejante agonía por no pronunciar mi nombre! En tu lugar, quizá te hubiera traicionado. Bárbara sonrió entonces y besó mi mano con labios ardientes y secos. —¿A qué hablar insensateces? La arena del reloj corre. Sé bueno conmigo, Miguel, como lo fuiste en los días de nuestra felicidad; abrázame fuertemente; la fiebre es misericordiosa y no me importará el dolor; pero tengo miedo de la oscuridad... 7 Tenía el alma llena de una melancólica paz cuando al día siguiente fui a ver al padre Ángel. Se había embotado mi angustia, porque comprendía que todo lo que le pudiera suceder a Bárbara sería poco en comparación con lo que ya había pasado. Y hay un límite para lo que el hombre puede sentir o sufrir. Traspuesto aquel límite, la agonía destroza los confines del alma y flota entonces en un mar extenso y tranquilo en el que ya el sufrimiento no existe. No de otra manera podía yo interpretar mi serenidad en aquella mañana brillante. Me había resignado incluso a la muerte de Bárbara, y el conocimiento de que ninguna fuerza en el mundo, ni aun las órdenes del emperador podían evitar su destino una vez que la Iglesia la tenía en sus manos, confirmaban la paz de mi alma. Pero el padre Ángel distaba mucho de estar tranquilo. Se paseaba de arriba abajo en la biblioteca del príncipe obispo, con un aspecto macilento a causa del insomnio y la ansiedad. Cuando hubimos hablado un poco de Bárbara, sus propios problemas e inquietudes le abrumaron de nuevo. Con lágrimas ardientes exclamó: —¡Miguel, Miguel, estoy perdido! Mi celo por la Iglesia ha sido mi ruina. El maestro Fuchs, mi colega de confianza, ¡un brujo! Al principio no podía creerlo, y pensé que era una alucinación provocada por el demonio, alguna debilidad de mi cerebro, pero se han abierto mis ojos. Veo ahora la tremenda importancia de este terrible asunto. —Pero, entonces, ¿por qué se mostraba el maestro Fuchs tan infatigable en la persecución de las brujas? ¿Por qué las traicionó? Acabaría uno por sospechar hasta del propio príncipe obispo. El maestro Fuchs es su más rendido servidor. El padre Ángel se enjugó el sudor de la frente, se limpió la nariz con su amplia manga y, lanzando una mirada nerviosa en torno suyo, dijo: —El maestro Fuchs, como lugarteniente del demonio, estaba sin duda encargado de la inmediata persecución y arresto de todas las brujas que por alguna razón habían ofendido a su satánica majestad. Después de esto no me atreveré a confiar en nadie. Aun tus referencias a Su Ilustrísima me alarman, pues su conducta de anoche no fue en modo alguno la más adecuada a un Príncipe de la Iglesia. Le pregunté tímidamente si el maestro Fuchs podía ser acusado con la sola base de las declaraciones de Bárbara, y me recordó que éstas habían sido reforzadas por la conducta del perro. Además, un registro nocturno en la casa del maestro Fuchs había revelado con demasiada claridad la existencia de otras pruebas. Se había encontrado un muñeco de lana, gastado por el uso. También había en una jaula un pájaro de brillantes colores que hablaba como una persona, juraba y gritaba: «¡Un vaso de cerveza, un vaso de cerveza!», hasta que uno de los investigadores, un soldado ignorante, le retorció el cuello. —Pero su Ilustrísima el príncipe obispo está sumamente disgustado conmigo —continuó—. Principalmente porque olvidé exigir juramento de silencio a todos los que en aquel momento estaban presentes. Muy pronto la diócesis entera oirá el rumor de la noticia de que el maestro Fuchs ha quedado convicto de brujería. Dice el obispo que eso acarreará incalculable vergüenza y desgracia sobre la Iglesia y fomentará los disturbios heréticos; y terminó amenazándome con informar contra mí a la Curia. Al final no me quedó más remedio que recordarle la autoridad de que me había investido el Padre Santo; afortunadamente, eso le aplacó y no dijo más. El padre Ángel siguió cruzando a grandes zancadas la habitación, retorciéndose las manos. —Miguel, hijo mío, tú sabes que yo sólo busco la verdad, y si el maestro Fuchs es verdaderamente un brujo, debe ser quemado como tal, sin tener en cuenta los sucesos y condiciones temporales, aunque yo veo que tal como están hoy las cosas, eso le producirá a la Iglesia, no un bien, sino un mal. La Iglesia tiene que mostrar siempre una cierta diplomacia al ocuparse de los asuntos temporales, pero ése es asunto que concierne a los legados papales; yo sólo debo seguir los dictados de mi conciencia, sea donde fuere que me conduzcan. Dejemos que algún astuto legado desenrede la maraña que por mi culpa se ha formado, y yo regresaré a la paz del claustro para trabajar como el más humilde hermano lego hasta el fin de mi vida. Con ciertas vacilaciones le pregunté si creía que una confesión arrancada bajo la tortura merecía todos los sufrimientos e inquietudes que llevaba aparejadas. Aquella pregunta le hizo suspender sus paseos; me miró como si yo no estuviera en mis cabales y me preguntó: —Miguel, ¿crees en Dios? Me santigüé y declaré mi fe. —Entonces debes comprender cuán terrible pecado sería el permitir que un alma cayese en los abismos del infierno si por medio del sufrimiento corporal, que no es nada en comparación con el otro, puede ser ganada para el cielo. Al someter a pobres desgraciados a los tormentos de la Inquisición, mi penosa tarea se ve aligerada por la convicción de que les estoy haciendo el mayor servicio que un hombre puede hacerle a otro. Le compadecí por su honrada inquietud y no sentí odio hacia él porque vi que obraba de buena fe. Le pregunté si podría visitar a Bárbara de nuevo antes de su ejecución, pero me lo prohibió taxativamente diciéndome: —Creo en tu honradez y en la importancia de tus motivos, Miguel Pelzfuss, pero tu esposa no debe distraerse ya con pensamientos mundanos. Debe emplear el tiempo que le resta en plegarias y en actos de contrición. La fecha de la ejecución depende solamente del príncipe obispo, que es quien debe decidir si ha de proclamarlo por toda la diócesis o sólo en su propia ciudad, para que la gente pueda reunirse en torno a la pira y ser testigo, para su propia edificación, del inquebrantable poder de la Iglesia, y meditar en el estado de sus propias almas. A mi pregunta acerca del total de las costas me respondió: —La suma será lo más moderada posible. Yo personalmente no solicito nada sino tus plegarias, aunque puedes, si lo deseas, dejar un donativo, en mi nombre, al monasterio. Los otros dos miembros del Tribunal deberán percibir sus honorarios reglamentarios, y me temo que será algo elevada la cuenta del secretario, porque empleó mucho papel y tinta en su informe. Sin embargo, intentaré deducir parte de los gastos de los bienes del maestro Fuchs. Luego, hay que pagar el veredicto, y la firma del diputado del emperador; pero, aparte eso, me figuro que no habrá más gastos que la comida y alojamiento de tu esposa en la prisión hasta el día de la ejecución y, naturalmente, el precio de una carga de la mejor madera de abedul. Calculando optimistamente, creo que bastará con veinticinco guldens. Al ver que tenía dinero bastante para pagar todas las deudas, suspiré aliviado y besé agradecido el borde de su hábito. Me hubiera repugnado mucho tener que solicitar la ayuda del padre de Bárbara. Una vez más pedí permiso para visitar a mi esposa, pero me fue rehusado; le pregunté entonces si podía hablar con el maestro Fuchs. El padre Ángel se mostró sorprendido ante esa petición, pero, tras reflexionar sobre ella, aprobó la idea, porque podía conducir a una confesión voluntaria. Poco antes de dejarlo, me cogió del brazo. Estaban contraídos sus rasgos en un horrible gesto, y el sudor corría por su frente cuando me dijo con voz enronquecida: —¡Espera! Me ha venido una idea —no sé si de Dios o del demonio—, pero veo una ocasión de salvar a la Iglesia de una desgracia declarada. Se me ocurrió que podríamos introducir en la prisión una soga o un puñal. Si quisiera suicidarse, probaría su culpabilidad y a la vez ahogaría el escándalo. ¡Me aterra el pensar a dónde me conduciría el camino que he comenzado a pisar! Si el maestro Fuchs, por instigación del demonio, se suicidara antes de mañana, te habrás ganado siete guldens, Miguel. Le prometí hacer lo que pudiese por la buena causa, y el padre Ángel me dio su cíngulo y una pequeña pero afilada navaja del escritorio del obispo. Al salir al patio me sentía hambriento, y antes de regresar a la prisión entré en la cocina del obispo, en donde, a una cortés orden mía, una linda sirvienta me dio pan y queso y media perdiz, fiambre y un cubilete de cerveza espumosa. Después atravesé el patio. Respondiendo a mi llamada, el carcelero abrió la puerta forrada de hierro y, cogiendo una linterna de cuerno, me guió hasta el calabozo del maestro Fuchs, a través de la apestosa oscuridad de la prisión. 8 Trepando y tropezando con montones de inmundicias, oíamos, acá y allá, correr las ratas que chapoteaban en las charcas. Quizás era conveniente que la linterna dispersase tan poco las tinieblas, porque, aun así, aquel ambiente me resultaba aterrador, y viniendo del aire fresco, me sofocaba aquella hediondez. Al fin el carcelero levantó la linterna y pude ver al maestro Fuchs sentado en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos y atrapados en los pequeños agujeros del cepo. En aquella posición había hecho sus necesidades y estaba sobre sus propias inmundicias. Pero no sentí gran compasión por él cuando recordé que Bárbara se había sentado a solas en la oscuridad durante semanas, en aquella misma rígida incomodidad. En realidad, aquel recuerdo me hizo temblar de tal modo que difícilmente pude dominar mi voz. —¿Eres tú, Miguel Pelzfuss? —preguntó colérico—. Has venido a burlarte de mi degradación? ¿Es de mañana o de noche? Busca en la bolsa que tengo en el cinturón y envía a que me traigan de comer y de beber, porque estoy desfallecido, aunque nunca creí que podría tragar un bocado, tan grandes han sido mi amargura y mi justa indignación. Con mi autorización del padre Ángel, ordené al carcelero que soltase las manos del maestro Fuchs. El hombre murmuró algo, pero aflojó los molestos tornillos. Entre los dos levantamos la viga superior del cepo para que el prisionero pudiese sacar las manos. Se frotó las muñecas, profirió un par de juramentos y maldiciones y me enseñó cómo le habían mordisqueado las yemas de los dedos las ratas durante la noche. Estaban tan desollados que no podía manejar el cierre de su bolsa. Después de haberle ayudado y enviado al carcelero en busca de comida y cerveza, le dije: —El asunto es serio, maestro Fuchs. Se han recogido testimonios terribles contra vos. Se dice que sois un servidor del demonio y su principal sacerdote, y nada podrá libraros de la hoguera. Se santiguó y, con una sombría maldición, dijo: —Es lo que me temía, y supongo que tendré que tragarme el brebaje del demonio poniendo buena cara. Pero por mi alma te juro que tengo curiosidad por conocer las pruebas que se han encontrado contra mí. —Pro primo —dije—, está la evidencia de mi perro. —¡Y ése es mi premio por haber intentado salvarle la vida! Después de todo, creo que el animal está poseído por el demonio. —Pro secundo, hay la declaración de mi esposa, extraída durante el quinto grado, como sabéis. A eso no contestó, pero se llevó la punta de la barba a la boca y comenzó a masticarla febrilmente. —Pro tertio, se ha encontrado oculta cuidadosamente en vuestra casa una figura humana de lana, que evidentemente ha sido utilizada con fines diabólicos. —Era una muñeca..., una muñeca que pertenecía a mi hija pequeña, que murió de la viruela. Mi hija más pequeña y más querida... Se llamaba Margarita... La guardo en recuerdo suyo... Su voz quedó ahogada por el llanto. —Además, se ha encontrado también en vuestra casa un demonio bajo la forma de un pájaro que habla, y del que se dice que ha pedido un jarro de cerveza a los soldados del obispo, uno de los cuales se asustó y le retorció el cuello. De eso hay muchos testigos. El maestro Fuchs lloró aún más amargamente y explicó con voz quebrada: —¡Mi hermoso loro! ¿Lo han matado esos rufianes? Se lo compré a un aventurero español que dijo que había conquistado una ciudad en las Indias de Colón, con un tal Cortés... Me dijo que había pirámides y un millón de habitantes con plumas en la cabeza..., pero tengo otros pájaros, Miguel, ¿quién les dará ahora de comer y de beber? —Lo haré por vos. Pero debéis comprender que todas estas pruebas crecerán como un alud que caerá sobre vos y os aplastará. El padre Ángel os ruega que hagáis una confesión voluntaria para evitar la necesidad de torturaros innecesariamente. El maestro Fuchs reflexionó por algún tiempo, suspiró profundamente y dijo al fin: —Tráeme pluma, tinta y papel. Conozco lo que el destino me reserva; y sé que es inevitable; sin embargo, encontraré consuelo en acordarme de todas aquellas almas que alguna vez me han perjudicado. Son muchas, Miguel, porque la vida de un comisario del obispo no es un lecho de rosas. Escribiré ahora una lista de todos los que me han herido, de los que me han engañado en los negocios, de los que han jugado conmigo con dados cargados, de los que me han lanzado a la cara un vaso de cerveza o que de cualquier otra manera se me han mostrado hostiles. Por encima de todos, recordaré a Su Ilustrísima el príncipe obispo, que tan miserablemente me ha abandonado a mi destino, y a muchos otros dignatarios eclesiásticos que han echado mano a la parte que lícitamente me correspondía en las propiedades de las brujas. Tengo mucho que recordar, Miguel Pelzfuss; y para eso necesito pluma y papel. Como no soy joven, no puedo confiar en mi memoria y no quisiera omitir a ninguno. —¡Jesús, María! —exclamé—. Intentáis acusar al propio príncipe obispo de estar aliado con el demonio? —Ciertamente. Pero, primero, tendré que informar contra el padre Ángel, puesto que es él quien de una manera miserable y cobarde ha atraído este desastre sobre mí. Intenté hablar, apretándome la frente con las manos como para poder recobrar mi buen sentido. Veía ahora todas las implicaciones del asunto. El padre Ángel había empujado un peñasco que ya rodaba sin que pudiera contenerlo: era el comienzo de un alud que abrumaría y enterraría los últimos restos de la autoridad de la Iglesia en un país que hervía ya con las ideas evangelistas. Era evidente que había que ahogar a toda costa aquel temible escándalo, y que la inspiración del padre Ángel en el momento crítico aún podría salvarlo todo. Por entonces regresó el carcelero trayendo alimento y bebida, y el maestro Fuchs comió con buen apetito. Unos buenos tragos de cerveza fuerte refrescaron su memoria, y de tanto en tanto se daba palmadas en la frente, como para recordar algún nombre olvidado. Cuando hubo comido hasta saciarse, apoyé mi mano temblorosa en su hombro y le dije: —Maestro Fuchs, ¿qué me daríais como premio por proporcionaros una muerte indolora, una escapatoria a la tortura y a la hoguera; para que podáis, como pecador arrepentido, encomendar vuestra alma a la misericordia de Dios? Me respondió concisamente: —Miguel Pelzfuss, por semejante servicio te bendeciría hasta mi último aliento. Tienes poco que agradecerme, aunque tu esposa sea con toda seguridad una bruja y ha tomado terrible venganza de mí; mucho mayor de lo que pudiera haber imaginado. Pero quizá mis bendiciones no valen gran cosa, por lo que te diré que bajo un ladrillo del piso de mi bodega encontrarás una bolsa que contiene cerca de setenta monedas de oro, algunas de ellas buenos guldens del Rin y ducados venecianos. En beneficio tuyo, espero que los rufianes del obispo no hayan descubierto ese escondrijo, y si ves alguna otra cosa en mi casa que pueda serte útil, llévatela también. Pero si hubieran colocado ya en mi puerta el sello episcopal, ándate con cuidado, porque podrían acusarte de robo. Prométeme cuidar de mis pájaros, o entregárselos a algunos buenos muchachos, o dejarlos en libertad; como creas preferible. Hablaba cada vez con mayor ansiedad y parecía temer que le estuviese atormentando con falsas esperanzas para vengarme de los daños que me había causado. Me habló de un espléndido arcabuz que tenía, del nuevo modelo imperial, y que yo podía quedarme con él si lo deseaba. También de algunas copas de plata y una Biblia latina. Pero yo temía alguna seria complicación que pudiera sobrevenir por aceptar cosas que eran ya propiedad de la Iglesia; y él, por su parte, se esforzaba en disipar mis recelos. Me prometió proporcionarme una autorización escrita para sacar algunos de sus bienes de la casa, hasta por valor de cincuenta guldens, y me dio también muchos consejos prudentes. Sin embargo, sus ofrecimientos no me alegraron gran cosa porque los bienes terrenos, ahora que Bárbara iba a morir, me parecían pura vanidad. Sin embargo, la razón me dictaba que el tiempo pasaría y pronto me encontraría necesitado de dinero; así, pues, se lo agradecí, y con los objetos de escribir que llevaba yo en mi cinturón redactó la autorización prometida. Le di el cíngulo del padre Ángel y la navaja del obispo y le dije que podía elegir la forma de muerte: podía colgarse o podía abrirse las venas de las muñecas. Tenía hasta la mañana siguiente para decidirlo. El maestro Fuchs tomó la soga con una mano y la navaja con la otra. —¡Es un hueso duro de roer, Miguel! —exclamó—. No sé cuál elegir. El ahorcamiento común es imposible porque tengo los pies sujetos al cepo, y tampoco es muy atractiva la muerte lenta y fría del que se desangra. Si pudiera contar con un cubo de agua caliente para meter en él las manos mientras me corto las venas, la cosa no sería tan mala. Pero como dices, tengo mucho tiempo para considerar, y eso me servirá para pasar el tiempo hasta el amanecer. Estaba a punto de dejarle entregado a sus meditaciones cuando con súbito temor me detuvo. En otro tiempo me había llamado la atención su fortaleza, pero ahora veía tan sólo a un viejo sucio y atemorizado cuya barba temblaba al hablar. —El suicidio es un pecado mortal, Miguel. Pero la tortura que me espera es comparable a las penas del infierno, como tengo que saberlo yo que lo he presenciado con frecuencia. ¡Dime que crees que Dios me perdonará si me quito la vida a causa de mi humana flaqueza...! ¡Dime que Cristo me ha redimido también a mí con su sangre, como a todos los otros miserables pecadores! Le respondí que creía en la justicia de Dios, puesto que era duro imaginar una vida sin ella, y añadía que Cristo había muerto en la cruz tanto por él como por todos los demás. El maestro Fuchs pareció tranquilizarse. —Y realmente —dijo—, mi parte de felicidad mundana ha sido bastante escasa, puesto que todos mis hijos murieron de viruela en la misma semana; y si, como dices, puedo escapar del infierno y abrirme camino por el purgatorio hacia la luz de los cielos, sería una buena jugada. Ruega por mí, Miguel, cuando haya muerto, y haz que celebren una misa por mi alma. Ahora tendrás medios para hacerlo. Salir al aire fresco del patio era como pasar del mundo al paraíso. El carcelero me abrió la puerta y me sentí feliz cuando me dijo que Bárbara estaba durmiendo y que la inflamación de las articulaciones había cedido parcialmente gracias a los excelentes ungüentos del verdugo. Le di otro gulden, lo que hizo asomar lágrimas de gratitud a sus ojos; pero pareció afligirse mucho cuando le ordené que proporcionase un cubo de agua caliente al maestro Fuchs, pues deseaba asearse. El hombre consideró aquella petición como una prueba evidente de la culpabilidad del maestro Fuchs, puesto que el bañarse era antinatural y nada saludable. No argumenté con él, ya que era cuestión muy debatida acerca de la cual aun las personas sabias estaban en desacuerdo. Repetí mi orden severamente y me apresuré a volver al lado del padre Ángel, a quien encontré entregado a sus devociones en la biblioteca del obispo. Las interrumpió, levantóse, pues estaba arrodillado, y me saludó con la angustia de la impaciencia y la ansiedad. Me pareció conveniente mantenerle en una saludable incertidumbre, por lo que le dije que esperaba persuadir al maestro Fuchs antes de la mañana siguiente para que comprendiera la razón y abandonase este mundo por su propia voluntad, declarando así su culpabilidad. —Es verdaderamente un brujo peligroso —dije—, y tiemblo al pensar en las revelaciones que pueda hacer cuando se le interrogue. Provocará tumultos en toda Alemania si se recogen sus confesiones en un informe. —Miguel —dijo el padre Ángel—, si haces cuanto te sea posible, en este caso, por la Iglesia y por mí, te juro que iré en peregrinación a Roma, con los pies descalzos, para exponerlo todo ante el Padre Santo y aceptar el castigo que la Iglesia me imponga. Ese hombre debe ser eliminado. Le mostré la autorización del maestro Fuchs para recoger ciertos objetos de su propiedad en su casa, pero él puso algunos reparos. Era asunto que debía ser aprobado por el príncipe obispo, y Su Ilustrísima estaba de momento indispuesto a consecuencia de aquel conflicto. Tras mucho argumentar, pude convencerle para que consiguiese una audiencia. Fue, al fin, y a través de varios tabiques oí a Su Ilustrísima ordenar a gritos que me presentase a él inmediatamente. Cuando entré en su habitación y me aproximé al lecho, descorrió las cortinas y vi avanzar su rostro, rojo de cólera. —¡El maestro Fuchs era el mejor comisario de brujas en todos los Estados de Alemania y aumentaba considerablemente las rentas de esta diócesis! —rugió—. Me era indispensable, aunque fuese mil veces servidor de Satanás. Si podemos liquidar este asunto por cincuenta guldens, vamos a hacerlo. ¡Dame una pluma! Me apresuré a mojar la pluma en mi tintero de cuerno y se la entregué. Con un silbido de furia, garabateó su firma en la autorización del maestro Fuchs, y con un bramido ordenó al secretario que me cobrase cinco guldens por el sello. Luego que besé su mano, me dio un buen puñetazo en la oreja. —Ocupaos de que este mozo de las botas sucias recoja sus cosas en presencia de un notario —ordenó—. Y todo lo que tome en exceso de cincuenta guldens lo pagará a mi tesorero contra recibo. Que se levante inmediatamente un inventario de los efectos de Fuchs. Y ahora ¡meteos todos en lo más hondo de un pozo y dejadme en paz para que pueda pedir a Dios que libre a la Iglesia de cabezas tan duras como la del padre Ángel! El secretario no quiso aceptar los cinco guldens, pero me rogó le dejase que me acompañara a la casa del comisario con objeto de levantar el inventario. Era un joven agradable, de ojos ávidos, y parecía inclinado a defender mis intereses. Conversamos amistosamente mientras seguíamos nuestro camino y nos detuvimos en una taberna para beber una copa de vino antes de entrar en la casita del maestro Fuchs, cuyos aleros quedaban estrujados entre dos grandes casas de comerciantes. Enviamos al guardia del obispo para que fuese a beber cerveza a nuestra costa, y entramos. En las habitaciones superiores se oía el canto de los pájaros, y en las ventanas colgaban muchas jaulas doradas, en las que los pájaros saltaban alegremente de percha en percha. En la casa todo estaba revuelto: las ropas del lecho estaban en un montón en el suelo, los cerrojos habían sido arrancados, y forzadas las cerraduras de los cofres. El secretario del obispo sacudió la cabeza al ver semejante devastación y comenzó a jugar distraídamente con un cubilete de plata que le había llamado la atención. Le anuncié que había ido para alimentar y dar de beber a los pájaros y mencioné igualmente que el maestro Fuchs me había prometido una Biblia latina. Entonces el secretario dijo muy interesado que él mismo comenzaría a buscarla. Me dirigí entonces a la bodega con una candela y pronto encontré el ladrillo suelto, y bajo él una pesada bolsa. La tomé con un suspiro de alivio y regresé a la cocina, donde descubrí gran variedad de semillas para los pájaros, colocadas cada una en su cajita. Los pájaros más hermosos se los di a dos niños pequeños, muy bien vestidos, a quienes oí riendo en la calle. Palmearon llenos de alegría y me prometieron que cuidarían bien de ellos. Al resto lo puse en libertad desde la ventana más alta, aunque todos parecían avergonzados de verse libres, por lo que tuve que sacudir las jaulas para que volasen. El cubilete de plata se había desvanecido de la alacena, pero observé un bulto de aquel mismo tamaño bajo las ropas del secretario. Por esta razón no tuve reparo en tomar dos pequeños vasos de plata y una copa para vino, algo estropeada, que tenía grabado un escudo de armas. Después, y evitando el vernos mutuamente, comenzamos a examinar el guardarropa del comisario, que era muy fina. Al fin, el secretario se resolvió a coger el toro por los cuernos y me hizo observar que si se indicaban en el inventario todos aquellos espléndidos vestidos, así como también una valiosa colección de objetos de estaño, se sospecharía en seguida que habíamos robado algo. El maestro Fuchs, añadió, había llevado una vida muy solitaria á causa de su siniestra profesión, y por lo tanto era imposible que conociese nadie la cantidad y calidad de sus bienes. Los guardias del obispo, que habían revuelto ya la casa de arriba abajo, tenían muchos motivos para guardar silencio, puesto que había sido forzado el cofre del dinero, que no se veía por ninguna parte ni una sola moneda, ni había ningún candelabro, de los que muchos serían seguramente de plata. Me habló luego de un judío amigo suyo que de buena gana cambiaría por dinero contante y sonante muchas de aquellas cosas y que sabría contener su lengua, aunque era avaro y de mala condición. Aprobé su buen sentido, y con ciertas reservas levantamos el inventario, en el que quedó debidamente anotada mi herencia hasta por valor de cincuenta guldens. En ella quedaban comprendidos los vasos de plata que ya he mencionado, una toga de lana, la Biblia latina, el gran arcabuz y algunas otras cosas. Entre ellas una bolsa para balas, la medida para pólvora, el cuerno de la misma guarnecido de plata y también un cinturón con unos pocillos de madera para distribuir anticipadamente las cargas de pólvora, como se hacía de acuerdo con el procedimiento moderno. De esa manera se podía cargar el arcabuz, con relativa rapidez, diecisiete veces seguidas. Además, y sobre todo, me llevé también un costoso manto de pieles. Por algunas otras prendas, la vajilla de estaño, el lecho de plumas y un par de hermosas sillas, el judío a quien habíamos mandado llamar nos pagó setenta y cinco guldens, pero sólo después de mucho tirarse de los pelos y de invocar repetidamente a Abraham. De aquel dinero recibí la mitad, por lo que me convertí de pronto en un hombre acomodado. Reuniendo nuestros esfuerzos, conseguimos hacer un inventario respetable y convincente. No faltaba en él nada de lo que pudiera necesitar un hombre de hábitos solitarios; ni hubo nadie que pusiese en duda su exactitud. Todo aquello, y el negociar con el judío, nos ocupó hasta la noche, y cuando regresamos juntos, como buenos amigos, al palacio del obispo, el secretario me invitó a una excelente cena, agradeciéndome mi tacto y delicados sentimientos y ofreciéndome acomodo para pasar la noche, así como también a alguna muchacha, entre las sirvientas del obispo, que me pudiera agradar. Se lo agradecí, diciéndole que me bastaba con alojarme a solas. Después de satisfacer mi apetito, le dejé con la muchacha que nos había servido. Un tanto bebido, me apresuré a ir a la prisión con un cestillo de peras, melocotones y uvas que había recogido en la mesa para Bárbara, y fui luego a comunicar al maestro Fuchs que me había ocupado de sus pájaros. El maestro Fuchs se había provisto de una brillante iluminación y no se sonrojó por las ocho velas de cera que ardían simultáneamente en torno suyo. Cuatro de ellas estaban sostenidas y fijadas con cera derretida a la viga superior del cepo y las otras cuatro estaban dispuestas entre los manjares y en el borde del cubo. Había disfrutado de una copiosa cena y estaba tan borracho como un Lord; su hipo era tan violento, que sonaba peor que juramentos. Le sugerí que no bebiese más cerveza porque el hipo perturbaba nuestra conversación. Recibió mi consejo de muy buen talante y bebimos vino del mismo jarro de estaño. Cuando se hizo visible el fondo del jarro, me aventuré a recordarle con mucho tacto que estaba muy cercana la madrugada y que pronto podríamos oír el canto del gallo desde el patio. Me agradeció que le hiciese prestar atención a aquel desagradable asunto, pero en su exaltado humor me explicó que él no osaba cometer el pecado mortal de suicidio, y que estaba dispuesto más bien a afrontar las vejaciones que pudiera causarle el juicio y a ver la cara del obispo cuando le acusasen de estar aliado con el demonio. Yo estaba desesperado; todos mis esfuerzos parecían haber quedado anulados por la embriaguez del comisario. Durante largo rato le hablé persuasivamente del último gran servicio que podía rendir a la Iglesia, coronando así sus veinte o más años de fiel trabajo en beneficio de la misma y de la posibilidad de salvar su alma inmortal y aun de acortar su tiempo en el purgatorio. Mis palabras parecieron surtir algún efecto; pero seguía lamentándose de no tener suficiente valor y de que la soga y la navaja le repugnaban por igual. —Pero si realmente quieres que muera, Miguel —dijo tímidamente—, hazlo tú por mí. Nadie lo sabrá. Creerán que yo me quité la vida, y sólo Dios Todopoderoso sabrá que no fui culpable de suicidio. Al principio me repugnó su proposición, pero yo estaba ya bastante borracho, y la extraordinaria elocuencia dialéctica del vino me persuadió de que su petición no dejaba de ser razonable. Metió sus manos en el agua y yo corté las venas de sus muñecas; se encogió, gritó, y luego desapareció el dolor. Me dio las gracias, y cuando alcé el jarro hasta sus labios para que bebiera el último trago, me pidió que le dejase solo para orar entre sus velas. De modo que me despedí de él. 9 Durante muchos días me sentí enfermo y como abandonado de Dios y de los hombres, pues aunque no me entregué a un desconsuelo desesperado por el triste destino de Bárbara, sabiendo que la muerte sería un alivio después de sus sufrimientos, la echaba de menos de un modo indecible, y hubiera dado cualquier cosa por estar con ella durante aquellos últimos días; pero el padre Ángel se mostró inexorable. Él y los otros padres que preparaban a Bárbara a bien morir eran su única compañía. Todo lo que yo podía hacer por ella era enviarle buenos alimentos, pasteles, dulces y vino, que el carcelero le llevaba por la noche, después de que los monjes habían regresado a su monasterio. Yo no le escribía porque ella no sabía leer; pero esperaba que las exquisiteces que le enviaba, aunque no tuviese apetito para consumirlas, le demostrarían que pensaba en ella y que la amaba. Me alojaba en «El Cisne Negro», donde hice trasladar mi equipaje, incluyendo mi parte en los bienes del maestro Fuchs. La mayor parte de mi dinero, en junto un centenar de guldens, fue invertido en la casa del agente de la gran Banca Fugger. No tuve mucho que esperar, porque el Concejo de la ciudad de Memmingen comunicó al príncipe obispo, así como también al diputado del emperador, que los harían responsables de la ejecución de Bárbara; y había en Memmingen tanto resentimiento contra la Iglesia, que el Concejo no se atrevió a continuar las ceremonias de la quema de brujas. En lo futuro, Memmingen ejercería sus privilegios como ciudad libre, y se ocuparía de sus propias brujas, sin ajenas intervenciones; de allí en adelante, el comisario del obispo no tendría por qué intervenir. Su Ilustrísima, encolerizado, decretó que la ejecución de Bárbara tendría lugar, de acuerdo con el ceremonial religioso, el domingo siguiente, después de la misa mayor, en la plaza de la catedral, como una advertencia y un público ejemplo. El sábado presencié desde mi ventana cómo se apilaba la leña de abedul y se construía el cadalso. El domingo por la mañana fui autorizado para visitar a Bárbara en su celda, aunque en presencia del padre Ángel y de los otros dos miembros del Tribunal. Sólo pude abrazarla y mezclar mis lágrimas con las suyas. —Miguel, querido mío, ¿recuerdas todo lo que te dije? —me preguntó. —Lo recuerdo —respondí. Pero en aquel momento el padre Ángel nos separó, diciendo que mejor deberíamos regocijarnos que entristecernos, puesto que la Santa Iglesia había acogido nuevamente a Bárbara en su seno, lo que le daba la seguridad de su eterna ventura. Me hicieron salir, y mientras los monjes cantaban salmos en el patio, el padre Ángel oía en confesión a Bárbara y le daba la absolución. Le administró luego el Viático y la Extrema Unción; repicaron las campanas de la catedral y se la condujo a cielo abierto. Estábamos ya en otoño. Los árboles aparecían cuajados de frutos y el cielo azul se mostraba limpio de nubes y lleno de luz. Bárbara, seguida de un negro cortejo de monjas, apareció a mis ojos más pequeña y encogida, como si la estuviese contemplando desde muy lejos o desde lo alto. No lloré más, sino que seguí humildemente al final de la procesión. Bárbara, con la cabeza pelada y descubierta, y vestida con el tosco sayal de penitente, se apoyaba en el padre Ángel al cruzar la corta distancia entre la prisión y la plaza de la catedral. Los monjes cantaban en bella armonía; se había reunido una gran muchedumbre, viéndose campesinos de los distritos próximos que contemplaban el espectáculo temerosos y en silencio, pues la caballería y los infantes del obispo habían rodeado la plaza del mercado para evitar demostraciones hostiles. Al pueblo le gustaba ver quemar brujas, pero las túnicas talares despertaban su resentimiento, y surgió entre la multitud un murmullo cuando salieron de la catedral los canónigos presididos por el príncipe obispo, que iba revestido de brillantes prendas azules y rojas y en cuyo báculo y pectoral destellaban las piedras preciosas. La Santa Iglesia, con toda su majestad, asistía como testigo a la ejecución de Bárbara bajo las imponentes torres de la catedral. Ella subió sola al cadalso. Yo estaba lo bastante cerca para distinguir los rasgos de su pequeño y pálido rostro y advertir que vacilaba, aturdida por el desacostumbrado aire fresco y por el camino recorrido desde la prisión. Me imagino que estaba ofuscada y que apenas se daba cuenta de lo que sucedía. Sin embargo, miró por encima de la multitud como si buscase algo. Levanté ambos brazos todo lo que pude, y cuando me vio, me dirigió una sonrisa, inclinando levemente la cabeza. Por última vez vi sus ojos verdes, ahora más hermosos que nunca; de nuevo volvía a ser para mí la más adorable de las mujeres, y entre una ojeada de insondable angustia me di cuenta de que nunca más volvería a tenerla entre mis brazos. Pero aquel momento fue breve. El verdugo subió a la plataforma y se colocó detrás de ella; le ató las manos y le indicó con un gesto que se arrodillase junto al tajo. El príncipe obispo trató de hacer una señal, pero el verdugo parecía haberse quedado ciego y mudo. De un golpe separó la cabeza del tronco, ahorrándole así sufrimiento; el buen hombre cumplió, pues, su promesa. La intención era que estuviese ella en pie mientras se daba lectura, ante todos los presentes, a los cargos y la sentencia; pero el verdugo le había ahorrado aquella última prueba, por lo que le quedé profundamente agradecido y le pagué más de lo que había pedido. El extemporáneo heraldo se apresuró a subir y leyó en voz alta una larga y monótona proclama, mientras la sangre de Bárbara goteaba sobre las piedras de la plaza del mercado. Mi corazón estaba lleno de odio; un odio tan agudo, tan frío, que me hería a mí mismo. No odiaba al padre Ángel, ni a los monjes vestidos de negro, ni al príncipe obispo en todo su esplendor. No; mis censuras no se dirigían a ellos; no eran sino ciegos servidores. Mis censuras iban contra la Santa Iglesia por su cruel abuso de poder. Sólo el Papa era culpable de los sufrimientos y de la muerte de Bárbara. Mientras el heraldo leía su proclama, me abrí paso hasta el cadalso y recogí en mis manos las últimas gotas de la sangre de Bárbara. E hice en mi corazón un juramento terrible: juré que lucharía hasta mi último aliento contra el poder del Papa y que no descansaría hasta que Clemente VII hubiera sido arrojado del trono papal y se hubiese convertido en un fugitivo indefenso y sin hogar y fuese abatido el poderío de Roma. Yo no sé si fue Dios o Satanás el que puso tal juramento en mi mente; nunca hasta entonces había alimentado semejantes ideas. Creo que fue Dios, porque Él me permitió realizarlo, y mi deseo debería convertirse en realidad antes de que transcurriesen tres años. Pero yo no podía saberlo entonces; sólo me sentía solitario e impotente en mi odio cuando el verdugo subió el cuerpo de Bárbara a la pira y colocó la cabeza entre sus rodillas. Prendió el fuego en la madera de abedul, se elevó el humo en espirales y el olor que llegó hasta mí me privó de mis fuerzas. Caí de rodillas sobre las piedras y hundí mi rostro entre las manos. LIBRO SÉPTIMO LOS DOCE ARTÍCULOS 1 Después de saldar mi deuda con el obispo y el Concejo y de pagar sus honorarios al verdugo, podía ya dejar libremente la ciudad, con la esperanza de no volver a ver nunca más sus torres. Fui a buscar mi perro a casa del carcelero, que lo había cuidado, y contraté un carretero que me llevase de viaje, con mi cofre, hasta Memmingen. Mi pobre perro se volvió loco de alegría al verme. El carcelero me contó que durante su fiebre se había echado fielmente a los pies de mi esposa, hasta que los buenos padres se lo llevaron. Bárbara había tratado sus mataduras con los ungüentos curativos del verdugo, y estaba ya casi totalmente curado. Le salía un nuevo pelaje, pero no era negro, sino gris; el animal estaba todavía tan débil, que prefería estar echado en mi regazo antes que corretear por el camino, olfateando todos los buenos olores. Cuando tuve al pobre animal en mis brazos, sentí que Bárbara estaba cerca, y así nos confortábamos uno a otro en nuestra desgracia. Pero, en mi tristeza y soledad, suspiraba por algún amigo con el que pudiese hablar libremente y en el que encontrara consuelo. Por primera vez durante muchos meses, me acordé de Andrés, que había entrado al servicio del emperador y partido para las guerras de Italia. Aunque había transcurrido ya hacía mucho su tiempo de servicio, no había regresado aún. Él me hubiera consolado como nadie, porque hablaba mi lengua nativa. Era un muchacho alocado, y no teniéndome a mí para guiarle, habría corrido sin duda temerariamente hacia la muerte. En cuanto llegué a Memmingen, fui a buscar a Sebastián Lotzer. Pero sólo encontré a su padre, que estaba vivamente inquieto por él; no me mostró desprecio, aunque mi esposa había sido quemada como una bruja. —Vivimos en malos tiempos, Miguel Pelzfuss —dijo—, y como ya sabes, los campesinos, en muchos distritos, se reúnen en bandas contra los señores. Y hasta han llegado a saquear monasterios y conventos. El lenguaje y la conducta de mi descarriado hijo acarrearon tales desgracias sobre mí, que me vi obligado a mostrarle la puerta. Todo lo que sé de él es que va por los pueblos con la Biblia herética de Lutero bajo el brazo, y un cayado de mendigo en la mano, hablando mal y amenazando a su anciano padre. Tan trastornados están los tiempos. Tú has sido siempre un joven decente y de buenas maneras, Miguel Pelzfuss, pero no puedo comprender qué es lo que se ha apoderado de la juventud de hoy, cuando buscan derruir el orden constituido. Desde los tiempos de los paganos, nuestros padres han procurado construir nuestra excelente estructura social, en la que cada cual ocupa su puesto. Los hijos continúan la profesión de sus padres; leyes, costumbres y reglas de los gremios regulan la vida del hombre desde la cuna a la tumba; la santa Iglesia cuida de nuestras pobres almas. Todas las cosas tienen su precio: los campesinos pagan tasas y diezmos y trabajan los campos, y hasta los pecados son tasados por la Iglesia, y aun el corte y calidad de nuestros vestidos están determinados de acuerdo con el rango por las leyes suntuarias. Nadie, durante toda su vida, necesita sentir la menor incertidumbre por cuestión alguna. Y ahora unas cuantas cabezas acaloradas quieren derrumbar nuestra sociedad. Le aclaré que el mundo no era en absoluto un sitio tan bueno como parecía pensar el maestro Lotzer, y que yo había presenciado en él demasiada violencia, luchas, pobreza y desesperación. Convino en ello, pero añadió: —Un orden establecido por el hombre es, naturalmente, defectuoso e imperfecto, aun cuando sus fundamentos sean divinos; nosotros no podremos evitar una cierta inquietud de tiempo en tiempo, lo mismo que no podemos escapar a la enfermedad y a la muerte. Pero tales perturbaciones son cosa de poca monta, comparadas con las bendiciones que nuestro gran orden social atrae sobre nosotros; y no puede haber locura mayor que minar la Iglesia con falsas doctrinas, puesto que la Iglesia es nuestro propio fundamento; si cae, todo caerá, y el Día del Juicio está próximo. No quería yo discutir con el maestro Lotzer, sino simplemente prolongar la conversación, puesto que yo estaba solo y abandonado, y su habitación era un lugar cómodo y seguro en aquel inclemente tiempo de otoño; por tanto, seguimos hablando algún tiempo de esos temas hasta que ya no pude decentemente prolongar mi estancia, y me despedí. El bailío y su esposa habían vuelto al sótano de la Casa Consistorial, y utilizaban nuestro lecho y algunos de nuestros pocos muebles. Pero no podía reprochárselo; no tenía corazón para reprochar nada a nadie; aparte de que, gracias a su bondad, me dieron alojamiento en su casa por aquella noche. Me dolió ver cómo Rael se alegraba de verse de nuevo en nuestra vieja casa, y cómo buscaba ávidamente a Bárbara, hasta que se fatigó y se durmió junto a mí. Resolví dejar Memmingen. Confié mi cofre al cuidado del bailío, que me prometió hacerse responsable de él, ya que me estaba agradecido porque no le había causado ni a él ni a su esposa ninguna molestia. Pero al estar revisando mis efectos antes de cerrar el cofre, di con un espejo veneciano que yo había tomado en casa del comisario. Mirándome en él, vi mi enmarañado cabello, mis mejillas hundidas, y la mirada obsesionada de mis ojos, y pensé que no era extraño que la gente se volviese en la calle para mirarme. —Miguel Polaina de piel —le dije a mi imagen—, ¿quién eres tú? ¿Qué es lo que deseas? ¿A dónde te diriges? Pero mi imagen no respondió. Hablé en su nombre y me respondí: —Miguel Polaina-de-piel, eres un tipo encanijado, deshonrado, de bajo origen, nacido en el lejano Abo; no has hecho otra cosa que acarrear desastres a todos cuantos te han amado y, merecida o inmerecidamente, estás maldito. Tu madre se suicidó ahogándose, a causa de la vergüenza de tu nacimiento, y si vuelves a tu país, sólo el patíbulo te dará la bienvenida, porque fuiste muy crédulo y serviste a hombres ambiciosos y soñaste con un Norte unido y poderoso. ¿Es eso lo que deseas, Miguel Polaina-de-piel? Rael, comprendiendo mi desesperación, acercó el hocico a mi brazo, y la compasión del perro me conmovió tanto, que hice pedazos el valioso espejo, y oprimiendo mi rostro contra la cálida piel de Rael, lloré muy amargamente, mientras él me lamía la oreja y el cuello para consolarme. —¿Adonde iremos, pequeño? —le pregunté, y al no obtener otra respuesta que una mirada de interrogación, me contesté yo mismo—: Buscaremos a tu ama, pues creo que nos podrá dar buen consejo. Tenía dinero, el suficiente para entrar en alguna Universidad, y vivir frugalmente durante dos años o más. Pero la sal había perdido su sabor. También podría continuar mi interrumpida peregrinación, pero era peligroso a causa de la caída de Rodas, y después de haber hecho aquel temerario juramento en el cadalso, me faltaba la voluntad de ir. Cerré mi cofre y me puse en camino, en busca de Bárbara, llevando conmigo la ropa que llevaba puesta, una muda de ropa blanca, la Biblia en latín y el fusil del maestro Fuchs. No se me ocurrió pensar que yo no era el único hombre que se iba a vagabundear sin objeto durante aquellos días finales de otoño. Sebastián lo había hecho así también, y muchos fueron los que abandonaron sus hogares, talleres, escuelas y arados, sin una clara consciencia del impulso que los llevaba hacia delante. Al principio me dirigí a la ciudad donde vivía el tío de Bárbara y donde ella me había vuelto a la salud, y después, a los bosques, al lugar donde me había encontrado. El suelo estaba salpicado de bellotas; un cerdo salvaje gruñía entre la maleza; en el aire flotaba la humedad del otoño. En el bosque llamé a gritos a Bárbara: —¡Bárbara, amor mío, mi todo, ven a mí! Me prometiste que nos reuniríamos aquí, sucediese lo que sucediese, y he venido a buscarte... Pero sólo el eco respondió a mis voces, y Rael gimió intranquilo y aulló con el lastimero aullido de la muerte al oírme pronunciar el nombre de Bárbara. Cerca de allí estaba la abandonada cabaña de un carbonero, y en ella me instalé para pasar el invierno. Iba a la ciudad para comprar alimentos cuando me acordaba de hacerlo, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba leyendo mi Biblia latina. A veces, un gato salvaje trepaba al techo de la cabaña, se subía a algún árbol, lejos del alcance de Rael, y nos contemplaba con sus ojos brillantes, amarilloverdosos; y yo lo bauticé con el nombre de Bárbara. Creo que estuve loco aquel invierno, pues no prestaba atención al hambre ni al frío, me dejé crecer la barba, y mis ropas quedaron hechas jirones. Nevaba de tanto en tanto, y hasta oía aullar a los lobos en el bosque. Luego se derritieron las nieves, comenzó a soplar el viento de primavera y brotaron flores blancas en los claros del bosque. Gozando ahora de mayor paz, daba largos paseos, pero ya no buscaba a Bárbara; y fue entonces cuando ella vino a mí; sentía su proximidad en el susurro del viento; la suavidad de sus labios en los pétalos de las flores, y la entreveía en el sombrío resplandor del ocaso. Más tarde lloré de alegría al saber que había renacido; y después de haberme acicalado lo mejor que pude, volví a habitar entre los hombres. A mediados de febrero estaba de nuevo en Memmingen. 2 Pero no volví solo. Aquella región de Alemania estaba muy alborotada; por los caminos se volcaban bandas armadas de campesinos. Sebastián Lotzer estaba una vez más en casa de su padre, y sus secuaces dominaban la ciudad. El Concejo no tenía voz ni voto ni tomaba decisión alguna sin consultar primero a Sebastián o a las cabezas de chorlito de sus lugartenientes. Cuando entré en casa del peletero, encontré a Sebastián desplegando una bandera de seda roja y blanca, que llevaba cosida la cruz de San Andrés. Corrió hacia mí con los brazos abiertos, diciéndome: —Has llegado en el momento oportuno, Miguel Pelzfuss, porque hoy vamos a izar nuestra bandera en su asta, para que el mundo pueda cambiar y la justicia de Dios prevalezca en Germania. ¡Nada de andrajos para Sebastián entonces! Llevaba un vestido de terciopelo con botones de plata, como antes, aunque su posición no le autorizaba a vestir así. Estaba verdaderamente apuesto con su ardiente entusiasmo, y sus apartados ojos brillaban cuando empezó a leer y explicar los Doce Artículos que había formulado. Sobre aquella base, y puesta su confianza en la justicia de Dios, y con la ayuda de artesanos y campesinos, se proponía fundar un nuevo orden. No era yo su único ayudante; la estancia estaba llena de dignatarios civiles, de granjeros acomodados y de miembros del círculo evangélico de Sebastián. He aquí lo que leyó: 1.— Toda congregación tendrá el derecho de designar y, si fuere necesario, de despedir a su sacerdote; y el sacerdote, de predicar sólo la palabra de Dios, sin invenciones humanas. 2.— El estipendio del sacerdote será pagado con los diezmos de cereales, y el sobrante será utilizado en beneficio de los pobres de la parroquia. 3.— Los diezmos del ganado desaparecerán, pues el Buen Dios creó el ganado para uso del hombre. 4.— La servidumbre quedará abolida, por ser incompatible con la palabra de Dios. Cristo redimió a todos los hombres con su sangre, sean príncipes o pastores; por tanto, somos y seremos libres, y no reconoceremos más autoridad que la que es razonable y cristiana. 5.— Dios crió las bestias de los campos, los pájaros del aire y los peces de los ríos en beneficio del hombre. Por tanto, la caza mayor, la caza de aves y la pesca serán libres para todos. 6.— Los bosques volverán a ser de propiedad común, para que todo el mundo pueda coger leña para el fuego y maderas para construcción, de acuerdo con sus necesidades. 7.— Los días de labor en el campo y las tareas con que los señores han abrumado a los campesinos quedarán reducidos a un mínimo razonable, como está ordenado por Dios y practicado por los Padres. 8.— Serán designados hombres honrados que señalen lo que se debe pagar por las granjas cuyas rentas hayan subido indebidamente, de manera que los campesinos no se vean forzados a trabajar por nada; pues de acuerdo con la palabra de Dios, el que trabaja es merecedor de su jornal. 9.— En lugar de la arbitraria administración de justicia de ahora, se respetarán las antiguas leyes. Los castigos no variarán con el rango o el favor, sino que serán los mismos para todos. 10.— Los campos y pastizales que fueron anexionados por los señores volverán a la categoría de propiedad común. 11.— Se suprimirán las abrumadoras cargas que pesan sobre los herederos, y así desaparecerá el vergonzoso despojo a viudas y huérfanos. Sebastián se interrumpió, y después de mirar en torno suyo, prosiguió: —El más importante de todos los artículos es el duodécimo y último, pues está encaminado a demostrar que no nos proponemos actos de sedición ni de violencia, sino tan sólo el reconocimiento de que la justicia de Dios sea la base, no sólo de nuestros derechos, sino también de nuestros deberes. 12.— Si alguien puede demostrar con la Sagrada Escritura que uno o más de nuestros artículos no está de acuerdo con lo ordenado por Dios, renunciaremos a ellos. Pero por la misma razón, nos reservamos el derecho de incorporar ulteriores artículos en caso de que estuvieran justificados por las palabras de la Escritura. Los campesinos convinieron en que todo aquello estaba muy bien; pero, ¿cómo se pondrían en vigor los tales artículos? ¿Y qué había de todas las peticiones escritas que los campesinos, de lejos y de cerca, habían presentado a sus señores, bajo condición de que regresarían pacíficamente a sus hogares? Sebastián respondió: —Permitidme que, como hermano vuestro, os aconseje que no recurráis a miserables contratos que sólo os proporcionarán poco mejoramiento temporal, porque de esa manera podéis lanzar a la miseria a otros más desgraciados y oprimidos que vosotros. He leído cientos de vuestras quejas y peticiones, miles quizá, y al principio ayudé a más de un infeliz a escribirlas, hasta que al fin comprendí que todos aquellos papeles carecían de valor. Así pues, izaremos nuestra bandera en su asta, y elegiremos un capitán, un lugarteniente y un abanderado entre nosotros; formularemos nuestros artículos de guerra y juraremos obedecerlos, asegurando así la disciplina. Pero los campesinos se alarmaron ante aquella actitud y murmuraban que una cosa era presentar peticiones legales y otra muy distinta enarbolar el estandarte de la rebelión. Pero Sebastián insistió: —¿De qué os aprovechará, mis pobres amigos, el que a uno de vosotros le rebajen la renta, el que a otro le devuelvan sus pastizales, el que un tercero tenga derecho a llevar sus cerdos al bosque, y que un cuarto pueda ir a pescar en viernes, para alimentar a su mujer que está amamantando? Todas vuestras quejas están resumidas en estos doce artículos, como lo comprobaríais si utilizaseis vuestro cerebro. Sólo tomando como base de un orden nuevo la justicia de Dios se podrá conseguir un mejoramiento permanente en vuestras situaciones personales. Tal fin es lo bastante importante para que valga la pena de luchar por él, y nunca los pobres han luchado por causa mejor. Si verdaderamente creéis en un Dios justo, amigos míos, debéis creer que Él mismo lucha por Su justicia... y que en esa batalla sois vosotros sus instrumentos. Los campesinos murmuraban dubitativamente entre ellos, rascándose la oreja y apoyándose ora sobre un pie, ora sobre el otro. No había prisa, decían, y sería mejor meditar sobre el asunto, pues una vez que se enarbolase el estandarte, no podrían volverse atrás. Sería conveniente oír la opinión de los hombres buenos de Baltringen y los del lago, y averiguar si ellos pensaban también rebelarse. Sebastián estaba exasperado por su indecisión. —¿No podéis meter en vuestra dura cabeza la idea de que el tiempo es ahora? —exclamó—. El emperador ha comenzado una campaña y se ha llevado a todos los mercenarios de Alemania, y los príncipes alemanes sólo disponen ahora de sus propias y reducidas guarniciones. El rey de Francia ha puesto sitio a Pavía, en Italia, con fuerzas superiores, y Frundsberg ha cruzado los Alpes con sus lansquenetes. Pronto tendremos la noticia de que el emperador ha sufrido una derrota tan espantosa como la que le infligieron en Marignano; cada día que pasa es tiempo perdido, pues los príncipes tiemblan en sus fortalezas, y todos los monjes están enterrando sus tesoros. ¡No iréis a suponer que los nobles fueran tan locos como para escuchar las demandas de los campesinos si no se vieran impulsados a ello por la debilidad de sus fuerzas! Con recibir vuestras peticiones, os sobornan para que volváis a vuestros hogares, y así ganan tiempo para conferenciar entre ellos y reclutar hombres para su defensa. Sus palabras surtieron efecto, y sus rústicos oyentes convinieron unánimes en que era de razón lo que decía. Tras breve discusión, decidieron incluir las peticiones de treinta y cuatro pueblos en los doce artículos de Sebastián, enarbolar su estandarte y presentar los artículos al Concejo de Memmingen, para que la justicia de Dios pudiera adoptarse como base de un nuevo orden social dentro de la jurisdicción de la ciudad libre. Unos días más tarde, los campesinos, armados, entraron en la ciudad, con su bandera roja y blanca en alto, precedidos de pífanos y tambores, y jubilosamente seguidos por los aprendices y por toda la gente más pobre, mientras que los honrados burgueses cerraban sus tiendas y talleres y atrancaban sus puertas. Un centenar de delegados conferenciaron con los consejeros en la gran sala de conferencias de la Casa Consistorial, y Sebastián y el pastor de la ciudad hablaron en nombre de los campesinos, probando con citas de la Sagrada Escritura que estaba justificado cada uno de los doce artículos. El Concejo se defendió «a capa y espada», citando a su vez las Escrituras; pero los campesinos ahogaron sus débiles voces, y además, muchos de ellos no estaban muy versados en las Escrituras. Y, así, llegó a producirse el prodigio: el Concejo de Memmingen aceptó los doce artículos sin disputas ni derramamiento de sangre, tanto para la ciudad como para los pueblos de su jurisdicción. Aquella aceptación produjo un tremendo regocijo en la plaza del mercado, muchos campesinos se entregaron a la bebida hasta caer sin sentido en el arroyo, y los aprendices corrieron a pedir fusiles y ballestas, puesto que todos tenían ahora libertad para cazar. Pero Sebastián puso «cara larga» y dijo: —Mi bandera es ya innecesaria, y nada tengo ya que hacer aquí. Pero Memmingen no es más que una gota de agua en el gran océano de este país, y creo en los doce artículos. Si tuviese dinero, los imprimiría y los distribuiría por los pueblos, las ciudades y los principados, pero los campesinos son pobres y tacaños, y mi padre no me dará dinero para semejante propaganda. La adopción de los doce artículos por el Concejo me produjo impresión profunda y me hizo sentir que sería una buena acción hacerlos del conocimiento de todos. Pero antes de que me hubiese determinado, llegaron noticias de la ciudad de Baltringen llamando inmediatamente a Sebastián, pues se había extendido la noticia de los artículos de Memmingen, y el jefe de las bandas unidas de campesinos se mostraba desesperado porque le abrumaban las peticiones de sus secuaces. Nos trasladamos sin demora a Baltringen y nos quedamos pasmados de asombro a nuestra llegada, porque lo de allí no era juego de niños. Se habían reunido en Baltringen y en el vecino distrito gran número de campesinos armados con lanzas, garrotes y mazas claveteadas. Unos decían que eran cinco mil, otros, que diez mil, y ni aun sus jefes sabían exactamente su número, porque los hombres iban y venían, y visitaban sus hogares de tanto en tanto para llevar provisiones. Pero su jefe electo estaba ya negociando con príncipes y obispos, y los había convencido ya de que debían recibir las quejas de los campesinos. Aquel jefe era un artesano sencillo y piadoso, llamado Ulrico Schmid, que no tenía ningún agravio personal. Gozaba de reputación por su elocuencia, y los campesinos que se reunían con él en la taberna de su pueblo para comentar sus cuitas, le eligieron como jefe porque conocía su Biblia. Ni él mismo sabía cómo había llegado a encontrarse en Baltringen al frente de diez mil campesinos, todos los cuales le bombardeaban con sus reclamaciones. Había establecido su residencia en la Casa Consistorial, donde los mercenarios, vagabundos y los campesinos armados que formaban su guardia, bebían, jugaban a los dados y peleaban. Dio la bienvenida a Sebastián, con lágrimas de alegría, e inmediatamente le nombró su ayudante, señalando con gesto desesperado las cartas y los paquetes de papeles que cubrían su mesa y sus alacenas y que se amontonaban en el suelo. En todos ellos había quejas de los campesinos contra sus señores temporales y espirituales. Sebastián comenzó en seguida a estudiarlos, pero pronto abandonó la desesperada tarea, y dijo que todas aquellas cuestiones estaban ya encerradas en sus doce artículos. Se los leyó en voz alta a Ulrico Schmid, que le escuchó atentamente y manifestó su conformidad. Dijo que, sin duda, Sebastián había sido enviado por Dios para que pusiese orden en su espíritu, e inmediatamente dio órdenes de que tocasen los tambores para llamar a los jefes de los campesinos, a quienes les iban a ser leídos y explicados los artículos. Pasó una semana de discusión, plegarias y explicaciones antes de que los campesinos llegasen a comprender claramente lo que se les estaba exponiendo. Pero Ulrico Schmid, aunque era un hombre sencillo, se aferraba tenazmente a aquello que había llegado a ver claro, y lo repetía infatigablemente hasta hacerlo entrar en la cabeza más dura, y convencerla. Continuamos así hasta que, por fin, todos los campesinos invocaban la justicia de Dios y quemaban sus propias peticiones; y pasearon a Ulrico Schmid por sus campamentos sobre los astiles de sus lanzas. Y cuando Sebastián y yo nos reunimos de nuevo, estábamos tan roncos que casi no podíamos hablar. —¡Por amor de Dios —dije—, imprimamos estos artículos! Le dije que tenía un centenar de guldens en cédulas contra la Casa Fugger, y que si era la voluntad de Dios el realizar Su justicia en la tierra, ya recobraría yo alguna vez aquel dinero; pero si no era aquélla Su voluntad, me era indiferente el recobrarlos o no. Sebastián se mostró lleno de alegría, y prometió por su fe en Dios vivo y en la divina justicia, que yo recuperaría mi dinero. Se sentó en seguida para redactar los artículos en su forma definitiva, apoyando cada uno de ellos en los correspondientes textos sagrados. Escribió también un prefacio «Al lector cristiano», insistiendo en que los Evangelios no justificaban en modo alguno ni la violencia ni los tumultos, y que su única enseñanza era la de la paz, la paciencia y la concordia. Puesto que en los artículos —concibió—, los campesinos no hacían sino expresar su deseo de que aquella enseñanza se convirtiera en una realidad, nadie podía acusarlos de sedición; por el contrario, oponerse a sus razonables demandas era oponerse a las propias enseñanzas del Evangelio. Siempre me he sentido inclinado a tener más fe en los demás que en mí mismo, y si algo se me dice clara y persuasivamente, con frecuencia me siento inclinado a creerlo; y me imagino que en esto difiero poco de los otros. Es, por tanto, comprensible que me sintiese inflamado por las palabras de Sebastián, y que entregase alegremente mis cédulas al impresor, quien las aceptó en pago; porque yo creía hacer un servicio a aquellos maltratados campesinos. Poco tiempo después estaban ya impresos los artículos, y mensajeros a caballo galopaban hacia el Norte, el Sur, el Este y el Oeste con ejemplares todavía húmedos de las prensas. Algún tiempo más tarde, el doctor Lutero, en Wittenberg, publicó un comentario sobre los artículos de Sebastián. Convino en que estaban justificadas las peticiones de los campesinos, pero les urgía a reconciliarse con sus señores y a evitar violencias y derramamientos de sangre. La noticia de que el doctor Lutero nos apoyaba y de que innumerables campesinos en todo el país se habían organizado en bandas para convertir en hechos aquellas enseñanzas, acrecentaron desmesuradamente las esperanzas de nuestro pueblo, aunque los príncipes hacían advertencia a los enviados de Schmid, y le recordaban a la rana que se hinchó tanto que al fin estalló. Preguntaban burlonamente si Ulrico Schmid esperaba que Dios Todopoderoso descendiera de los cielos para pronunciarse como árbitro sobre los artículos. Pero Schmid prometió que en el plazo de tres semanas reuniría a todos los más eminentes sabios cristianos de Alemania, incluyendo a Lutero y Zwinglio, para que formulasen su juicio. Por consejo de Sebastián, Ulrico Schmid procuró formar una Liga Cristiana de todos los grandes ejércitos campesinos en los diferentes principados, e inducirles a que se sometiesen a la justicia de Dios para la solución de sus problemas. Con tal objeto, se efectuó una gran reunión en Memmingen, a la que acudieron incluso los hombres de la región de los lagos, y la banda del gran Allgau envió sus delegados. Pero cuando Sebastián leyó sus doce artículos, surgieron violentas disensiones, pues los hombres de los lagos no querían en modo alguno renunciar a sus justas y razonables reclamaciones en favor de un vago principio llamado la Justicia de Dios, que cualquiera podía interpretar como quisiera. Sin embargo, las buenas comidas y bebidas, y una hábil persuasión, logró al fin convencer a los más enardecidos de que su única esperanza de éxito estaba en la unión. Las negociaciones duraron toda la noche, cuando todos los jefes, ya fatigados, votaron por la justicia de Dios, con la condición de que a cada cual le estaría permitido interpretarla por sí mismo. Declararon sin ambages que los artículos eran un puro desecho y que quedaban por completo al margen de la cuestión. Puesto que su objetivo principal era afirmar su propia posición, se pidió que se añadiese un artículo, el decimotercero, según el cual debían ser tomados todos los castillos y monasterios, a menos que sus dueños consintiesen en unirse a la Liga Cristiana. Sebastián contestó burlonamente que tal artículo carecería de valor, puesto que les era imposible derribar aquellas murallas con los puños desnudos. Sin embargo, estaba muy equivocado, pues la mayoría de los castillos abrieron sus puertas libremente, y los músicos y tamborileros que en otro tiempo deleitaron a los huéspedes en los banquetes, se unieron alegremente a los ejércitos campesinos, a cuyo frente marchaban, saltando regocijados. Los príncipes comentaban amargamente que la nobleza alemana se estaba comportando como una manada de viejas, y que les era más fácil luchar contra los campesinos que incitar a sus señores a que sacasen sus espadas en defensa de sus antiguos derechos hereditarios. No necesito seguir hablando de las disensiones y conferencias que acabaron en la formación de la Liga Cristiana, aunque he de mencionar que para complacer y ablandar a Sebastián, los tres ejércitos campesinos adoptaron su bandera roja y blanca con la cruz de San Andrés e hicieron de ella su estandarte. Los de la región de los lagos, los de Allgau y los de Baltringen, hicieron juramento de ofrecer su vida, su honor y sus bienes, uno para todos y todos para uno. Su espíritu de unidad se vio fortalecido por la noticia de que Ulrico, el antiguo duque de Württemberg, había prometido abiertamente apoyar su causa. Con dinero del rey de Francia había reclutado un ejército mercenario en la Confederación, y avanzaba ya dentro de los dominios del emperador para reconquistar su ducado. Durante aquellos febriles días de primavera, sólo llegaron buenas noticias, y cuando fueron distribuidos entre el pueblo los doce artículos, Baltringen se convirtió en el lugar de reunión de los delegados de los campesinos y allí se comunicaban y discutían sus comunes pretensiones. La Alemania del Sur estaba en fermentación y las únicas fuerzas que los príncipes y gobernadores del emperador habían podido reunir, marchaban ya contra el duque Ulrico. No era, pues, de extrañar que los campesinos se paseasen regocijadamente bajo el sol de primavera y permitiesen que los monasterios les ofreciesen la más generosa hospitalidad, porque tenían una confianza absoluta en la competencia con que sus jefes tratarían con los príncipes. Fueron malgastándose aquellos días preciosos, hasta que, como un trueno, llegó la noticia de que el emperador no sólo no había sido derrotado en Pavía por el rey de los franceses como se había esperado, sino que había obtenido la mayor victoria de que se tenía memoria. Los mercenarios suizos al servicio de Francia habían sido aniquilados, y su cristianísima Majestad había sido hecho prisionero. La noticia aterró a todos los prudentes; los campesinos hablaron de arar para las siembras de primavera, y los más cautos comenzaron a escurrirse camino de sus hogares. Pero la mayoría quedó confiando en la justicia de Dios. Ulrico y los demás delegados se dirigieron humildemente a Ulm para parlamentar con los príncipes, quienes entonaban entonces un son muy distinto. Con palabras duras exigieron la completa sumisión de los campesinos, quienes deberían dispersarse inmediatamente y regresar a sus hogares, y pagar sus deudas en dinero y en trabajo del campo, como antes. Sólo entonces Sus Altezas designarían una comisión que examinara los doce artículos y que tomara una decisión que sería obligatoria para ambas partes. Ulrico Schmid, que había ido a Ulm con una completa confianza en la justicia de Dios, regresó como un viejo cansado y derrotado, y evitaba nuestras miradas. Con triste voz confesó que los representantes de los campesinos habían aceptado aquellas condiciones y garantizado la aceptación de sus partidarios. Sebastián exclamó: —¿Habéis perdido el juicio, Ulrico Schmid? ¿Habéis perdido también la fe? Si nos dispersamos ahora, la justicia de Dios resultará ineficaz y volveremos a tener, quintuplicadas, las mismas dificultades de antes. —Creo en Dios, y ése es mi único consuelo —respondió Ulrico Schmid—, pero vosotros no lo sabéis todo, y no podéis juzgar el asunto como yo, pues los príncipes y los consejeros imperiales hablaron muy libremente conmigo. Me dijeron sinceramente que su paciencia tenía un límite, y que no podían seguir indefinidamente teniendo bajo las armas a sus mercenarios; que se verían obligados a hacernos la guerra y matarnos a todos si no nos sometíamos. Entonces los oficiales, como un solo hombre, exclamaron: —¡Sois un necio, Ulrico Schmid! Los príncipes os han debido sobornar. No tienen tropas, y su general, Jürgen von Truchsess, marcha ya por los pasos de Württemberg, donde los suizos del duque Ulrico están aplastando sus pequeñas tropas como un guisante en un yunque. Ulrico Schmid sacudió su cabeza con gesto fatigado. —No lo sabéis todo aún. La Confederación, aterrada por la derrota de Pavía, ha vuelto a llamar a los hombres que tenía en el ejército del duque. El duque Ulrico está solo y abandonado y ha huido a Francia, dejando hasta sus cañones en prenda de sus deudas. Jürgen von Truchsess se acerca a marchas forzadas, y obraríamos prudentemente si evitásemos derramamientos de sangre dispersándonos y confiando en la buena voluntad de los príncipes, a quienes empeñaron su honor. El clamor que entonces se produjo fue tan violento, que el ruido hizo que acudiesen hombres desde todas partes, en tanto que los oficiales lanzaban toda clase de insultos contra Ulrico, llamándole cobarde, «mantecón» y traidor. Y cuando fue de general conocimiento el resultado de su embajada, le golpearon y maltrataron hasta casi matarlo; él llegó a llorar y dijo que no deseaba otra cosa que vivir y morir por la buena causa, y que antes que aguardar el ataque de los príncipes en el campamento, empuñaría una espada para luchar por la justicia de Dios, si alguien le enseñaba a manejar el arma. Pero ya estaba descartado; los oficiales mejores y más expertos se reunieron con sus secuaces y planearon lo que inmediatamente debería hacerse. A ellos se unieron todos los vagabundos, los mercenarios sedientos de botín y los campesinos vengativos que ya estaban hartos de medidas pacíficas. Mucho se ha hablado de los hechos sangrientos cometidos por las hordas de campesinos, desde el momento en que alzaron el estandarte de la rebelión; pero yo, que estuve con ellos, puedo afirmar que, al menos los de Baltringen, no fueron culpables de ninguna gran violencia antes de este día de marzo. El castillo de Schemmeringen no fue incendiado sino hasta aquella noche, y, por lo que yo sé, fue aquél el primero, aunque el movimiento campesino había durado ya seis meses. La culpa debe recaer enteramente sobre los príncipes. Fueron ellos los que comenzaron la guerra, y no los campesinos, que sólo deseaban la paz y la justicia de Dios. Sin embargo, parecía como si los campesinos sólo hubiesen estado esperando una señal, pues tan pronto como comenzó a arder el castillo de Schemmeringen fueron incendiados castillos y monasterios hasta donde la vista alcanzaba, y Alemania se convirtió en un infierno. Los rebeldes se tomaban la justicia por su mano de todos los daños que habían sufrido; más de un cruel gobernador manejó su guantelete entre las lanzas; más de un noble luchó mano a mano con ellos, acabando con su vida. Aun los más moderados entre los campesinos que se habían mantenido al lado de Ulrico Schmid se vieron seducidos por la visión de aquellos camaradas borrachos que llevaban a sus casas pesadas carretas con despojos de los castillos y monasterios, y hordas siempre crecientes de saqueadores recorrían el país, llegando hasta los valles del Danubio. Sebastián, al regreso de una de aquellas correrías, con el rostro pálido, declaró: —Nunca creí encontrarme en compañía de tan criminales merodeadores. Si gente de esta clase es la que va a imponer la justicia de Dios en el mundo, ya no podré seguir creyendo en un Dios justo. —¿Qué vas a hacer? —le pregunté. —Volveré junto a mi padre, en Memmingen —contestó—, y que estos rufianes administren sus doce artículos como les parezca. Ya he luchado bastante, contra la voluntad de mi padre, y la Biblia nos ordena honrar a nuestros padres. Si mi buen padre sigue deseando todavía que me dedique al estudio de las Leyes, estoy dispuesto a obedecerle y entrar en la Universidad de Bolonia, puesto que ha terminado la guerra en Italia. —¡Es muy fácil para ti hablar así! —repliqué—. Tú puedes retirarte muy ordenadamente a tu hogar, junto a un padre rico. Pero, ¿dónde están mis cien guldens? —¡Se los diste al editor por tu propia iniciativa! Veo que eres lo mismo que todos éstos, y que no piensas más que en llenar tu bolsa y tu estómago... y no tienes por qué mirarme con ese gesto avinagrado si encuentras mal lo que hago. Esta gentuza no puede hacer nada; en otro tiempo, eran honrados granjeros los que actuaban como sus líderes y escuchaban a hombres inteligentes y educados como yo; pero ahora siguen a zapateros, sastres, ladrones, rufianes y mercenarios sin amo, quienes por dos ochavos venderían a sus propias madres y pisotearían los artículos. Te aconsejo que te marches también, mientras sea posible, porque creo que de aquí no saldrá nada bueno. Lancé una carcajada, y al contemplar su atractivo rostro y sus oscuros ojos, y el sucio traje de terciopelo con botones de plata, me sentí avergonzado de pertenecer a la raza humana..., avergonzado de haber considerado a aquel mozo como a mi amigo, cuando no era más que el hijo mimado de un hombre rico; un muchacho acostumbrado a ser el gallito del corral y a que los demás obedeciesen sus caprichos. Por tanto, le respondí: —No, Sebastián; yo no huiré. ¿A dónde iría y para qué? Mis únicos recursos son un perrito y este buen fusil. Aunque soy extranjero, desciendo de una raza obstinada; y si una vez fui traidor, con ésa basta. De ahora en adelante, aullaré con los lobos, ya que demasiado tiempo balé a tus pies como un cordero; porque los lobos quizá puedan implantar un orden nuevo, que, según tú me has demostrado, no podrán nunca implantar las ovejas. Así se separaron nuestros caminos y quedó rota nuestra amistad. Sebastián abandonó el campamento para regresar a su hogar, y muy pronto llegué a conocer la razón de su cambio de criterio. Había surgido una disputa acerca de su mando sobre las tropas; los soldados veteranos estaban hartos de él y le habían dicho que tuviese la lengua, y que no se mezclara en asuntos que no entendía. Pero cuando se negó a calmarse le pegaron en la boca y lo empujaron con los regatones de sus lanzas, por lo que se negó a compartir por más tiempo su suerte con ladrones y les pronosticó un mal fin. A poco de la marcha de Sebastián, me sentí, a mi vez, cansado de Ulrico Schmid, que era verdaderamente un hombre tedioso, gimoteante, y me uní a Jürgen Knopf, el jefe de los hombres de Allgau. 3 Aquel Jürgen Knopf era un hombre flaco, cuya gran cabeza se bamboleaba sobre un cuello pellejudo, como si estuviese llena de agua; pero no había agua en ella: sabía exactamente lo que quería, y su ataque a la sede del príncipe obispo no fue una correría al azar. Eligió a sus mejores hombres y llevó consigo unos cuantos cañones de campaña que había capturado en los castillos vecinos, así como suficiente pólvora para abrir brecha en los muros de Su Alteza. —Conozco demasiado bien esa torre de mazmorras —declaró, mientras cabalgábamos juntos—, y en una ocasión hasta estuve a punto de ser colgado allí. Los campesinos de esta diócesis han luchado por sus derechos desde hace cien años y lo perdieron todo. Pero el obispo actual es peor que todos los que hemos tenido. No le importa nada medio asfixiar a un hombre con sus propias manos o azotarlo hasta dejarlo moribundo. Ahora, cambiando los papeles, espero agarrarlo a él por la garganta. Ése será el día más feliz de mi vida; después de eso, no me importa lo que suceda. Luego, inclinando la cabeza a un lado, dijo con taimada sonrisa: —Puedo comunicarte en confianza, Miguel Pelzfuss, que he enviado mensajeros a Turingia y a Bohemia, y que el mejor cuchillo de toda esta región está en camino hacia Pavía y Milán con el hombre que es mi mano derecha, para hablar con el jefe de los lansquenetes, Frundsberg. Los lansquenetes son paisanos y parientes nuestros, y debe informárseles de lo que acontece aquí. Si llegan a reunirse con nosotros, los príncipes habrán dicho su última palabra. Pero se necesitará mucho dinero para pagar a esos hombres, y ese dinero quiero sacárselo al obispo. »Ulrico Schmid es un zoquete —continuó—. No comprende que, tal como están hoy las cosas, sólo el asesinato, la violencia y el saqueo pueden soldar nuestras fuerzas; nada hay que una tanto como la complicidad en el crimen, porque entonces ya no se puede volver atrás, y sólo la tortura y la horca aguardan a quienes depongan las armas y apelen a la clemencia de los príncipes. Había, sin duda, cierta parte de verdad en lo que afirmaba, aunque la conciencia me decía que el asesinato, el incendio y el robo difícilmente eran los mejores medios de asegurar la justicia de Dios en la tierra. Comprendí que andaba en compañía de gente dudosa; pero estábamos ya acercándonos a la ciudad, y a vista de aquellas torres tan familiares, que se recortaban contra el azul del cielo de marzo, mi corazón volvió a caldearse y dejé de desdeñar a mis compañeros, pensando que, después de todo, Dios podía emplear los más inesperados instrumentos para su venganza. Había pasado un año desde que Bárbara y yo habíamos entrado en aquella ciudad, en la carreta, pintada de amarillo, de las brujas. Nos hicieron, desde las murallas, uno o dos disparos, y quedaron colgando de la neblina unas nubecillas de humo. Pero Jürgen Knopf había trazado bien sus planes, pues los aprendices y los residentes más pobres de la ciudad iniciaron un muy bien calculado tumulto en la plaza del mercado, provocando el pánico de los consejeros, quienes por su parte tampoco sentían muy tierno amor por el príncipe obispo. Los consejeros ordenaron que nos fuesen abiertas las puertas, aun antes de haber disparado un tiro; repudiaron a Su Ilustrísima y aun nos obsequiaron con varias culebrinas con las que sitiar su palacio. Pero nos enteramos con sentimiento de que el prelado había abandonado la ciudad, buscando refugio en una fortaleza situada en la cima de una cercana colina, llevando consigo sus propios tesoros y también los más preciosos bienes del monasterio. Pero el buen Jürgen Knopf no se descorazonó por ello. —Cada cosa a su tiempo —dijo, y marchó a la cabeza de sus tropas hacia el claustro, que yo conocía tan bien, y se produjo allí una escena tal de salvaje destrucción, de robo, de glotonería, de embriaguez y de libertinaje, como no la había presenciado nunca. Primeramente, sacaron todos los toneles de cerveza y de vino desde la bodega hasta el claustro, y cuando los invasores habían ya saciado su sed, entraron en la iglesia y arrojaron por los suelos las capas pluviales bordadas de oro y las vestiduras de los altares. Fue destrozado el precioso relicario; las mujeres se llevaron por delante, a patadas, los huesos santos, y los más emprendedores de entre los hombres, arrancaron el oro y la plata del relicario, aplastándolo a martillazos. Entretanto, otros, armados de redes, vaciaron los viveros de peces. Las más exquisitas maderas talladas y las imágenes fueron convertidas en leña, y bien pronto las más hermosas carpas estuvieron hirviendo en las pilas del agua bendita y en las vasijas que habían llevado al patio. La madera seca ardía como la yesca, y la soldadesca, ebria, entró en la biblioteca del monasterio, llevándose preciosos libros, manuscritos y rollos de pergamino de los archivos, para alimentar el fuego. Cuando un viejo monje de cabellos blancos vio lo que ocurría con aquellos raros manuscritos, se encolerizó de tal modo, que tomó un crucifijo de un muro y con él atacó a los saqueadores, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, y los golpeó, invocando a todos los santos en su ayuda. Consiguió repeler a algunos de aquellos salvajes, porque en el fondo eran de buen corazón y no quisieron hacerle daño, aunque se burlaron de su santo celo. Pero cuando Jürgen Knopf se enteró de aquello, irrumpió en la biblioteca y, con un tajo de su espada hizo rodar la cabeza del viejo monje, que cayó al suelo en medio de un charco de su propia sangre. Después de eso, nadie impidió a la soldadesca, ebria, que rompiese las cadenas que aseguraban los libros a los pupitres; los legos que quedaron hacían ofrecimiento oficioso de sus servicios, asegurando compartir secretamente las doctrinas de Lutero y tener la firme intención de dejar el monasterio y tomar esposa en la primera oportunidad. Aquella carnicería e insensata destrucción me repugnaron, y no pude aullar con aquellos lobos. Recorrí los corredores del claustro, de arriba abajo y vagué inquieto de campamento en campamento. Toda la chusma de la ciudad había llegado en busca de su parte en el botín. Después de desnudarse, algunos se revestían con capas pluviales y dalmáticas y danzaban al son de pífanos y tambores. El ruido y la confusión eran indescriptibles. Sentado lejos de los grupos, junto a una pequeña hoguera, se hallaba un campesino anciano, de aire grave. Examinaba atento las letras iluminadas de un antiguo misal, y al verle tranquilo y no muy ebrio, me senté a su lado. La hoguera había dejado intacta parte de una imagen de madera tallada, de la Virgen, cuyo dulce e inocente rostro, labrado por las hábiles manos de algún artista de cien o doscientos años antes, parecía como si me mirase con un reproche en sus ojos chamuscados. Durante doscientos o trescientos años, aquel monasterio había amasado y cuidado sus tesoros. La esperanza de perdón y redención pusieron a trabajar a los mejores escultores, pintores, plateros, tejedores y bordadores para embellecer aquel santo lugar; y en una sola noche, una chusma de campesinos ignorantes, arrastrados por la pasión, lo destrozó todo. Yo no podía encontrar una explicación, salvo que la Iglesia se había tornado mundana, y que Dios deseaba que la Humanidad retrocediese a su fe sencilla y primitiva en la redención por la sangre de Cristo, sin la mediación de sacerdotes y monjes avaros, ni de vanas imágenes y reliquias. Pero al presenciar la inmunda conducta de aquellos campesinos; no pude menos de pensar que el Señor debería haber elegido mejores apóstoles. El campesino que estaba a mi lado comenzó a arrancar las ilustraciones de su misal, diciendo: —Soy un hombre sencillo e ignorante, y todos los libros, excepto la Biblia, son superfluos y deben ser quemados. Pero estas pinturas son hermosas, y las llevaré a casa para mis hijos, a fin de que también ellos puedan contemplarlas, como los hijos de los príncipes. Las dobló cuidadosamente y las metió en la bolsa que colgaba de su cinturón; luego arrojó el misal al fuego, que ya se extinguía, siguiéndole el rostro de la imagen de la Virgen, el que lanzó a las llamas de un puntapié. —¡En nombre de Dios, durmamos ya! —exclamó. Luego se santiguó, y tumbándose de espaldas en el suelo, apoyó la cabeza en el saquillo que contenía su escasa comida y los frutos de su saqueo. Al día siguiente el palacio del obispo fue asaltado y saqueado con escasa resistencia. En realidad, sus guardianes estaban más bien contentos de unirse a los campesinos, pues temían que llevando la librea del obispo no escaparían con vida a través de una región tan turbulenta, aun en el caso de que pudieran abandonar la ciudad. Jürgen Knopf, irritado por haber encontrado vacíos los cofres del palacio y robada la mayor parte de los objetos de valor, exclamó: —Ahora, a toda costa tenemos que atacar el nido de ese cuervo y capturarlo, porque no podemos esperar atraer a nuestros amigos para que abandonen el ejército del emperador, a menos que podamos pagarles generosamente. Reunió a sus fuerzas e hizo avanzar su artillería hacia la cresta de la colina. Los artilleros eligieron el punto más débil de la muralla, e iniciaron un bombardeo pesado. A pesar de su formidable apariencia, la muralla era de piedra blanda, y se desmoronó fácilmente; pero los artilleros y ballesteros del obispo respondieron a nuestro fuego, y cuando los asaltantes oyeron el silbido de las balas, y vieron volar el polvo de los surcos arados en el suelo, se mostraron un tanto vacilantes y se inclinaron a abandonar aquel nido de avispas por otros lugares de caza más provechosos. Yo me quedé entre los arcabuceros; clavé mi soporte en tierra, cargué e hice varias descargas, aunque mi arma retrocedía tan violentamente, que creí que me dislocaría el hombro. Sin amedrentarse por la lluvia de balas, el príncipe obispo apareció sobre el parapeto, con una armadura tan brillante como la plata. Pataleó, rugió y lanzó tales maldiciones, que hasta nos parecía oler ya el azufre. No logramos herirle, aunque entre cañones y arcabuces se le hicieron más de diez disparos. Jürgen Knopf se sentía muy satisfecho de la cólera del príncipe obispo, porque decía que era la señal de que se encontraba en grave aprieto. Envió entonces a algunos de los hombres de armas y lacayos de Su Ilustrísima al castillo para que transmitiesen su petición de una rendición inmediata; los sitiadores —les declaró— eran sólo la vanguardia, pues estaban ya en camino diez mil lanceros y los cañones pesados de sitio de la Confederación. Ordenó también a los heraldos que comunicasen que Frundsberg se había unido a los campesinos, que los príncipes habían huido y que las tropas de Jürgen von Truchsess habían sido aniquiladas. Si el castillo no se rendía inmediatamente, Jürgen Knopf no respondería de las vidas de los defensores, porque los rabiosos campesinos tomarían seguramente tan cruel venganza, que ningún hombre llegaría a salvarse. Los parlamentarios cumplieron bien con su cometido, pues, llegada la noche, se amotinaron los soldados dentro del castillo; escuchamos un tumulto y algunos disparos, y el puente levadizo cayó con terrible estruendo. Los amotinados habían conseguido estropear sus cadenas, de modo que no podía levantarse nuevamente. Sin embargo, el obispo logró restaurar el orden, y a la mañana siguiente se arrojaron muchos cadáveres a los fosos. Pero el puente, bajado como estaba, dejó la entrada principal al descubierto, y los artilleros trataron de dirigir el fuego hacia ella. Pero quedaba mucho más retirado de la bóveda, y las fortificaciones exteriores no nos permitieron colocar nuestros cañones en posiciones más ventajosas. Jürgen Knopf rezongó: —Si hubiese un valiente entre nosotros, capaz de clavarles un petardo en la puerta, la fortaleza sería nuestra hoy mismo. Le daré mil guldens del dinero del obispo a quien sea capaz de fijar allí uno y prenderle fuego..., y mil guldens es más de lo que cualquiera de vosotros ha visto en toda su vida. La cosa podría hacerse en menos que se reza un credo. ¡Ésta es la gran ocasión de vuestra vida, mis buenos amigos y valientes soldados! Pero los veteranos sacudieron la cabeza y contestaron riendo: —Mil guldens no le sirven de nada a un hombre muerto, como sabéis muy bien, Jürgen Knopf, viejo zorro. Durante aquella discusión yo había estado atendiendo a un campesino cuya pierna derecha había sido cercenada desde la cadera por una bala de cañón. Pero como su rostro comenzó a tomar un tono gris azulado, comprendí que se moría y le dejé y me reuní con los soldados. —¿Qué es un petardo? —les pregunté. —Imagínate un caldero de hierro —me contestó uno de ellos—, aunque, naturalmente, mucho más resistente que un caldero ordinario. Lo llenas con pólvora y le colocas encima un fuerte tablón de roble bien atado a las asas. Ese tablón tiene un agujero en cada extremo, por cada uno de los cuales pasan unos grandes clavos que han de hundirse en la puerta, para que el petardo quede sujeto a ella. Luego, prendes fuego a la mecha y la puerta salta en pedazos. Entonces me dirigí a Jürgen Knopf. —¿De verdad me pagaríais mil guldens del dinero del obispo si vuelo la puerta? Me miró de soslayo, haciendo oscilar a uno y otro lado su voluminosa cabeza, pero me juró por la sangre de Cristo que mantendría su promesa si colocaba la carga en la puerta y encendía la mecha. Los soldados veteranos se congregaron en mi derredor, y rivalizaban en elogiar mi valor, pero yo veía que me juzgaban loco, y que estaban persuadidos de que no regresaría nunca a recoger mi premio. Pero yo tenía mis razones para hacer aquella tentativa. Cuando aquel corpulento campesino lanzó su último suspiro en mis brazos y se arañó el pecho con sus callosas manos, tuve una especie de revelación. Estaba cansado de la vida después de las múltiples tristezas y los contradictorios pensamientos que me habían asaltado en las hogueras del campamento y en el jardín del monasterio. Estaba cansado de mí mismo, y me parecía haber encontrado una oportunidad para dejar que Dios decidiese mi destino. Si su justicia no existía, me sería indiferente vivir o morir, porque entonces yo no valdría más que cualquier animal desprovisto de alma. Pero estaba extraordinariamente acobardado; el zumbido de las balas me sobresaltaba, y un sudor se me iba y otro se me venía cuando miraba a la puerta del castillo y veía las columnas de humo que se elevaban de las torres que la flanqueaban. Cuando los artilleros vieron que aquello iba de veras, se dirigieron a sus carros y me llevaron el petardo. De hecho, me llevaron tres. El petardo, excesivamente pesado, era de construcción muy simple. Los artilleros midieron una corta mecha que ardería mientras se reza un rápido padrenuestro, para darme tiempo de alejarme antes de la explosión. Jürgen Knopf me prometió que sus hombres más resueltos estarían listos con una gruesa viga ferrada, para avanzar después y derribar lo que quedara de la puerta. Un mercenario compasivo comenzó a despojarse de su peto y su coraza para que me protegiera del fuego enemigo; pero después de haber verificado el peso del petardo, comprobé que él solo era más de lo que podía llevar. Mi única esperanza de seguridad estaba en lanzarme desesperadamente en busca de la protección del arco de entrada. Coloqué en mi cinturón un fuerte mazo de mango corto y dos grandes clavos, cogí entre los dientes la mecha encendida, cargué con la bomba y corrí desde el emplazamiento de los cañones hacia la puerta del castillo. No tenía que recorrer más que unos ciento cincuenta pasos; aunque para mí, encorvado bajo el peso que transportaba, la distancia me parecía más que larga. A medio camino estaba ya sin aliento, me palpitaban las sienes, y desde las murallas partía el incesante estrépito del fuego enemigo, porque los defensores descargaban sobre mí todas las armas de que podían disponer. Se levantaba una polvareda en mi derredor, pero más que la pólvora y las balas temía yo las flechas que zumbaban a mi alrededor como avispas, pues la ballesta es a veces más segura que el arcabuz. Pero Jürgen Knopf y sus hombres lanzaban un fuego nutrido contra los parapetos para distraer y reducir a la impotencia a los defensores, y con gran asombro mío logré llegar a la puerta y guarecerme en lo que yo creía ser el lugar más seguro. Apenas había llegado al pie de los muros, cuando los defensores vertieron calderos de plomo derretido, y algunas gotas, al saltar sobre el suelo, me quemaron las piernas. Pero ni siquiera lo advertí hasta mucho más tarde; tan grande era mi terror, aunque aquellas gotas ardientes me dejaron cicatrices para toda mi vida. Al inspeccionar la puerta, me quedé aterrado al ver que estaba flanqueada de saeteras que se abrían a uno y otro lado. Cuando levanté la carga para clavarla en la puerta, apareció por una de ellas la boca de un arcabuz que me apuntaba. Dejando caer el petardo, me aplasté contra la muralla en el instante mismo en que sonaba el disparo y simultáneamente aparecía la boca de otro arcabuz en la saetera del lado opuesto. Mientras saltaba de un lado a otro envuelto en un sudor frío, ya fatigado del juego, pensé cuán miserable debía de ser yo para pretender escapar a los decretos del Señor. Cogiendo de nuevo el petardo, lo clavé en la puerta con fuertes martillazos, sin mirar a mi alrededor. El miedo dio tal fuerza a mi brazo, que metí los clavos en los duros tablones como agujas en la mantequilla. Un disparo hecho desde el interior abrió en la puerta un agujero del tamaño de un puño, a la altura de mi cabeza. Arranqué de entre mis dientes la mecha encendida y prendí fuego a la carga. Empezó a crepitar, produciendo un humo sulfuroso que se arremolinaba en torno a mi cabeza; hice el signo de la cruz y me lancé desesperadamente a descubierto, hacia los míos. Me imagino que nadie esperaba volverme a ver con vida, porque había corrido ya más de cincuenta yardas antes de que los enemigos me disparasen. En aquel momento se oyó un estampido más fuerte que el de cualquier cañón, y los valientes hombres de Jürgen Knopf se adelantaron hacia mí llevando el gran ariete entre todos y seguidos de un puñado de piqueros y arcabuceros que aullaban de miedo y de furia. Tuve que retroceder hasta la puerta, rápido como un gamo, para no ser pisoteado por los atacantes. Lo hice muy contra mi voluntad, porque me parecía que me había ganado ya el derecho a un respiro. Desde las torres de la entrada lanzaron plomo derretido y pez hirviendo, y los soldados que llevaban el ariete gritaron de miedo y de dolor. Pero a mí no me quedaba otro camino que avanzar ciegamente a la cabeza de ellos, como si fuese yo quien dirigiera el asalto, cuando en realidad mi único propósito era apartarme de su camino. La carga explosiva había destrozado los tablones recubiertos de hierro, y no fueron necesarios muchos golpes de ariete para derribar la doble puerta, tras de la cual pudimos ver el patio como una mancha brillante al final del pasaje abovedado. Arrojando su arma con un alarido de alegría, los hombres irrumpieron a través del pasaje, y yo con ellos. En realidad, no era posible hacer otra cosa, teniendo las picas a nuestras espaldas. Pero no bien habíamos alcanzado el patio, cuando oímos un tremendo crujido a retaguardia: había caído un enorme rastrillo de hierro, cogiéndonos en una trampa, imposibilitando nuestra retirada y dejándonos expuestos a una lluvia de balas y flechas desde todas las ventanas que daban al patio. Detrás de nosotros, los piqueros golpeaban vanamente sobre el rastrillo, y de la veintena aproximadamente que habían entrado en el patio, diez habían caído bañándose en su propia sangre, antes de decir Jesús. Un momento después apareció el obispo, ordenando a sus hombres que no malgastasen más pólvora y balas, y nos gritó que entregásemos nuestras armas. Yo no tenía nada que entregar, pero le grité mi respuesta: —No tenemos intención de deponer las armas, mi querido señor obispo. Vos sois quien debe hacerlo, para conservar vuestra valiosa vida, porque no tenemos intención de alzar la mano contra el ungido del Señor. Pero yo no puedo contener por más tiempo a estos valientes soldados, que no reclaman otra cosa sino que se cumpla la justicia de Dios. Vuestra resistencia ha despertado en ellos un verdadero frenesí de cólera, y los podéis oír rugir como bestias detrás de mí. El buen príncipe obispo, golpeó el suelo con el pie y rugió: —¡Ya os daré yo la justicia de Dios! ¡Haré que os cuelguen a todos! Pero tú, ¿quién eres, muchacho? Me parece que conozco esa cara. Comprendí que el obispo estaba temeroso; en otro caso no se hubiera dignado cambiar unas palabras conmigo. Le contesté: —Soy Miguel Pelzfuss, y sabéis que yo no hubiera intentado perjudicaros, buen obispo. ¡Por eso he corrido delante de estos desesperados, para salvar, si podía, vuestra vida! Poned término a este enorme derramamiento de sangre, muy reverendo señor, y, por todo lo más santo, os juro que podréis marchar en paz, sin que nadie os toque un solo cabello. Los otros infelices que estaban en el patio y que aún vivían, manifestaron a gritos su conformidad y prometieron que él y sus servidores podrían partir llevándose sus efectos personales. Mi desvergüenza le produjo sin duda al obispo algún recelo, y mientras permanecía irresoluto, sus guardias comenzaron a murmurar que las condiciones eran razonables y que ellos no tenían ningún deseo de atacar a Frundsberg, si realmente se había aliado con los campesinos. Para abreviar: Su ilustrísima se rindió en cuanto Jürgen Knopf ratificó las condiciones que nosotros habíamos impuesto. Knopf estaba furioso al verse así privado de poderse vengar personalmente del obispo, pero los hombres que habían quedado aprisionados por el rastrillo estaban tan contentos como yo de poder conservar la vida, pues dos o tres cañones, disparando desde el patio a través del rastrillo, hubieran aniquilado a todos. Así fue como Jürgen se apoderó de la fortaleza, y con ella, de un enorme botín. Los efectos personales del obispo los señaló tan sólo en diez copas de plata, doscientos guldens acuñados y dos caballos, a uno de los cuales se cargó con el lecho de plumas del prelado y sus ropas de cama. Cuando Su Ilustrísima se enteró de semejante interpretación de nuestras condiciones de rendición, se quedó mudo de cólera, y tan furioso, que apenas podía respirar. En realidad, su rostro se tornó tan lívido, que su cirujano estimó prudente sangrarle allí mismo, lo que hizo con la ayuda de dos robustos mozos que inmovilizaron a Su Ilustrísima. Luego fue izado a la silla, y se le permitió marchar, seguido de sus tropas, cuyos bagajes, mujeres e hijos los seguían en carretas. Sonaron los pífanos, redoblaron los tambores y las culebrinas de los campesinos dispararon salvas de alegría. En opinión de los hombres de armas del obispo, el asunto había concluido de una manera honrosa para ambas partes. No tengo idea de la cantidad en dinero y de otros tesoros de que Jürgen Knopf se apoderó, porque sólo a dos hombres de su mayor confianza les permitió que le acompañaran a la estancia acorazada en los solanos del castillo. Cuando sus partidarios comenzaron a murmurar, distribuyó tres guldens a cada hombre, que era lo que se solía dar como pago anticipado a cada mercenario, mientras que los que habían entrado en el patio del castillo y aún vivían, recibieron seis. Aquello apaciguó a los hombres, que se fueron a cenar y a dormir, pero yo me acerqué a Jürgen Knopf y le pedí los mil guldens que me había prometido. Evitó mirarme cara a cara y suspiró: —Miguel Pelzfuss, me temo que tú, como muchos otros, hayas sobreestimado con gran exceso las riquezas del obispo, y debes recordar que se necesitan más de treinta mil guldens para pagar a diez mil mercenarios. Por tanto, no puedo pagarte precisamente ahora el total de la suma en moneda contante. En reconocimiento de tu valor, te daré ahora treinta y cinco guldens, y la promesa por escrito de pagarte la diferencia, y lo haré en cuanto quede establecido el nuevo orden y la justicia de Dios prevalezca sobre la Tierra. Exasperado por semejante réplica y por las quemaduras de mis piernas, que me hacían ahora sufrir horriblemente, le insulté llamándole perjuro y pillo, y le pedí que por lo menos me diese inmediatamente la mitad del dinero. Después de muchos argumentos desagradables, pude sacarle un centenar de guldens, de los cuales la mitad eran faltos de peso y la promesa escrita de novecientos guldens más acompañada de una exhortación a que confiase en Dios. Nunca llegué a saber lo que se hizo de todos los tesoros del obispo, pues Jürgen Knopf sólo pudo haber gastado una parte de ellos en el pago de los mercenarios, y cuando fue ajusticiado, el tesoro se había desvanecido sin dejar rastro. Sin embargo, más valía pájaro en mano que ciento volando, como la buena señora Pirjo solía decirme, y en prenda de sus buenas intenciones, Knopf me dio un robusto caballo de la cuadra del obispo. Al romper el día, cuando aún brillaban las estrellas en el cielo de verano, cabalgué hacia Baltringen con las noticias de nuestra gran victoria y de la vergonzosa huida del obispo. 4 Pero mis noticias no produjeron gran alegría a Ulrico Schmid, cuya fe era cada vez más débil: —La violencia sólo acarrea violencia —dijo— y Jürgen Knopf perecerá por la espada que ha empuñado. Cansado de Ulrico Schmid, regresé a mi alojamiento, encerré a mi caballo en el establo y subí renqueando, con mis piernas chamuscadas, por una estrecha escalera hasta el ático que había tenido la fortuna de conseguir para mí solo. Mi patrona, respetable viuda de un comerciante en especias, a cuyo cuidado había confiado mi perro, prometió no admitir en mi cuarto a nadie a quien yo no hubiese invitado. Puede imaginarse, pues, mi indignación cuando al entrar me encontré a un desconocido mercenario tendido en mi lecho, con la boca abierta y roncando. Llevaba unos pantalones de colores brillantes, y por su jubón abierto mostraba un pecho velludo. Aun dormido empuñaba con una mano la espada y con la otra sujetaba su bolsa. Mi perro estaba acurrucado sobre el estómago de aquel hombre, y ni siquiera se levantó a saludarme, sino que simplemente movió la cola y me parpadeó, como diciéndome que no era conveniente perturbar el reposo del guerrero. Yo no reconocí al hombre, aunque encontraba algo familiar en su voluminoso porte y en su aire estúpido. Disgustado por su presencia, lo sacudí rudamente para que se despertase. Cuando lo hizo, habló en muchas lenguas, dio la orden de fuego y juró en español. Pero cuando al fin volvió en sí, se sentó en el borde de la cama, me miró y exclamó: —¡Miguel Polaina-de-piel, hermano mío! ¿De modo que estás vivo? ¿Por qué cojeas como vieja achacosa? Comencé a ver claro y reconocí a Andrés, a quien tuve el dolor de perder y a quien daba por muerto. Lancé un grito de alegría y lo abracé, y él me dio un abrazo de viejo oso que hizo crujir mis costillas. Parecía aún más alto y más ancho, y había en toda su persona algo de la ruda brutalidad de los mercenarios; pero él me examinó como de antiguo lo hacía, con sus grises ojos adormilados. Su cabello estaba tan hirsuto como siempre. Hablaba, titubeante, en finlandés, mezclando muchas palabras extranjeras; y ni siquiera yo me expresaba con facilidad, porque hacía años que no hablaba mi propia lengua. —¡Alabado sea Dios por haberte devuelto nuevamente sano y salvo a mi lado! —exclamé—. Ahora ya podré cuidarte y librarte de más barbaridades... y también te daré dinero para que nada te falte. No puedo imaginar cómo te las has arreglado sin mí durante todo este tiempo. Pero Andrés sacudió orgullosamente su pesada bolsa y dijo: —No he regresado pobre. Cuando oí hablar de los conflictos que existían en Alemania, abandoné en seguida el campamento del emperador para ir en tu busca, pues mis tres años de servicio habían concluido y el emperador me adeudaba a mí más de lo que yo le debía a él. ¡Creo que no ha habido nunca emperador más pobre que ése! Debe dinero no sólo a todos los reyes y príncipes de Europa, sino también al más modesto piquero y muletero de su ejército. Con todo, he tenido suerte y no puedo quejarme. Me alegro de haberme enterado de los trastornos aquí reinantes, antes de haberme bebido todo mi dinero. Vine porque sabía que una piadosa cabeza de chorlito como la tuya estaría ya hirviendo dentro del caldero, y ahora puedo sacarte de él. —Eres tan loco como pareces, Andrés —contesté—. No comprendes nada de todo esto. Los pobres artesanos y campesinos de este país se han levantado como un solo hombre para construir un nuevo orden sobre la base de doce excelentes artículos que no me tomaré la molestia de repetirte ahora. No tienes bastante talento para comprenderlos. Sólo te aseguro que son admirables; yo mismo ayudé a redactarlos. La justicia de Dios debe llegar a ser una realidad en este mundo (por la fuerza, si fuera necesario), y me alegro de que estés aquí para defender la buena causa. Andrés bostezó y se rascó la oreja. —Bueno; tú eres estudiante y sabes mucho de estas cosas teológicas. Todo lo que he visto mientras he cruzado el país para venir a buscarte es que este nuevo orden parece que marcha desbocado. Muchos de los que dicen que están luchando por él serán todo lo que quieras menos buenas personas. Una nidada de hijos de Satanás. Haría mejor en llevarte conmigo a Italia, donde los árboles ofrecen frutos de oro. Comprendiendo que hablaba con buenas intenciones, sonreí piadosamente y le contesté: —Dejémonos de disputas. Prefiero hablar de nuestras aventuras. Estoy ansioso de oír todo lo que has hecho y cómo te las has arreglado para prosperar así. Luego te contaré a mi vez mis infortunios, para que puedas comprender que yo no soy ya el hombre que era cuando tú te marchaste. Pero al pronunciar la palabra «prosperar», Andrés me miró gravemente y me dijo: —En toda copa hay una gota de amargo ajenjo, y con eso no quiero significar vida dura, privaciones, frío hambre, fiebre y heridas. Todo eso es inseparable en el servicio del emperador. Quiero significar otras cosas de las que te hablaré más tarde. Pero no necesitas hablarme de tus dificultades; he oído hablar de ellas en mi camino desde Memmingen a Baltringen en tu busca. Sé lo de tu esposa, y comparto tu dolor, aunque sin sorpresa. Cualquiera otro que no hubiera sido un inocente como tú hubiera visto que era una bruja. He sabido también que te has convertido en un admirador de las enseñanzas de Lutero y en agitador. Así pues, no tienes nada nuevo que contarme, y será mejor que yo hable, pues tengo muchas cosas instructivas que decirte. Y será conveniente, quizá, que tomemos algún refrigerio, porque mi narración ha de durar hasta la noche. Habiéndoseme recordado así mis deberes de anfitrión, me apresuré a bajar las escaleras, olvidándome de mi cansancio, y encontré a la viuda del mercader de especias en la cocina, sacando del horno panecillos recién hechos. Se encontraba sumamente indignada y cloqueaba como una gallina. —Señor Miguel, no quiero pensar mal de vuestro amigo, que paga todo lo que bebe y es bien hablado. Pero no puedo permitirle que traiga a esa perra extranjera a mi respetable casa. Habla en una lengua de paganos, es insolente, lleva unos vestidos impropios de su posición y plumas en la cabeza en lugar del gorro rojo con dos cuernos, que es lo que merece. Tales desvergüenzas deben terminar, y espero que vuestro amigo tendrá pronto el buen sentido necesario para arrojar a puntapiés a esa gorrona. Asombrado ante tales observaciones, llamé a Andrés y lo interrogué. Se santiguó devotamente y explicó: —Preferiría tener que llevar a cuestas un saco de gatos salvajes, que discutir sobre ella ahora y tener que echar a perder mi cena. Ella es la gota de ajenjo en mi copa. Vació de dos tragos su jarro de cerveza y pidió más. —Sin embargo, nadie debería lanzar aspersiones sobre el ajenjo —añadió—. Los italianos usan una bebida fuerte, hecha de vino y de ajenjo, que ha curado muchos calambres de estómago y muchas fiebres. Le incité a que dominase su insaciable sed de cerveza y de vino y a que recordase sus funestas consecuencias, pero me contradijo sin rodeos. —Es evidente que tú no te has encontrado nunca en una campaña de verdad —dijo—. Un buen soldado no bebe nunca agua, pero si es necesario, gasta hasta su último ochavo en vino o en cerveza. Yo he visto a muchos camaradas consumirse y morir por haber bebido aguas estancadas. Mi sargento no confiaba ni en lagos, ni en charcas, ni en ríos; si había que beber agua, decía, hay que bebería caliente, con alguna infusión de hierbas. Te traslado ese excelente consejo, Miguel, porque parece que te gusta ser soldado, y se han reunido en la ciudad tales muchedumbres, que no tardará en aparecer alguna peste entre nosotros y acabará con los bebedores de agua. Dijo aquello con tono muy solemne, y me sentí tentado a creerle, porque él sabía de aquellas cosas más que yo. Por tanto, bebí cerveza y vino en la comida, y pronto nos sentimos muy alegres, dándonos mutuamente afectuosas palmadas en la espalda y bromeando con la viuda del comerciante en especias. Se mostró muy liberal y no cesaba de colocar nuevos platillos en la mesa, haciéndose cruces, admirada, ante la capacidad de Andrés. Cuando éste hubo satisfecho su apetito, comenzó su relato. —¡Que Dios bendiga a nuestra excelente patrona y premie sus fatigas! Ya estaba yo cansado de olivas y chuletas de asno. Primero he de decirte dos palabras acerca de la política mundial; porque tú, Miguel, sabes más acerca de los asuntos celestiales que de los terrenales. Pero yo me he visto obligado a aprender algo de éstos, porque un soldado debe saber a la causa de quién vende su espada y arriesga el cuello. Y para eso, ningún lugar como los corros alrededor de las fogatas de un campamento, durante la noche, para murmurar sobre emperadores y reyes y sus andanzas, y en tales charlas he aprendido muchas y provechosas lecciones. Vació una gran copa de vino, que quedaba enteramente oculta en su voluminosa garra, y rogó a la patrona que llevase otra mayor. Entonces continuó: —Pues bien; como recordarás, entré al servicio del emperador creyendo que hacía algo digno de un hombre inteligente, ya que nuestro buen soberano Carlos V es el señor más grande del mundo, y cuenta, entre sus dominios, con Austria, Nápoles, España y los Países Bajos, para mencionar sólo unos cuantos, pues es también emperador de Alemania, de la India y de América, más allá de los océanos. Y si fueran ciertas todas las historias que cuentan del Nuevo Mundo, sería el hombre más rico del orbe. Pero padece una falta de dinero que en él es crónica. Eso prueba que los españoles que han traído esos cuentos del Nuevo Mundo son los mayores embusteros que se hayan visto. No hay otro príncipe que pueda compararse con él, excepto, quizás, Francisco de Francia, a quien yo conozco bien porque ayudé a capturarlo en Pavía, y Enrique VIII de Inglaterra, que se ha enriquecido con el comercio de la lana. Vació otro cubilete, se limpió los labios y continuó: —No vale la pena mencionar a los príncipes alemanes, porque allí los condes, los príncipes y los obispos y las ciudades libres brotan por todas partes como las setas entre el mantillo. El único importante es el archiduque Fernando, hermano del emperador. El gran sultán Solimán de Turquía forma capítulo aparte, y nada diré de él, salvo que malas lenguas hablan de una alianza entre él y el rey de Francia contra el emperador. Aquellas palabras provocaron mi indignación, e interrumpí: —Como quien fue otrora estudiante de la Universidad de París (una ciudad que no tiene par en el mundo) y amigo de Francia, permíteme que declare de una vez por todas que tales rumores son falsos y perversos. No deberíamos añadir nada a las cargas que ya pesan sobre un noble y caballeroso monarca que tan varonilmente se ha opuesto al emperador; y que se le ha opuesto, porque seguramente nunca fue la intención del Señor el que un solo hombre impusiese su dominio sobre el mundo entero. Andrés descargó un puñetazo sobre la mesa, con un bramido de alegría. —Has dado con la flecha en el blanco, Miguel... Ambos son como perro y gato, y nunca han estado de acuerdo, porque los dos aspiraron a la corona imperial. Francia es el Estado más rico y más poderoso de Europa, y el único obstáculo que se opone a la extensión del poderío del emperador. Pero lo que quiero ahora es explicarte los asuntos de Italia. Ahí tienes un país que no tolerará un amo déspota. El emperador y el rey de Francia no han dejado de luchar nunca por el Ducado de Milán y por la fértil provincia de Lombardía, de donde acabo de llegar. Venecia, vecina de Milán, desempeña el más importante de los papeles en la Italia de hoy, por razón de sus posesiones (aunque no debemos olvidar al Papa, que es un Médicis), y que, por lo mismo, controla a la vez Roma y Florencia. Además, hay que contar con el reino de Nápoles, que pertenece al emperador, pero que, por ciertos títulos de herencia, lo reclama también el rey de Francia. —Todo eso da vueltas dentro de mi cabeza —protesté—. Cuéntanos lo que tú mismo hayas visto y oído. Yo sólo tengo una cosa que decir: tanto el rey como el emperador obran criminalmente al hacerse mutuamente la guerra, puesto que todos sus problemas de herencias podrían resolverse según la ley, de una manera justa para ambas partes. Andrés rió de muy buena gana. Los problemas de sus herencias y de las alianzas y acuerdos de sus antecesores están tan revueltos que ni el mismo demonio podría enderezarlos, y muchos sabios juristas se volvieron locos ante ellos, y luego se metieron a monjes. Los emperadores y los reyes no reconocen otro derecho que el de la fuerza; gana su pleito el que puede presentar mayor número de piqueros, arcabuceros, caballería y artillería. El Ducado de Milán fue el pretexto oficial para la guerra, y estaba en posesión del rey de Francia cuando yo y otros bravos cruzamos los Alpes y echamos a los franceses a Provenza, saqueando, robando y asesinando a nuestro paso. Porque teníamos como jefe al duque de Borbón, condestable de Francia, que estaba furioso contra el rey de este país, y deseaba hacerle todo el daño posible. La viuda del comerciante de especias se santiguó y declaró que no podía creer tales crímenes de Andrés. Le pregunté cómo era posible que el condestable de Francia se pusiera al lado del emperador contra su propio rey. Andrés, un tanto embarazado ante la observación de la viuda, hizo crujir un hueso entre sus dientes y dio el tuétano a Rael. Luego, como intentando excusarse, explicó: —El saqueo es parte del oficio de soldado, y yo nunca maté a nadie por placer, como hacen otros. Y en cuanto a violaciones, sólo diré que las mujeres corrían hacia nosotros más bien que huirnos. Y por lo que se refiere al condestable de Francia, traicionó a su propio rey y se unió al emperador para poder, bajo su protección, labrarse un reino sobre el suelo de Francia. Sin embargo, ese duque de Borbón nos utilizó para tal fin, de manera que nos derretimos como la mantequilla al sol; y después de haber estado sitiando Marsella durante algún tiempo, me vi obligado a dejar mi hermosa culebrina en manos de los franceses y regresar trabajosamente a Italia con muchos otros. El rey de Francia, contra lo que se esperaba, había logrado levantar un poderoso ejército, y codo a codo con nosotros, cruzó los Alpes, camino de Milán. Andrés se mostraba cada vez más excitado, golpeó de nuevo la mesa, puso boca abajo su cubilete y prosiguió: —Pero quería contarte lo de la batalla de Pavía, y que Dios me ayude por hablar de ella; porque fue un combate que vale la pena contarlo. Otros más entendidos que yo han dicho que ese combate decidió los destinos de Europa y aseguró el poder del Imperio para cientos, o quizá para miles de años. El emperador, según dicen, no tiene más que hacer al rey de Francia su vasallo, ir con él contra los turcos y reconquistar Constantinopla, que para vergüenza nuestra está bajo el yugo de los infieles desde hace una generación. Pero volvamos a Pavía. Nosotros, los hambrientos y andrajosos restos del ejército del emperador, nos arrastrábamos otra vez por los Alpes, como una horda de mendigos o como corderos sin madre. Todos se burlaban de nosotros, y allá, en Roma, colgaron un anuncio de una cierta piedra a la que llaman pasquino, en la que escriben malevolencias, y dicho aviso rezaba así: «Perdido, Robado o Extraviado el Ejército Imperial. Se gratificará espléndidamente a quien lo encuentre.» Pero tendrán que tragarse sus burlas. No hay que golpear a un hombre cuando está caído, y la desdicha de un soldado puede no ser su culpa, como podemos ver por el triste destino del rey de Francia. Le rogué que hablase ya de la batalla de Pavía, de la que yo tenía grandes deseos de oír un relato fiel, pero me replicó con cierta irritación: —¡No te precipites, Miguel! Esto que cuento es parte de la historia. Un buen artista nunca pinta a la Sagrada Familia en fondo blanco. No; llena un rico fondo de fértiles valles, viñedos, cascadas y ciudades. Vi trabajar a muy buenos pintores en Italia, y sé de lo que hablo. Nunca comprenderás esta batalla si no te cuento lo que sucedió antes y que fue el prólogo de ella. »Pues bien; cruzamos trabajosamente Lombardía, hambrientos, andrajosos y sin dinero, en busca del amparo de Milán, suspirando por tener de nuevo en torno a nosotros unas resistentes murallas. Pero la peste se había extendido sobre Milán; en las casas abandonadas estaban infectadas todas las camas, la población había quedado reducida a un tercio, y sobre todo, no había quedado nada que robar, porque las tropas de la guarnición del emperador la habían visitado ya. Por tanto, nos apresuramos a dejar la ciudad por la puerta del Este, mientras los franceses entraban por la del Oeste. Todo aquello fue muy desalentador para el duque de Borbón. »Nos dio las gracias por nuestros fieles servicios y nos despidió con tristeza, puesto que tenía asuntos urgentes en otras partes. En la ciudad amurallada de Pavía dejó cinco mil lansquenetes alemanes y un par de centenares de arcabuceros españoles que todavía confiaban en las promesas del emperador; porque él deseaba conservar por lo menos alguna parte del Ducado en nombre de su Señor. Pero yo y muchos otros declinamos continuar allá, dimos las gracias y pasamos un pesado invierno en Lombardía, con gran desesperación de sus habitantes. »Entretanto, el rey de Francia puso sitio a Pavía, que era un hueso más duro de roer de lo que él pensaba. Sin embargo, tan empeñado estaba en su conquista, que hasta intentó desviar el curso del río y atacar así los muros de la ciudad por su punto más débil. Pero las aguas crecieron con las lluvias de otoño y arrasaron todos sus trabajos, y con ellos, a sus zapadores, que en paz descansen. Tres meses perdió en las afueras de Pavía; eran tan numerosas sus fuerzas, que envió parte de ellas a ocupar Nápoles, para ahorrar tiempo. Pero a comienzos de febrero regresó de Alemania el duque de Borbón con diez mil lansquenetes bajo las órdenes de Frundsberg. Así, entre él, el general del emperador, el marqués de Pescara, el virrey de Nápoles, y De Lannoy, pudieron formar con todos nosotros algo parecido a un ejército. Marchamos a Pavía y comenzamos a nuestra vez a sitiar al sitiador, cuyas tropas se parapetaron en un campamento casi inexpugnable, desde donde se burlaban de nosotros y comentaban desfavorablemente nuestras proezas guerreras, nuestro origen y otras cosas parecidas. »Estábamos realmente en una situación muy delicada, pues desde las colinas veíamos cómo las fogatas francesas formaban un anillo continuo en derredor de Pavía, y me imagino que las fuerzas imperiales no se habían visto nunca en aprieto semejante. Era sólo cuestión de tiempo el que la ciudad se rindiese. Hacía seis meses que no se pagaba a los soldados, y si te digo que se habían comido ya todos los burros, perros y gatos que pudieron agarrar, comprenderás que tenían buenas razones para sentirse alicaídos. »Durante dos semanas estuvimos vacilando en torno a la ciudad sitiada, mientras los oficiales del emperador discutían entre ellos lo que debían hacer. Al fin decidieron confiar en la suerte y asaltar por la noche el parque de Mirabello. —¿Un parque? —exclamé—. ¿Qué tiene que ver un parque con la batalla de Pavía? —¿Estoy contando yo la historia o la estás contando tú? —replicó secamente—. Aquel parque, que pertenecía al duque de Milán, era muy grande y estaba rodeado de un muro. Se hallaba situado en la inmediata proximidad de las murallas de la ciudad. No quedaba en él ni un venado ni un pavo real, pues los franceses se habían comido todo animal viviente. El marqués de Pescara decidió que, protegidos por la noche, nos reuniéramos al norte del parque, irrumpiéramos en él y atacáramos a los franceses por sorpresa. Andrés alzó reflexivamente la mirada hacia el techo, luego contempló como con admiración sus grandes manos, sacudió la cabeza y continuó: —Pescara arengó a los españoles, y Frundsberg nos habló a los alemanes. Nos dijo que en el mundo entero, no poseíamos otra cosa que el pedazo de tierra donde se apoyaban nuestros pies, que no tendríamos pan al día siguiente y que el emperador, empobrecido, no nos podía pagar nuestras soldadas. Ante aquellas palabras, muchos lloraron, y de nuevo nos sentimos como corderos sin madres. Pero nos hizo recobrar los ánimos diciéndonos que el campamento del rey francés estaba lleno de vino, carne y pan y cofres rebosantes, y que allí nos esperaban los más eminentes caballeros de Francia, cuyos rescates harían ricos a los que los capturasen. »Era una noche oscura y ventosa de febrero, que yo jamás olvidaré. No he sudado nunca como sudé aquella noche con mi palanca de hierro en lo alto del muro del parque de Mirabello. Habíamos recibido orden de llevar camisa blanca, o al menos un trozo de lienzo blanco arrollado al brazo, para que pudiéramos reconocer a nuestros compañeros en la oscuridad y en la confusión del asalto. Pero aquello era más fácil decirlo que hacerlo, porque nuestras camisas eran un puro andrajo y estaban muy lejos de ser blancas. Se hizo lo mejor que se pudo, y conseguimos un jirón por hombre. Sin embargo, aquella precaución resultó inútil y un derroche de nuestra más «preciosa» ropa, pues los muros resistieron más de lo que creíamos, y amanecía ya antes de que comenzásemos a entrar en el parque. Hacía rato que había sonado la alarma entre el enemigo, y nos encontramos cara a cara con el ejército francés en impecable formación y dispuesto para la batalla. Allí estaba el propio rey Francisco, revestido con su armadura con taracea de oro, montado en un caballo blanco, a la cabeza de sus caballeros, revestidos de acero. Habían tenido tiempo hasta para poner en posición su artillería de sitio, y nos recibieron con fieros besos de bienvenida. Los artilleros franceses usaban balas que iban encadenadas por pares, contra toda decente tradición en cuanto a la manera de hacer la guerra. Brazos y piernas volaban por el aire, como las hojas en otoño, a la primera andanada, y nuestras vanguardias tuvieron que usar la sangrienta manta y buscar protección entre la maleza. —Pero, ¿fue aquello un milagro de Dios? —pregunté—. No puedo comprender cómo con tan pocas fuerzas, pudisteis derrotar al más invencible ejército de Europa. Andrés respondió después de reflexionar: —No creo que Dios tuviera mucho que ver con la batalla de Pavía, puesto que la Cristianísima Majestad de Francia luchaba contra Su Majestad Católica e Imperial, teniendo tras ellos al Padre Santo; es decir, en el supuesto de que yo haya llegado a comprender bien la política del caso. Lo atribuyo más bien a las consumadas dotes militares del marqués de Pescara y a nuestro propio valor. Sin embargo, en aquel momento estábamos muy lejos de haber conseguido la victoria. Cuando la caballería imperial cargó, lanza en ristre, la flor de la caballería francesa prorrumpió en un gran griterío. El rey espoleó a su cabalgadura, y la más orgullosa caballería del mundo avanzó como una nube tormentosa, con relámpagos de oro y de plata, y la tierra retumbó bajo los cascos, como un trueno. Pulverizaron a nuestros jinetes; el rey Francisco atravesó con su lanza a un príncipe italiano cuyo nombre he olvidado y que pereció bajo los cascos de los caballos. El rey se imaginó que la batalla había terminado; y a decir verdad, así nos lo parecía también a nosotros cuando cargamos sobre él con nuestras picas, mientras Frundsberg corría a nuestro lado, jadeando y exhortándonos. Frundsberg sabía tan bien como nosotros que una formación de torpes piqueros tenía escasas probabilidades contra una caballería protegida con armaduras; y ya los suizos avanzaban por nuestro otro flanco. Su apresuramiento era tanto mayor cuanto que odiaban a los alemanes y deseaban compartir el honor de la victoria con los franceses. Creo que aquél fue el momento decisivo de la batalla, aunque no lo sabíamos entonces. Rehusamos seguir adelante, hicimos nuestra última oración y encomendamos nuestras almas a Dios, hasta que se hizo demasiado grande la presión a nuestras espaldas, y nos vimos forzados a avanzar..., que era, naturalmente, lo que se proyectaba. A fin de lograr esa necesaria presión se forma a los piqueros, para el ataque, en cuadros de diez en fondo. Tan profundamente absorto estaba yo en el relato de Andrés, que casi me olvidaba de respirar, y la viuda se santiguaba, lanzando exclamaciones de horror y de consternación. Andrés comenzó a disponer mendrugos, huesos y cuchillos sobre la mesa, moviéndolos y reordenándolos conforme continuaba su historia. —Este cuchillo cincelado es el rey Francisco y su caballería. Este hueso tan jugoso representa las fuerzas suizas, que cargan ahora. Pero este trozo de hígado significa las tropas italianas, locas de rabia y que se lanzan frente a los suizos para compartir sus laureles, puesto que piensan que la guerra es por Italia y, por tanto, también ellos tienen que participar. Así, estorbaban a la artillería francesa, y el senescal del rey de Francia corre frenético de un lado a otro arrancando las plumas de su yelmo. Nuestra vanguardia ha retrocedido hasta esa fisura. Pero he aquí ahora esta copa de vino —¡pum, pum!—: ahí llega el mejor general del mundo, el marqués de Pescara. Examina el campo, reagrupa nuestra caballería desorganizada y envía a sus arcabuceros españoles, mil quinientos en total, contra los caballeros montados del rey. Se deslizan de mata en mata por ambos flancos. Unos cuantos cientos de alemanes, armados con los nuevos mosquetes del emperador, se deslizan tras ellos. Ahora, esos bien adiestrados españoles enclavan los soportes de sus armas, cargan, disparan y vuelven a cargar con asombrosa rapidez. ¡Cada hombre llega a hacer hasta cinco disparos en quince minutos! Surgen columnas de humo detrás de cada mata, resuenan los disparos y las pesadas balas perforan las armaduras francesas como si fueran de papel. Una bala atraviesa dos hombres y dos robustos caballos. Nunca se ha visto cosa parecida. Los jinetes caen a diestra y siniestra, y sus animales retroceden y caen relinchando lastimeramente. —¡Pobres criaturas! —exclamó, llorosa, la viuda—. Los caballos son buenos animales, y mejor hubiera sido engancharlos al arado o venderlos que llevarlos a la muerte de manera tan cruel. Andrés continuó, sin prestarle atención: —Los jinetes desmontados se arrastraban a gatas, intentando ponerse en pie, pero se lo impedía el peso de las armaduras. Los demás vagaban como podían y trataban, llenos de pánico, de huir del campamento. Mirad, este cuchillo cincelado avanza hacia el hueso, la caballería volante aplasta a los suizos y los convierte en una masa vociferante. En aquel mismo momento chocamos con los italianos; aquí estamos nosotros: esta mano de mortero (aquí estoy yo, y aquí Frundsberg, que brama como un toro). Nos presionan por la retaguardia, pero los italianos luchan como jabalíes furiosos. Frundsberg derriba a su jefe; yo lanzo tajos y mandobles con un sable, hendiendo los astiles de las lanzas y abriendo camino para nuestros piqueros. Pero los italianos no ceden, y tenemos que acabar hasta con el último de ellos antes de poder llegar hasta los suizos. Ahí va este hígado para el perro. ¿No lo quiere comer? ¡Sólo lo husmea! ¡Maldito sea! »Pero bien; como iba diciendo, los suizos habían sido aplastados por la caballería francesa, y no podían enfrentársenos de nuevo (y no había detrás nadie que les apretase); dieron la media vuelta y huyeron. Por primera vez en la Historia, los hombres de la Confederación dan la espalda al enemigo. El rey de Francia alza su visera de oro para ver mejor. Mon Dieu, mon Dieu! (exclama). «¿Qué significa esto?» Pero los suizos no se detienen a dar explicaciones. Y, mirad, desde este palacete de Mirabello, Pescara envía un destacamento para desviar el flanco de los franceses, cuando de pronto se oye a su espalda un estruendo pavoroso. Esta fuente de madera es la ciudad de Pavía, y el español Leyva, comandante de las fuerzas unidas, dirige a sus hombres al ataque. Están locos de hambre y de frenéticos deseos de saqueo. Hacen polvo a la retaguardia francesa y a los suizos que huyen. Ninguno de nuestros hombres ha visto carnicería igual. Los claros arroyos del parque se tiñen de rojo, y el aire helado está lleno de vapor, como en una matanza de cerdos. —¡Jesús, María! Eso me recuerda una cosa —exclamó la viuda—. Me había olvidado de traeros las salchichas de cerdo que había puesto a calentar en el horno. Salió para servírnoslas. Andrés mordisqueó una con aire distraído, y con los ojos fijos y la boca llena continuó su narración. —Aún puede salvarse el rey Francisco; tiene todavía su caballo. Pero no; ha visto que la victoria se convierte en la más espantosa derrota de todos los tiempos, y queda ciego de rabia. Aquel modelo de la caballerosidad francesa no puede sufrir la vergüenza de la fuga. La sangre más noble de Francia corre en su derredor, y él caerá con la espada en la mano. Espolea su caballo, se arroja como un rayo entre las lanzas... y su noble corcel rueda por el suelo. Aullando, jurando y luchando, nos lanzamos sobre él, porque jamás mercenario alguno ha logrado presa más valiosa. Como yo era el más fuerte, echo a un lado a los españoles, arrojo a un lado unos guanteletes y consigo asir al rey por una pierna... para que al menos me lleve una espuela como recuerdo. Los otros le arrancan la armadura, porque vale decenas de miles de ducados. »Le hubiéramos hecho trizas, por nuestra codicia, de no haber aparecido De Lannoy, el virrey de Nápoles, que nos apartó, azotándonos con la hoja de su espada. Le abrimos paso, y el rey Francisco se sienta, limpiándose la sangre del rostro, pues está herido en la cara y en una mano, lo que no es de extrañar. Damos nuestros nombres y reclamamos nuestra parte del botín, pero De Lannoy arrebata la espada del rey de manos de un español, se la devuelve al rey, se arrodilla ante él y le pide que se rinda al emperador. El duque de Borbón llega también, al galope, pero el rey de Francia le escupe sangre y le grita: «¡Traidor!», y entrega su espada a De Lannoy. Bien, todo acaba en un par de horas. Veinte mil cadáveres yacen en el parque, franceses y alemanes, suizos y españoles, señores y vagabundos, caballeros con armaduras doradas y burdos piqueros; todos en confuso revoltijo. Nuestro botín es enorme, y nuestra victoria, más grande todavía. Gritamos, cantamos y saqueamos a placer, y en medio de nuestro gozo, olvidamos el dolor de nuestras heridas. Andrés lanzó un profundo suspiro, apartó de sí cuchillos, copas y huesos, para mostrar que la batalla había terminado, y se bajó el pantalón para enseñar una herida, ya cicatrizada, en su fornido muslo. La viuda, agradablemente impresionada, palpó el muslo y declaró con admiración que era como de hierro. Pero Andrés, tras haberse subido el pantalón, continuó: —Hicimos tantos prisioneros, que soltamos unos cuatro mil suizos y franceses para no tener que alimentarlos, porque eran pobres y no hubiéramos podido obtener nada por ellos. Pero capturamos también muchos caballeros nobles, y yo no puedo quejarme de mis ganancias. Sin embargo, no obtuvimos por el rey ni un maravedí, porque éramos a miles los que estábamos dispuestos a jurar por la Virgen que habíamos sido los primeros en poner sobre él la mano, y así, De Lannoy nos mandó a todos al infierno; él había apresado al rey, y todos los presentes podían ser testigos de que el real prisionero había entregado a él su espada. —Ya sabemos lo que son los caballeros —terció la viuda—. Tanto valdría coger un erizo y pedir justicia a otro de ellos. Un puñado de púas es lo que uno obtendría. Andrés se bebió otro cubilete de vino, me miró gravemente y dijo: —Miguel, hermano mío, te he hablado de alta política y te he contado la batalla de Pavía, en la que treinta mil soldados veteranos bien equipados, dirigidos por brillantes generales, pelearon contra treinta y cinco mil. Te digo esto para que veas que en comparación con la política de altura y la guerra regular, esta insensata sublevación campesina es una telaraña en el muro. Un jefe experimentado segará a esos campesinos como la hoz siega el centeno. Esta batalla ha hecho omnipotente al emperador... y no siente afecto por los luteranos. Ha jurado desarraigar la herejía de Alemania, y luego, con la ayuda de toda la cristiandad unida, conquistar a los turcos. Desde el fondo de mi corazón te ruego que examines dónde está la razón. Marchémonos de aquí mientras sea tiempo, y busquemos nuevos y mejores mercados. Sus palabras me dieron mucho en que pensar, aunque no le juzgaba capacitado para ser mi consejero; por otra parte, yo estaba algo ebrio, por haber consumido más vino del que era necesario para exteriorizar mi alegría por el reencuentro. Por ello, le respondí: —Sigues siendo el mismo simplón, Andrés; serás capaz de manejar el mandoble, pero no estás dotado para la controversia. El resultado de tus saqueos no es cosa de la que puedas enorgullecerte; cualquiera puede deslizar su mano en la bolsa de su vecino. Debieras saber que la justicia de Dios es superior a los derechos de los reyes; y aunque los doce artículos son una concepción humana y, por tanto, defectuosa e imperfecta, están, sin embargo, basados en la palabra de Dios, y ningún poder en la Tierra podrá impedir su realización, porque el Señor acabará con sus adversarios; como Sansón con los filisteos, con una quijada de asno. Y recuerda que los campesinos están mejor armados que lo estaba Sansón. Tienen lanzas como los soldados, y armaduras, e incluso mosquetes... Pero Andrés, escéptico y engreído con sus experiencias, replicó: —Podré ser un zopenco a tu lado, pero el sentido común me dice que Dios está al lado del emperador católico y de ningún modo en favor de los campesinos herejes. Me parece haber oído también que la Biblia nos ordena obedecer a los que están investidos de autoridad sobre nosotros. Y creo que también está escrito que debemos dar a Dios lo que es de Dios y al emperador lo que es del emperador; y tal como yo veo las cosas, la vida, el honor y los bienes de un hombre privado, son del emperador, mientras que su alma es de Dios. Antes de que pudiera replicarle nada, se abrió la puerta para dejar paso a una mujer de pies ligeros, con unas mejillas encendidas y una boca sonriente. Llevaba un vestido ajado y un sombrero adornado con una mustia pluma, y al entrar tarareaba una melancólica cancioncilla en francés: El Señor de la Palice ha muerto; Muerto ante los muros de Pavía. Un cuarto de hora antes de morir Tenía vida todavía. La viuda del vendedor de especias lanzó un bufido de indignación y dijo: —Es ella, esa indecente ramera que el señor Andrés ha traído de Italia. Coged una estaca, señor Miguel, y arrojadla de mi decente casa. Pero cuando oí la voz de la mujer y observé sus rasgos, di un salto y me santigüé como si tuviese ante mí al mismísimo demonio; pues juro por mi vida que tenía ante mí (un tanto insegura pero muy real) a Madame Genoveva, la esposa del comerciante de antigüedades y reliquias de París. Al verme, lanzó un grito de alegría, me echó los brazos al cuello y me besó en ambas mejillas antes de que pudiera sacudírmela. La alegría desapareció de Andrés; pareció encogerse en su silla y con voz suplicante me dijo: —{Perdóname, Miguel! No lo pude evitar. Se me ha pegado a mí como una lapa desde Pavía. Ha convertido mi vida en una carga tal, que espero me libres de ella. Creo recordar que en otro tiempo estuviste un tanto enamoriscado de ella y que, por su parte, está en deuda contigo por ciertas cuestiones. Quedé mudo y como herido por el rayo. Madame Genoveva se sentó en una actitud un tanto frívola, bajó la parte delantera de su vestido de manera reveladora y se me quedó mirando como si ella fuese un perro y yo un trozo de carne. Continuó canturreando su tonadilla hasta que recobré los sentidos y dije encolerizado: —¡Que Dios nos ayude a todos! Ya he oído bastante de Pavía para todos los días de mi vida, y si has traído a esta noble dama como parte de tu botín, desde Pavía, Andrés, eres aún más estúpido de lo que yo pensaba, y estás muy lejos de haberme hecho un servicio. Madame Genoveva debió de creer que lo que yo encontraba desagradable era su canción, por lo que dijo con aire ofendido: —Monsieur de la Palice era mejor caballero que cualquiera de vosotros. Los franceses compusieron esa canción sobre él, después de la batalla. Estaba rodeado por un centenar de españoles y luchó él solo hasta su último aliento, aunque tenía nublados los ojos, y un brazo separado del tronco, y un gran boquete en el muslo. Intenté hacerla callar, para poder reunir mis pensamientos, pero era como intentar detener una rueda de molino. Madame Genoveva prosiguió: —Y si hay alguien que puede dar testimonio de su hombría soy yo, pues siempre se mostró dispuesto a favorecerme, y aquella mañana me dio veinte piezas de oro en una bolsa de seda ricamente bordada. Y me creeréis o no me creeréis, pero el propio rey de Francia ha besado mi mano —y otras partes—, porque era un galante caballero que encontraba tediosa la vida de campamento. Continuó en el mismo tono, dando a entender sin ambages que había obtenido excepcional éxito en su profesión elegida. —En caballerosidad, liberalidad y artes de amor, nadie puede compararse con los caballeros franceses —continuó—. Y bien sabe Dios que fueron sólo los mercenarios los que acarrearon el infortunio sobre mí, pues fueron ellos los que me robaron vestidos, ungüentos, estuches de belleza y todos los bienes que eran el fruto de mi industria en el campamento del rey de Francia, y que yo había coleccionado para asegurarme y asegurar a mis hijos una vida libre de ansiedades. —¡Jesús, María! —exclamé, desatendiendo los gestos de advertencia que me hacía Andrés—. ¿Tenéis hijos, mi querida señora Genoveva? Andrés interrumpió: —Miguel, mi querido hermano, te ruego que no creas todo lo que esta mujer te cuenta. Dice que tiene un hijo y una hija que viven con sus padres adoptivos en Tours. Dice que el muchacho tiene cerca de cinco años, y aunque yo no lo creo, me tiene moralmente atado, insistiendo en que es mi hijo. —El error es imposible —aseguró Madame Genoveva—Lo supe en cuanto nació. Es la viva imagen de Andrés, y tuve dificultades inmensas para convencer a mi primer protector de que él era el padre del niño. Vos le recordáis, Miguel, ¿no es cierto? Sin embargo, pude convencerle al fin y, tras mucho argumentar, lo reconoció como su hijo bastardo. El muchacho está ahora bajo la protección de una pobre familia, aunque su padre (quiero decir, naturalmente, su padre legítimo) era un derrochador y un villano. Paz a su memoria; pereció en Pavía como muchos otros, habiéndose ahogado, afortunadamente, mientras intentaba huir cruzando el río, evitándose así la abierta vergüenza de su cobardía. Llamé a mi hijo Andrés Florián, para que pueda llevar los nombres de ambos, de su padre legítimo y de su padre natural; porque muchas veces he recordado con nostalgia la ternura de Andrés cuando estaba en brazos de otros amantes más débiles y menos complacientes, hasta que al fin la Providencia divina le llevó a rescatarme de la violencia de los españoles en Pavía. Madame Genoveva hablaba tan amable y persuasivamente, y era tan afectuosa la mirada que dirigió a Andrés con sus ojos violeta, que no pude dudar de ella y comencé a pensar que Andrés había obrado rectamente tomando bajo su protección a la madre de su hijo a pesar de todas las complicaciones y gastos que aquello nos acarrearía. Pero Andrés replicó: —¿Tú la crees, Miguel? En ese caso, tienes el deber de soportar la parte que te corresponde de la pesada carga de la paternidad, porque realmente el hijo es tuyo a medias, y debía llamarse Andrés Miguel Florián. Al oír aquello exclamé, con el más grande asombro e indignación, que yo no había tenido el menor contacto con Madame Genoveva, aunque en mi juvenil locura no me había faltado el deseo de hacerlo así; pero que su falsedad me había salvado, por lo que yo daba gracias a Dios, viendo el dilema en que aquella mujer había colocado a Andrés. Pero éste, mirándome burlonamente con sus ojos honrados pero un tanto vagos, indicó que ella tenía conmigo una deuda, por la que él, y sólo en mi servicio, había aceptado un pago a cuenta, y que yo era, por tanto, igualmente responsable por el niño. Yo no podía negar aquello, lo que hizo que me sintiese lleno de una imponente cólera. Madame Genoveva interpretó mi silencio como asentimiento, y continuó la calamitosa historia de sus aventuras: de cómo después de la batalla buscó refugio en la celda de un monasterio que su protector le había conseguido y se atavió con sus prendas más elegantes, con la esperanza de que algún noble señor le brindase su protección. De cómo, en lugar de aquello, vio invadido su retiro, primero por una chusma asquerosa y sanguinaria que le robó todo lo que tenía, hasta sus ropas, y luego, por los españoles que, no encontrando otra cosa que tomar, le robaron violenta y sucesivamente su honor. Sollozó al recordar los malos tratos de que fue objeto, y después, para concluir al fin su relato, añadió: —Debéis comprender, Miguel, que el éxito de una mujer depende de sus vestidos, de los auxilios que presta a su belleza y del cuidado de su cabello; la pérdida del dinero no me desconsoló mucho, porque muy pronto hubiera podido volver a ganar otro tanto, tan sólo con tener vestidos y otros efectos que me permitieran encontrar algún protector de alto rango en el campamento del emperador. Sin aquellas armas no estaría mejor que cualquier miserable mujerzuela. Pero por la misericordia divina, encontré al padre de mi hijo, que me rescató de semejantes estrecheces, aunque no me ha proporcionado todavía el guardarropa que necesito para reconquistar mi antigua posición y proveer honorablemente a las necesidades de mis hijos. Andrés juró que él no derrocharía sus ducados tan duramente ganados en cintajos para ella, aunque fuese mil veces la madre de su hijo; pero yo comprendí que no nos podríamos sacudir a Madame Genoveva mientras Andrés no le proporcionase el equipo necesario para el ejercicio de su profesión. Por ello, le dije que los campesinos estaban saqueando castillos por todas partes y que sus mujeres ostentaban sedas, terciopelos y pieles, y que no dudaba que obtendría vestidos adecuados para ella a moderado precio. Pero, entretanto le hablaba, me sentí cansado y dolorido por las quemaduras de mis piernas. —Vayamos a dormir —propuse—, y espero que mañana pueda ser mejor consejero que el día de hoy. Los ojos de Madame Genoveva brillaron e, interpretando equivocadamente mi alusión a la hora de dormir, me echó los brazos al cuello, se ofreció a ayudarme para que me tendiese y no se fatigasen más mis piernas, y a vendar mis quemaduras. La viuda se negó firmemente a prestarle su propio lecho, y predijo un mal fin para todos nosotros; de suerte que subimos a la buhardilla y compartimos mi lecho, dejando a Madame Genoveva en el medio. Andrés empezó a dormir y a roncar en cuanto apoyó la cabeza en la almohada; pero Madame Genoveva me abrazó afectuosamente, murmurando a mi oído. Pero yo resistí sus seducciones, pues estaba demasiado cansado y me quedé dormido con sus suaves brazos rodeando mi cuello. 5 Hasta la mañana siguiente no me di cuenta de los excesos de la noche anterior. Sin embargo, un trago matinal de cerveza me aclaró hasta cierto punto la cabeza, y me encaminé lentamente a visitar a Ulrico Schmid. Sus capitanes informaron de que un ejército de campesinos, de unos cinco mil hombres, se dirigía hacia Leipheim, sobre el Danubio, en cuya región había muchos ricos monasterios y castillos. Anuncié que me dirigía hacia allá sin demora, porque estaba convencido de que cuanto antes nos apartásemos de Madame Genoveva, sería mejor. Ulrico Schmid aplaudió mi decisión y me apremió para que en nombre de Dios rogase a los campesinos se uniesen al grueso de las fuerzas lo más pronto posible, porque Jürgen von Truchsess, general de Suabia, se acercaba a marchas forzadas, matando, degollando, cegando y quemando a los hombres de muchas partidas dispersas. Las bandas de Leipheim obrarían sabiamente si se apresuraban. Salimos, pues, para Leipheim. El camino estaba surcado por las lluvias de primavera, las flores brillaban en los prados y el aire fresco estaba perfumado por el olor de los retoños, aunque el mes de abril apenas había comenzado. Pensamos en nuestra pobre tierra natal, que en aquella época del año estaba todavía rodeada de hielos, con sus cabañas grises medio enterradas en la nieve, y nos sentimos melancólicos. Andrés me contó que entre los mercenarios alemanes se había encontrado con un teniente danés que en otro tiempo había servido a las órdenes del rey Cristián. Aquel teniente le contó que el rey había perdido hacía tiempo la corona y las tierras, luchando con su tío el duque de Holstein y que había huido a Holanda, en busca de la protección de su cuñado el emperador. En un momento de debilidad, los nobles suecos habían elegido rey a Gustavo, del linaje de los Vasa, quien había incitado enérgicamente a los suecos y a los finlandeses contra su monarca legítimo. Entretuvimos el viaje con una animada charla, y Madame Genoveva nos distrajo con múltiples y poco edificantes historias de la Corte francesa y de las costumbres del rey de los franceses. Cuando llegamos a la pequeña ciudad de Leipheim, nos encontramos con que los campesinos habían establecido sus campamentos en las laderas de los alrededores y que allí reinaban la lujuria, la confusión y la ebriedad. Había un activo comercio en la plaza del mercado de la ciudad, pero los judíos que habían acudido desde todas partes, como las moscas a un estercolero, habían cargado ya sus carretas con los artículos más valiosos, que habían comprado por nada a sedientos campesinos, y por los que entonces pedían precios elevadísimos. Volvimos la espalda al mercado, y vagabundeamos por el campamento vecino, desde los rediles de oveja hasta los corrales de vacas, desde los cobertizos hasta las cabañas; porque los campesinos se alojaban en todos aquellos sitios. Desplegaron complacidos su botín, y cuando me acercaba a cualquiera de sus jefes o, en todo caso, a los que gritaban más fuerte, les transmitía el consejo de Ulrico Schmid de que regresasen a Baltringen y presentaran sus reclamaciones pacíficamente ante el general de los príncipes, que estaba en camino para enseñar a los campesinos a portarse con buenas maneras. Pero aquella gente, infatuada por su propia fuerza y sus múltiples éxitos, declaraba que no creía en negociaciones ni en generales, y menos todavía en Ulrico Schmid, que tenía una mentalidad de vieja. Mientras conversábamos de aquella guisa, Madame Genoveva descubrió un cofre lleno de espléndidos atavíos —sedas, terciopelos, mantos guarnecidos de pieles, encajes y plumas—. Contenía también cajas con ungüentos, pinturas para la cara, espejos con mangos de plata, cepillos, peines, pinzas, espátulas, y fue sin duda propiedad de alguna dama distinguida que lo había empaquetado para la huida. Madame Genoveva rodeó con sus brazos mi cuello —y hubiera hecho lo mismo con Andrés si éste se lo hubiera permitido— y nos pidió le comprásemos el cofre con todo su contenido, porque era exactamente lo que necesitaba. Nos dijo bromeando que no la reconoceríamos cuando se hubiese puesto los nuevos atavíos y se hubiese pintado el rostro; y danzó ante nosotros tan ligera y tan encantadora, como es habitual en las mujeres francesas; y con aquello, y el sol de primavera, y las verdes laderas moteadas de flores, los recuerdos de mi juventud se reavivaron, y pregunté al abanderado cuánto quería por el cofre. Las negociaciones que siguieron fueron largas y, por su parte, volubles. Guardaba aquellas cosas para su esposa, y no podía venderlas por menos de un millar de guldens. Hasta los judíos le habían ofrecido ciento cincuenta. Madame Genoveva me suplicó y lloró, y tanto me aturdió con su actitud, que al fin ofrecí sesenta; al oír lo cual, cerró de golpe la tapa del cofre y declaró que no quería oír hablar más del asunto. Mientras tanto, Andrés había estado mirando hacia las colinas y el valle del Danubio. El río, que había desbordado por sus orillas, casi cercaba la pequeña ciudad con un lazo de espumas. —Veo jinetes que se aproximan —dijo—. Van armados de lanzas, portan armaduras y parece que llevan prisa... Más parecen gente armada de los príncipes que campesinos, pues sus monturas están en buenas condiciones. El abanderado se volvió, se sonó con los dedos y dijo: —Somos tantos que ni siquiera conozco a todos mis hombres. Esa gente viene sin duda del otro lado del Danubio para reunirse con nosotros. Miramos hacia el valle y vimos a los jinetes que cargaban, lanza en ristre, sobre algunos campesinos que conducían carros cargados de grano. Los jinetes los traspasaron con sus lanzas y los pisotearon bajo los cascos de sus cabalgaduras. Oímos gritos débiles y vimos caer un par de caballos de tiro, que arrastraron la carga en su caída. Sin embargo, a causa de la distancia, y a través de la neblina, todo el episodio tuvo el aspecto de un sueño, y no creímos haber visto realmente lo ocurrido. Pero Andrés señaló un segundo grupo de jinetes que se aproximaban a la ciudad por otro camino. —Tengo alguna experiencia de la guerra —dijo—, y me parece que es tiempo de dar la señal de alarma; pues si no me equivoco mucho, se trata de las patrullas que envía Von Truchsess en plan de reconocimiento, y el grueso de las fuerzas no puede estar lejos; de otro modo, nunca se hubiera aventurado a una escaramuza ante nuestras mismas narices. El oficial de los campesinos se rió de buena gana de Andrés, pero en aquel momento comenzaron a doblar las campanas de la iglesia; los campesinos salían por todas las puertas como abejas en tiempo de enjambrar, y corrían en tropel hacia la colina, tropezando con sus propias lanzas. Ambas caballerías se detuvieron a inspeccionar el campo, y luego se lanzaron al galope. En la cima de nuestra colina comenzaron a redoblar los tambores, y de las cabañas y de los almacenes comenzaron a salir en tropel los campesinos, frotándose los ojos soñolientos. El abanderado se había puesto pálido, pero intentó afrontar la situación con semblante animoso y dijo: —Si se trata realmente de tropas de los príncipes, son en verdad muy pocos, y con la ayuda de Dios los derrotaremos en combate abierto. Aunque quizá sería prudente fortificarnos aquí. Os ruego, señor, que como oficial distinguido nos deis vuestro consejo. Nuestro método tradicional de combate es rodearnos de un anillo de carretas, pero gustosos consideraríamos métodos más nuevos si los habéis conocido en vuestras gloriosas campañas. Podíamos ver ya a los piqueros, que marchaban a lo largo del valle, moviéndose con precisión, flanqueados por la caballería. —¿Dijisteis sesenta guldens, noble caballero? Añadid diez más, y el cofre es vuestro. Madame Genoveva, indiferente ante los jinetes y al ondulante bosque de lanzas en el valle, dio saltos de alegría como una niña y me rogó que cerrásemos el trato. Pero Andrés me contuvo. —Será mejor que retraséis el negocio hasta momento más conveniente. Me parece que hemos venido a caer en uno de los más desagradables nidos de avispas. Von Truchsess parece ser un hábil general —aunque, naturalmente, no puede compararse con el marqués de Pescara— y apostaría a que intenta encerrarnos en ese anillo del Danubio antes de que la mitad de la arena de las ampolletas del reloj haya caído. Por allí vienen parejas de bueyes arrastrando culebrinas, y yo me marcho ahora mismo, porque soy un extranjero que no tiene aquí nada que hacer. Los campesinos arrastraban sus carros para cerrar el cerco, clavando estacas entre ellos y sujetándolos con sogas. Vi también que colocaban en posición dos pequeños cañones y que había algunos hombres armados de arcabuces. Aquello me alegró, y dije a Andrés: —Vete si así lo deseas, y si tu conciencia te lo permite. Pero mi sitio y el de mi buen fusil está aquí, entre estos valientes compañeros que parecen dispuestos a luchar por la justicia de Dios. Madame Genoveva rehusó llanamente ir a ninguna parte sin el cofre, y acentuó sus palabras lanzándose sobre éste y asiéndolo con ambas manos. Su propietario, el campesino —después de una rápida mirada hacia el valle, donde las compañías de piqueros se deshacían en pequeños destacamentos que iban cercando la colina con un orden impecable— observó apresuradamente que las vanidades humanas no significaban nada para él; que su única joya era la palabra del Señor y que, por tanto, se contentaría con treinta guldens. Aquella ventajosa ganga y la obstinación de Madame Genoveva me cegaron, y rápidamente conté el dinero sin detenerme siquiera a separar las monedas de peso completo de las de peso incompleto. Pero Andrés dijo: —Miguel, te ruego, por nuestra larga amistad, que vengas conmigo. Yo podré ser estúpido, pero la experiencia me dice que ésta es nuestra última ocasión. Puesto que Madame Genoveva es tan terca, estoy de acuerdo en llevar su cofre, pero hemos de marchar en seguida. Mi fe en la victoria de lo bueno sobre el error hizo que me mostrase sordo a la voz de la razón. Me figuro que mi hazaña con el petardo se me había subido a la cabeza; más aún, no había visto todavía a los campesinos víctimas de una derrota. Respondí desdeñosamente: —¡Huye, Andrés! Cruza el Danubio, para tu seguridad. Te traeré cuando hayamos derrotado a las tropas de los príncipes. Y la próxima vez que alardees de tus hazañas guerreras, creeré de ellas lo que juzgue conveniente. Andrés lanzó una mirada en derredor suyo, hizo el signo de la cruz y dijo: —Demasiado tarde. Hemos perdido el tiempo en charlar. Me quedaré a tu lado, puesto que he hecho el viaje desde Italia sólo para salvarte de una calamidad semejante. No había tiempo para decir nada más, pues los capitanes, suboficiales y sargentos, llevando plumas de gallo en sus chambergos, como seña de sus rangos, corrían de un lado a otro como gallinas degolladas, reuniendo como podían a sus hombres en posición. Había unos treinta arcabuceros entre los cinco mil defensores. Me uní a ellos cuando la caballería comenzó a subir la colina; clavé mi soporte en tierra, y aunque mi corazón temblaba como una hoja, cebé el arma, la cargué y disparé. Cuando los jinetes vieron los fogonazos de nuestras armas, volvieron grupas y dejaron que los infantes rodeasen la colina. Los piqueros avanzaron colina arriba con paso corlo y firme, mientras la artillería los apoyaba abriendo el fuego. Las carretas que formaban nuestras defensas fueron destrozadas y volcadas, y nuestras fuerzas, desordenadas. Cuando alcanzó nuestras empalizadas la primera fila de piqueros, Andrés me dijo que disparase hacia lo más nutrido del grupo atacante, mientras él empuñaba el mandoble. Pero era inútil. Teniendo al frente las largas y diabólicas picas, los campesinos comenzaron a tener de súbito ciertas dudas acerca de la justicia de su causa, y como no había a sus espaldas nada que les empujase, se volvieron y echaron a correr colina abajo, camino de la ciudad, colándose entre las escuadras de infantes. Al presenciar aquella estampida, Andrés se sonrió y comentó: —¿Me creerás ahora, Miguel? Ven, huyamos sin perder tiempo. Sin esperar, nos lanzamos a toda carrera. Andrés abría paso con su espadón, y yo, con la culata de mi arcabuz. Nuestros caballos habían desaparecido, y Madame Genoveva gritaba y se retorcía las manos, y nos suplicaba que salvásemos el valioso cofre, pero Andrés le dio un golpe en la boca y la arrastró hacia delante. Nos metimos entre los grupos de fugitivos y logramos mantenernos juntos. Yo me colgué del cinturón de cuero de Andrés, en tanto que él arrastraba a Madame Genoveva, ya por un brazo, ya por el pelo, abriendo una sangrienta senda a través de la masa de campesinos o entre los piqueros que atacaban a cuchilladas y mazazos. No menos de dos mil campesinos fugitivos encontraron la muerte en aquella ladera, en un abrir y cerrar de ojos. Andrés nos condujo, sin pausa, a través de la pequeña ciudad de Leipheim hasta salir a campo abierto por el lado opuesto, y no se detuvo ni para recobrar el aliento, sino hasta que llegamos a la orilla del río, donde escudriñamos sus espumosas aguas verdes. Los campesinos que nos habían seguido y que empujados por el pánico se habían arrojado al río, eran arrastrados por la corriente, volteando la cabeza y agitando en el aire los brazos. Mientras Andrés recobraba el aliento, la multitud fue dispersándose. Vio a unos hombres un poco más abajo, junto a la orilla, que arrastraban hasta el río una barca varada. Nos arrastró con él, gritando a aquellos hombres que nos esperasen. Pero no tenían intención de hacer tal, pues tan pronto como botaron la barca, se amontonaron dentro como buenamente pudieron. El bote se hundió en el fango sin poderse mover. Andrés lo cogió del codaste y, empujando con sus enormes fuerzas, arrastró a tierra al bote con sus tripulantes. Habló claramente a aquellos fugitivos, y les ofreció comprar el bote, pero toda la respuesta que obtuvo, fue un chirle que le hicieron con un cuchillo en una mano. Sin perder la tranquilidad, les dijo que si preferían la violencia a un trato honrado, él era el hombre que necesitaban. Luego, azotándolos de plano con su espada, derribó al hombre que le había herido, me entregó su espada para que se la tuviese, vadeó en el agua y comenzó a arrojar al río a los que quedaban en la barca. El remolino se los llevó río abajo, pero un tipo endeble empezó a pedir misericordia y a rogarnos que le llevásemos por el Danubio. En el bote había sitio para cuatro, y Andrés nos ordenó que subiésemos sin tardanza, pues la gente comenzaba a salir por las puertas de la ciudad, y la caballería enemiga se acercaba. Agarró por los cabellos a Madame Genoveva, que se negaba a confiar su vida a aquel resquebrajado y viejo cascarón; en tanto que yo, en el fondo del casco, cargaba mi arcabuz, y el desconocido empuñaba los remos. Lo hicimos en el momento crítico, pues Andrés se vio obligado a rechazar a varios campesinos que intentaban trepar por la borda. Sólo pudo librarse de ellos empuñando su espada. Empujó al fin el bote y subió a él por uno de sus costados. Muchos de ellos cayeron en aguas profundas e intentaron agarrarse a la borda; y nos hubiesen hecho naufragar, si Andrés no les hubiese cortado los dedos. Luego, la corriente nos arrastró río abajo; el pequeño extranjero comenzó a remar enérgicamente hacia la orilla opuesta, y Andrés le ayudó con el timón, aunque una o dos veces empezamos a girar como un corcho en un remolino, con el corazón en la garganta. Pero Andrés no se sentía feliz. Mirando sombríamente ante él, murmuró una corla oración y dijo: —Que me sea perdonada mi crueldad ahí, en la orilla, pues hice mal en cortar los dedos y las manos de hombres inocentes. Sin embargo, el bote no podía llevar más de cuatro, y ¿no es mejor que se salven cuatro, y no que tengan que perecer todos? Nuestra desvencijada barquilla se mecía como un cascaron de nuez sobre la agitada corriente, y de tal modo hacía agua, que cuando alcanzamos la orilla estábamos empapados hasta la cintura. Tan pronto como sentí tierra firme bajo mis pies, me vi acometido de un violento deseo de venganza. Me las había ingeniado para conservar seca mi pólvora, y a pesar de las protestas de Andrés, caminamos, subimos por la orilla, río arriba, hasta alcanzar un grupo que estaba frente a la puerta de la ciudad que daba al río, contemplando a los ahogados y a los que se ahogaban, así como también la terrible carnicería que había comenzado en la otra orilla. Piqueros y coraceros habían rodeado una masa de campesinos que ascendería a varios miles y hacían en ellos terrible mortandad. A poca distancia, un general con brillante armadura montaba un caballo negro. Por su penacho de plumas y por el estandarte que el viento agitaba delante de él, pensé que debía ser Jürgen von Truchsess. Tenía alzada la visera, y pude ver claramente su rizada barba y sus enjutos y morenos rasgos mientras él contemplaba complacido la matanza que hacían sus hombres, con la mayor perfección. Pero los caballeros de su séquito le apremiaban a que pusiese término a aquella inacabable carnicería; recordándole, sin duda, que los campesinos no crecían en los árboles, y que eran necesarios para arar y para sembrar. Al fin, Von Truchsess hizo sonar las trompetas y ordenó al gran preboste que administrase justicia conforme a la ley. Gritó tan fuerte que la brisa llevó su voz hasta nosotros. Cuando le oí llamar al verdugo, clavé mi soporte en el suelo y cebé mi arcabuz, a pesar de que todos los mirones que estaban a mi lado me pidieron que no disparase y echaron a correr presa del pánico. Aun el propio Andrés dijo que no hacía falta meter el bastón en un nido de avispas. Puse pólvora nueva en la cazoleta, avivé la mecha, preparé el gatillo, apunté y disparé. Pero no alcancé a Jürgen von Truchsess. Mi hermoso arcabuz reventó con un estallido; sin duda se le había metido agua en el cañón durante nuestro paso por el río y fue un milagro de Dios que ni yo ni los que me rodeaban sufriésemos el más ligero daño, aunque la pólvora me alcanzó al rostro. Nuestro pequeño acompañante comenzó a predicar con gran energía, diciendo que aquello era una prueba de que los campesinos de Suabia habían caído víctimas de las falsas doctrinas. Esta observación produjo cierta impresión en mí, puesto que estaba perplejo porque aquella hermosa arma se había destrozado en mis propias manos. Por tanto, le pregunté quién era él, y en qué se fundaba para afirmar que los campesinos de Suabia iban descarriados, aunque defendían a Lutero y luchaban por la justicia de Dios y los doce artículos. El extranjero me dijo que él era el último y el más humilde en aquella tierra, un tal Jacob el Sastre, de la buena ciudad de Mühlhausen, en Turingia. Era portador de cartas y mensajes de su maestro y preceptor para la gente de la región, con el loable objeto de excitarlos a resistir a sus señores y a que se uniesen a la compañía de los elegidos de Dios. Jacob había proyectado dirigirse más lejos, pero en Leipheim, sencillamente, se habían reído de él y habían hecho mofa de sus cartas, por lo que estaban recibiendo su bien merecido castigo, pues de Dios no hay quien se burle. Y sí que era un verdadero castigo. El verdugo estaba ya dispuesto. Los soldados arrastraban hacia delante a los jefes de los campesinos y a un clérigo a quien habíamos visto entre los campesinos sitiados, montado en un burro. Los soldados no tuvieron quebraderos de cabeza, pues la derrota había abatido a los campesinos, quienes ahora rivalizaban entre ellos para señalar a sus jefes, empujándolos a puñetazos hacia el tajo. Las cabezas rodaban ante los cascos de los caballos, y entre ellas estaba la del clérigo. Jacob se mostró regocijado... —Lutero no es un santo profeta —declaró—, sino más bien un lobo revestido de piel de oveja. El hombre que expone la verdadera palabra de Dios es mi señor y maestro, que ha salido del desierto, como san Juan el Bautista, para predicar la congregación del Elegido del Señor, y el milenio. En cuanto a mí, no tengo ya más que hacer por aquí; y así, regresaré al lado de mi maestro; parece que los piqueros están buscando una almadía para cruzar el río y venir tras de nosotros. Estaba en lo cierto, por lo que nos apresuramos a retirarnos, sirviéndonos de guía el Sastre. Cada paso nos alejaba más de Baltringen, en donde había dejado yo a Rael al cuidado de la viuda. Pero Baltringen estaba muy lejos, y entre él y nosotros quedaban el Danubio y el ejército enemigo. Era evidente que yo no podría serle ya de gran utilidad a Ulrico Schmid; y en verdad, no tardó más de una semana en ser degollado. No se necesitó ni un solo golpe para dispersar todo su ejército, y los campesinos regresaron a sus chamuscados hogares... o de lo que quedó de ellos después de la visita de Truchsess. Pero eso no lo supe sino hasta mucho más tarde. Íbamos jadeantes detrás del sastrecillo, cruzando pantanos, a lo largo de zanjas, o por entre la maleza, para evitar el vernos molestados. Madame Genoveva lloraba amarga e incesantemente, maldiciéndonos por no haber salvado su cofre, y porque estaba aún más pobre que antes, pues había perdido los zapatos en el fango. Todos aquellos múltiples presagios, nuestra singular fuga y el reventón de mi arcabuz, habían llegado a preocuparme, y temí que se ocultase alguna intención providencial detrás de todas aquellas cosas. Procedí entonces a examinar a el Sastre en cuanto a las creencias que defendía. Se explicó largamente durante nuestro viaje, cuando no se quedaba sin aliento, diciendo, entre otras cosas, lo siguiente: —Mi maestro es Tomás Müntzer, que está fundando ahora una comunidad de los Elegidos en Mühlhausen, después de haber hecho eso mismo en otros lugares, incluyendo la Confederación, aunque ha sido expulsado de todas ellas y cruelmente perseguido por razón de su fe. No tiene aún treinta y cinco años, y no obstante ha estudiado en las más eximias Universidades y habla el griego y el hebreo y se sabe la Biblia de memoria. En su juventud estaba considerado como el mejor entre los escolares de Alemania. Pero el Señor no le concedió paz, y no pudo nunca permanecer largo tiempo en el mismo sitio. Llegó a ser maestro, predicador y confesor de muchos conventos, hasta que llegó a él la palabra del Señor por conducto de un ignorante tejedor que había recibido la gracia divina. Desde entonces, mi maestro renunció a sus títulos y grados académicos y se convirtió en un siervo de Dios y en el mensajero del Evangelio de la Cruz. Cuando se detuvo para tomar aliento, hice observar que Lutero era también mensajero de la Cruz; pero aquello le encolerizó, y continuó: —Lutero eligió el camino fácil. Pero la fe sola no nos permitirá gozar de la compañía de los elegidos. El hombre debe llevar a cruz que Dios puso en sus hombros; llevarla hasta que su corazón y su alma se sientan humildes; hasta que se haya despojado de toda vanidad y orgullo, y entonces Dios infunde dentro de él su santo aliento, y lo hace uno con los escogidos, y el Señor habla por su boca. Puesto que el camino es duro, el número de los escogidos es muy reducido; pero ellos son la sal de la tierra, y Dios pondrá en sus manos a los impíos. Veo en esta nuestra liberación una señal de los cielos; un dedo que os señala también como elegidos de Dios. Por ello, encarecidamente os ruego que vayáis conmigo a Mühlhausen, y os convirtáis en discípulos de mi maestro. Sois ambos hombres robustos, de complexión mucho mejor que la mía, y tengo miedo de viajar a solas en estos turbulentos tiempos, especialmente por la noche. El Señor os ha enviado para que seáis mis compañeros y protectores. Caía la noche y Andrés decidió que nos encontrábamos ya a suficiente distancia de Leipheim para sentirnos seguros. Nos metimos, pues, en el corazón del bosque, donde caímos agotados. Nos repartimos un hozo de pan que Andrés encontró en su mochila, y un queso que el Sastre extrajo de su saco de mendigo. Tuvimos para un bocado cada uno, y nos ingeniamos para encender fuego y secar nuestras ropas. Luego nos echamos en el suelo, pegados unos a oíros para conservar el calor durante la fría noche. A la mañana siguiente teníamos que resolver a dónde habíamos de ir, porque era cosa dura el vagabundear sin rumbo. Andrés era partidario de regresar a Francia; pero cuando volvimos de nuevo al camino y nos dimos cuenta clara del estado de la comarca y oímos tronar el cañón y vimos las columnas de humo por el horizonte hacia el Oeste, cambió de opinión, y juzgó más prudente continuar con Jacob el Sastre. Seguimos adelante, como los hijos de Israel en el desierto; porque de día, guiaban nuestros pasos las nubes de humo, y durante la noche, las hogueras de las residencias señoriales y los castillos incendiados. Muy pronto pudimos comer hasta el hartazgo y por mi parte engullí tal cantidad de carnero cebado, como para aborrecerlo durante toda mi vida. Creo que nunca más volvería a querer ver una sola oveja, de las que había enormes rebaños en Turingia en aquel tiempo. Encontramos hermosas prendas para Madame Genoveva, y ya no parecía una de esas andrajosas que siguen a los ejércitos de campamento en campamento cuando, tras una quincena de caminar trabajosamente, aunque sin novedades, llegamos a la buena ciudad de Mühlhausen. LIBRO OCTAVO LA BANDERA DEL ARCO IRIS 1 Mühlhausen era una gran ciudad; indudablemente una de las mayores de Alemania, pues tenía una población de siete mil habitantes; de los que no todos se albergaban dentro de sus muros. La gente más pobre se alojaba en cinco suburbios exteriores; de modo que Mühlhausen era dos veces mayor que Leipzig, por ejemplo, o que Dresde, que eran consideradas como grandes ciudades. Estaban abarrotadas las calles cuando llegamos. Vi muchas puertas y ventanas destrozadas, y en todas las esquinas se veían grupos de hombres que discutían acerca de la gracia divina, del Evangelio, de la manera de administrar los Sacramentos y de que la cruz debía ser soportada por igual por ricos y pobres. Aunque la ciudad estaba desbordante de gente, con dinero y buenas palabras conseguimos alojamiento en una posada. Jacob el Sastre tenía mucha prisa por regresar junto a su esposa; pero insistió en que acudiésemos por la noche al servicio religioso en la iglesia, después de haber cenado, para poder entonces presentarnos a Tomás Müntzer y a su comandante militar Enrique Pfeiffer. Invité a Madame Genoveva y a Andrés a que fuesen conmigo, pero Andrés me declaró que estaba cansado y que no quería producir escándalo cayendo dormido en la iglesia; mientras que Madame Genoveva expresó el deseo de bañarse y de ponerse los vestidos que le habíamos procurado durante el camino. Me vi, pues, aunque de mala gana, obligado a ir solo. Pero cuando llegué, difícilmente pude entrar porque estaba llena la iglesia. Encima del altar colgaba una gran bandera —treinta yardas de pesada seda blanca que estaba cruzada por un arco iris y llevaba en latín la siguiente leyenda: LA PALABRA DE DIOS ES ETERNA—. Pero me olvidé de aquella bandera en mi vivo deseo de contemplar a Tomás Müntzer. Sin embargo, la primera impresión que me produjo fue de insignificancia. Era una cabeza más bajo que yo; una nariz y una boca lacias; una barbilla menuda, y sus mejillas mostraban ese tono cetrino de las personas biliosas o extranjeras; una apariencia que se acentuaba aún más por sus ojos almendrados. Algo en su rostro me recordaba curiosamente a un cerdo asustado, especialmente mientras estaba predicando. Sin embargo, en cuanto comenzó a hablar me olvidé de su aspecto exterior y quedé como embrujado ante aquellos ojos que brillaban con un fuego singular. Jamás había oído un sermón tan intenso, tan irresistible como el predicado por Tomás Müntzer. Su persona toda parecía como inflamada de una convicción tan inconmovible, que podía uno creer realmente que en él moraba el Espíritu Santo. No profería gritos de loco como aquellos pelagatos que durante años habían vagabundeado por todo el país exponiendo la nueva fe. En todo momento, bien sea que bajase o alzase la voz, podía oírse cada sílaba claramente en los más lejanos rincones de la iglesia. Comenzó primeramente por recordar al auditorio lo que él personalmente había sufrido y la cruz que había tenido que soportar sobre la tierra, hasta llegar a ser libre para recibir y revelar la palabra del Señor. No era él quien predicaba, dijo modestamente, sino Dios quien hablaba por su boca y hacía conocer Su voluntad al pueblo; nadie necesitaba caminar a tientas en medio de la ignorancia o buscar una guía en la Biblia. Cualquier hombre que se mostrase sordo o que se mofase de Müntzer y sus seguidores o que de cualquier otra manera ofendiese a aquellos que se habían aliado para realizar los propósitos del Señor se hacían mártires de Satanás y se convertían en sus propios verdugos. Porque el Día del Señor, en el que todos los impíos perecerían, estaba a punto de llegar. Ver y oír a Tomás Müntzer era creer en él, aunque no puedo explicar su poder. Después de repetir durante una hora las mismas frases, comenzó con un tema nuevo. Dios le había revelado sus propósitos formulados en cuatro principios. Primero: la palabra de Dios podía ser expuesta libremente y sin restricción por todo el mundo; pero las lenguas de los inicuos debían ser obligadas al silencio. Segundo: las maderas, los peces, las aves, la caza, los prados y pastos debían ser libres para todos. Tercero: La nobleza debía derruir sus fortalezas y castillos, renunciar a sus títulos y rendir honor tan sólo a Dios. Cuarto —y aquello era nuevo para mí—, los nobles debían, en cambio, gozar de las propiedades que pertenecían a la Iglesia, y todos aquellos dominios que por falta de dinero se habían visto obligados a entregar en prenda de préstamo, les debían ser libremente devueltos. Al llegar a ese último punto, un murmullo de asombro llenó la iglesia, pero Tomás Müntzer, golpeando con ambos puños en el púlpito e irguiéndose sobre la punta de los pies, gritó que el Señor en Su misericordia quería que los príncipes se sometiesen a Él voluntariamente y por su propio acuerdo, sin que se les forzase a ello por derramamiento de sangre. Después de desarrollar aquellos principios durante un par de horas, se entregó a un frenesí de entusiasmo y conminó a todos los presentes a que sometiesen sus corazones con unánime humildad bajo el estandarte de una liga de perpetua unión con la voluntad divina. En aquella liga todo sería poseído en común y cada uno de sus miembros debía someterse con obediencia ciega a la voluntad de Dios, tal como sería revelada de tiempo en tiempo por Tomás Müntzer. Si él decía «¡Golpea!», su deber sería golpear. Si él decía: «¡Aguantad el momento!», debían contentarse con hacerlo así. Tenían que ser prudentes como la serpiente e inofensivos como la paloma, hasta que llegara el día en que el Señor vaciara los odres de su cólera contra los impíos. Pero el Señor elige sus prolijos servidores y por tanto nadie podría entrar en su liga sin una prueba, y durante ese tiempo de prueba, todo individuo tendría que mostrar su fe y vencer sus propios deseos para que pudiese ser considerado como vaso adecuado para los propósitos de Dios. Mientras Müntzer hablaba, se oían muchos suspiros entre su auditorio. Muchos hombres sensatos derramaban lágrimas y decían que las condiciones eran duras y que Lutero conducía a los hombres por menos penosos caminos a un estado de felicidad. Pero los que ya estaban a salvo, silenciaban a los dudosos y a los tímidos; Müntzer elevó la voz y gritó que aquél no era tiempo para lamentaciones ni rechinar de dientes, sino más bien de regocijo, porque el Señor pondría a los impíos en manos de sus servidores y repartiría sus riquezas entre ellos; riquezas que eran el sudor y la sangre de los pobres. Que todos se mantuvieran firmes contra las asechanzas de Satanás, que se unieran a las filas de los creyentes y que asumieran la misión de servidores del Reino de Dios, que pronto se alzaría con toda su gloria sobre la Tierra. Descendió del púlpito, se enjugó el sudor de la frente y permaneció en pie, escuchando las gozosas aclamaciones de los oyentes, mientras los contemplaba sombríamente con sus ojos oscuros y oblicuos. Levantó, aunque en vano... su mano para lograr silencio, con objeto de que hablase el coronel Pfeiffer, que estaba muy lejos de sentirse complacido por los prolongados aplausos. Pero el aire adusto de aquel hombre se endulzó al subir al púlpito y sonrió jovialmente ante los gritos de salutación y las risas de la gente. Le tenían evidentemente por favorito, como persona de excelente humor, pues hablaba con ellos en su propio estilo rústico, con un rostro radiante de camaradería. No repetiré lo que dijo, pues eran cosas insignificantes, expresadas en términos inadecuados a un hombre decente, aunque el propio Lutero no siempre se ponía por cima del lenguaje obsceno. Pronto advertí que su propósito era conducir a los fieles a una cruzada contra las ciudades vecinas, y declaró que las tropas de los príncipes no debían ser temidas, ya que se encontraban divididas y paralizadas por el miedo. Aquellas seguridades llenas de buen humor produjeron un alivio después del acerado discurso de Tomás Müntzer; más y más se le fueron uniendo, manifestando a gritos que marcharían bajo sus banderas. Advertí, sin embargo, que aquel alegre tumulto no complacía mucho a Müntzer, que una o dos veces casi se lanzó para bajar a Pfeiffer del púlpito. Cuando hubo terminado el discurso y la gente salía de la iglesia, resuelta a embarcarse al día siguiente en una campaña provechosa y no demasiado ardua, Tomás Müntzer cogió al coronel por el cuello y lo arrastró a la sacristía. Cuando fue reduciéndose el auditorio, pude ver a Jacob el Sastre, que parecía estar buscándome, por lo que me dirigí hacia él. Se sintió aliviado al ver que Madame Genoveva no había ido, y me acompañó junto a su maestro, que deseaba hacerme algunas preguntas acerca de la batalla de Leipheim, de la que los cuatro habíamos escapado tan milagrosamente. Me vi así cara a cara con Tomás Müntzer. No me ofreció su mano; simplemente me miró con sus ojos oblicuos y coléricos. Mis rodillas temblaron al recordar mis pecados y me preguntaba en qué podría haberle desagradado; pero pronto advertí que su cólera se dirigía contra Pfeiffer, que permanecía aparte y como avergonzado, pasando el dedo por el filo de su espada. Durante el curso de nuestra entrevista, Tomás Müntzer lanzó agresivas indirectas que iban a herir a Pfeiffer, pero sin apartar sus ojos de mí. Aquello hizo nuestra conversación un tanto confusa. Le conté lo que yo sabía de lo sucedido en Baltringen y en otras partes y le dije que en mi opinión Von Truchsess fácilmente sojuzgaría a los campesinos de Suabia sin pérdidas para él, como en Leipheim. No se mostró deprimido Tomás Müntzer por mi relación de aquellos sombríos y sangrientos sucesos. En verdad, hasta parecía más tranquilo, y dijo: —Hablas recta y sabiamente Miguel Pelzfuss. Ciertamente Dios te ha dotado con el don de la razón. Los jefes de los campesinos de Suabia son como jabalíes salvajes en la viña del Señor; carecen de fe y han expulsado a Jacob el Sastre burlándose de él. ¿Pero qué será de la viña del Señor si esas bestias salvajes me rodean también, y seducen a mis fieles y empuñan mi sagrado estandarte para arrastrarlos a desdichadas aventuras? Mi tarea consiste en conservar esta liga como un arma en la mano del Señor, pero mis consejeros son de Satanás y conspiran para destruir mi obra y llenar sus tripas y sus bolsas. ¡Envaina tu espada, Pfeiffer, manchada por el demonio! Pero esta vez Pfeiffer reaccionó encolerizado; metió su espada en la vaina y dijo: —¡Maldito seas, Tomás Müntzer! ¿Qué somos tú y yo sino dos pobres diablos, iguales a los ojos ¿le Dios? Recuerda que ya fuiste expulsado una vez de esta ciudad. Mühlhausen es más mía que tuya y las mujeres de mi familia han bordado tan diligentemente como las tuyas en nuestra bandera; la llevaré a donde yo quiera. Langensalza me ha producido tantas preocupaciones, que no dejaré que ahora se me escurra de entre los dedos, ahora que su gente ya ha visto los signos de los tiempos y solicita mi ayuda. Tu cobardía no nos impedirá levantar el estandarte, y si hubiera un grano de hombría en ti, verías que nuestro bando crecerá como un alud si avanzamos ahora. Si permanecemos aquí, se desmoronará hasta reducirse a la nada; y si crees que alguien va a levantar un dedo para ayudarnos una vez que nos hayamos hincado ante el verdugo de los príncipes, me comeré mi propio peso en estiércol. Siguieron disputando en términos cada vez más groseros, hasta que ya no sabía qué pensar de ellos; al fin, Pfeiffer bramó que al amanecer convocaría a reunión. Entonces se vería a quién seguían los fieles, si a Pfeiffer o a Müntzer. Luego, se retiró a grandes zancadas, dando un portazo. Müntzer, lloroso y tembloroso, dijo que el día en que viese al insigne Pfeiffer balanceándose en una horca sería un día de regocijo para él y para el Señor. El sastrecillo le rodeó el hombro con el brazo, le confortó y dijo que todo se realizaría conforme a los inescrutables designios de Dios; que debía mantenerse fuerte para seguir sus propias banderas, y sus enemigos caerían como la mies bajo el granizo. Yo hice también lo posible para animarle y él me rogó que me uniese a su bando, para que pudiese tener siquiera un consejero sensible y un enviado que pudiese transmitir a los príncipes las cartas que Dios le moviera a escribir; pues por lo menos una vez a la semana se veía favorecido con algún divino mensaje para que su valor no decayese. No me produjo mucho placer la idea de ser su mensajero, a pesar de las garantías que me daba respecto a mi seguridad, y regresé a la posada, ya de noche, en un sombrío estado de espíritu. El sermón de Müntzer me había producido una profunda impresión, ciertamente; aunque más tarde vi que era un débil mortal lleno de perplejidades como el resto de nosotros. Respirando el frío aire nocturno, alcé mis ojos hacia las estrellas. Contemplé el estrellado palio celeste y me vi a mí mismo como otra chispa solitaria en la noche, lanzada por el poderoso aliento de Dios con algún designio inescrutable sobre aquel caldero hirviente que era Alemania. Pesaba abrumadora sobre mí una tristeza como no la había sentido durante muchos meses, y recordé aquel infantil juramento que había hecho cuando la sangre de mi esposa Bárbara corría, caliente aún, entre mis manos. Me parecía ver a la Santa Iglesia alzándose majestuosa ante mí hasta las estrellas mismas. Durante quince centurias había flotado sobre un océano de pecados; purificada por la sangre de los mártires, iluminada por la gloria de los santos, había ofrecido a través de los Santos Sacramentos el único camino de salvación para todas las pobres almas. ¿Quién era yo, miserable gusano, para aflojar la piedra más pequeña en aquella magnífica estructura, aunque me aliase mil veces con aquellos locos profetas de la nueva doctrina e intentase fundar el reino de Dios sobre la Tierra? Olvidado de Dios y débil en mi fe, estaba yo bajo las estrellas de aquella noche de primavera. Mi corazón estaba enfermo y mis pensamientos se mantenían rígidos, implacables. No podía sufrir la desnuda y escueta convicción de que no era más que un hombre. Bajé los ojos y me apresuré a buscar el calor, la luz y la sencilla compañía de la posada. El sitio del hombre está entre los hombres, y sólo la muerte puede insensibilizar su incurable angustia. 2 Ahora comprendo que nuestra compañía fue tan torpe y tan insensata como el serpenteo de un borracho que va de taberna en taberna. Cuando llegamos a Langensalza resultó que los habitantes habían negociado sin intervenciones ajenas con sus propias autoridades y no deseaban nuestra interferencia en sus asuntos privados. Continuamos, por tanto, nuestro camino sin miedo alguno, pues a nuestra llegada los nobles huían; y nada nos faltaba, ya que los rebaños y los viveros de peces de los monasterios nos proporcionaban lo necesario. Müntzer ganaba diariamente nuevos secuaces en las ciudades y villas por donde pasábamos, y se nos unían con carretas del botín recogido en correrías anteriores: ropas, armas, cereales y carne de cerdo. Müntzer los recibía desde la silla del caballo, los saludaba como hermanos en Cristo y les permitía compartir sus despojos con nosotros. Nuestra fuerza creció como un alud, tal como Pfeiffer lo había predicho, y Madame Genoveva no tuvo motivos para quejarse, porque en aquel hermoso tiempo de abril, nuestra marcha debió parecerle como una alegre partida de placer. La confianza de Müntzer crecía diariamente, y diariamente predicaba desde la silla del caballo, bajo la bandera del Arco Iris. Pero cuando supo que el propio doctor Lutero, irritado por la fama de Müntzer, había ido a Weimar para apremiar a duques y margraves para que tomasen las armas contra él, Müntzer me llamó y me dijo: —Ese doctor Lutero, de quien tanto oímos hablar y a quien la gente sencilla mira como su Dios, ha mostrado al fin sus verdaderos colores. Ha sido pesado y ha sido encontrado falto de peso; ha llegado su día, y sus propias hazañas han sido puestas a juicio ante él; porque se ha aliado con el más maligno y el más sangriento de los tiranos, el margrave de Mansfeld, que me expulsó de mi congregación y me convirtió en un mendigo. Lutero predica contra mí y aconseja al pueblo que no se aliste bajo mi estandarte. Por eso, pagará muy caro; pero primero debe evitarse que vuelva contra mí a Juan de Weimar. Debo advertir al duque Juan de las detestables intrigas de Lutero, e incitarle a que escuche a Dios más bien que al hombre. Debes marchar a Weimar, Miguel Pelzfuss, y entregar personalmente mi carta al duque. Llévame su respuesta adondequiera que yo esté —porque voy conducido ahora, no por mi propia voluntad, sino por mi ejército, cada día creciente, que va dirigido por Dios. Me mostró las palabras de aviso que había garabateado para el duque Juan, y lo poco que de ellas vi hizo que no me mostrase muy inclinado a hacérselas conocer a aquel poderoso señor. Pero Müntzer me reprochó por mi poca fe y me garantizó que yo no correría ningún peligro porque él tenía muchos rehenes entre sus seguidores, a quienes condenaría inmediatamente a muerte si tocaban un solo cabello de mi cabeza. No me quedaba otra cosa que escoger el mejor caballo y convencer a Andrés para que me acompañase a través de aquel revuelto país. Aseguré a Madame Genoveva que difícilmente estaríamos ausentes durante más de cuatro días, y con palabras bien medidas la encomendé a los cuidados de Jacob el Sastre. Pero Madame Genoveva replicó con altanería que no necesitaba de un sastre para que la cuidase, por lo que me di cuenta de que no gozaba ya de su favor. Montamos Andrés y yo, y partimos. Procuramos evitar ciudades y distritos populosos en la medida de lo posible, y al atardecer del segundo día llegamos a Weimar, donde estaban reunidos muchos jinetes armados. No vi ninguna razón para mencionar el nombre del que me enviaba, y así, cuando llegué a la puerta del castillo, sólo expliqué al oficial de la guardia que llevaba un despacho secreto y urgente para Su Gracia. En prueba de mi buena fe le di tres guldens, lo que le impresionó grandemente. Nos admitió en seguida en el patio y ordenó a un lacayo que trajese agua y limpiase nuestros caballos. Evidentemente, el duque estaba esperando noticias, porque a poco fuimos introducidos en el castillo entre dos guardias. Fuimos aliviados de nuestras armas, incluso mi cuchillo de mesa, de lo que deduje que el duque Juan era un hombre suspicaz. Andrés manifestó que no tenía deseos de quedarse con la boca abierta ante duques ni cosa parecida, y así, prefirió quedarse junto a nuestras armas y, si lucra posible, comer alguna cosa. Un chambelán de cabello blanco me escoltó hasta el despacho del duque, en donde me quedé esperando la llegada de Su Gracia. Apareció, llevando una raída gorra de terciopelo y un sucio jubón. Parecía nervioso; me preguntó suavemente quién era yo y por qué había creído preferible molestar a un anciano en lugar de entregar mi carta a un criado. Sólo acerté a caer de rodillas ante él y suplicarle que me otorgase su buena voluntad, y pedirle me reconociera como el portador de una carta de Tomás Müntzer. El buen anciano se santiguó y abrió la carta cautelosamente, como si temiera que le pudiese quemar los dedos. Después de haberla descifrado laboriosamente, se sentó en su sillón y, lanzando un suspiro, dijo: —¿Quién soy yo, pobre mortal, para conocer las intenciones del Señor? Todo el mundo parece conocerlas mejor que yo... todos me abruman con sus consejos. Mi amado hermano el Elector está a punto de morir, y siempre he descansado en sus juicios. Sus súbditos le han llamado Federico el Sabio. Cuando oyó hablar de la revuelta de los campesinos, hizo acopio de sus fuerzas declinantes para escribirme y aconsejarme que evitase el uso de la fuerza. ¿Quién sabe, decía, si esos infelices no tienen alguna razón para hacer lo que hacen? Tanto las autoridades espirituales como las temporales les han oprimido, especialmente al impedir la difusión de la Palabra del Señor. No podemos sino pedir al Todopoderoso que nos perdone nuestros pecados, y poner toda nuestra confianza en Él. Eso me escribió mi querido hermano el Elector, y de acuerdo con los informes más recientes, está muy próximo a su fin y pronto deberé izar la bandera negra en lo alto de la torre y, como nuevo Elector, asumir la responsabilidad de guiar los destinos de sus dominios. Se quedó en silencio, sacudiendo su temblorosa cabeza, y le hablé lleno de respeto. —¿Puedo atreverme a considerar esas palabras como vuestra respuesta? ¿Puedo comunicar a quien aquí me envía que el buen duque no le desea ningún mal y no se propone utilizar la fuerza contra los campesinos? Exclamó apresuradamente: —¡No, no! ¡Por Dios os pido que no comuniquéis nunca a nadie lo que os he dicho! El doctor Lutero es actualmente mi huésped, y es un severo y terrible siervo del Señor; si se enterara de mis palabras, me haría enmudecer en seguida con sus fulminaciones, y eso sería más de lo que puedo sufrir. Ya he reunido mis fuerzas y mi primo el duque Jorge ha prometido venir desde Leipzig para enfrentarse con los campesinos. Muchos otros me han ofrecido también su ayuda, de modo que no puedo ya alterar mi decisión, aun cuando lo desease. Será mejor que el propio doctor Lutero os proporcione toda la información necesaria. Por mi parte, saludad a Tomás Müntzer y pedidle que ruegue por mí, si realmente es un verdadero siervo del Señor. Urgidle a que deponga las armas y huya a algún otro país, pues temo que le sobrevendrá algún desastre que le arrastrará junto con muchos otros bajo las garras de la muerte. El duque Juan se alzó rápidamente, me dio a besar su mano y salió del salón, dejando abierta la carta de Müntzer sobre la mesa, dejando que la leyese el doctor Lutero. Yo estaba temblando mientras esperaba la llegada del grande hombre cuya fama, en el curso de pocos años, se había extendido por toda Alemania y hasta los más distantes países. Temía aquel encuentro más de lo que había temido mi audiencia con el duque. Pero mi miedo era infundado. El gran maestro, cubierto con su toga y birrete de doctor entró llevando en sus manos manchadas de tinta algunos pliegos recién escritos, que agitaba para que se secasen. Tenía también una mancha de tinta en el rostro. Parecía como si hubiese interrumpido algún trabajo urgente para hablar conmigo, pues todavía ponía sus ojos en las líneas que había escrito, riéndose quedamente para sí; aunque aquella risa no presagió nada bueno. Tuve tiempo de observarle durante unos momentos y encontré que no era ya aquel monje delgado, abrumado por la meditación y prematuramente envejecido, que se había rebelado contra el poder papal e imperial, y cuyo rostro se había hecho familiar merced a innumerables retratos. No; aquél era mi hombre en la flor de los años; robusto, de complexión poderosa, con una mandíbula sólida y mejillas rosadas. —¡Oh, pobre muchacho! —dijo—. ¿Sabes en qué diabólica trampa has caído? Tienes un rostro puro e Inocente y no se te puede censurar por tu error, que habrá que cargar a la cuenta de esa ráfaga del infierno que sopla ahora sobre Alemania. Vio la carta de Müntzer sobre la mesa, la cogió y leyó unas líneas. Luego, temblando todo él de cólera, la rompió en mil pedazos y la pisoteó. Sus terribles ojos negros me dejaron clavado contra la pared mientras decía: —El demonio se ha mostrado con sus verdaderos colores y nadie debe esperar misericordia. El día de la Ira ha llegado, pues los campesinos se han negado a escucharme y continúan sirviéndose del Santo Evangelio para sus torvos usos. El cristiano debe someterse a la violencia y a la injusticia y no buscar la venganza malinterpretando la palabra de Dios. Antes al contrario, debe ofrecer la otra mejilla, para que pueda recibir el premio celestial ganado por sus largos sufrimientos. ¿No os lo he advertido ya a vosotros, empecatados incrédulos, agitadores y ladrones? ¿No os he dicho ya que os tengo que considerar como enemigos, puesto que intentáis oponeros y deshonrar mi Evangelio, más abominablemente que lo hicieron el Papa o el emperador? No tendré piedad. He expresado cuál es mi pensamiento, lo he escrito para que pueda ser conocido por toda Alemania. ¡Escúchalo, joven, escúchalo y lleva este mensaje a tu maestro, como la respuesta de Su Gracia! Se sentó al escritorio del duque, recogió su toga sobre las rodillas y comenzó a leer en voz alta el folleto que había escrito, condenando a los campesinos asesinos y merodeadores. Lo había escrito tan rápidamente que no siempre podía descifrar su propia letra; e inclinado sobre el papel, murmuraba de tanto en tanto alguna corrección, tachaba alguna línea, escribía otra o, como un experto corrector de pruebas, hacía una cruz al margen para insertar allí la enmienda. Aquellas interrupciones continuas eran perturbadoras para el oyente; pero a mí no me quedaba ninguna duda respecto al tema del escrito. Puesto que los campesinos se habían rebelado contra los que Dios y la Ley designaron como sus señores; puesto que habían saqueado castillos y monasterios, enmascarándose bajo el manto del Evangelio y llamándose unos a otros hermanos en Cristo, eran tres veces reos de muerte, tanto del alma como del cuerpo. Había pasado el tiempo de la gracia; y llegaba ya el de la ira y la espada. Leyó el punto más importante por dos veces, para que se me quedase grabado en la memoria; primero, lentamente, con la pluma preparada como si intentase modificar su tono; después, rápida y duramente y con fruición. «Golpeadlos, estranguladlos, heridlos, haced lo que la oportunidad os ofrezca, secreta o abiertamente, teniendo siempre presente que no hay nada más venenoso ni más abominable que un hombre rebelde; debe ser destrozado como se destroza a un perro rabioso, Aplastadlo, o él os aplastará, y a la nación con vosotros.» Advertí que aquella carta abierta iba dirigida a la nobleza alemana, y sus palabras vengativas me apesadumbraron tanto que hubiera preferido morir. En aquellos momentos yo no veía los castillos incendiados, ni monasterios hundidos, ni cadáveres desnudos; pensaba tan sólo en los hombres piadosos y sencillos que habían trabajado durante toda su vida sin poder llegar a reunir ni unos cuantos guldens y que ahora, en su fe infantil en la palabra de Dios, creían en el advenimiento de Su Reino, merced a sus esfuerzos. Olvidando mis temores, me arrojé a los pies del doctor, cogí su toga y dije a través de mis lágrimas: —Sabio doctor Lutero, no soy más que un miserable pecador, pero creedme, esas gentes no son todas perros rabiosos; los más de ellos son hombres sencillos, temerosos de Dios, que buscan el establecimiento de la justicia divina en la Tierra. Creen en vos y confían en vos como si hubieseis sido Dios mismo. Les disteis la Biblia en su propia lengua y no podéis abandonarlos ahora, cuando los príncipes se preparan a marchar contra ellos. Intentad por lo menos ser su mediador; procurad al menos perdonarles, si es que rehusáis el hacer causa común con ellos para fundar un orden nuevo y duradero en Alemania; porque ¡ni aun los príncipes podrán resistir vuestra fuerza y vuestra talla espiritual! Pero apartó mi mano y se recogió las faldas de la toga, como si fuese yo uno de los perros rabiosos sobre los que había escrito. Me respondió acaloradamente: —No tengo que rendir cuentas ante ti ni ante nadie en este mundo, sino sólo ante Dios Todopoderoso y ante mi propia conciencia; y no toleraré que una chusma de rabiosos haga trizas mi Evangelio. Lucharé contra ellos con dientes y uñas hasta el fin, como he luchado contra el Papa y el emperador. Comprendí que el doctor Lutero era tan grande a sus propios ojos, que no podía tolerar competidores ni en sabiduría ni en doctrina y que consideraba a cualquiera que tocase sus artículos de fe como un falsario y un falsificador. Se había apartado de los campesinos porque éstos habían interpretado sus enseñanzas tan libremente, que las tergiversaron; sin duda comprendía que se beneficiaría más ganándose el favor de los príncipes, y deseaba exculparse a sí mismo ante ellos por medio de aquella carta abierta que constituía su arma más fuerte; tan grande era su reputación en Alemania. Lleno de amarga desesperación le miré atrevidamente a los ojos y le dije: —Soy todavía un joven y, en comparación con vos, un hombre poco ilustrado; mi opinión contará menos que un grano de polvo en la balanza del tiempo, en que serán pesadas vuestras palabras y vuestras acciones. Sin embargo, vuestra frase «Mi Evangelio» hiere mis oídos, porque el Evangelio no es sólo vuestro, sino que es el Evangelio de todos los hombres; y siempre pensé que era la base de vuestras enseñanzas. Las sencillas y claras palabras de Dios hablan contra vos, y vos mismo no parecéis dispuesto a ofrecer la otra mejilla. Más aún, por mucho tiempo os ocultasteis a la cólera del emperador, cuando toda Alemania clamaba por vos, y ahora parece que de nuevo andáis sacando el bulto y vais tras los príncipes para halagarlos. No era aquél el modo con que debí hablar al grande hombre, y él tuvo razón en darme un fuerte golpe en la mejilla. Sin embargo, era tan grande mi resentimiento, que no sentí ningún dolor, y con los ojos llenos de lágrimas de ira y de humillación dije: —¡Golpeadme si queréis! La tinta de vuestros dedos es la sangre de los inocentes, y gotea desde cada letra de vuestro folleto. ¿Por qué no habríais de reconquistar el favor de los príncipes, doctor Lutero, y hacerles obispos de sus propias provincias como se lo habéis prometido? Ellos pueden interpretar vuestro Evangelio mejor que los campesinos ignorantes. Ganaréis la partida si sobornáis a los nobles con las tierras de la Iglesia; y entonces podéis construir en torno a vuestro Evangelio una muralla más alta y más fuerte, para que ya no sea el libre fuego de Dios, y por tanto un peligro, sino que quede bien encerrado entre los baluartes de vuestra voluntad. ¡Y cuán viva satisfacción sentiréis cuando vuestra carta se lea en voz alta en todas las iglesias de Alemania y cuando los príncipes católicos (que hasta aquí os han detestado más que al demonio mismo) os complazcan dando orden de degollar a sus siervos! Pero a los ojos de Dios, vuestra alma inmortal quedará enferma de muerte. El doctor Lutero me escuchó blanco de ira, pero parecía como si mis palabras le hubiesen despojado de su fuerza, pues no volvió a ponerme la mano encima. Se me quedó mirando profundamente, como si sondease en mi alma, y luego comenzó a hablar para sí mismo. —Quizá sea cierto. Quizá fui más libre y más feliz cuando desafiaba a solas la hoguera y al emperador que ahora cuando las conspiraciones y las acometidas de Satanás me atacan por todas partes. ¿Pero puedes ser tú, tú, joven pálido y colérico, la voz de la conciencia? No, no. No eres sino la postrera alucinación de Satanás que viene a enfangar mis limpios pensamientos. ¡Fuera de aquí, tentador! ¡Vuelve al trasero del demonio, de donde has salido! Comprendí que estaba inquieto y que seguramente se encontraba ante un penoso dilema ahora que se había dejado engatusar por los príncipes y se había convertido en su instrumento. Sin embargo, no sentí compasión por él; le grité, y por mi voz gritaban miles y miles de gentes desesperadas y desilusionadas: —Alegraos, doctor Lutero, vuestra victoria está asegurada y ahora que os habéis aliado con los príncipes, nadie podrá resistirlos ni hacerles recobrar la sensatez. Pero la sangre derramada clamará contra vos y será el testimonio de vuestros crímenes. Todos ¡os que habían bendecido el nombre de Lutero, le maldecirán desde este día, y pedirán al Señor que os castigue. Las voces de los huérfanos y de las viudas llegarán hasta vos desde sus moradas arruinadas. ¡Ay de vos si salís a solas por la noche u os aventuráis por los caminos sin una escolta armada! Porque cada campesino que se libre de la máquina que habéis puesto en movimiento, creerá realizar un acto agradable a Dios si os arranca la vida. Ese odio os acompañará hasta el día de vuestra muerte, doctor Lutero... y podéis estar seguro de que el pueblo no seguirá creyendo lo que enseñáis. Antes bien se taparán los ojos y los oídos y volverán a hundirse de nuevo en las sombras de donde en otro tiempo les sacasteis para mostrarles, por un momento, un poco de esperanza y la luz brillante del Evangelio. Estaba de nuevo frío y dueño de sí y permanecía ante mí como una firme roca. Cuando terminé, sacudió la cabeza, sonrió secamente y repuso: —Conozco ese lenguaje. ¿Piensas que yo no había sido maldecido hasta ahora? A causa de mi Evangelio, soy probablemente el hombre más amargamente execrado de toda la cristiandad, y tu débil lengua no puede competir con la de Roma. Regresa donde tu maestro, con mis saludos, y recibe este consejo para ti. Recuerda que el enemigo de hoy puede ser el amigo de mañana, y viceversa. Los alemanes han bendecido suficientemente mi nombre, y aún más que suficientemente. Dejémosles que ahora lo maldigan un poco; antes de mucho tiempo lo bendecirán de nuevo. Fijó sobre mí sus ojos sombríos. Su mandíbula parecía de hierro. No era yo el hombre que podía desviar un pelo sus convicciones y, sintiéndome avergonzado y pequeño, retrocedí hacia la puerta y salí, dejándole en su soledad. 3 El chambelán de cabellos blancos, que había estado con el oído pegado a la puerta, no se desconcertó al verse sorprendido en aquella actitud. —Mi oído no es ya lo que era, mi querido joven —dijo—, y no es pecado en mí el escuchar, porque un hombre con buenos oídos puede oír la voz del doctor a través de muchas paredes y puertas cuando está excitado. Sois un hombre valiente, maestro Pelzfuss, devolviéndole los gritos, y creo que aun el duque se reirá para su capote cuando sepa esto. Sin embargo, no son éstos tiempos para risas, y estoy profundamente apesadumbrado ante los males que van a caer sobre el mundo, porque también yo soy hijo de campesinos, a pesar de la elevada posición que he alcanzado. Mi señor el duque se ve asaltado por todos lados; sin embargo, no hay por qué denigrar al doctor Lutero, puesto que es un hombre piadoso y el más sabio de Alemania, y que, como mi señor, sólo desea el bien del país. ¿No os parece así, maestro Pelzfuss? Le dije que yo también sólo deseaba lo mejor y que estaba muy apesadumbrado por el destino que esperaba a los campesinos. Llevándome junto a una ventana, me mostró, a través de los verdosos vidrios, la caballería armada y los piqueros, que hacían ejercicios con la precisión de un reloj. Después, sacudiendo su bolsa, observó meditabundo: —Vivimos en tiempos turbulentos y no hay dinero disponible en la corte ducal. Más todavía, tengo nietos a quienes desearía dejar un modesto legado. He oído que habéis entregado una suma considerable a algún oficial de la guardia y no puedo menos de deplorar tal derroche de buena moneda. También yo tengo una bolsa, y podría daros útiles consejos. Respondí apresuradamente que yo era un hombre pobre y que no podría hacer uso de su consejo por muy bueno que fuese. Lutero había ya hablado y miraban nuevas tropas en el patio, en constante desfile. Lo único que podía yo hacer era regresar inmediatamente junto a Müntzer y apremiarle para que se preparase sin demora a la batalla. El chambelán convino conmigo, pero añadió: —Harían mejor en dispersarse y regresar a sus hogares, si no fuera por los sufrimientos que habrían de padecer si los príncipes, no encontrando resistencia, pudieran libremente recorrer de arriba abajo el país y arrancar los impuestos del sudor de los campesinos. Los hombres de la región de los lagos en Suabia hicieron bien en atrincherarse en sus escabrosidades inexpugnables, de suerte que Von Truchsess no se atrevió a presentarles batalla. Pero las fuerzas de los príncipes no son muy grandes, y sería tarea fácil para quien las conoce, dar números e indicar rutas, si tuviera la seguridad de ver premiadas sus molestias. Me lanzó una mirada de soslayo bajo sus grises y pobladas cejas. Comprendí que él sabía bien lo que estaba hablando, aunque me era difícil creer en su honradez, puesto que era la mano derecha del duque Juan. Le pregunté qué era lo que él llamaba un premio, pero, extendiendo las manos, dijo que se contentaría con lo que yo pudiera ofrecerle. Me condujo entonces a través de un laberinto de pasillos, hasta una habitación lejana, en la que había una mesa con pan, queso, carne y un jarro de cerveza y desenrollando un mapa finamente coloreado, me indicó los puntos de reunión de las tropas de los príncipes. —El buen duque Juan movilizará el siete de mayo —dijo—, y no faltan ya muchos días. Sin embargo, el enemigo más peligroso de los campesinos es su primo el duque Jorge de Sajonia, cuyos dominios son los que más han sufrido con las correrías de Müntzer. Debe salir de Leipzig uno de estos días, pero creo que difícilmente podrá reunir más de un millar de caballos y dos compañías de piqueros, y en ellas irán incluidas las fuerzas de Mansfeld, que se le unirán en el curso de su marcha. El atrevido joven margrave, Felipe de Hesse, ha prometido enviarle prontamente su ayuda desde la otra dirección, con mil cuatrocientos jinetes y otros tantos infantes. Es posible que el duque de Brunswick le acompañe. En todo caso, los príncipes se proponen avanzar en tres fuertes cuñas desde el Este, el Sur y el Oeste, y si logran reunirse antes de la batalla decisiva, su fuerza sería formidable. Pero hay muchos tropiezos entre la copa y los labios, y la posición de los campesinos no es completamente desesperada si consienten en negociar y llegar a un acuerdo. Comí el pan y el queso y me reconforté con la excelente cerveza del duque, contemplando unas veces el mapa y otras las peludas cejas del anciano. —Si esta información es correcta, no bastará todo el oro del mundo para pagar su valor —dije—, porque el oro no puede comprar la libertad de un hombre una vez que ha muerto. Pero, como ya os dije antes, soy pobre y no puedo dar más que, digamos, diez guldens. En cambio, siempre os recordaré en mis oraciones. Tomé diez guldens de mi bolsa y procuré que el resto no hiciese ruido, aunque el viejo pareció ser menos sordo de lo que pretendía. Cogió el dinero con una mirada de desprecio y, tendiendo su mano de nuevo, dijo: —No es ocasión de mostrarse mezquino, mi querido señor, y no quisiera que tan noble y elegante joven sufriera daño. Si redondeaseis este donativo, yo podría encontrar la manera de procuraros un salvoconducto firmado por el duque Juan. Tal documento os ofrecería seguridades en cuanto a vuestra vida, honor y bienes en caso de algún inesperado contratiempo que os pusiera en las manos de los príncipes. Recordadlo: esos hombres son crueles en su cólera. Creo que el duque Juan ha visto con simpatía vuestra franqueza y vuestro rostro inocente, y ciertamente os proporcionaría un salvoconducto si yo me acercase a él para solicitarlo en nombre vuestro. Me pareció que tal documento, aunque podía librarme de los príncipes, podría ser fácilmente origen de peligro si los campesinos lo encontraran en mi poder, pues me tomarían por un espía de los señores. Por tanto, después de alguna reflexión, respondí que el documento sería de escaso valor para mí, pero que de todos modos, le daría otros cinco guldens si me lo proporcionaba. Me suplicó, aunque en vano, que aumentase la suma, y al fin, con una risita contenida, dejó el aposento como si fuese a hacer su petición al duque. Sin embargo, regresó inmediatamente con el prometido salvoconducto, firmado y sellado, certificando que Miguel Pelzfuss de Finlandia estaba al servicio del duque y bajo su protección, requiriendo a todos los que debiesen hacerlo a que le ayudasen y asistiesen en el cumplimiento de su misión. Advertí en seguida que el viejo me había engañado; que por alguna razón que yo no conocía, aquel documento había sido preparado de antemano y por algún tiempo había estado en su poder. Por tanto, solo podía ser que por la buena voluntad de su señor me había descubierto los planes de los príncipes, y que el duque intentase evidentemente servirse de mí con algún plan personal. Tal certeza despertó en mí la desagradable sospecha de que también debía haberme proveído de la conveniente suma de dinero para el viaje, como argumento para convencerme. Había sido engañado por el chambelán como un campesino cuando compra su primer caballo. Pero ¿cuál era el propósito del duque, y cuál la tarea que me encomendaba? Devoré mi indignación lo mejor que pude, elogié la astucia del anciano y le pregunté qué mensaje me encomendaba Su Gracia. Cuanto mejor lo comprendiese, mejor podría servirle. El viejo chambelán me miró gravemente y dijo: —Tomáis las cosas con excelente ánimo, joven; y en verdad, el dinero lo mismo va que viene, en tanto que los buenos consejos siempre son preciosos. La información que os he dado es todo lo correcta que se puede esperar en estos tiempos explosivos. El principal deseo del duque es contener la tormenta, como aconsejó su hermano, y está haciendo todo lo que puede para impedir que los campesinos se enfrenten con fuerzas abrumadoramente superiores; pero si muestran un corazón duro y prefieren luchar, él les dejará que hagan lo que quieran. Y si luego los príncipes quieren darles una lección, tanto mejor. Sea lo que fuere lo que suceda, él espera que habrá tan graves pérdidas por ambos lados que tendrán que buscar un arreglo. —No puedo comprender nada de esto —dije—; ¿cómo puede Su Gracia traicionar así a sus parientes y a sus iguales? —¿Quién sabe? Quizás el duque Juan se alegraría de que quitasen de en medio a uno o dos de esos presuntuosos tiranuelos antes de entrar él en la lucha con sus grandes fuerzas. Pero suceda lo que suceda, podéis estar seguro de que él saldrá bien librado de este peligroso juego; puede permitirse el lujo de esperar. Semejantes fríos cálculos me parecieron casi un pecado; pero yo no creí sino la mitad de lo que el viejo me contó, y como no podía sacar ya más de él, me despedí fríamente. Andrés estaba sentado sobre un caballete, rodeado de jinetes cubiertos de armaduras y mercenarios que se reclinaban en sus lanzas, y que, de tanto en tanto, estallaban en sonoras carcajadas. Cuando me acerqué, oí que estaba hablando de la gran batalla de Pavía y de sus propias hazañas en ella, pero cuando me vio abriéndome paso coléricamente entre aquel enjambre de oyentes, dirigió una mirada en derredor suyo, y atrajo hacia él a su caballo. Poniendo un brazo bajo su pecho y otro bajo sus ancas levantó en vilo al pobre animal. Aquella muestra de su fuerza produjo exclamaciones de asombro entre los soldados, que fácilmente le abrieron paso cuando comenzó a caminar plácidamente hacia la entrada, con el impotente caballo entre sus brazos. Destrabé mi montura y me fui tras él, cruzando el patio. A la puerta, Andrés dejó al animal sobre sus cuatro patas, le acarició el cuello y saltó sobre la silla sin dar señal alguna del esfuerzo que había realizado, y cabalgando juntos, nos alejamos de la fortaleza, después de despedirnos de los soldados. Pensé que Andrés estaba algo bebido, porque en otras circunstancias no hacía nunca ostentación de su fuerza. En general era un hombre modesto. No le dirigí la palabra mientras cruzábamos las puertas de la ciudad, pero una vez seguros en la carretera, le dije amargamente: —Me avergüenzo de ti, Andrés. Mientras yo estaba entre las garras del doctor Lutero, en peligro mortal, defendiendo nuestra causa con uñas y dientes, tú te divertías y te embriagabas entre nuestros adversarios, y no te avergonzaste de atormentar a un miserable animal ante mis propios ojos. Permaneció en silencio, y su mutismo me exasperó tanto, que renové mis reproches en tono más acre. Sólo entonces se me quedó mirando y replicó: —De no ser por mí, estaríamos ahora sirviendo de alimento a los cuervos en el patio del castillo de Weimar. Le dije que lo que yo deseaba oír era una explicación y no la charla de un borracho. No he estado bebiendo, Miguel. Aunque no sé por qué has de ser tan severo, cuando tú hueles a cerveza a un caballo de distancia. Sentado en el caballete, me encontraba en un apuro tan grande como san Pedro cuando se sentó junto al fuego en la casa del Sumo Sacerdote. No tenían fin las preguntas que me hacían: ¿Quién era yo; de dónde había venido; si no era yo uno de los asesinos de Mühlhausen; si había llegado a caballo con aquel joven pálido a quien pronto iban a ahorcar? Toda mi atención estaba puesta en que no nos robasen nuestros caballos, y no discurrí cosa mejor que contarles la batalla de Pavía, porque me la sé de memoria, y no me es fácil mentir. Hablaban de provocar un alboroto en la puerta y matarnos cuando saliésemos. Yo no tengo idea de por qué querían hacerlo, a menos que hayas soltado la lengua tontamente allá en el castillo. Por eso levanté en brazos al caballo; para asustarlos y, con ese truco, poder atravesar la puerta. Pero estuvimos a punto de oír cantar el gallo por última vez, y si tú, señor mío y maestro, te hubieses retrasado un poco más, yo te habría negado a tu salida, declarando: «No conozco a ese hombre.» La historia de Andrés me dejó pensativo y me pregunté si habría estado en las intenciones del duque hacerme asesinar al llegar a la puerta, con el salvoconducto en mi persona, para que no se le pudiera achacar mi muerte. Pero me pareció aquél un plan innecesariamente tortuoso, aun para el buen duque, y llegué a la conclusión de que los culpables eran algunos cortesanos suyos que adivinaron su duplicidad y que, viendo que yo había obtenido la confianza del chambelán, creyeron conveniente eliminarme antes de que pudiera llegar a comunicar mis secretos a los campesinos. Imaginé dos o tres posibilidades, que hicieron que me zumbase la cabeza como una colmena; resolví, por tanto, desviarme de mis primitivos propósitos y exponer toda la cuestión a Andrés. —Perdona mis negras sospechas —le dije—. Veo ahora que obraste como hombre de recursos. Pero, ¿qué darías por tener un salvoconducto del duque Juan en tu bolsillo, firmado y sellado, que te librase en caso de que tuviésemos que luchar y perdiéramos la batalla, viendo nuestra bandera arrastrada por el lodo? —Lucharemos, no te quepa duda, y tengo la seguridad, por los ejercicios que he visto hacer a aquellas tropas, de cómo terminará la batalla. Además, tienen artillería. Seguramente tu bandera será arrastrada por el lodo, y no dudo de que nos vendrá de perlas un salvoconducto ducal. Pero algo me dice que hasta has estado malgastando el dinero, y creo que tendré que cargar con la mitad de tus pérdidas. Sus palabras me ofendieron tanto más cuanto que en realidad yo pensaba repartir los gastos de una manera más práctica. —¿Cómo puedes pensar tan mal de mí, mi querido Andrés? —dije—. ¿No lo hemos compartido siempre lodo? En Weimar conseguí obtener mucha y valiosa información, que pensaba confiarte si contribuías por lo menos con cinco guldens a mis grandes gastos. —Que los cielos perdonen tu avaricia —respondió Andrés, pero comenzó a aflojar los cordones de su bolsa—. Que sea ésta la última vez. Tienes que jurar que, si a pesar de todo, salimos con vida, confiarás en mí en adelante y seguirás mis consejos, y quizá me permitas salvarte y llevarte a un país más tranquilo, sin que me vengas con argumentos ni con rilas de las Sagradas Escrituras. Era aquél un trago amargo, y por largo tiempo cabalgamos en silencio uno junto a otro, a través de las crecientes sombras de aquel atardecer de mayo y de la intensa fragancia de los bosques. Pero cinco guldens son cinco guldens y los ganaría fácilmente, puesto que ya me había decidido a contarle a Andrés todo lo que sabía y, si fuera necesario, hacer que compartiera conmigo la protección del salvoconducto. La dulce melancolía de aquel ocaso entre las verdes colinas de Turingia, teñidas por los resplandores de poniente, suavizaron mi humor. —Como quieras, Andrés —respondí al fin—. Siempre he tenido la esperanza de que los hombres todos, que comparten por igual los beneficios de la Redención, vivieran pacíficamente, y que ninguno fuera ni demasiado rico ni demasiado pobre. Lo he creído posible, y por eso me alisté bajo la bandera del Arco Iris. Pero si me fe resultara falsa, todo será indiferente para mí e iré donde tú quieras. Andrés dijo: —Comprendo tu tristeza, Miguel. De pequeño, solía yo correr por el bosque a la caza del arco iris; pero desaparecía delante de mí y se disolvía justamente cuando creía que ya lo había cogido. Ahora tú Intentas apoderarte de tu arco iris, pero, créeme, nunca lo tendrás aquí en la tierra. Pero hay muchas otras cosas en este mundo que son buenas y agradables. Vivimos en tiempos de grandes cambios, en épocas hechas para jóvenes, Miguel, y la ancha tierra verde abre sus brazos para nosotros. Italia es un país que me agradó, y no me asombraría que hubiese algún valle sonriente, cubierto de viñedos, con una torre almenada, que pudiera ganar para sí un hombre fuerte; porque cosas más extrañas aún han sucedido, y hombres que comenzaron como mercenarios ignorantes han muerto como mariscales de campo, acompañados a sus tumbas por caballeros con armaduras doradas y quinientos monjes entonando cánticos. Historias así me las han contado a mí como verdaderas; las he escuchado, tembloroso de frío y hambriento junto a las hogueras del campamento, mientras me calentaba con ellas, sintiéndome como un desterrado en un mundo inhóspito, como un polluelo de cuervo caído del nido. Pienso que Andrés no me hubiera revelado tales pensamientos si la noche no hubiese sido tan clara y tan mágicamente hermosa. Se olvidó de sí mismo y de su estupidez, y se deslizó, como un niño, en un mundo de fantasía. No tuve corazón para hacerle daño, aunque en mi interior me reía amargamente de sus sueños. —Es verdad que hijos de herreros han llegado a ser reyes —le contesté—, y uno hasta ascendió al trono papal; sin embargo, dime, ¿quién de nosotros está intentando ahora agarrar el arco iris: tú o yo? Andrés respondió dulcemente: —Miguel, un hombre puede realizar todo lo que desea, si tiene una voluntad bastante fuerte y goza de buena salud. Quiero decir todo en este mundo; no el arco iris en el cielo. Cuando yo estuve seguro de eso, fui a buscarte porque deseaba compartir mis futuros éxitos contigo. Te necesitaba también, porque sabes leer y porque me defenderías para que al buscar así los mundanos bienes, no pusiera muy torpemente mi obra en peligro. Arriesgar la salvación del alma sería pagar un precio demasiado grande aun por la corona del conde. Ésta es la única razón por la que te doy los cinco guldens. Alargó su brazo y en las sombras que nos rodeaban, su figura me pareció aún más grande, lo que me llenó de una extraña incertidumbre. Me incliné hacia delante e intenté distinguir sus rasgos. —¿Eres tú, Andrés, o es otro? —balbuceé, mientras un escalofrío recorría mi espalda. Pero mis temores se desvanecieron cuando sentí el calor de la mano de Andrés sobre la mía, y las cinco monedas. Continuamos en silencio, hasta una granja incendiada en donde encontramos un establo vacío. Dejamos allí nuestros caballos y nos tumbamos a descansar porque estábamos muy fatigados. Después de cabalgar otros dos días por entre casas señoriales derruidas y humeantes, y entre densas nubes de moscas que revoloteaban en torno de rígidos cadáveres, nos sentimos cansados de seguir la ruta hacia Müntzer, y resolvimos encaminarnos derechamente a Mühlhausen a donde su ejército debía regresar más temprano o más tarde. 4 No habíamos pasado más allá de los arrabales del este de la ciudad, cuando percibimos la bandera del Arco Iris ondeando bajo una fresca brisa, y bajo ella, a caballo, a Tomás Müntzer, con la cabeza inclinada y con el rostro más amarillo que nunca. El grupo de sus fieles parecía haberse reducido notablemente, y sólo pude contar unos trescientos hombres. Había primero un grupo de mercenarios que llevaban arcabuces al hombro, y el resto caminaba trabajosamente detrás de ellos, con sus lanzas que ondeaban como las espigas agitadas por el viento. Pero los rostros en aquel pequeño grupo brillaban con fervor, y entonaban el canto de guerra de Müntzer «¡Desciende sobre nosotros, oh Espíritu Santo!», a pleno pulmón. Detuvimos nuestros fatigados caballos y esperamos a que se acercase la bandera. Exclamé: —¿Qué ha podido suceder? ¿Dónde está Pfeiffer? No duró mucho tiempo nuestra duda, porque cuando Müntzer nos vio, detuvo su cabalgadura con un tirón de las riendas y dio orden de hacer alto. Me dirigió una violenta y malhumorada reprimenda por mi demora; pero le respondí suavemente y le pregunté hacia dónde nos dirigíamos; por qué se había dividido nuestro grupo y dónde estaba Pfeiffer. La mención de aquel hombre le enfureció todavía más y declaró que Pfeiffer no había sido más que un cepo del demonio puesto en su camino; que al fin le habían liquidado las cuentas, y lo había despedido para que se encargase de él Satanás. Müntzer se dirigía a Frankenhausen con los pocos partidarios que le quedaban: el grano fecundo del que se había apartado la cizaña y que daría ciento por uno o mil por uno. Frankenhausen había aceptado sus cuatro artículos, y seis mil campesinos resueltos estaban esperando su llegada para fundar el reino eterno, el orden cristiano y la forma alemana de adoración. Nunca hasta entonces se había visto ejército tan grande en Turingia; vio en aquello el dedo de Dios y por ello se dirigía hacia ellos, dejando a Mühlhausen entregado a su propia iniquidad. Advertí, de aquello, que Pfeiffer y él habían roto para siempre y que Pfeiffer le había expulsado, tomando posesión de la ciudad. Cabalgué a su lado y le interrogué cautelosamente acerca de Madame Genoveva, pero me explicó que había expulsado a todas las rameras de entre sus seguidores, a los que había impuesto una castidad perfecta, para que, limpios de cuerpo y alma, pudiesen prepararse y consagrarse totalmente a la batalla. En vista de aquello, le pedí a Andrés que regresase a Mühlhausen, buscase a Madame Genoveva y la llevase secretamente a Frankenhausen. Andrés puso mala cara, pero regresó, tal como se lo pedía. Continué junto a Tomás Müntzer y le relaté mi expedición a Weimar... o todo lo que de ella podía oír sin encolerizarse con exceso. Le conté que Lutero se había vuelto contra los campesinos y que estaba incitando a los príncipes a una matanza general; pero que había aún posibilidad de un acuerdo. Le dije también que el buen duque Juan rogaba a Müntzer, como verdadero mensajero del Señor, que orase por él para que pudiese llegar a una resolución sabia y prudente. Pero mis palabras pusieron a Müntzer en un estado de gran apasionamiento, y se negó incluso a considerar cualquier negociación con los príncipes, hasta que hubiesen renunciado a sus títulos y destruido sus castillos. Con sólo dos o tres de sus fieles a su lado, podría, con la ayuda de Dios, llegar a vencer un ejército de cien mil hombres. Habló de nuevo orden y de la verdad divina que le había sido revelada aquella misma mañana... Una verdad que hacía superfinos sus cuatro puntos y que condensaba los propósitos del Señor en tres breves palabras. Habló también de su pasado, como lo hace un hombre que siente acercarse la hora de la muerte. —Los hombres están cegados y ensordecidos por sus problemas temporales —dijo—. Oyen sin escuchar y miran sin ver. Debemos doblegarnos bajo el peso de la cruz hasta que nos encontremos vacíos de esperanza, de deseos, de afecciones; vacíos hasta la desilusión y seamos como un cascarón de huevo. Sólo entonces podremos recibir la palabra del Señor. Y ésta puede brotar de los labios de un hombre indigno, de los labios del sabio y del ignorante, de los del niño o del idiota, y aun de los de quien ni siquiera comprenden su propio mensaje. Temblé al oírle, porque comprendí que hablaba verazmente y que yo mismo había tenido experiencia personal de lo que decía. Aun ahora tengo que creer que había algo santo en aquel hombre. Al siguiente día, fatigados por nuestra larga marcha, llegamos a Frankenhausen. Los dos capitanes del ejército campesino de aquella región, uno de los cuales era un burgués y el otro un noble que había perdido todas sus posesiones, salieron a nuestro encuentro y saludaron con respeto a Tomás Müntzer y a su bandera. Me regocijé al no ver por ninguna parte señales de desorden, aunque había sus seis mil campesinos acampados en la ciudad y sus alrededores. Aquellos hombres, fuertes y tenaces, estaban formados en líneas uniformes y correctas detrás de sus jefes y parecían llenos de celo y de resolución. Era el espectáculo más reconfortante que había visto durante aquellos meses de confusión, y contagiado de la convicción de Müntzer, comprendí que sería absurda toda tentativa de negociación, y me arrepentí de mis recelos. Era un viernes por la tarde, y sin parar atención en las arduas jornadas que había hecho. Tomás Müntzer habló en seguida a sus nuevos partidarios, con tal fervor que muchos se arrodillaron y le vitorearon como al mensajero del Señor. Había pasado ya, dijo, el tiempo de la mediación; que los justos fortaleciesen sus corazones y sus mentes y se consagrasen a la plegaria y el ayuno como campeones del Señor. Cuando hubo hablado durante algún tiempo y se hubo apasionado, me llamó para dictarme una carta para el margrave de Mansfeld, que se había mostrado ya como enemigo jurado de Dios, expulsando a Su mensajero de manera vergonzosa de la ciudad de Allstedt. Y así, escribí por orden suya lo siguiente: Yo, Tomás Müntzer, en otro tiempo predicador en la ciudad de Allstedt, os conjuro para que en nombre de Dios vivo ceséis en vuestra tiranía. Habéis comenzado a torturar y matar a los cristianos. Habéis comparado la fe cristiana con los parloteos infantiles. ¡Vil carroña! ¿Quién os ha alzado a gobernar a un pueblo redimido por la sangre de Cristo? Os desafío a que probéis ante la congregación de los fieles que sois digno de ser llamado cristiano. Si no venís, os declararé al margen de la Ley, y quien os quitara la vida realizaría un acto agradable a Dios. Porque la autoridad nos es conferida de lo alto, y por tanto os digo: Sancionados por el Dios vivo y eterno, os arrojaremos por la fuerza de vuestro trono a menos que os sometáis. Porque lejos de ser un servicio a la Cristiandad, «no sois sino una llaga que corroe el cuerpo del Elegido de Dios, por lo que vuestro cubil deberá ser purgado y arrasado», dijo el Señor. Müntzer leyó aquella carta en voz alta ante la asamblea de campesinos, quienes mostraron su conformidad y afirmaron que el margrave de Mansfeld era un señor impío y merecedor de aquel duro destino. Pero no contento con eso, Müntzer ordenó que le llevasen a tres de los criados del margrave, que habían sido hechos prisioneros. Uno de ellos era de sangre noble, el otro era un clérigo, y el tercero, un joven sencillo que contemplaba con asombro a quienes se enfrentaba. Con fuerte voz, Müntzer preguntó si los siervos de un hombre tan impío no eran mil veces merecedores de muerte, y si su muerte no probaría a Mansfeld que Müntzer era un hombre lleno de celo, y los campesinos, en los que su sermón había provocado un verdadero frenesí, agitaron sus lanzas y gritaron que la muerte de aquellos hombres era justa. Müntzer ordenó su inmediata ejecución, y así, por vez primera fue deliberadamente derramada la sangre enemiga bajo la bandera del Arco Iris. Pero cuando vio borbotar la sangre y retorcerse convulsivamente los cuerpos sobre la tierra, ante sus ojos, Müntzer los contempló espantado y su rostro se tornó más amarillo que de ordinario. Sin embargo, rápidamente recobró el dominio de sí mismo y reanudó su prédica hasta que sus rasgos resplandecieron como en éxtasis y su voz se extendió sobre el valle como el viento del Señor. Los cuatro artículos, dijo, no eran sino el primer paso en el camino al Reino Eterno, en el que no debería haber ni ricos ni pobres, príncipes ni burgueses, campesinos ni aprendices, sino sólo súbditos de Dios. Y Dios había revelado Su verdad en tres simples palabras que Müntzer les haría conocer cuando llegase la hora. Los campesinos en Frankenhausen tuvieron mucho en que pensar durante aquella noche; pero yo, vagabundeando de uno a otro campamento por orden de Müntzer, no oí otra cosa sino los elogios que hacían de él, como un verdadero vaso de gracia. 5 Al día siguiente, unos llorosos fugitivos nos llevaron las nuevas de que el duque Jorge y los señores de Mansfeld se habían puesto en marcha; pero aquellos desertores se consolaron al ver el gran número de los nuestros, que, según dijeron, era muy superior a los hombres del duque, a pesar de la caballería que el cardenal Albrecht había enviado en su ayuda. Ese Albrecht era el mismo que en otro tiempo había comprado ilegalmente al Papa dos obispados y el arzobispado de Mainz —con dinero de Fugger—, aunque no había alcanzado aún la edad canónica. Como prenda del préstamo, había permitido que la casa de Fugger traficase con las indulgencias dentro de sus dominios; práctica contra la que se opuso Lutero cuando clavó sus noventa y cinco puntos en la puerta de la iglesia de Wittenberg. Las chispas de aquellos martillazos hicieron estallar una conflagración que estaba devastando gran parte de Alemania, y sin duda por tal razón Su Eminencia creyó su deber ahogar las llamas en sangre. Pero el rasgo más asombroso de todos fue que contara a Lutero entre sus compañeros de armas; a Lutero, a quien detestaba más que al demonio mismo. El mundo estaba verdaderamente desquiciado y era difícil creer que no hubiesen transcurrido más que siete años y medio desde que Lutero dio aquellos fatídicos martillazos. Los capitanes de los campesinos, después de haber interrogado a los fugitivos, hicieron maniobrar a sus tropas, mientras los arcabuceros se apresuraban a fundir balas de plomo para sus armas. Dominaba en el campo y en la ciudad una actividad ordenada y animosa, y era evidente que aquélla no sería una lucha sin planes previos. Pero al atardecer, Müntzer interrumpió aquellos preparativos por considerarlos superfluos, puesto que tenía al Señor de su parte, y así, reunió a sus hombres para que escuchasen otro sermón. Habló del pequeño grupo de los fieles de Dios e invitó a otros a unírsele y recibir el nuevo bautismo. Con gran reverencia, avanzó un grupo numeroso de campesinos. Müntzer les ordenó que se desnudasen y los condujo a un estanque al pie de la muralla de la ciudad, donde con sus propias manos, los hundía por debajo de la superficie del agua, aunque nos encontrábamos todavía en mayo y el agua estaba muy fría. A la vista de sus temblorosos camaradas, muchos presuntos candidatos se apresuraron a volverse a vestir, y se ocultaron detrás de los sargentos; pero Müntzer bendijo a los que habían recibido el bautismo y los incorporó como guardia especial en torno a la bandera, lo que fue considerado por los elegidos como un elevado honor. Comencé a inquietarme por el retraso de Andrés. En aquella ciudad sobrepoblada yo había conseguido encontrar un alojamiento para nosotros dos y para Madame Genoveva. Fue en una panadería, y aunque todo el día se horneaba pan para el ejército campesino, en nuestra habitación había por la noche un ambiente caldeado y espacioso, aunque polvoriento de harina. Yo necesitaba el consejo de Andrés en cuestiones militares, porque yo no había estado en ninguna campaña excepto en la huida de Leipheim, que no había acarreado mucha gloria ni para mí ni para nadie. No obstante, sentía ahora vivamente mis responsabilidades, porque si Dios me había quizá dotado de más inteligencia y conocimiento que a aquellos rudos capitanes, me había hecho también responsable de su uso para la defensa de Su Santa Causa. Intenté hacer memoria de lo que me había enseñado Andrés, y recordé su relato del destrozo causado en la caballería francesa, en Pavía, por los arcabuceros del emperador; de lo que concluí que los ejercicios de los piqueros eran menos importantes que la reconstrucción de todos los falconetes, culebrinas y otras armas que los campesinos habían llevado de los castillos conquistados y que habían abandonado en confuso montón en el fangoso patio de la Casa Consistorial. El capitán burgués recibió mi sugerencia sin entusiasmo, observando que las armas de fuego eran artefactos peligrosos e inadecuados que con frecuencia causaban mayores daños a sus usuarios que a sus enemigos. El otro oficial me miró compasivamente y dijo que yo podía utilizar mis cerbatanas si así lo deseaba. Su plan consistía en formar un resistente círculo de carros para contener a la caballería. Protesté con indignación, pero fui interrumpido por Müntzer, que dijo: —El Señor es nuestro más fuerte escudo, y más poderoso que las armaduras de nuestros enemigos. ¡En él confiamos! Asentí, pero argüí que difícilmente podíamos esperar de Él que nos arrastrase de los cabellos a la victoria, si nosotros no alzábamos ni un dedo para ayudarnos. Al fin se me dio permiso para que hiciera lo que juzgase mejor. Comencé por inspeccionar los cañones, cinco de los cuales al menos, me parecieron sólidos. Necesitaba para su servicio veinticinco hombres fuertes, así como animales de tiro, arneses, mechas y muchas otras cosas. Trabajé todo el día y gran parte de la noche procurándome lo que necesitaba, y empleé a las mujeres para que cosiesen los sacos para las cargas de pólvora. A la medianoche estaba todo preparado. Me encontraba muerto de cansancio, y después de disponer los relevos de vigilia para impedir el robo de nuestros animales, me eché sobre unos sacos de harina, pedí al Señor su bendición y me quedé dormido. Me pareció que apenas había cerrado los ojos, cuando me despertó un redoblar de tambores y un estallido aterrador; me encontré con que alguien me sacudía y me llamaba para que me levantase. Había un gran agujero en el muro de la panadería, a través del cual pude ver que aún estaba oscuro, y me encontré sofocado por el polvo del muro derrumbado, y por las piedras que todavía caían en torno mío. Pregunté qué había sucedido. —La lucha ha comenzado —contestó Andrés, plácidamente, porque era él quien estaba a mi lado—. Cabalgué hasta frente a la caballería hessiana. Pero no sabía que llevaban cañones en sus caballos; es algo nuevo para mí. Estaba a punto de despertarte cuando la bala atravesó el muro, y tengo que dar gracias a santa Bárbara porque el proyectil no se llevó mi cabeza. Desde el exterior llegaban los gritos de los hombres, los relinchos de los caballos, las exclamaciones de las mujeres y el rumor de los pasos de los que corrían. Redoblaban también los tambores, y la campana de la iglesia comenzó a repicar. Creí llegada mi última hora e intenté meterme en el horno, pero Andrés me cogió de un brazo y dijo para tranquilizarme: —Los de caballería no eran muchos; me figuro que eran sólo una vanguardia de las fuerzas principales, y difícilmente se aventurarían a luchar dentro de la ciudad. Sin embargo, me tomé la libertad de dar la señal de alarma porque me parece que no estaba bien que todos durmieran tan dulcemente cuando yo había estado corriendo de un modo infernal durante la noche para ayudaros, con la muerte a mis talones. Salimos al patio, donde mis artilleros corrían alocados de un sitio a otro como gallinas espantadas, gritando: «¡A las armas, a las armas!» Uno de ellos me confesó avergonzado que había sido él quien, en el calor del momento, había disparado el cañón. Me sentí tan encolerizado, que le abofeteé en ambas mejillas y le juré que sería colgado. Pero Andrés me interrumpió. No se había causado ningún daño, dijo; el hombre no había sido culpable de otra cosa que de un exceso de celo, y era hora de colocar en posición nuestra artillería. La ciudad era un torbellino. Le dije a Andrés que ordenara a los artilleros que ocupasen sus puestos, porque su voz era más potente que la mía. Gritó a los hombres que instantáneamente se colocaron junto a sus cañones. Inspeccionó luego cada una de las piezas con cuidado y me felicitó por haber conseguido ponerlas en el buen orden que podía esperarse de mí. Declaró que esperaba que hiciesen mucho ruido, aunque no salían favorecidas al compararlas con las armas perfeccionadas que usaba el Ejército imperial. Comprendí que estaba celoso porque yo tenía bajo mi mando cinco cañones, en tanto que él no contaba más que su espadón; así es que, dándole unas palmadas en la espalda, le dije: —Las uvas están verdes, Andrés, pero, no importa; te nombro mi artillero en jefe, y dirigirás el fuego como quieras, siempre que obedezcas mis órdenes; porque mía es la responsabilidad definitiva. Pero Andrés, sin manifestar agradecimiento, se limitó a murmurar algo para sí y me siguió, arrastrando los pies, hasta la plaza del mercado. Estaba ya amaneciendo; aún había luces en las casas, y los buenos ciudadanos metían sus escasas posesiones en cajas y atados, dispuestos a huir, aunque no tenían idea de adonde. Campesinos armados rodaban de una parte a otra por las calles, sin propósito fijo. Los tambores y las campanas de la iglesia habían enmudecido y sólo un trompeteo insistente tocaba a reunión en la plaza. Müntzer y el capitán burgués estaban de pie en la puerta de la iglesia, y ante ellos la pequeña plaza aparecía rebosante de campesinos. El oficial informaba que unos jinetes desconocidos habían llegado del Oeste, acercándose algunos hasta la ciudad; pero Müntzer replicó que aquello era absurdo, porque se esperaba al enemigo por el Este. Nadie podría llegar por el Oeste sin haber sometido primero a Erfurt y a Mühlhausen. Müntzer se estremecía a pesar de su costoso abrigo de pieles; pero su valor crecía a medida que avanzaba el día, y comenzó a predicar para entrar en calor. Sin embargo, su sermón quedó interrumpido por la llegada del otro oficial, el noble, que galopó hasta la puerta de la iglesia, saltó de la silla e informó de que la caballería enemiga había entrado al amanecer, para atacar y disparar a los campesinos acampados al oeste de la ciudad. Los campesinos se habían retirado desordenadamente, refugiándose en ella. Muchos habían caído. Desde los muros de la ciudad habían abierto fuego los fusileros, y los enemigos atacantes se habían retirado a los bosques, pero era imposible precisar quiénes y cuántos eran, porque los cálculos variaban desde diez a mil. Andrés avanzó e indicó que los campesinos no eran muy duchos para contar, y que él con seguridad podía decir que ascendían solamente a veinte. Dijo también que el grueso de las fuerzas no debía estar muy lejos; eran los hombres del margrave de Hesse, como bien lo sabía, porque los había tenido pegados a los talones toda la noche y habían soltado la lengua. Aquel informe impresionó a los capitanes, aunque no se mostraron dispuestos a creer en él. Durante la discusión que se siguió, llegó corriendo un centinela, de las puertas de la ciudad, con la noticia de que se aproximaban lentamente por el Oeste fuerzas montadas que ascenderían a unos doscientos hombres. Se dieron en seguida órdenes a la tropa y al tren de bagajes para que abandonasen la ciudad ordenadamente por la puerta del Este y formasen con los carros un anillo de defensa en el exterior de la ciudad. Sin embargo, aquella orden estuvo muy lejos de ser acertada, porque en su precipitación por escapar de las estrechas calles, los conductores castigaron a los animales hasta que narrias y carros se trabaron, y en las puertas de la ciudad fue tanto el apretujamiento que hubo muchas costillas rotas. No sé cómo nos hubiera sido posible sacar los cañones, si Andrés no hubiese tomado el mando, y moviéndose sin prisa entre la multitud, rugía incesantemente que en la guerra no había que apresurarse, y que el que se «apresuraba lentamente» llegaba el primero. El cerco de carros se estableció en la meseta de una colina a un tiro de fusil de la ciudad, y mientras los carros salían todavía en inacabable hilera por las puertas, nosotros excavamos nuestros emplazamientos, reforzamos las amarras y apuntamos las culebrinas hacia el Sur, puesto que de allí se esperaba el ataque de la caballería. En tanto que Andrés revisaba los pesados cañones, yo reuní a los arcabuceros en línea, bajo la protección de los carros, ordenándoles que tuviesen preparadas sus armas y encendidas las mechas, pero que no disparasen hasta que no pudiesen ver el blanco de los ojos de los jinetes. El enemigo inició un movimiento envolvente en las proximidades de la ciudad, y de pronto se mostró a la vista. Los conductores que aún no habían conseguido llegar hasta nosotros, abandonaron rápidamente sus carros y volaron hacia nuestras defensas, y los soldados que marchaban junto a ellos perdieron la cabeza y también echaron a correr. Aquél fue un espectáculo demasiado tentador para los jinetes; oímos las notas de una trompeta, los jinetes cerraron las líneas, bajaron sus lanzas para afrontar a los fugitivos y acabar con ellos. Al ruido de los cascos martilleantes y al tintineo metálico de los arneses, los fugitivos arrojaron sus armas, volviéndose hacia el Norte a lo largo del muro de la ciudad, con la caballería enemiga a sus talones. Les cerraron las puertas de la ciudad, a pesar de sus llamadas y de los gritos angustiosos solicitando admisión. Pero en aquel instante se oyó el rugido de nuestro primer cañón, seguido de los otros cuatro, y grandes nubes de humo salieron frente a nosotros. Brotó un aullido de dos mil gargantas cuando cayeron algunos caballos, mientras el resto se apelotonaba confusamente; los arcabuceros no pudieron contenerse por más tiempo y dispararon una andanada. Algunos de los jinetes fueron desmontados y el resto volvió grupas con la misma rapidez con que había cargado. Quedaron galopando sobre el campo varios caballos sin jinete. «¡Victoria, victoria!», aullaban los campesinos, y los que antes huyeron regresaron para recoger sus armas, despojar a los muertos y rematar a los heridos. Los hombres salían de nuestro fuerte para participar en el botín, a pesar de las órdenes para que permaneciesen quietos, mientras que otros vociferaban y reían y se abrazaban mutuamente hasta que todo el campo parecía un manicomio suelto. El enemigo podría haber capturado entonces nuestras posiciones sin ninguna molestia, pues sólo los artilleros más adictos permanecieron en sus puestos y volvieron a cargar. Cuando al fin se restableció el orden, Andrés se enjugó el sudor del rostro y me dijo: —Ni el diablo mismo podría ganar una batalla con estos gaznápiros. Pero estaba muy lejos de sentirse disgustado y se sentó confortablemente sobre el armón de uno de los cañones para vigilar la carga de las piezas y el correcto apilamiento de las balas de cañón. —En un año, y hasta en un mes —continuó—, podría convertir a estos mozos en artilleros. ¿Qué han estado haciendo en estas tres últimas semanas? En este tiempo yo pudiera haber fundido cuatro medios cañones del nuevo modelo y ocho piezas más pequeñas, con el bronce que han sacado de los castillos. ¡Y pudiera haber hecho ruedas, carros, cuñas y todo lo demás y haber entrenado a los hombres para manejarlas! Pero ésta es una guerra sin pies ni cabeza, y no necesitamos imaginar que hemos obtenido una victoria, según lo que gritan. Finalizó aquellas observaciones con una breve conferencia sobre el papel de la artillería en la guerra moderna, y concluyó: —Con una veintena de cañones móviles y hombres adiestrados para servirlos, no tendríamos que temer a ninguna caballería en el mundo. Pero nuestros cañones son pocos; nuestros artilleros, inexpertos, y el resto de los hombres, unos imbéciles. Que griten cuanto quieran, que pronto cantarán otra canción. Pero yo me había contagiado del júbilo general, y hasta Müntzer descendió de un carro en el que se había refugiado para rezar sus oraciones, y nos hizo arrodillarnos a todos para dar gracias a Dios por la gran victoria. Los campesinos regresaban alegremente con las armas, vestimentas y armaduras de los que habían muerto, y parecían haber olvidado por completo su vergonzosa huida. Los colores y las insignias eran los de Hesse, lo que nos demostró que los príncipes se acercaban a Frankenhausen desde dos direcciones, con objeto de rodearnos. Uno de los capitanes increpó severamente a los campesinos por haber matado irreflexivamente a aquellos hombres antes de que se les hubiera podido interrogar, pues podían haber ofrecido informaciones valiosas. Pero aquella dificultad quedó resuelta por un campesino que iba a visitar su hogar para dejar provisiones. Vivía en la vecindad, y se dedicó a indagar cuántos hombres llevaba el margrave para atacar Frankenhausen. Se celebró un consejo de guerra, muy pacífico y amistoso, bajo aquel sol primaveral, cuando todo era triunfo. Se pidió a Andrés que diese su consejo, pero sólo consintió en ello después de mucha insistencia. Citando como autoridad al marqués de Pescara, insistió en que debíamos situar nuestras posiciones en alguna eminencia cuyo acceso fuera difícil y que, sin embargo, ofreciese un camino para la retirada de los defensores. La colina que ocupábamos era demasiado baja para poder dominar el oeste de la ciudad. —Distingo unos riscos hacia el Norte —dijo—, que nos ofrecerían una vista extensa sobre el valle, por tres de sus lados, y más allá hay densos bosques donde seis mil de nosotros podríamos desaparecer como una aguja en un pajar. La caballería no podría seguirnos hasta allí. Veo también una estrecha barranca junto a aquellos riscos, en dirección de la ciudad; podríamos abrir camino para los carros, que quedarían a cubierto del fuego enemigo. Propongo que nos dirijamos hacia allá en seguida, que construyamos una empalizada en la cima y ocultemos en trincheras nuestros cañones. Estoy seguro de que eso es lo que hubiera hecho el marqués de Pescara. Los capitanes examinaron la colina y reconocieron que había hablado con buen sentido y, después de breve discusión, comenzó a ejecutarse el plan. Müntzer plantó en la cima la bandera del Arco Iris y, lleno de alegría al verla ondear al viento, bautizó aquel sitio con el nombre de «La Colina de la Batalla». Los campesinos, tranquilizados por tener a sus espaldas el bosque protector, comenzaron a trabajar con la mejor voluntad, derribando árboles, aguzando estacas y construyendo la empalizada, mientras Andrés examinaba el emplazamiento de los cañones. Cuando hubo examinado detenidamente la posición, indicó que al menos que los príncipes tuviesen fuerzas muy superiores, no podrían intentar siquiera capturar aquel fuerte, por lo que antes consentirían en negociar; por tanto, consideraba seguro el regresar a la ciudad, como lo habían hecho Müntzer y muchos otros, en busca de unos cuantos cañones más en estado de ser utilizados. Descendimos juntos hacia el valle, donde los armones tirados por bueyes y los carros habían abierto ya un camino practicable; y sólo entonces se me ocurrió preguntar a Andrés qué era lo que había hecho con Madame Genoveva. Respondió: —La madre de nuestro hijo es una mujer libertina y frívola. Dijo que nos fuéramos al infierno; que no tenía intención de seguir en compañía de unos perdidos ni de ir a la guerra y perder todos sus bienes. Se ha buscado la compañía de un rico cervecero y duerme tranquilamente en el lecho de su esposa; porque él ha alejado a su familia y se ha quedado para vigilar la cervecería. Yo le pregunté si creía que aquel hombre podría proteger el buen nombre de Madame Genoveva, lo que en realidad era un deber nuestro, como padres de su hijo. Pero Andrés contestó que en realidad el cervecero no tenía tiempo para nada más, y que incluso había dejado agriar la cerveza. Cuando llegamos a nuestro alojamiento en Frankenhausen, Andrés sacó un paquete que había escondido en un rincón aquella mañana, lo abrió y me mostró un elegante traje de terciopelo, un gorro de plumas y un hermoso par de calzas, explicándome que lo había comprado para mí, muy barato, en Mühlhausen para que, en caso necesario, pudiese vestirme de manera adecuada a mi posición; por ejemplo, cuando tuviese que hacer uso del salvoconducto del duque Juan. Sólo había pagado dos guldens y medio por el vestido, que estaba evidentemente en muy buenas condiciones. Me sentí muy complacido, acostumbrado como estaba a no usar más que la sencilla indumentaria del estudiante. Sin embargo, poco dinero me había quedado después de pagar sus soldadas a los artilleros, y como no era fácil que encontrase ocasión para usar aquellas prendas, cosa prohibida a una persona de mi clase, pude vencer la tentación. Andrés envolvió de nuevo las prendas, las escondió debajo de la artesa y dijo: —Como quieras. Pero recuérdalo: la demanda es lo que determina el valor de las cosas, y aunque hoy quería venderte esto al precio de coste, podría, en otra ocasión, pedirte cinco guldens cuando tengas necesidad urgente de ropa; y de momento devuélveme el dinero que me sacaste en el camino de Weimar. Por lo demás, es asunto tuyo. Examinamos luego el cañón que había quedado abandonado frente a la Casa Consistorial. Pero Andrés sacudió la cabeza al verlo. Fuimos después a la cervecería, que estaba llena de gente. Con dinero y zalamerías nos procuramos un jarro de cerveza y una ración de cerdo y, después de aplacar un poco el hambre, escuchamos lo que decían los campesinos. Al oírles podía pensarse que habían derrotado con sus puños desnudos a un millar de caballeros cubiertos de armaduras, y el número de los enemigos lo habían hecho ascender ya a doscientos. Sin embargo, la cosa más importante era que tenían confianza en vencer a las tropas de los príncipes por numerosas que fuesen. Después de escucharlos durante algún tiempo, nos dirigimos a la iglesia en busca de noticias exactas. El campesino que había marchado en busca de provisiones estaba nuevamente de regreso, con asombro de todo el mundo. Informó que su hogar estaba indemne, aunque ocupado por el enemigo, y que su familia, con sus animales, se había retirado a los bosques. Los soldados alojados en su casa le dijeron que estaban al servicio del margrave Felipe, el cual estaba aliado con el duque de Brunswick. Estaban muy orgullosos de haber cabalgado desde Eisenach hasta Frankenhausen en una sola noche, y declaró que permanecerían allí sólo para que descansasen los caballos y esperar a los infantes antes de atacar y destruir las fuerzas de los campesinos. Sabían que él había ido como espía, pero no se preocuparon porque eran dos mil; y en verdad, dijo, él había visto los caballos y eran muchos. Había sido conducido después ante el margrave Felipe, que estaba de muy buen humor después de aquella histórica cabalgada y que le pidió dijese a los hombres de Frankenhausen que él los perdonaría si abandonaban sus armas, sus banderas y sus jefes y se dispersaban, regresando a sus hogares, si bien deberían comprometerse a reparar todos los daños hechos a los castillos y casas señoriales. —Las puertas del perdón están abiertas hasta que hayan descansado mis caballos —había dicho—; hoy sólo te apalearé; mañana te mataré a ti y a tus camaradas. El campesino, que hacía gestos grotescos al hablar y que parecía simultáneamente idiota y astuto, dijo que se figuraba que el margrave ignoraba que de la dirección opuesta se acercaban las fuerzas del duque Jorge, y que quizá podrían parlamentar. Al oír aquello, todos los presentes protestaron diciendo que lo derrotarían primero y parlamentarían después. Entonces el campesino los miró con aire grave. Él no era un soldado, nos dijo; más aún, tenía las espaldas doloridas por los azotes, y en realidad el margrave llevaba gran número de caballos. Con nuestro permiso, él se volvería tranquilamente a casa. Se oyeron grandes gritos cuando dijo aquello, y fue agarrado por muchas manos encallecidas. Afortunadamente, había en la iglesia algunos otros hombres de su pueblo que le defendieron contra la indignación general, diciendo que era un hombre muy simple. Se le permitió, pues, marchar en paz, aunque Müntzer le gritó, cuando se iba, que la puerta de la misericordia estaba también abierta para los príncipes si llamaban humildemente a ella y pedían su admisión en la compañía de los Elegidos. 6 Al amanecer deberíamos estar reunidos en la «Colina de la Batalla», y no creo que haya habido nunca una mañana de lunes más sombría. Caía una lluvia fría, y estábamos de mal temple por la falta de sueño. Pero con el sol, que limpió el cielo de nubes y de lluvia, mejoró nuestro estado de espíritu. La empapada bandera se secó y ondeó de nuevo y pronto reinó una viva actividad, y los hombres, entrados ya en calor, aseguraban la empalizada y reforzaban los carros con tierra. Nuestros artilleros habían conseguido mantener seca la pólvora durante la noche y habían descuartizado, eligiendo los trozos más selectos, uno de los caballos que cayeron el día anterior, que no sabía mal una vez asado sobre las ascuas. Pero pronto descubrimos patrullas montadas que se acercaban por el Este, algunas de las cuales se aventuraron hasta las laderas de nuestra colina, lo bastante cerca para oír los insultos y amenazas que proferían. No mucho después, en la parte más ancha del valle aparecieron columnas en marcha que procedían del Este y del Oeste y que no parecían muy formidables, pero cuando el sol despejó las nubes grises, espejeaba en las espadas y en las corazas. Andrés, haciendo pantalla con la mano, anunció: —Tienen artillería; artillería pesada; puedo contar hasta dieciséis en un grupo. Si tienen cañones móviles, ha llegado la hora de que nuestro jefe pida la ayuda del Señor, porque nuestros pequeños juguetes no podrán nada contra la artillería enemiga. Inmediatamente después redoblaron los tambores llamando a los jefes a consejo de guerra. Müntzer les anunció que el duque Jorge se aproximaba y que sería justo enviarle un mensaje con las intenciones del Señor. Les leyó entonces una carta que habían escrito los capitanes, en la cual decían que los campesinos sólo deseaban la justicia divina y que deseaban evitar inútiles derramamientos de sangre. Se enviaría una carta semejante al margrave Felipe, ordenándole que regresara a su hogar y que no provocase nuevos odios entre los hombres honrados. Los jefes escucharon con muestras de aprobación aquellas palabras moderadas y eligieron cuatro hombres robustos como mensajeros. La tarde transcurrió tranquila. Las tropas del margrave Felipe establecieron su campamento al oeste de la ciudad, fuera del alcance de nuestros cañones, mientras que desde el Este llegaron las fuerzas reunidas del duque Jorge y de los nobles de Mansfeld, que establecieron sus posesiones tranquilamente en las laderas del este de la colina. Los dos hombres a quienes se había enviado con el mensaje de Müntzer para el duque regresaron con la cresta lacia, y ni miraban a sus camaradas ni respondían a sus preguntas. A Müntzer y a los jefes les informaron de que el duque había prometido que cuando pudiera, en el futuro, examinaría las peticiones de los campesinos, pero sólo con la condición de que depusiesen inmediatamente sus armas y se dispersaran. Debían entregarle a Müntzer con sus más inmediatos colaboradores; a todos los demás se les aseguraba, garantizándolo su ducal palabra de honor, la vida y la integridad de sus miembros. Se produjo un fuerte murmullo; los hombres juntaban sus cabezas y cuchicheaban entre sí. Pero Müntzer, encolerizado, los hizo callar. Sería una locura confiar en las promesas de aquel hombre cruel, porque el Señor había endurecido su corazón como en otro tiempo endureció el corazón del faraón, y el ejército del duque seguiría la suerte del faraón tan sólo con que los campesinos conservaran su confianza en el Señor. Durante la prolongada disputa que siguió, las fuerzas enemigas formaron un anillo cuyo centro era la «Colina de la Batalla»; aquellos movimientos parecían al principio carecer de plan, pero a poco se escuchó un grito desesperado desde el lado norte de la empalizada. Los hombres corrían de un lado a otro, agitando los brazos y señalando las alturas boscosas; cuando trepamos sobre los carros pudimos observar muchas brillantes lanzas al norte de nuestras posiciones. Rápida y quietamente se nos había cortado la retirada, y grupo tras grupo iba arrastrando sus piezas de campo a la cima de cada colina. Estallaron clamores y lamentaciones. Se alzaban puños amenazadores; los hombres se mesaban los cabellos y pedían que se negociase, mientras quedara aún posibilidad de perdón. Muchos gritaban que fuese entregado Müntzer con la condición de que se le permitiera defender los cuatro artículos de su fe en una discusión pública. Se temía el derramamiento de sangre, porque el bando de los fieles de Dios se apiñaba bajo su bandera dando gritos de muerte y de destrucción contra aquellos hijos de Satanás que por salvar su propia piel traicionaban y abandonaban al mensajero de Dios. Durante aquel tumulto, Müntzer permaneció sobre un carro, bajo la bandera del Arco Iris, con su rostro amarillento alzado hacia los cielos y ambas manos cruzadas sobre el pecho. Portaba el largo manto de pieles, que le daba mayor estatura y dignidad, y parecía como si su serenidad la recibiese de lo alto, porque cuando él alzó los brazos se hizo en el campamento un silencio profundo, y aun los agitadores comenzaron a murmurar: «¡Escuchémosle, escuchémosle!» Era tan absoluto el silencio, que se podía oír el restallar de la pesada bandera de seda agitada por la brisa. Los cinco brillantes colores del Arco Iris resplandecían sobre el pálido rostro de Müntzer, y bajo ellos podía verse la sagrada leyenda: VERBUM DOMINI MANET IN AETERNUM. Habló tranquilamente al principio, su voz acarició, como un viento del Señor, los seis mil rostros que se alzaban hacia lo alto, y todos oyeron y comprendieron sus palabras. —Ha llegado el tiempo de prueba. Ha llegado la hora de que el Señor hunda a los impíos y de que cada cual tome su decisión definitiva. Dejad que marchen quienes quieran, porque el Señor no tolera a los indecisos y a los cobardes en el grupo de sus elegidos. Pero recordad el destino que aguarda a los que abandonen las armas y caigan indefensos en las manos de estos hombres sangrientos. Los que queden conmigo lucharán como hombres, y a la luz de la victoria asistirán al establecimiento del reino de Dios sobre la Tierra. Él desviará las balas de los cañones, y la armadura del Espíritu Santo será nuestra coraza contra las lanzas y contra las espadas. De pronto apareció en su rostro una sonrisa infantil y continuó: —Yo no rehusaré negociaciones si el duque envía a sus hombres más sabios para que discutan conmigo acerca del tema de la justicia divina y quieran voluntariamente aceptar los cuatro artículos cuyas excelencias demostraré en la disputa. Pero no lo hará así. La justicia de Dios es toda la justicia que podéis esperar aquí abajo, pero, a causa de los empedernidos corazones de los príncipes, tenéis que ganarla con la espada en la mano. Levantó la voz y, en una especie de éxtasis, gritó: —Pero, ¿en qué consiste la justicia divina? Yo la he proclamado en cuatro artículos, pero ha llegado el tiempo de descorrer el último velo para que podáis contemplar esa justicia revelada más brillantemente, más gloriosamente, en tres palabras: Omnia sunt communita! Se irguió majestuosamente y, tendiendo sus brazos hacia los cielos, gritó todo lo fuerte que pudo: —Omnia sunt communita, todo es en común. La voluntad de Dios queda así proclamada por mi boca, y en estas tres palabras queda comprendida toda Su justicia. Tierras, campos, pastizales, bosques, pájaros, bestias y peces; todo será poseído por nosotros en común. Ganados, casas, castillos, graneros, arados, aperos..., cada uno de nosotros lo poseerá todo, y nadie poseerá nada. No habrá ricos ni pobres, ni altos ni bajos, ni nadie tendrá más que su vecino, porque todo será poseído en común. Los campesinos le contemplaban con ojos como platos y yo también quedé como fulminado; porque comprendí que proclamaba el reino de Dios y que la mente de los hombres ordinarios rehusaba recibir tal mensaje. Todo el mundo permanecía en un silencio absoluto. Bajó las manos y, ante aquel gesto, seis mil hombres se arrodillaron, rezando. Sólo el desgraciado Andrés permanecía sentado en un barril de pólvora, masticando un trozo de carne de caballo. Seis mil hombres, arrodillados, estaban henchidos de una fervorosa fe en Dios y en el mensajero de Dios, y Müntzer imploró así en voz alta: —Dios mío, Dios mío, tú que te me has revelado, envíanos desde los cielos una señal para confundir a los incrédulos. Danos una señal para que podamos creer y no sigamos temiendo la ira de los indignos. Involuntariamente levanté los ojos, como lo hicieron muchos. Negros nubarrones flotaban sobre el campamento del duque, pero sobre el nuestro brillaba el sol. Del Oeste salió una llamarada, luego se escuchó un gran estrépito y un instante después una bala de cañón pasó sobre nuestras cabezas como un pájaro de alas zumbadoras. La muchedumbre se agazapó, pero la bala pasó sin hacer daño. Andrés, de un manotazo, se arrancó el gorro y se frotó la cabeza hasta que sus cabellos parecieron un cepillo amarillento. Se me quedó mirando y dijo: —¡Santa María! ¿He de creer que este hombre está diciendo la verdad? ¿Cómo vamos a poseerlo todo en común? Tendríamos que ordeñar todos las vacas de los otros..., y prefiero condenarme a tener que compartir con el resto de la gente mi dinero, tan duramente ganado. No habría bastante para todos y yo me quedaría sin nada. Le dije que todo quedaría aclarado a su debido tiempo y que antes que quebrarnos la cabeza sería preferible regocijarnos de que hasta las balas de cañón de los enemigos se hubieran desviado. Pero Andrés no creía. —¡Oh! —dijo—, debías conocer mejor su táctica. El artillero envía la primera bala más allá del blanco, y la segunda, más acá, y luego toda la artillería apunta entre ambos sitios, disparan todos a un tiempo, y algunos dan en el blanco. No tuvimos mucho que esperar. Varios disparos sucesivos nos enviaron desde el Oeste ocho balas que silbaron entre nosotros. Los gritos desesperados se confundían con los crujidos de los carros destrozados. Dardos, ruedas, brazos, cabezas y entrañas volaron por los aires. Muchos que estaban ilesos se imaginaban haber sido heridos al verse salpicados por la sangre de los otros, y a gritos llamaban a Müntzer embustero. La muchedumbre se apelotonaba, buscando desesperadamente en un lugar u otro un refugio, y los hombres se lanzaban en montón dentro de los agujeros más próximos. Nuevos resplandores por el Este enviaron otro par de balas al centro de la muchedumbre, mientras otras silbaban sobre nuestras cabezas. —¡Por amor de Dios, Andrés, dispara! —grité. Sonrió ligeramente, mas para complacerme y despertar el valor de los fusileros aplicó la mecha. Rugió el cañón, salió una nube de humo, pero tuve el disgusto de ver que la bala caía en el campo y rebotaba a la mitad de la distancia que nos separaba de las fuerzas del príncipe. Andrés ordenó que cargasen de nuevo y, volviéndose hacia mí, dijo: —Ésta es la mayor distancia que alcanzan nuestros cañones, y el enemigo puede disparar sus piezas sobre nosotros con toda tranquilidad antes de atacar nuestra posición. Mientras los esperamos, podríamos cavar algunas trincheras para contenerlos. Pero cuando caballería e infantes inicien el asalto en orden cerrado, podré decirles hasta cinco «palabras fuertes»... y aun hasta diez, si nos apresuramos. Müntzer intentó reanimar a sus aterrados hombres, mientras el bando de los Elegidos cantaba un himno de batalla que se entremezclaba con el estruendo del cañón, pero la destrucción continuaba. El débil parapeto de tierra quedó deshecho, y la empalizada quedó convertida en una serie de piezas desarticuladas. Al fin el himno quedó acallado por la canción de muerte que silbaban las balas y sólo prevaleció una idea: ¡Huir! Los hombres arrojaron sus armas: levantaron sus puños contra Müntzer, golpearon a los oficiales y los patearon. Müntzer era un falso profeta; ellos no tenían que compartir sus tierras y su ganado con nadie; ellos no querían más que lo suyo, y habían ido a la guerra para defenderlo. El primer alud de hombres que, desbordando la estacada, descendió por la barranca que estaba protegida contra el fuego, fue seguido en confuso montón por muchos otros. Volcaron sus propios carros para marchar más rápidamente, y los que caían eran atropellados sin piedad por camaradas más fuertes. En aquel momento sonaron las trompetas en derredor de la colina; la caballería, en el valle, avanzó, y los piqueros, frescos y descansados, iniciaron una carga formidable. Sin embargo, la bandera del Arco Iris flotaba todavía sobre nosotros, y Müntzer, desde su carro, alzaba las manos entre los pocos fieles que aún permanecían a su lado. —Ha llegado el momento de pensar rápidamente —dijo Andrés—. Preferiría beber la copa del verdugo antes que quedar atascado como un cerdo entre esta cobarde canalla. Desde ahora sólo lucharé en servicio de reyes y de emperadores. Ellos sí conocen el negocio y, por lo menos, un buen general ofrece ocasión de morir de cara al enemigo. —Gritó a los artilleros que estaban intentando abandonar sus puestos, y luego dijo—: Reza pronto tus oraciones, Miguel, mientras yo me ocupo de mí mismo. Si logramos reunir un grupo de compañeros con sentido común, podremos tener la suerte de abrirnos paso y de escondernos en el bosque. Entonces fue cuando vi caer la bandera del Arco Iris en el polvo, pisoteada por los aterrorizados fugitivos. Müntzer fue el primero, tropezando en su abrigo de pieles, con el rostro contorsionado por el terror. Al verlo perdí la cabeza y corrí también, más aprisa que ninguno, y mi rapidez fue la que me salvó la vida. Porque en aquel momento resonó a mis espaldas una explosión aterradora y toda la estacada quedó cubierta por una nube de humo negro. Me imagino que algún artillero, en su apresuramiento, arrojó su mecha encendida sobre algún barril de pólvora. Pero no me detuve a examinar el caso; el estruendo puso alas a mis pies y corrí más aprisa que antes. No me detuve hasta que llegué a la parte inferior de la senda, donde tomé aliento. Allí el panorama era aterrador. Por un lado cargaban los salvajes jinetes del margrave, y por otro, al borde de la ladera, venían los infantes del duque voceando los nombres de Jesús y María. Entre los dos cuerpos hendían y acuchillaban la compacta masa de fugitivos, empapando de sangre el lodo. Precisamente entonces oí cinco disparos de cañón en lo alto de la colina. Cuando, lleno de terror, buscaba un camino de huida, pude ver una negra forma que descendía, con el mismo propósito, desde nuestro fuerte. Me imaginé que era el demonio mismo, lo que no me sorprendió, pues aquél era lugar adecuado para el mismo. Pero el espectro me agarró por el cuello y me dio un par de bofetadas, con lo cual recobré los sentidos y vi que se trataba de Andrés. Estaba negro de la cabeza a los pies, y los cabellos, la barba y las cejas los tenía chamuscados. Le pregunté por qué me golpeaba, puesto que tenía el salvoconducto del duque en mi bolsillo y no podía sobrevenirme ningún daño. Andrés señaló el tumulto sangriento del valle y me contestó en tono amistoso: —¡No te detendré! Tu pasaporte será una excelente coraza; te matarán primero y leerán el escrito después...; es decir, si es que saben leer. Me alegro de haber podido disparar mi cañón, aunque no me detuve a clavarlo como lo haría un artillero. Algunos de los fieles habían regresado y subían de nuevo, llevándose las manos a los ojos. Andrés sacó su espadón, se colocó en medio de la senda y les gritó: —Hoy, mis buenos amigos, cada uno de nosotros tiene que hacer su elección final, como ha dicho vuestro maestro Müntzer. Elegid, pues, si queréis morir por mi espada o por la del enemigo; si sois prudentes, recogeréis algunas de esas armas tiradas y me seguiréis, porque un soldado leal no deja a su jefe en las astas del toro, y me parece ver el abrigo de pieles que viene hacia aquí desde el punto más enconado de la batalla. Lo bien comenzado está ya a medio hacer; así, pues, yo os dirigiré. Hermano Miguel, toma una espada o una pica y sígueme. Los hombres no le obedecieron, e intentaron apartarlo a codazos. Andrés alzó entonces su mandoble con ambas manos y hendió de un solo golpe al más cercano de los hombres desde la cabeza hasta la cintura, de modo que salpicaron hasta lejos los sesos y la sangre. Aquello hizo que los demás cambiasen de opinión y se lanzasen a buscar entre las numerosas armas desperdigadas, clavas, picas y espadas. Le maldijeron, pero se mostraron dispuestos a seguirle. Andrés, sin gastar más palabras, echó a andar colina abajo, gritándome por encima del hombro: —Procura estar cerca, Miguel, y agujerea a cualquiera que intente volverse. Así descendimos hacia aquel molino infernal cuya molienda era carne humana. Trepamos sobre montones de cadáveres y vimos correr la sangre en arroyos por la ladera. Pero nuestro pequeño grupo creció hasta que fuimos cerca de cincuenta, pues Andrés incorporaba a aquellos desgraciados que se deslizaban y resbalaban en la sangre y el fango buscando una escapatoria. No tenía más que mostrar su espada para ser obedecido, y los que habíamos sido los primeros en seguirle reforzábamos nuestro valor cercando a los recién venidos entre nuestras filas para evitar que huyesen. Nuestra rapidez aumentaba con la pendiente de la ladera, y corríamos lo mejor que podíamos para ofrecer a Andrés el necesario apoyo. Era tan compacto y rápido aquel alud, y se mostraba Andrés tan incontenible ante los amigos y los enemigos, que nos abrimos camino entre aquel infierno, y aun muchos prefirieron dejar pasar a nuestro grupo, sólido y rígido como la hoja de una espada, para después seguir combatiendo como hasta entonces lo habían hecho. Como una bala llena de púas, salimos y avanzamos, y al pasar, Andrés cogió a Müntzer por el cuello de piel, lo arrastró y lo lanzó en el centro de nuestro grupo. No recuerdo bien lo que siguió. De pronto, los muros de la ciudad aparecieron ante nosotros. Apretujándonos en la puerta, la atravesamos como sale un corcho de una botella. En cuanto hubo espacio para ello, nuestra partida se dispersó como por arte de magia para esconderse en buhardillas y bodegas. Andrés y yo nos quedamos solos, viéndolos alejarse. Yo no había tenido tiempo de contar los que cayeron, aunque me imagino que debieron de ser pocos. Fue la mejor lección que pude haber recibido acerca de cómo un hombre de recursos puede sacar el mejor partido aun de la situación más desesperada. Andrés tenía un aspecto aterrador, ennegrecido y ensangrentado de la cabeza a los pies, pero yo le abracé derramando lágrimas de alegría. —¡Ya estamos seguros! —exclamé—. De ahora en adelante, viajaremos siempre juntos; tú, delante, y yo, guardándote la espalda. Pero Andrés respondió: —Me abrazas demasiado pronto, hermano, porque el negocio no está concluido aún. Visitemos primero nuestra buena panadería, porque la cosa está un poco revuelta y esas palizas que hemos presenciado continuarán pronto en las calles. Nos apresuramos, pues, a ir a nuestro alojamiento, y Andrés, cerrando la puerta tras de nosotros, observó: —Bueno: ¿qué dices ahora, Miguel? ¿Qué me darás ahora por un buen traje? Dirigí una mirada al que llevaba puesto y comprobé que en mi actual situación, ensangrentado y sucio, no debía inspirar confianza aunque exhibiese mi salvoconducto. Le dije, pues, con aire gruñón, que podría darle un gulden y medio por el traje. Pero Andrés se hizo el sordo ante aquella oferta, y sentándose de través sobre la artesa, de modo que no pudiese yo alcanzar el fardo, comenzó a lavarse la suciedad y la sangre de su rostro, doliéndose de que la pólvora le hubiese quemado acá y allá. Afortunadamente, las mujeres habían llevado varios cubos de agua a la panadería, para hacer la masa, de modo que me fue posible lavarme el rostro y las manos y peinarme el cabello. Para ablandar a Andrés le ofrecí el peine, mas pareció pensar que no tenía necesidad de él; en realidad, se había quemado de tal modo el cabello que casi daba compasión ver su cara. Le ofrecí dos, tres y, al fin, cinco guldens por el vestido, pero su única respuesta fue una sonrisa burlona. Arrojando a un rincón sus harapos ensangrentados y quemados, permaneció desnudo, salvo los calzoncillos. Cogió su espada y dijo que iría a buscarse ropas más adecuadas y que me dejaba que pensara sobre el asunto, aunque yo le rogué que no se marchase. A través del agujero que hizo en la pared la bala de cañón, le vi cruzar la plaza con su espada en la mano. No vacilé más; Saqué el fardo, me desnudé con manos temblorosas, me puse las finas calzas y me abroché el jubón de terciopelo. Sólo los botones y los alamares valían más de dos guldens, según calculé, y cuando me puse en la cabeza la gorra de terciopelo con su hermosa pluma de cigüeña, no pude contenerme más tiempo y contemplé mi imagen en el agua del cubo. Unos zapatos rojos completaban el atavío que yo estaba seguro que me salvaría la vida, por lo cual resolví pagar a Andrés lo que me pidiese. Estuve impacientemente esperando durante largo tiempo su regreso, cuando al fin apareció con las calzas y el chaquetón de cuero de un mercenario. Llevaba en la mano yelmo y coraza, y bajo el brazo, una pierna de carnero. —Trato hecho, por lo que veo —observó—; ayúdame a ponerme esta armadura. Con dedos temblorosos fui atando las correas de los hombros. A mi pregunta de cómo había adquirido aquellas cosas, respondió con una extraña historia en la que hablaba de un mercenario a quien había matado y despojado, y de una mujer a la que pudo librar de ser violada. Al parecer, la mujer se mostró agradecida a Andrés; le invitó a que continuase el trabajo que tan prometedoramente había iniciado el confiscador mercenario y le obsequió con dos copas de plata y la pierna de carnero. Yo le pedí que guardase para sí aquellas desvergonzadas brutalidades y le pregunté lo que le debía por las prendas. Me respondió amablemente con otra pregunta. —¿Cuánto dinero te queda? Le dije que diecisiete guldens y un poco de plata: pobre premio por mis luchas en favor del reino celestial. Debía mostrar consideración a mi pobreza. —Dices bien —asintió—. Dame diecisiete guldens. Puedes quedarte con la plata. Nada le conmovió; ni súplicas, ni lágrimas, y cuando oí que se acercaba el resonar de cascos de caballos y el estruendo de armas, me vi forzado a entregarle la suma que pedía, con el único consuelo de pensar que no había declarado cinco guldens que tenía cosidos en el borde de mi camisa. La matanza continuó toda aquella noche y no creo que sobreviviesen más de doscientos campesinos. Ocultos en aquella habitación, no fuimos descubiertos, y cuando amaneció, Andrés pensó que la ciudad estaba lo bastante tranquila como para podernos presentar armados de nuestro salvoconducto, porque nadie imaginaría que habíamos estado escondidos. Nos sacudimos la harina de nuestros vestidos y salimos abiertamente de aquel lugar; yo, con el aire que cuadraba a un joven caballero, y Andrés, arrastrando los pies tras de mí, con la espada al cinto y una pica sobre el hombro. 7 La pequeña ciudad de Frankenhausen tenía un aspecto triste aquella mañana de mayo, aunque algún gallo, desde las bardas del corral, intentase cacarear como para hacernos saber que mientras hubiera vida había esperanza. Pero el cacareo moría enronquecido y desmayado. Incontables manadas de cuervos describían círculos sobre nuestras cabezas y ensombrecían el sol con sus pesadas alas. Ciudadanos que nada tenían que ocultar se sentaban temblorosos en las buhardillas y en las bodegas mientras otros paseaban su inocencia por la plaza del mercado, donde los príncipes habían revistado sus tropas. Llegamos en el momento adecuado. Nadie se interesó por nosotros, pues todos los ojos se volvían hacia los conquistadores, que estaban administrando justicia ante la iglesia. Cerca de ellos, en un charco de sangre desecada, yacía el cuerpo mutilado de un clérigo al que las mujeres habían matado durante la noche. Me pregunté si habría podido escapar Müntzer, pero le vi entonces, pequeño y encorvado, con las manos atadas a la espalda. Le habían despojado de su abrigo de pieles, que le hacía aparecer más alto el día anterior, y su rostro amarillento estaba manchado de sangre y de cieno. Junto a él estaba el orgulloso mercenario que le había encontrado vergonzosamente oculto en una bodega. Los príncipes se mostraban verdaderamente deslumbrantes; portaban armadura completa, con los yelmos adornados de ondeantes plumas y los petos incrustados de oro. El duque Jorge era pequeño y robusto, y su continente mostraba algunas huellas de semejanza familiar con el del duque Juan, y un cierto aire de campesino marrullero. Llevaba una escarapela negra colgada del yelmo, por lo que me imaginé que Federico había muerto y que Juan era ahora el Elector, circunstancia que aumentaba el valor de mi salvoconducto. Pero entre todos los nobles reunidos, el único que retuvo mi atención y que parecía ejercer autoridad sobre todos los demás era el margrave Felipe de Hesse, el que con sus hombres había realizado la increíble marcha nocturna desde sus dominios hasta Frankenhausen. Era de rostro delgado y huesudo, y sus claros ojos azules tenían la misma expresión fría cuando se dirigían a Müntzer que cuando miraban a sus compañeros los príncipes. En su rostro había una sonrisa altanera. Aquellos nobles hicieron a Müntzer algunas preguntas acerca de su doctrina, y él respondió, humilde y tranquilamente, hasta que Ernesto de Mansfeld, cansado de él, le dio un golpe en la barbilla con su guantelete de hierro. No podía yo asombrarme de aquello al recordar la carta que Müntzer había enviado a aquel hombre cruel tan sólo tres días antes. Tomás Müntzer escupió un poco de sangre y levantó la cabeza, declarando que él demostraría la verdad de sus enseñanzas ante los sabios más grandes de Alemania, incluyendo a Lutero mismo. Si podía probarse por medio de las Escrituras que sus doctrinas eran falsas, entonces se sometería con toda humildad a sus decisiones; pero en tanto no sucediese así, seguiría considerándose a sí mismo como un celoso mensajero del Señor. Los príncipes prorrumpieron en carcajadas, pero el duque Jorge dijo encolerizado que Lutero era tan miserablemente hereje como Müntzer. El duque de Brunswick observó que Lutero merecía la muerte en la hoguera por todas las revueltas que había ocasionado. Sólo el margrave de Hesse se mostró desacorde; habló favorablemente, aunque con ironía, del hombre de acuerdo con cuyos consejos estaban obrando, y propuso que le nombraran Papa de Alemania. Pero el duque Jorge prohibió que se hablase de tales cuestiones donde pudiera oírlas el pueblo, y Müntzer, levantando la cabeza una vez más, rogó que le permitiesen tomar parte en un debate público. El duque Jorge colocó suavemente la mano sobre el delgado cuello de Müntzer, le golpeó con las puntas de los dedos y dijo: —¿Por qué no conceder a este hombre obstinado la disputa que pide? Ruego a Su Alteza que deje el asunto en mis manos. Me lo llevaré inmediatamente a Feldrungen, donde ningún alboroto imprevisto podrá perturbar la legalidad de su disputa y podrá defender sus tesis ante jueces imparciales y un verdugo de probada integridad. No faltarán ni los materiales ni los instrumentos necesarios para tal debate. Su proposición fue saludada con risas, y hasta el propio duque Jorge se desternilló. —Yo deseo su bien —continuó—, y en beneficio de su alma le buscaré un valioso contrincante que le convenza de la eficacia de las doctrinas de la Iglesia, fuera de las cuales no hay salvación. Lo que también es deseable, si pensamos en los pobres desgraciados a quienes él ha conducido por caminos descarriados. Müntzer contempló espantado a los príncipes; su rostro estaba desencajado por un terror pánico. Tenía el aspecto de un desgraciado tejón cogido en una trampa. Arrodillado, suplicaba que no lo pusieran en manos de su mortal enemigo, sino que le concediesen una discusión honorable. Pero nadie pronunció una palabra en su defensa. Ni siquiera di yo un paso hacia delante para atestiguar que Müntzer era en cierto modo un hombre inspirado, aunque Dios se había burlado de él y lo había aniquilado, así como a los seis mil sencillos campesinos que le seguían. No levanté un dedo en su defensa, aunque sabía bien cuál era el destino que le esperaba. En lugar de ello permanecí oculto detrás de Andrés, mientras se llevaban a Müntzer, que sollozaba y pedía socorro a gritos, buscando en vano a alguien que saliese en su defensa en aquella ciudad en la que el día anterior se le había vitoreado como al mensajero del Señor. No deseo detenerme más sobre los desagradables acontecimientos ocurridos en Frankenhausen, y sólo mencionaré que, tan pronto como tuve oportunidad de ello, me acerqué al margrave Felipe y le presenté mi salvoconducto, hablándole de la tarea tan digna de elogio que había efectuado dentro del ejército de los campesinos, intentando inducir a sus jefes a que entablaran negociaciones y evitasen derramamientos de sangre. Era cierto que había fracasado, confesé, pero me aventuré a pedirle que me concediese su favor y la autorización para acompañar sus tropas a Mühlhausen. Me vi obligado a dar aquel paso a pesar del extremado riesgo, porque en cualquier momento podía denunciarme algún ciudadano como uno de los más fanáticos de Müntzer. E hice bien en dirigirme al propio margrave, aunque el duque Jorge era el que gobernaba en aquella región, porque halagué la vanidad de Felipe, quien me dijo amablemente que había realizado bien mi trabajo, puesto que entretuve a los campesinos dando tiempo a las tropas para que rodeasen la colina, cortándoles la retirada. Ni aun el dinero de Fugger hubiera sido bastante para pagar las tropas necesarias para limpiar aquel bosque. Conversó conmigo durante algún tiempo en este tono, y parecía complacerle tener un oyente, cuando yo me aventuré a preguntar qué tenía que ver el dinero de Fugger con este asunto. Me miró con asombro y dijo: —¿Cómo podría yo en otro caso haber sostenido mil seiscientos caballos y otros tantos infantes? Sin el dinero del rico Jacob, los príncipes alemanes se hubieran visto desamparados, y los mendigos seguirían siendo los amos. Pero los campesinos dificultan los asuntos de Jacob, y éste ha financiado nuestras campañas. Von Truchsess no podría haber reclutado ni una sola lanza sin los doce mil guldens de Fugger. Fugger intenta a su debido tiempo reclamar su dinero del archiduque Fernando, porque, con dinero de Fugger, Fernando compró el ducado de Württemberg, del que Jacob había echado al duque Ulrico por no pagar sus deudas. El rico Jacob tiene maña para recobrar su dinero. Permanecí ante él con los ojos respetuosamente bajos, acariciando mi suave barba, que había crecido durante la revuelta y de la que no intentaba prescindir, puesto que me encontraba satisfecho con mi nuevo aspecto. La curiosidad dominó mis temores y le pregunté: —¿Debo entonces entender que todas estas pobres gentes han sido sacrificadas simplemente para complacer a Jacob Fugger, y no a causa de sus ideas heréticas? —He ahí una cuestión que merece ser examinada —observó el margrave—; cuanto más lo pienso, más inclinado me siento a tomar a Martín Lutero como capellán, bajo mi protección. Alguien debe pagar mis deudas, y hay en mis dominios muchos ricos monasterios de los que yo podría apoderarme si abrazase las doctrinas evangélicas. Es impropio de un príncipe y margrave servir de mensajero a Jacob; porque pagó mis hombres sólo con la condición de que yo viniese derechamente sobre Frankenhausen. Entre Leipzig y Erfurt tiene grandes fundiciones de cobre, a las que envía el mineral de sus minas de Hungría. En ese mineral hay plata que, si la extrajese en Hungría, no se le permitiría sacar de aquel país; por eso prefiere hacer el trabajo de fundición aquí. Por tanto, joven, comprenderéis que Jacob tenía una ansiedad febril y me envió un agente para apremiarme a que hiciese una marcha forzada cuando supo que seis mil campesinos rebeldes estaban en las proximidades de sus preciosas fundiciones. Si imagináis que he saldado con esto mi deuda con él, estáis muy equivocado. —¿Así pues, la Santa Palabra del Señor quedará hollada en el polvo por un poco de cobre? —exclamé—. Por primera vez sus pálidos ojos azules se detuvieron inquisitivos sobre mí mientras decía: —Espero por vuestro bien que no seáis un discípulo de Müntzer. Se inclinó hacia delante para echar un vistazo al salvoconducto que yo tenía aún en la mano y leyó mi nombre. —Miguel Pelzfuss de Finlandia, os daré un breve consejo que, por mi parte, tengo ahora muy presente en la memoria. En cuestiones de fe, un hombre debe elegir la que más ventajosa le sea. Nada ganaréis defendiendo las doctrinas de Müntzer. Todo lo contrario. Me despidió entonces y me dirigí e encontrar a Andrés. Pasamos otra noche en la panadería, pero a pesar de que, gracias al favor del margrave, estaba libre de peligro, me sentí muy molesto. No encontré placer en mi hermoso vestido o en mi grave barba, y me acurruqué temblando en un rincón; mis sombríos pensamientos me quitaron el apetito, y Andrés comenzó a temer que inadvertidamente pudiese yo haber bebido agua. Creo que mi corazón estaba más enfermo que mi cuerpo, aunque Andrés fue lo bastante generoso para alquilar un carretero que me condujese a Mühlhausen bajo la protección de las tropas del margrave; y en verdad difícilmente hubiera podido yo caminar hasta tan lejos. Sólo guardo confusos recuerdos de los días que siguieron, aunque sé que, después de muchas vacilaciones, el Elector Juan se alió con los otros príncipes de fuera de Mühlhausen, por lo que las fuerzas combinadas de los aliados llegaron a ser tan formidables que ni por un momento pensó el bravucón Pfeiffer en la resistencia. Una buena noche huyó de Mühlhausen con un par de centenares de bribones, pero fue apresado y volvió cargado de cadenas. Para evitar su completa destrucción, la ciudad se comprometió a pagar a los príncipes cuarenta mil guldens en cinco anos. Las murallas y las torres debían ser demolidas; e inmediatamente entregados toda la artillería, todas las provisiones, caballos y otros animales de tiro, así como todos los artículos de oro y plata. Sólo en esas circunstancias consideraron los príncipes oportuno el entrar en la ciudad. Andrés y yo nos unimos, sin llamar la atención, a la cabalgata que entró en la ciudad, y más tarde nos dirigimos a la casa del cervecero Eimer. Aquel buen hombre acababa de arrojar la pelada varita de sauce de los que se sometían y estaba limpiándose la mugre de las piernas después de arrastrarse con sus conciudadanos ante los conquistadores. Ni él ni Madame Genoveva reconocieron a Andrés cuando le vieron sin cabello y sin cejas y con todo el rostro quemado. Al vernos, el maestro Eimer nos lanzó una maldición y dijo que no había quedado nada por robar en su casa, puesto que la chusma de Pfeiffer se había repartido, como buenos cristianos, todo lo que pudieron llevarse. Pero luego los ojos de Madame Genoveva se fijaron llenos de asombro en mi hermano Andrés, hasta que pudo verme a mí. Se me quedó mirando largamente, tanto mi nuevo traje como a mi rostro y luego se lanzó a mis brazos y me besó extasiada. Su inesperada ternura me abrumó, y me sentí contentó al oprimir mi cabeza contra su blanco y perfumado cuello, mientras derramaba amargas lágrimas. Pronunció dulces palabras de consuelo y me dijo que nunca pudo haber imaginado cuán delicado y atrayente aparecía con aquel elegante vestido y aquella barba. El cervecero parecía tan sólo moderadamente satisfecho por nuestra llegada y por el recibimiento que me hizo Madame Genoveva. Pero ella tenía gran influencia sobre él, y cuando le enseñé el salvoconducto del Elector, el maestro Eimer advirtió en seguida que nosotros podíamos serle útiles. Era un tipo de unos cincuenta años, alto, de ojos negros, con sólo algunas hebras grises en el cabello y en la barba. Tenía también unas cejas peludas y negras, y su rudo rostro aparecía surcado por pequeñas venas azules. Cuando se persuadió de que podía confiar en nosotros, nos condujo a las habitaciones superiores. Presentaban éstas aspecto muy diferente al de la planta baja, que él voluntariamente había revuelto y estropeado para convencer a los intrusos de que no había quedado nada. Nos sirvió cerveza fuerte y una buena comida y nos hizo dormir en una cama de plumas. Tengo mucho que decir de él, porque no era tonto; pero primero debo hablar de la muerte de Müntzer. Durante su estancia en Mühlhausen los príncipes administraron justicia y los habitantes se denunciaron diligentemente unos a otros para evitar que los tuviesen por sospechosos. Por eso, el día de la ejecución, cincuenta y cuatro ciudadanos tenían, o un lazo corredizo sobre sus cabezas, o las rodillas junto al tajo, según su rango. El margrave de Mansfeld se llevó a Müntzer a Mühlhausen..., o lo que había quedado de él después de su disputa con un competente torturador. Tomás Müntzer era una ruina, cojeante, deshecha, y hasta su propia voz parecía débil y quebrada cuando hizo su confesión. Reconoció que todas sus enseñanzas habían sido falsas y que encomendaba su alma a la Iglesia, que era la única que podía salvarle. El piadoso duque Jorge se sintió conmovido hasta el llanto ante la perfecta contrición de Müntzer y expresó su alegría porque el supuesto hereje había recibido con agradecimiento los sacramentos. Cuando escuché aquella mansa y voluble confesión de Müntzer, mi última esperanza quedó aniquilada. Yo no podía seguir creyendo que habría de venir a la tierra el Reino de los Cielos, porque si Dios había hablado por la boca de Müntzer, seguro que Él lo hubiera sostenido a través de sus torturas, por insufribles que fueran para cualquier ordinario mortal. Como estaba ordenado sacerdote, fue degollado, pero a Pfeiffer lo ahorcaron. Aquel fanfarrón afrontó la muerte con una consumada desvergüenza, y desde la escalera misma deleitó a los soldados con lascivas y blasfemas bufonadas. Colocó la soga en torno a su propio cuello, el verdugo quitó la escalera y Pfeiffer bailó su última giga. Y eso es todo lo que tengo que contar de Tomás Müntzer y de su bandera del Arco Iris. Mi nuevo libro tratará de Madame Genoveva, del maestro Eimer el cervecero, del emperador Carlos y de muchas otras cuestiones instructivas y edificantes. LIBRO NOVENO EL EMPERADOR DESAGRADECIDO 1 Cuando los príncipes hubieron logrado sus propósitos con su justicia y habían exprimido todo lo que pudieron a los ciudadanos, se marcharon rápidamente. Eimer, el cervecero, me preguntó qué era lo que pensábamos hacer después, y creyendo que lo que deseaba era apartarse de nosotros, le hablé de mi perro en Baltringen, y de un cofre en Memmingen, que pudiera serme útil si todavía lo pudiera encontrar. Pero luego Andrés, recordándome obstinadamente la promesa que le había hecho, dijo que yo le debía acompañar a él y a Madame Genoveva a Francia, puesto que él se había comprometido a escoltarla y el viaje tenía algo que ver con nuestro hijo. Eimer, después de aclararse la garganta con cierto embarazo, preguntó a Madame Genoveva si ella tenía algo que decir respecto a eso, y como ella continuase en silencio, él comenzó a explicarnos que había llegado a sentir un gran afecto por ella y no deseaba abandonar su compañía. Aunque era uno de los burgueses más ricos de Mühlhausen, pronto quedaría convertido en un mendigo, si se quedaba allí, a causa de los elevados impuestos. Aquella misma mañana había conseguido vender su cervecería, aunque por una suma reducida, a causa de las circunstancias imperantes, y ya no deseaba sino sacudirse de los pies el polvo de la ciudad. No era aquél, según nos dijo, un repentino capricho, sino un propósito que venía madurando desde hacía algunos años, y no teníamos que suponer que obrase así porque estuviese atado a las faldas de una mujer. En cuanto a su esposa, era con la cervecería con la que se había casado, no con la mujer, que era muy regañona; además, no tenían hijos. Él no había dejado nunca de lamentar la decisión que adoptó al casarse. Ahora tenía intención de visitar Núremberg para poder negociar algunos pagarés, y nos invitaba a todos a que fuésemos con él, y luego huir a Hungría o a la Confederación suiza o a Italia. Andrés se quedó como herido por el rayo, y dirigió una mirada de reproche a Madame Genoveva, que se aprestó a decir: —Serás el padre de mi hijo, mi querido Andrés, y también tú, Miguel. Pero ¿puedo impedir que este buen hombre que está todavía en la plenitud de la vida se haya encaprichado de mí? —Esto es lo más escandaloso que he oído nunca —dije—, y viviréis lo bastante, maestro Eimer, para lamentarlo amargamente... tan amargamente, que preferiríais haberos muerto. No conocéis a esta libertina. 2 Hacia mediados de junio llegamos a la rica y poderosa ciudad de Núremberg, que era la más hermosa entre las que yo había visto en Alemania. Permanecimos allí durante varios días, mientras el maestro Eimer arreglaba sus negocios, y aquello fue para nosotros una isla en un mar de inquietudes. Nadie estaba enterado de las perturbaciones, salvo por los rumores que llegaban, y eso, según decía el maestro Eimer, era a causa de que en la ciudad estaban concentrados muchos y poderosos intereses, y no era fácil que surgiesen desórdenes donde vivían tantos comerciantes. Cuando hubo visitado al agente de Fugger y recibido el importe de sus pagarés, me dijo: —Si miráis un mapa, Miguel, veréis que los lugares que han sufrido menos son aquellos donde Fugger tiene una agencia. Y, sin embargo, sus desvergonzados agentes cargan un corretaje de un treinta por ciento. No obstante, se frotaba las manos, y había en sus húmedos labios una sonrisa que parecía dejar traslucir que en sus tratos había algo sospechoso. Tenía extensas relaciones entre los burgueses, y nos presentó a uno de ellos, llamado Antonio Seldner. Eimer confió a Seldner su propósito de establecerse en algún otro país y montar una cervecería. —Habéis dado justamente con el hombre que necesitáis —dijo Seldner—. Os aconsejo mucho que vayáis a Hungría. Cada día se dirigen hacia allí gran número de alemanes fugitivos, y todos ellos son bebedores de cerveza. Pero, lo que es más importante para vuestro objeto, es que mi hermano Martín administra ahora las minas de cobre de los Cárpatos en beneficio de la Corona, y si yo os diese una carta para él, os vendería el derecho de abastecimiento de sus mineros. —Recuerdo bien a vuestro hermano, y compadezco a la Corona en cuanto el ponga las manos sobre las minas. Fugger posee todo el cobre del mundo, salvo el de Suecia y el de España. Seldner, riéndose, le dio unos golpecitos en la espalda y se burló de él, como si fuese un primo llegado del campo. —¿Pero es posible? ¿No habéis oído nada de los grandes sucesos de nuestros días? El monopolio de Fugger ha sido destrozado, y la Corona de Hungría se ha hecho cargo de las minas. Hubo un verdadero alboroto. Fueron asaltadas y robadas las oficinas de Fugger en Buda, y ahora la aristocracia, propietaria de tierras, ha prohibido la explotación de los recursos naturales, salvo cuando lo hagan los servidores de la Corona. Eimer se tiraba de la barba con gesto de agitación. —¡Entonces es que el mundo ha perdido la cabeza! No me extraña que Fugger cobre un treinta por ciento... Pero eso es algo afrentoso; los húngaros son gente atrasada, incivilizada, que nunca tendrá éxito sin los conocimientos y los métodos de los alemanes. —Son caprichosos y amantes de la guerra, y buenos ganaderos —dijo Seldner—, pero odian a los alemanes y a los judíos, y sin duda Fugger les ha dado motivos para todo eso... Seguramente Jacob ha ido demasiado lejos esta vez, y se dice que él y sus consocios han defraudado a la Corona por lo menos en un millón de guldens húngaros. El maestro Seldner habló con detalle de las enormidades cometidas y de las vastas propiedades compradas por esa odiada firma, y concluyó: —Pero el golpe mejor lo dio Fugger el año pasado. Cuando mayor era la aversión en el pueblo, compró un título para Thorza, uno de sus consocios, y con ello, el control de la Casa de la Moneda. El rey es un niño en cuestiones de negocios, y derrocha su dinero como la mayoría de los húngaros. Con objeto de disponer de más dinero, autorizó a Thorza una aleación de una parte de plata y tres cuartas partes de cobre para acuñación de moneda, en lugar de una mitad de plata como antes. El maestro Eimer prorrumpió en violentas maldiciones, hundió la mano en su bolsa y arrojó sobre la mesa un puñado de monedas con un hermoso escudo de armas y la cabeza del rey Luis. —¡Dios mío! —exclamó—. Ahora comprendo por qué aquel hombre me preguntó si yo aceptaría plata húngara, puesto que no traía de otra. ¿Cómo demonios había de saber yo que había perdido la mitad de su valor? —Así es —contestó Seldner—. Pero los húngaros juran todavía mejor que vos, porque han aprendido ese arte de los turcos. Pues bien: algunos comerciantes —no cito nombres— sacaron todas las viejas monedas de sus cofres, corrieron a la Casa de la Moneda y las hicieron acuñar de nuevo; cada moneda antigua les produjo dos de las nuevas. El rey no ganó un maravedí con la nueva moneda, pero algunos lograron beneficios del ciento por ciento. Sin embargo, no contentos con eso, los aristócratas terratenientes, pagando los antiguos precios con la nueva moneda, compraron todos los bienes disponibles en Hungría (rebaños de ovejas, vacas, caballos y muchas otras cosas); pero cuando intentaron comprar mercancías procedentes del extranjero, se encontraron con que los precios se habían duplicado. Todo eso produjo terribles tumultos y los agentes de Fugger estuvieron a punto de perder la vida. Reflexioné largamente sobre aquella notable historia, y al fin observé: —De todos modos, comprendo esto: Jacob no tolerará por mucho tiempo que sean maltratados sus agentes, ni estará dispuesto a perder sus minas. Al joven rey lo dejarán en un rincón, y el país rodará hacia el derrumbamiento. No me siento animado a establecerme allí y montar una cervecería. Pero Seldner replicó: —Hungría es un país rico, de tierras fértiles, de llanuras ilimitadas y de pastos, con rebaños de caballos y con tantas ovejas que no se pueden contar. Hay también muchos viñedos, pero, por encima de todo, los terratenientes húngaros no entienden nada de negocios. Beben vino, oyen música, bailan, cazan y cabalgan... cuando no están ocupados con los turcos. Un hombre listo puede prosperar entre ellos y engordar mucho en poco tiempo. Pero no tienen compasión de los herejes, porque su fe se ha ido fortaleciendo en las batallas contra los infieles y no toleran ninguna discusión religiosa, temiendo que tales conversaciones puedan incitar a los siervos a levantarse contra ellos, como estamos seguros de que lo harían. Habló bien y con simpatía de los húngaros, declarando que el poderío de los Fugger se hallaba tan quebrantado que permitía el establecimiento de otras empresas. Él mismo iría allí si sólo pudiese convencer al Senado de Núremberg de que concediese a su hermano su apoyo, porque las minas eran un bocado demasiado grande para un solo hombre. 3 Llegó al fin el día en que quedaron resueltos los asuntos del maestro Eimer, y nos anunció su propósito de salir en seguida para Venecia, el mayor mercado del mundo. Allí podría adquirir una nueva identidad, cambiando su nombre y cortándose la barba. —Sería una locura llevar mucho dinero acuñado en un viaje así —dijo—. Por lo tanto, he invertido toda mi fortuna en letras contra la casa Bisani, en el Rialto. Madame Genoveva me ha prometido acompañarme, y viajaremos con los correos de Fugger, para mayor seguridad y rapidez. Venid con nosotros si así lo deseáis, pero tendrá que ser a vuestra costa, puesto que en adelante no necesito ya de vuestra protección. Me sentí molesto por sus palabras; yo había creído que viajaríamos juntos hasta Suabia, donde recogería a mi perro Rael, y luego, a través de la Confederación suiza, a Lyon y Tours, para visitar a nuestro hijo. Andrés había comprado ya un regalo para él, de un famoso fabricante de juguetes de Núremberg... —un burrito que podía mover las patas—. Pude advertir que los planes del maestro Eimer desagradaban mucho a Madame Genoveva, que sonrió con acritud y dijo que ella tenía otras ideas muy diferentes. Pero el maestro Eimer le prometió que le compraría muchas varas de brocado de oro en Venecia, y un espejo, y algunas de sus famosas piezas de cristalería. Como yo no podía sufragar un viaje en aquellas condiciones, Andrés y yo decidimos hacer el viaje a pie por Suabia y la Confederación hasta Lombardía, y más tarde, reunimos con ellos en Venecia en el verano. El maestro Eimer me pidió que preguntásemos por Kaspar Rotbart en la «Fonda de los Tudescos», cuando llegásemos a Venecia, pues allí los encontraríamos. Cuando pude ver después a solas a Madame Genoveva, le eché en cara sus mariposeos, pero ella se defendió calurosamente diciendo que siempre había suspirado por Venecia. Ciertamente, había esperado que el maestro Eimer sacase de Núremberg su fortuna en moneda; aunque, después de todo, algo bueno podía sacarse de aquel viaje a Venecia. Me recordó las innumerables pruebas que me había dado de su verdadero afecto, y me animó a que me apresurase a ir a Venecia para librarla de Eimer, a quien ella acompañaba tan sólo para asegurar el porvenir de sus hijos. Madame Genoveva me había favorecido, según me dijo, con frecuentes expresiones de su afecto. En realidad, mientras el maestro Eimer estuvo ocupado con sus asuntos, las atenciones de ella habían sido a veces agotadoras. El recuerdo de mi querido perro y la llegada del verano contribuyeron a hacer más fácil la separación, y en mi locura llegué realmente a creer que no podría vivir sin mí. Antes de partir, Andrés expresó su deseo de invertir sus considerables ahorros en letras de cambio. Pero Eimer parecía tan deseoso de ayudarle, que Andrés fingió cambiar de intención. Sin embargo, en cuanto se hubieron marchado, se fue directamente a casa de Fugger y obtuvo a cambio de su dinero una nota, y con sólo presentarla en las agencias de Venecia, Milán o Génova, recibiría su equivalente en especie. Le dije a Andrés que se había equivocado de puerta, y le conté lo que había pasado en Hungría, pero se puso a silbar descuidadamente, y dijo que afrontaría el riesgo de que pudiese ser retenido aquel pago, porque era tan probable que la Tierra comenzase a girar alrededor del Sol, como que el rico Jacob perdiese su dinero. Iniciamos luego nuestro viaje desde Núremberg a Baltringen. Pero no fue una excursión tan alegre como yo esperaba, pues acá y allá, bajo montículos de tierra, emergían los huesos de pies y manos y los cuervos volaban en círculo sobre las granjas incendiadas. Las mujeres, ojerosas, y los niños amedrentados a quienes encontrábamos no nos hablaban, y en las aldeas que habían quedado en pie nos era difícil encontrar alimentos. Tres veces encontramos horcas de las que colgaban cadáveres cuyos andrajos revelaban que habían sido clérigos. Los campesinos a quienes hallábamos maldecían a Lutero, cuya única labor había consistido en hacer que los príncipes y los prelados fuesen más arrogantes que antes, y que los campesinos estuviesen mucho más hambrientos. Hicimos el viaje tan rápidamente como pudimos. En Baltringen fuimos a casa de la respetable viuda, que hacía tiempo que nos daba por muertos. No hay palabras para describir el rapto de alegría de mi perro al verme de nuevo. Saltaba hacia mí, me lamía la mano, corría como loco por toda la casa, tropezando atolondradamente con bancos y mesas. Su pelaje había crecido de nuevo, y estaba gordo como un cerdo. La viuda me dijo que lo había alimentado lo mejor que había podido; en realidad se había encariñado tanto con Rael, que la contrariaba el que se fuese conmigo. Aquello me entristeció y resolví dejar a Rael que por sí mismo eligiese entre una comida completa en un rincón al amor de la lumbre, y las privaciones de un viaje en mi compañía. Cuando lo dejé en el umbral de la viuda para que lo atrajese hacia el interior con un jugoso hueso, lanzó un ladrido de despedida, lamió la mano de ella, cogió el hueso y fue tras de nosotros; Andrés reconoció que Rael era un perro sagaz y prudente, y que sabía cuidar de sí mismo. Nos dirigimos, pues, alegremente a Memmingen, en donde fuimos directamente a la Casa Consistorial y descendimos por aquella oscura escalera de mi antiguo hogar. El bailío y su esposa, comida de viruelas, aún residían allí, pero no se alegraron, ni mucho menos, al verme, pues conservaban la esperanza de llegar a ser dueños de mi cofre, y en realidad habían hecho proclamar públicamente que de no ser reclamado en el plazo de un año, se quedarían con él. Lamentaron su pobreza y lo duro de los tiempos, pero cuando abrí el cofre lo encontré todo en buen orden. Aunque sintiéndolo mucho, vendí el manto de pieles del maestro Fuchs y todas las otras cosas, excepto las prendas de lino, algunas con finos encajes, y la copa de plata. Del dinero que recibí, pagué una misa por el alma del maestro Fuchs, aunque ya tenía yo poca fe en tales cosas; entregué una limosna para los pobres en la casa del Espíritu Santo y gratifiqué al bailío por haber cuidado de mi cofre. Cuando finalmente hube pagado ciertas deudas que tenía con Andrés, quedó un buen centenar de guldens en mi bolsa. Me parecía que rebajaba mi dignidad el caminar a pie, por lo que para el resto del viaje alquilaba un caballo en cada posada donde los había de repuesto. Andrés caminaba cogido con una mano de mi estribo, y cuando Rael se sentía cansado, lo subía delante de mí, en la silla. De esa manera marchábamos bastante de prisa. En pocos días llegamos a Lindau, donde el emperador tenía su arsenal, y nos embarcamos para cruzar el gran lago hacia el territorio suizo y hacia la libertad. Nos encaramos entonces con «la gran barrera», cerrándonos el paso por todos lados las altísimas y azuladas cimas cubiertas de nieve. Aquélla era sin duda la barrera más alta que Dios había construido. Su vista nos dejó con el aliento en suspenso y llenos de miedo, pues nos parecía imposible que unos pobres mortales pudiesen cruzar una barrera como aquélla, y sin embargo, aunque con verdadero asombro por mi parte, lo hicimos en compañía de algunos comerciantes, si bien durante la noche sufríamos seriamente por el frío. Soplaban unos vientos terribles al cruzar los puertos, y con frecuencia teníamos que apartar a un lado las rocas que habían rodado por las laderas y que bloqueaban el camino. Rael se puso más delgado y podía correr sin jadeos. Me parecía que yo no había respirado nunca un aire tan puro y tan vivificante. Comprendía ahora por qué ni aun los emperadores habían subyugado nunca a aquella nación, a pesar de que sus dominios la cercaban por todos lados. Es un país creado por hombres tenaces y duros que no temían ni las alturas que producen vértigo, ni la muerte repentina. Desde aquellos aires estimulantes de los Alpes descendimos en un solo día al sofocante calor de un julio italiano. La pequeña ciudad en la que pasamos la noche despedía un olor hediondo a vegetales putrefactos y a basuras; sus habitantes, gentes menudas y de piel morena, se reunían junto a las carretas gritando, chillando y agitando los brazos, lo que me hacía temer que se produjese un tumulto en cualquier momento. Pero Andrés me tranquilizó asegurándome que tal era la conducta corriente en Italia. Me aconsejó también que aprendiera el italiano lo más aprisa que pudiese, porque era la lengua comercial por excelencia y la más ampliamente utilizada en el mundo entero. Nos despedimos de los comerciantes, que se dirigían a Milán, y continuamos tranquilamente nuestro camino desde los territorios imperiales hacia la poderosa República veneciana. Estábamos a mediados de julio y hacía un calor terrible, y en los campos que atravesábamos, los cereales tenían un color de oro. Con frecuencia dormíamos en pleno día y viajábamos al atardecer y por la mañana, o en las noches de luna. Sin embargo, Andrés me aseguraba que aún no conocía nada del verdadero calor de Italia. Contaré ahora lo que es quizá la más notable de todas mis aventuras; y a causa de las calumnias y sospechas a que más tarde dio origen, debo insistir en que tanto Andrés como yo teníamos suficiente dinero para nuestras necesidades, y que las armas que llevábamos eran sólo para nuestra defensa, no para asaltar y robar, cosa que nunca había entrado en nuestros propósitos. Considero necesaria esta explicación, porque desde que alcancé mi elevada posición de entonces, ciertas personas han afirmado que huí de la cristiandad justamente a causa de este episodio, cuando la verdad es que yo no me marché hasta dos años más tarde, y aun entonces, tan sólo por los más excelentes motivos. Hasta aquí he relatado todo tal como sucedió, sin tratar de ocultar mis faltas y errores; no veo que haya ninguna razón para mentir en este caso. Andrés tenía algunos motivos particulares para desear evitar la ciudad de Brescia, y dimos un rodeo, yendo por un camino de herradura, para volver a tomar el camino principal cuando cayese la noche. De pronto sonaros tres disparos ante nosotros, seguidos de gritos y chasquidos de armas. Un caballo sin jinete pasó casi rozándonos, con las crines al viento y los ojos espantados, e hizo huir a mi perro con el rabo entre piernas. Le dije a Andrés que aquello no era asunto nuestro, y que lo mejor que podíamos hacer era meternos en el bosque, pero él, después de haber intentado en vano detener al caballo que huía, me dijo que por ningún motivo se ocultaría mientras la carretera estuviese llena de caballos de los que los jinetes no parecían tener necesidad. Así pues, con nuestras pistolas preparadas, seguimos avanzando por el camino, Andrés delante, yo, guardándole las espaldas, y el perro, el último, todavía con el rabo entre piernas. De pronto nos encontramos frente a una banda de ladrones. Uno de ellos tenía dos caballos, mientras que el resto registraba las bolsas y los vestidos de los dos jinetes, que habían estado ligeramente armados, pero a los que habían matado. Andrés disparó su arcabuz, lanzó un horrible grito y arremetió contra ellos blandiendo su espadón. Tras la primera sorpresa, advirtieron que sólo éramos dos, y se disponían a acabar con nosotros, pero yo, pidiendo a Dios que funcionase la llave de rueda, que era tan poco de fiar, y que prendiese el cebo, apoyé el cañón de mi arma contra el pecho de uno de ellos y apreté el gatillo. Salió la bala, el hombre cayó, y Andrés dio cuenta de otro; los demás huyeron a toda prisa con los dos caballos robados y con el producto del saqueo. Nosotros no ganamos nada con aquella pequeña escaramuza, que, en sí misma, fue de poca importancia. Pero sucedió que con la agitación se me aflojaron los intestinos, de modo que me vi obligado a retirarme entre los árboles. Rael vino conmigo, y después de corretear entre los árboles, comenzó a gruñir y luego ladró secamente. No obedeció a mi llamada, por lo que fui a buscarlo y me encontré con el cuerpo de un hombre. La sangre manaba todavía de las heridas de aquel joven, y su rostro estaba aún caliente; pensé que sería el jinete del tercer caballo, al que habíamos visto huir. Sin duda había caído desde su montura estando herido, y había podido ocultarse de los ladrones. Cuando abrí su bolsa, lancé un grito de alegría, pues contenía veinte ducados venecianos y alguna cantidad de plata. Estaba todavía contando las monedas, cuando Andrés llegó a buscarme, puesto que me había llamado en vano desde el camino, y se sintió lleno de envidia a la vista del oro. Los finos vestidos del joven me tentaron, pero creí preferible abandonar aquel lugar sin nuevas demoras. Andrés dio vuelta al cadáver sobre la espalda, con la esperanza de encontrar algo más, y cogió un alfiler de oro de su camisa. Advertimos entonces una cosa extraña. Sin cuidarse de su bolsa, el joven estrechaba contra su pecho, aun después de muerto, un largo tubo forrado de cuero. —Éste será mi bastón de condestable... porque veo tres lises de oro estampadas en él —dijo Andrés mientras aflojaba la mano del muerto—. Es decir, si el rey de Francia me designase para mandar su ejército. Ocultó el estuche en su pecho, como si fuera cosa de su propiedad, y nos apresuramos a dejar el bosque y a continuar nuestro viaje hacia el Sur. Seguimos caminando mientras hubo luna, y cuando se ocultó, nos detuvimos a comer y a dormir bajo unos árboles, cerca de un arroyo. No nos atrevíamos a encender fuego, porque nos dábamos cuenta de que si éramos descubiertos, nos ahorcarían, porque, ¿quién iba a creer nuestra historia? Cuando despertamos, brillaba ya el sol y examinamos nuestro botín. La bolsa, que estaba adornada de hilos de oro y perlas, valía ella sola un par de ducados, y mientras yo hacía sonar el oro dentro de ella para hacer enfadar a Andrés, éste soltó la trabilla del estuche y extrajo un cilindro de hierro que tenía una cerradura. El cuero llevaba estampadas las flores de lis de Francia y el escudo del rey francés; Andrés dijo de pronto: —¡Ya sé lo que es esto! Un estuche para despachos de la Corte de Francia. Yo he visto antes cosas como ésta, y nadie tenía la llave más que el guardasellos de Su Majestad y los embajadores en el extranjero. Aquello me produjo verdadero espanto; saqué una moneda y estuve largo tiempo contemplando la efigie. Después dije: —Enterremos todo esto en seguida y marchémonos, porque nadie puede robar impunemente el correo real; aquellos tipos no sabían lo que hacían cuando atacaron al correo del rey. Pero Andrés estaba resuelto a descubrir lo que pudiera contener el tubo, pues debía ser cosa de importancia, y trabajó durante una hora para forzar el cierre. Sin embargo, cuando terminó, quedó desilusionado, pues en lugar del oro que él esperaba, se encontró solamente con unas cartas selladas, dirigidas a la reina madre de Francia, en Lyon. Por aquel tiempo, la reina estaba encargada de los asuntos de Estado, en nombre de su hijo, que se hallaba prisionero. Andrés arrojó los papeles, con un juramento. Pero una vez que, para bien o para mal, había sido forzado el cilindro, se apoderó de mí una fatal curiosidad y el deseo de saber algo de los negocios del mundo. Admito que aquello estaba mal hecho, y mi única defensa es que yo no tenía noción de los formidables asuntos en que me iba a ver envuelto a consecuencia de aquel acto. Permitidme insistir una vez más en que las cartas vinieron a mis manos por una extraña casualidad y no estuvo nunca en mi ánimo el apoderarme de ellas. Rompí, pues, los sellos y comencé a leer los despachos, que estaban escritos en francés. El más largo era del conde Alberto Pío, embajador francés ante la Curia de Roma, dando instrucciones a su secretario, Segismundo di Carpo, sobre ciertas negociaciones en Venecia, y la orden de que reexpidiese la carta a la reina madre. La segunda carta era del citado Segismundo di Capri, quien declaraba que había confiado los despachos a su propio secretario, Sismondo Santi. Afirmaba que la Señoría de la gran República estaba ahora equipando un ejército y que él personalmente estaba apremiando a la Confederación con objeto de reclutar diez mil soldados. Había también una carta de la Señoría, que yo no pude leer, porque estaba en italiano. Lo que quedaba por hacer —escribía el conde Alberto Pío— era firmar el tratado de alianza; cuando Su Santidad el Papa Clemente VII hubiese recibido éste, se encontraría dispuesto a enviar sus tropas junto con las de Florencia contra el reino de Nápoles. Tardé algún tiempo en llegar a comprender la significación de todo aquello, porque, como el resto del mundo, me había adormecido con la creencia de una paz duradera. Pero a medida que leía, lanzaba exclamaciones en voz alta y pedía a Dios que me ayudara a comprenderlo bien. Me di cuenta en seguida de que esas cartas me costarían la vida si me cogían en territorio veneciano, papal, florentino, francés o del Milanesado, porque todas hacían referencia nada menos que a una tremenda conspiración contra el emperador y la paz del mundo. Detrás de la alianza estaba Su Santidad el Papa Clemente VII, y al parecer, sería dirigida por el marqués de Pescara, comandante en jefe del Ejército Imperial en Milán. Pronto comprendí que aquel secreto pesaba demasiado para que lo soportase un hombre solo, y como Andrés había comenzado a hacerme preguntas al ver mi gran excitación, le referí toda la historia. —Todo esto me suena mal —comentó plácidamente—. El emperador ha desbandado sus tropas, porque no tiene dinero para pagarlas. Pero en Milán, el marqués de Pescara todavía tiene autoridad, y Frundsberg puede hacer brotar del suelo, en cualquier momento, diez mil piqueros. —Pero olvidas el meollo del asunto —dije—. Pescara ha estado conspirando secretamente contra el emperador, que le ha tratado mal y no le ha dado el premio que merece. Al rey Francisco se lo ha arrebatado de las manos y se lo ha llevado a España. Además, está furioso con De Lannoy, el virrey de Nápoles, y con el duque de Borbón, que están tranquilamente en España custodiando el botín, reunidos con el emperador. El Papa le ha prometido la corona de Nápoles o de las Dos Sicilias una vez se haya tomado Nápoles, y le ha enviado muchos doctores en Teología y en Jurisprudencia para que le demuestren que puede, sin pérdida de su honor, abandonar al emperador y aliarse con sus enemigos, a pesar de su cargo de comandante en jefe de las tropas imperiales. —¡Demonio! —exclamó Andrés—, y se quedó en silencio largo rato. Al fin dijo: —Si esto es cierto, el pobre emperador está metido en un barco que hace agua, y le compadezco, porque De Lannoy y Borbón no pueden igualarse a Pescara. Pero déjame que encienda fuego y que queme estos papeles lo más aprisa posible, para que podamos olvidar todo esto y seguir nuestro camino con la conciencia tranquila. Pero yo iba tejiendo ya en mi cabeza planes insaciables y codiciosos, y me sentía embriagado por la idea de que en nuestras manos yacía el destino del mundo. —¡Que Dios se apiade de ti, Andrés! Éstos son papeles de grandísimo valor, y valen mucho dinero. No cometamos la estupidez de quemarlos. Pensemos más bien en quién puede pagarnos el mejor precio. Andrés respondió: —En el banquete de los leones no hay sitio para los ratones. No hay precio para nosotros en un juego tan colosal, y nada podemos esperar sino una muerte violenta, sea el que fuere al que se lo vendamos. Los sellos rotos demuestran que conocemos su contenido. El Papa nos quemaría en la hoguera, Pescara nos abriría en canal y nos haría descuartizar, y la reina madre no vacilaría en ahorcarnos por haber robado su correo. —Pero Andrés —le dije en tono de reproche—, se trata de un asunto tan grande, que no debemos pensar sólo en nuestra propia piel. Debemos recordar que la paz del mundo está en peligro y que la Providencia ha puesto estos papeles en nuestras manos para que podamos salvar al mundo. Sólo el emperador puede desviar esta amenaza a su poder, y debemos hacer llegar estos papeles a sus manos con la mayor rapidez. Si le place darnos el adecuado premio, aceptémoslo humildemente como un don de Dios. Andrés, con la cabeza entre las manos, y revolviéndose el cabello, dijo: —El emperador es tan condenadamente pobre, que ganaremos muy poco con ayudarle. Me parece que te equivocas de puerta, Miguel, y que buscamos un atajo para ir al infierno intentando sostener ese trono que se tambalea, cuando hasta el propio Pescara lo abandona... porque el marqués sabe muy bien lo que está haciendo. Pero yo era obstinado, y repuse: —Este joven y excelente emperador parece elegido por Dios para restaurar el orden en un mundo perturbado... Por muy pobre que pueda ser, está a punto de dominar el mundo, y cuando se dé cuenta de la traición del Papa, le arruinará y purificará la Iglesia. Ha jurado, además, desarraigar la herejía en Alemania, y no tengo nada contra eso, porque he visto con mis propios ojos que no era la voluntad de Dios el traer el Reino de los Cielos a 1a Tierra. Los días de Lutero han acabado, y toda Alemania maldice su nombre. Y yo no puedo menos de lamentar un cierto juramento que hice ante el cadalso de mi esposa —un juramento que ni aun a ti te lo repetiré, por miedo a que sospeches que estoy loco—, que fue quizás un buen juramento, y que tendrá que realizarse. Andrés recordó con amargura la promesa que hice en el camino de Weimar, pero me absolví a mí mismo de ella, pagándole cinco ducados de oro de la bolsa de Santi. Protestó diciendo que una promesa era una promesa, y que debíamos viajar por aquel camino, puesto que ya habíamos tenido que padecer bastantes quebraderos de cabeza. Pero cuando vio que me mostraba inconmovible en mi propósito, metió, con un suspiro, el dinero en su bolsa y dijo: —Si he comprendido bien estas cartas, parece que el Santo Padre y los otros príncipes italianos están ya hartos de la dominación extranjera y reclaman que Italia sea para los italianos. No me extraña eso, después de haber visto cómo se conducían las tropas imperiales en Milán y en Lombardía. Pero, ¿quién soy yo, un pobre ignorante, para argüir contra ti? Debo ir contigo para evitar que una vez más te des de cabeza contra un muro. Volvámonos, pues, a toda prisa hacia Milán. Le miré estupefacto, porque Milán, el cuartel general de Pescara, era el último lugar que yo hubiera pensado visitar. Pero Andrés dijo que también era el último lugar en que se les ocurriría buscarnos. 4 Llegamos a Milán a mediados de julio. Las escasas tropas imperiales estaban aún sitiando el castillo, que era defendido con tesón por Sforza, el único duque legítimo de Milán. Andrés se encontró con muchos camaradas españoles y alemanes mercenarios que habían estado con él en el sitio de Marsella, y por guardar las apariencias preguntó acerca de la posibilidad de alistarse. Pero le dijeron que el emperador no podía tomar ya más hombres, y que aquellos que tenía se veían obligados a procurarse la comida. La población de aquella en otro tiempo rica ciudad había quedado reducida a un tercio, y todos los distritos habían sido incendiados hasta los cimientos. A pesar de todo, la confianza en una paz duradera había estimulado los negocios. Fui en seguida a casa del agente de Fugger y escribí una carta a Madame Genoveva, informándola del cambio de nuestros planes. Le contaba que, profundamente oprimidos por el peso de nuestros pecados, Andrés y yo habíamos resuelto ir en peregrinación hasta la catedral de Santiago de Compostela, en España; no tenía, pues, que esperarnos, y debía continuar su viaje a Lyon, donde esperábamos reunimos con ella a nuestro regreso. Si eso fallaba, llevaríamos el burrito de juguete a nuestro hijo, en Tours, y luego iríamos a verla a Venecia. Con seguridad, Madame Genoveva creería que habíamos perdido el sentido cuando leyese aquello, pero yo no podía darle otra clase de informes acerca de nuestras actividades. Sellé la carta y se la entregué al agente, dándole además ducado y medio, y pidiéndole que la enviase a la dirección de Kaspar Rotbart, en la calle de la «Fonda de los Tudescos», en Venecia. Estábamos ya preparando nuestro viaje a Génova, cuando nos sobrevino una repentina racha de buena suerte. Llegó a nuestros oídos la noticia de que un tal don Gastaldo, uno de los lugartenientes de Pescara, salía con rumbo a la Corte del emperador, en España, y que muchos mercenarios españoles que sentían nostalgia, se disputaban un lugar entre sus acompañantes. Andrés consiguió ser presentado a aquel caballero por un oficial que le había conocido en Pavía, y cuando el joven lugarteniente, que era hombre devoto, supo nuestro propósito, se sintió complacido. Nos habló de los milagros que se obraban en Compostela, y fácilmente nos concedió permiso para acompañarlo, siempre que nosotros viajásemos a nuestra costa y le escoltásemos durante todo el viaje hasta la Corte del emperador. Nos dirigimos a Génova en compañía de don Gastaldo, y allí despidió al resto de su escolta, excepto dos arcabuceros españoles. Era evidente que llevaba alguna misión importante, porque abordamos una gran galera cuyos remos nos permitían prescindir del viento. Aquel barco llevaba muchos cañones, y el capitán puso a disposición de don Gastaldo una hermosa cámara en la popa. Uno de nosotros estaba noche y día de guardia a la puerta de aquella cámara, con la mecha encendida, y cuando don Gastaldo subía a cubierta a gozar del aire fresco, llevaba un hombre pegado a los talones. En aquel tiempo, tales precauciones me parecieron exageradas, pero acontecimientos posteriores demostraron que había razones para insistir en ellas. Las largas hileras de remos se alzaban y caían al unísono, y era cosa curiosa de ver. Tuvimos viento favorable, y el viaje fue realmente rápido. Me hubiera gustado hablar con los galeotes, pero mientras remaban no podían ser distraídos, y cuando descansaban estaban tan agotados que yacían bajo sus bancos, atados con cadenas, como perros extenuados. Por otra parte, la hediondez de la cubierta, y los cómitres, cuya tarea consistía en azotar a los perezosos para que rindiesen mayor esfuerzo, no me animaron en mi deseo de bajar hasta ellos. Esos hombres eran verdaderos salvajes, criminales endurecidos, hambrientos por razón de su escasa alimentación. Ciertas historias que oí contar, sin duda exageradas, atenuaron también mi deseo de visitarlos, y por otra parte no quería exponer a ningún peligro a mi perro. Después de quince días de viaje, entramos en el puerto de Valencia, en España. Pero no tuvimos tiempo de ver gran cosa de esa gran ciudad, llena de color, con abundante cantidad de barcos, porque don Gastaldo tenía prisa por continuar. Aquel mismo día montamos para comenzar nuestro largo y penoso viaje hasta Madrid, en cuya ciudad el rey de Francia languidecía en una prisión. Durante los monótonos días que siguieron, vi más que suficiente de las áridas colinas amarillentas de España, de aquel eterno polvo, y los míseros cabreros que nos hacían muecas desde las márgenes del camino con sus rostros atezados. En las riberas de los ríos había en realidad algunos trozos fértiles y hermosas ciudades, pero los palacios y los acueductos de los moros estaban en ruinas y aquel terrible calor de agosto hubiera abrasado aun el suelo más rico, dándole aquel tono de amarillenta palidez. Debo confesar que esa tierra de desnudas colinas y llanuras me daba miedo; sus vinos tenían el gusto del rojo polvo de los caminos, y me quemaban la boca, y no podía comprender por qué aquellos dos ariscos arcabuceros habían suspirado tanto por regresar, dejando la gloria y la alegría de Italia. Cuanto más nos acercábamos a Madrid, más claramente percibía yo las dificultades que tendría que vencer antes de ser oído por el emperador. Los negocios de Estado ocupaban todo su tiempo, y nos enteramos de que los enviados franceses habían llegado en julio para negociar la libertad de su rey. No me sentía muy contento cuando oía los aullidos de los lobos entre las colinas que hacían temblar a Rael junto a mí durante la noche, cuando buscábamos refugio en alguna misérrima choza de adobes, o cuando sentía el olor de los haces que se quemaban frente a la iglesia de alguna pequeña ciudad. Pasamos por aquel lugar cuando estaban quemando un judío y un moro, atados espalda contra espalda en la misma estaca y llevando unos gorros que tenían unos diablos pintados. Monjes vestidos de negro cantaban y les mostraban los crucifijos, y a pesar de la prisa que tenía, don Gastaldo se detuvo para presenciar la sombría ceremonia. Nos dijo que ningún otro país cristiano había tenido tantas dificultades con los herejes como España. Allí, la Santa Inquisición tenía que luchar a la vez con los herejes judíos y con el heredado y arraigado mahometismo. Por otra parte, el olor de aquel humo le conmovía profundamente y le traía a la memoria preciosos recuerdos de su infancia. Llegamos a Madrid en uno de los últimos días de agosto, cansados y maltrechos después de nuestro largo viaje, y siempre acompañados de aquel calor y aquel polvo cegador. Don Gastaldo supo con el mayor placer que el emperador acababa de llegar de Toledo, y sin detenerse a sacudir el polvo de sus vestidos ni quitarse siquiera las espuelas, se apresuró a pedir audiencia a Su Majestad. Nunca nos molestamos en averiguar cuál sería el asunto que le llevaba a Madrid. Sentí por él verdadera admiración, pues aunque se había quedado más delgado y con grandes ojeras, dados los rigores del viaje, estaba tan vivaz y tan ligero como un estoque. Andrés me dijo que en ninguna parte del mundo había soldados que tuvieran tanta correa y fueran tan resistentes como los de España. En cuanto a nosotros, nos arrastramos, envarados y doloridos, hasta una posada, en la que en latín, francés e italiano, pedimos de comer y de beber. El vino se me subió en seguida a la cabeza. Andrés lo bebía de un cubo, y Rael, bajo la mesa, roía rabiosamente un hueso y gruñía a quien intentaba arrebatárselo. Pronto se reunió en torno a nuestra mesa un grupo de españoles para vernos comer y beber, especialmente a Andrés, haciéndose cruces y siguiendo cada bocado con sus oscuros ojos. Andrés, que se sentía entonces caritativo con todo el mundo, dijo: —Estos pobres espantajos también tienen su parte en la Redención, como nosotros, y no pueden aliviar sus sombrías naturalezas. Que se harten de vino, y veamos si son capaces de sonreír. Así lo hicimos. Pero el rumor de que se podía beber de balde corrió por la ciudad como un relámpago, y pronto la sala se vio tan concurrida que casi no podíamos levantar el codo, y el posadero se vio obligado a cerrar la puerta. Pero un hombrecillo trepó por el muro del patio y se unió a nosotros. Tenía unas orejas de murciélago y unos ojos vivos, y hablaba bastante bien el alemán y aun el latín, por lo que le dimos la bienvenida como a un cristiano. Cuando se acabó la bebida, lo condujimos a la habitación que el posadero había puesto a nuestra disposición y le pusimos en la cama entre nosotros dos. No tenía buena cabeza para el vino. Tuvimos suerte, porque aquel hombrecillo nos fue de gran utilidad. Cuando despertamos a la mañana siguiente, bebimos vino con prudencia, para aclarar nuestras cabezas. Mientras tanto, nos contó que él era el barbero del señor De Lannoy, y acompañaba a su amo desde Toledo a Madrid. Juntaba a esa profesión la de alcahuete, y era conocido en los mejores burdeles de Madrid. Pero con nuestro agotamiento y el miedo que yo tenía al «mal francés», no nos sentimos inclinados a utilizar sus servicios... Sin embargo, viendo que se mostraba bien dispuesto hacia nosotros, le pregunté cómo podría un pobre hombre llegar a ser recibido en audiencia por el emperador. Le conté que nosotros éramos peregrinos de un país lejano y que, habiendo acompañado a un oficial español hasta Madrid, estaba sumamente deseoso de visitar al más grande Señor del mundo para poder contárselo a mis hijos, si alguna vez los tenía. El buen barbero me miró inquisitivamente y contestó: —Nuestro joven soberano se ha visto obligado a rodearse de una muralla de cientos, y aun de miles de personas que le libren de todos aquellos que desearían ser recibidos en audiencia por él. Está continuamente sitiado por pedigüeños de todos los países (inventores, matemáticos, filósofos), que mutuamente se superan en cuanto a las extravagancias de sus proyectos. Pero todos ellos tienen un rasgo común: sacar algo del emperador. Por otra parte, debéis recordar que él está en deuda con los comerciantes y príncipes de toda la cristiandad. Hay pocos a quienes él no deba algo, ni momento del día en que se pueda ver libre de sus demandantes. Comprendo muy bien que, a pesar de su juventud, el emperador se sienta cansado de la Humanidad y le guste la soledad. »Precisamente ahora —continuó— es más difícil que nunca «cogerle de una oreja», porque los enviados franceses, ingleses, venecianos y del Papa (y, naturalmente, el duque de Borbón y el señor De Lannoy) están rodando en torno suyo como otros tantos gatos negros, espiándolo y prosiguiendo sus particulares intrigas. Francia ha ofrecido un rescate de tres millones de ducados de oro por su rey, a condición de conservar el ducado de Borgoña, que el emperador desea. Pero el emperador y el duque de Borbón insisten en la entrega del Ducado, mientras que el señor De Lannoy preferiría aceptar el rescate y ganarse al rey como amigo y aliado. Y el emperador tiene en el rey Francisco un prisionero tan terco como él mismo. ¿Es, pues, de extrañar que Su Majestad Imperial ansíe tranquilidad y sosiego para poder meditar en tan trascendentales asuntos? Las observaciones del barbero me dieron mucho en que pensar, y me demostraron que nuestra misión era aún más complicada que lo que yo me había imaginado, porque si no acertaba en la elección adecuada de la persona cuya ayuda solicitase, aquélla haría lo posible para impedir nuestra audiencia. Los papeles que estaban en mi poder mostraban claramente que el camino más recto para el emperador sería hacer la paz en términos de moderación, poner en libertad al rey Francisco y hacer de él un amigo. En otro caso, Francia se uniría a Italia para conseguir su libertad. —Pero suponed —dije— que alguien pudiera presentar pruebas palmarias de que lo más beneficioso para el emperador fuese una rápida paz con Francia, y que prolongando la disputa no hace más que perjudicarse a sí mismo y destrozar su Imperio. ¿Creéis que tal persona podría obtener una audiencia de él? Y de ser así, ¿a quién debería recurrir? El barbero se quedó rígido y me miró con unos ojos tan inexpresivos como un par de huevos cocidos. —¿Estáis borracho? —exclamó—. Un hombre así debiera vender su secreto al enviado francés. Pero, ante todo, no debería charlar de estas cosas estando en compañía de un borracho. Debéis de ser de alma sencilla, Miguel Pelzfuss. Otras cuantas conversaciones así, y os encontraréis un día en las mazmorras del Alcázar, o con la espada de uno de los hombres de Borbón clavada en el pecho. Andrés observó: —Este buen hermano mío es un muchacho extravagante que a veces se va de la lengua cuando tiene la cabeza debilitada por el vino. No obstante, por razones de seguridad; me veré obligado, aunque con repugnancia, a retorceros ese cuello de pollo. El barbero se llevó una mano a la garganta y se mostró sobrio de repente. Lanzó una mirada a la puerta, pero Andrés le detuvo en el camino. Luego de darle un ligero empujón, tratando de apartarlo, el hombrecillo suspiró y dijo: —No vais a ganar mucho con matarme, pues si realmente poseéis esa información secreta, yo soy quizás el único que podría serviros bien. Creo que De Lannoy puede obtener una audiencia para vosotros, a espaldas de Borbón, y aun quizá pueda pagaros por ello, pues le gustaría ganarle la partida al duque como quiera que sea. Y, así, fue él quien nos condujo a presencia de De Lannoy y persuadió a aquel caballero que nos oyese, mientras le afeitaba y perfumaba su rizado cabello. Y cuando le conté todo lo que me atreví a contar, se mostró muy complacido ante la oportunidad de desenmascarar a su rival Pescara y poderlo acusar de traidor. —Son noticias muy importantes —dijo—. Dejadme los papeles y yo procuraré que lleguen sin demora a manos del emperador. Podéis estar seguros de mi favor y de que recibiréis el adecuado premio. En aquel momento, Andrés carraspeó y me dio con el codo. Echando mano de todo mi valor, dije: —Los dos somos hombres pobres y el dinero no nos vendría mal. Pero hemos emprendido este largo, difícil y costoso viaje para mostrar nuestra lealtad al emperador, y por otra parte no podemos entregar tan valiosos documentos en otras manos que en las suyas. Permitidle que nos premie como estime conveniente, y de vos no solicitaremos nada. El rostro de De Lannoy se ensombreció. —¿Y cómo voy a saber que no sois unos vulgares trapisondistas y aventureros? —preguntó—. ¿Cómo puedo saber que ésta no es una añagaza del duque de Borbón? ¿Y qué es lo que me impide llamar a mis criados y ordenarles que se apoderen de esos papeles por la fuerza? Andrés cogió distraídamente un gran vaso de plata que estaba sobre la mesa y sin esfuerzo lo apretó hasta reducirlo a una masa informe. De Lannoy se quedó asombrado, y yo dije: —Vuestro honor, noble señor, y vuestro renombre como príncipe de la caballería, y el más hábil general de Europa, no permitirá que se vean perjudicados unos pobres hombres como nosotros. Se sintió movido por aquel argumento y por el hecho de que no esperásemos premio de su mano. No obstante, tuve que mostrarle la carta referente a la alianza de Pescara con el enemigo y al premio prometido: la corona de las Dos Sicilias. Cuando hubo leído la carta, se santiguó muchas veces y dijo que nunca hubiera imaginado una traición tan negra y cobarde. Sin embargo, yo veía que interiormente se deleitaba ante la idea de poder perjudicar a su rival. Comenzó a tener la esperanza de que el emperador le enviase a Milán para arrestar y ejecutar en seguida a Pescara y estaba dispuesto a abandonar el honroso cargo que ocupaba en palacio para desempeñar tan agradable tarea. Cuando comenzaron a hablar sobre la mejor manera de lograr una audiencia inmediata, el pequeño barbero preguntó con amargura quién le premiaría a él por sus servicios. Él era un hombre pobre —dijo—, y renunciaría a toda reclamación en cuanto a la parte en el premio del emperador, a cambio de que, de momento, se le diese una pequeña cantidad. Aquello nos pareció un buen contrato, y después de regatear durante algún tiempo, aceptó quince ducados. Me pareció demasiado inocente el vender su parte a tan bajo precio. Pero, ¡ay!, yo era más inocente aún. Desde entonces residimos en el palacio del virrey, bajo su protección, lo que nos pareció el proceder más discreto en un país tan lleno de traiciones e intrigas, y más tarde, durante aquel mismo día, De Lannoy nos dijo que había dispuesto una audiencia secreta para nosotros. El emperador, al regresar de caza al día siguiente, se quejaría de sed e iría a casa de Delannoy para que le sirviesen vino mientras sus acompañantes esperaban en el exterior de la casa. El señor De Lannoy accedió a invitarme a su mesa aquella tarde, sin que tuviera otros huéspedes, y ése fue el honor más grande que nunca se me hizo. Había sin duda llegado a la conclusión, por mi apariencia y maneras, de que yo era de noble cuna, aunque por una u otra razón prefería guardarlo en secreto, pues había muchos jóvenes nobles en aquel tiempo, en Alemania, que por haberse empobrecido o por pertenecer a una familia numerosa, buscaban fortuna en tierras extranjeras. Me pidió que le diese noticias de otras tierras, pero poco pude contarle, salvo que Lutero se había casado con una monja que había desertado del claustro durante aquel verano; y que así lo había oído del agente de Fugger en Milán. Al oírlo, mi anfitrión se santiguó devotamente, y dijo que nada mejor podía esperarse de él, y que con ello había coronado su herejía. Después de haber bebido una buena cantidad de vino, se mostró curioso acerca de mi linaje, puesto que, como se complacía él en decir, mi educación, mis finos rasgos y mis manos probaban que mi origen no podía ser oscuro. Le conté aquellas cosas de mi país que él podía comprender y le dije que había sido consejero del desgraciado rey Cristián II, sobre asuntos finlandeses, pero que perdí tanto mi posición como mi fortuna cuando él perdió la corona. En cuanto a mi nacimiento, yo era un bastardo, y se lo dije con cierta complacencia, lo que me favoreció en su estimación. Me dijo que el emperador tenía una hija bastarda llamada Margarita, a quien Su Majestad quería entrañablemente. Iba a casarse con un hijo del duque de Ferrara. Ese hijo había nacido del matrimonio del duque con Lucrecia Borgia, que era también hija natural del Papa. El duque de Ferrara tenía la mejor artillería del mundo y mucho dinero, y sería un valioso aliado para el emperador cuando éste se hubiese librado de las complicaciones de Italia. De Lannoy mencionó también que el propio Papa Clemente VII era hijo ilegítimo de un Médicis a quien los florentinos amantes de la libertad habían matado en la iglesia. Su madre había sido una pobre muchacha campesina de la región, y los Médicis habían tropezado con grandes dificultades para alquilar testigos que declarasen la existencia de un matrimonio secreto. —Por nada del mundo quisiera ofenderos —dijo mi anfitrión delicadamente—, pero qué cosa tan equivocada, qué triste prueba de la decadencia de la Iglesia, el que el Trono Papal esté ocupado por un bastardo, y precisamente uno que tiene todavía la insolencia de usar barba. No me extrañaría que este Papa estuviese cavando su propia sepultura al conspirar contra el emperador, pues sólo al imperial favor debe el Papa la tiara. 5 Antes de unirse el señor De Lannoy a la partida de caza, tomó en su morada las necesarias disposiciones para que la visita del emperador pareciese puramente casual. Despidió a los criados durante el día y se quedaron tan sólo los más necesarios para guardar la casa. Luego puso en su salón una garrafa de vino a refrescar e hizo que Andrés y yo estuviésemos vigilando desde una ventana para que estuviésemos dispuestos a acudir junto a Su Majestad Imperial en cuanto llegase. Al atardecer vimos aproximarse un brillante grupo de caballeros, que avanzaba por una estrecha calle, y la gente se asomaba a las ventanas o se estacionaba en la calle para ver pasar al emperador a caballo. Iba montado sin ningún aparato en una hermosa mula gris, y llevaba una capa lisa. Cuando estuvo cerca de la casa del virrey, le vimos quejarse de sed y desmontar, asistido por De Lannoy. Hizo un gesto al resto de la comitiva para que le esperase, y entró seguido de un sabueso grande, de color arcilla. Allí comenzaron las catástrofes. Sin saberlo nosotros, una vieja se había aprovechado de que la casa estaba vacía para fregar el vestíbulo. El emperador resbaló en el piso mojado, y hubiera caído si no le hubiese cogido del brazo De Lannoy. La vieja quedó como fulminada por un rayo al ver a Su Majestad, y en sus esfuerzos para intentar una cortesía hizo salpicar el agua sucia del pozal, que le llegó hasta los pies. De Lannoy, encolerizado, le dio un violento puntapié, mientras ella imploraba a la Virgen, y le daba a De Lannoy con la bayeta en el rostro, a la vez que le afirmaba que sus antepasados habían estado luchando con los moros, mientras que los de él estarían siendo colgados como ladrones de caballos. Yo había dejado completamente abierta la puerta del salón, y en tanto que se desarrollaba la anterior escena, aquel terrible sabueso se lanzó sobre Rael. Era uno de esos salvajes animales, diabólicamente sagaces, que los españoles utilizaban en el Nuevo Mundo para cazar indios, y que ellos tenían en tal estima, que les concedían la parte de un hombre al distribuir su botín. Luchando por su vida, mi buen perro cogió a aquel monstruo por la oreja y ya no lo soltó, aunque, al sacudirse la cabeza, aquel animalote lo lanzó repetidamente por los aires. Impensadamente di un puntapié al sabueso del emperador, que me mordió en la pierna, de suerte que aullé tan fuerte como Rael. Como puede verse, mi audiencia con el emperador no marchó según la habíamos planeado, y merecí su desagrado. El emperador llamó al perro, que corrió a su lado, y el soberano, aunque encolerizado, comenzó a examinar bondadosamente la destrozada oreja. Yo cogí a Rael entre mis brazos, y desde aquel lugar seguro gruñó y ladró desafiante al gran sabueso español, y lo dejé lamiéndose su pata herida en la habitación contigua. Entonces volví, cojeando, a la presencia de Su Majestad. Hay que convenir en que hacía bien en ir a una casa extraña con alguien que le guardase, y aquel terrible e inteligente animal era mejor que una guardia humana. Cuando se le pasó el arrebato de cólera, empezó a recorrer el salón de arriba abajo, para asegurarse de que no había por los rincones ningún fisgón oculto tras los cortinajes o en la gran alacena. El emperador se sentó detrás de la mesa escritorio de De Lannoy, disgustado por lo que había pasado, y se sirvió en una copa de oro. No tuve tiempo para caer de rodillas ante él, pues apenas entré, Su Majestad Imperial, en tono muy poco amable, pidió que se le enseñasen los papeles, que De Lannoy, respetuosamente, le entregó. Los leyó tranquila y atentamente, sin mostrar la menor agitación. Después de haber concluido con el primero, sorbió un poco de vino con gesto de fastidio y ordenó a De Lannoy que despidiese a sus acompañantes, con la excusa de que estaba ligeramente indispuesto y no quería que se detuviesen. De Lannoy se quedaría entonces en la puerta exterior para protegerle contra los intrusos. Me pareció ver que el virrey no se sentía muy satisfecho al recibir aquella orden, pero no le quedaba sino obedecer, y pronto oí el ruido de los cascos de los caballos que partían. Sin embargo, el emperador no tenía nada que temer; el gran sabueso estaba junto a su sillón, con la lengua fuera, y no parecía desear otra cosa que morderme en la otra pierna. El emperador leyó las cartas del principio al fin, y tuve tiempo suficiente para observarle. Por aquella época no tenía más de veinticinco años —dos o tres más que yo—. Era aproximadamente de mi estatura; ni alto, ni bajo. Sus vestidos eran de una distinguida simplicidad, y carecían de adornos, salvo la insignia de la Orden del Toisón de oro, que le colgaba de una cadena que llevaba al cuello. Tenía un aire pensativo, y sus fríos ojos grises mostraban una mirada observadora y alerta, que parecía ocultarse bajo sus pesados párpados, disimulando sus pensamientos. Su mandíbula, cubierta de una barba rala, se proyectaba hacia delante, con una expresión de obstinación. Sus orejas se separaban lacias del cráneo, y su frente era estrecha. Físicamente no presentaba ningún defecto. Se mantenía bien plantado sobre unas piernas excepcionalmente finas, y se parecía a todos los jóvenes de buena cuna que desde su infancia se habían ejercitado en el uso de las armas. Sus maneras mostraban gravedad y firmeza, y una cabeza estable, indicando también que desde demasiado pronto se había visto obligado a cargar con un peso abrumador del que no había intentado librarse. Y aunque había algo duro e inquietante en el emperador Carlos, me parecía que nunca deliberadamente haría ningún daño a sus súbditos, y cuanto más le miraba, más profundo se hacía el respeto que me inspiraba. Cuando hubo leído las cartas, dejó caer sobre ellas su blanca y bien formada mano, me miró por primera vez con aquella su mirada indagadora, en la que me pareció descubrir una cierta repugnancia, y dijo: —¿Te figuras que esto es nuevo para mí? Quedé como herido por el rayo. Pude tan sólo tartamudear que yo había arriesgado mi vida y había hecho un duro viaje por mar para servirle, llevándole lo más pronto que pude las pruebas de aquella odiosa traición. Sus labios se curvaron cuando dijo: —No has sido bastante rápido, porque hace dos días que lo sabía. Y te debo una explicación, para que no imagines que intento rebajar el premio que sin duda esperas. El marqués de Pescara es el más fiel de mis súbditos, y simula estar unido a los conspiradores con objeto de descubrir sus planes. Eso le ha colocado en una actitud extremadamente difícil y desagradable, y hay que poner en su haber que ha colocado su lealtad hacia mí por encima de su honor personal. En cuanto hubo recogido toda la información necesaria, me envió a su lugarteniente don Gastaldo, con una carta en que lo explica. Te digo esto para que no pueda caer la más ligera mancha sobre la reputación del marqués a causa de las murmuraciones de los maliciosos. Ayer expuse mi opinión al legado del Papa acerca de este mismo y de su diabólico consejero Ghiberti. Ésta será una advertencia suficiente para los conspiradores. Mis esperanzas quedaron reducidas a cenizas, y me sentí tan vacío como la cáscara de un huevo. Había gastado mi dinero, y mi único premio sería un mordisco en una pierna. El emperador permanecía con la cabeza entre las manos con gesto fatigado, y dijo: —No negaré que estos papeles tienen cierto valor, y que ellos confirman las palabras del marqués. Pero necesito conocer cómo han caído en tus manos, para que no me parezca increíble. Reuní todo mi valor y le referí tan breve e inocentemente como pude la historia del robo de que habíamos sido testigos cerca de la ciudad de Brescia. No obstante, quedé cogido en la red de mis propias palabras cuando quise explicarle cómo habíamos forzado el cierre y roto los sellos. El emperador me escuchó con paciencia, sombreados sus fríos ojos grises por sus pesados párpados. Cuando acabé, dijo: —Tu historia explica muchas cosas que quedaban oscuras, y confirma mi creencia de que no hay nadie en este mundo en quien yo pueda confiar sin reserva. Aunque parece franca la carta de Pescara, su relación nos muestra que no tiene otra elección que la de invertir su táctica en cuanto sepa que estos despachos han caído en manos ajenas. Él se sentía a cubierto en el caso de que hubiesen caído en las mías. Esto explica por qué sintió repentinamente tanta prisa en escribirme, cuando ha estado durante dos meses en comunicación secreta con nuestros enemigos, sin darme el más ligero informe sobre el asunto, así como también por qué el enviado francés rehúsa tan obstinadamente mis proposiciones. Reflexionó durante un momento y luego dio rienda suelta a sus pensamientos, como si estuviese a solas. —Creo muy difícil que Francia se atreva a declararme la guerra en tanto que su rey esté prisionero. Los franceses usan de estas intrigas simplemente para forzarme a una paz indigna de mi posición y de mi victoria. »En todo caso, puedo estar seguro de que en cuanto la reina tenga noticia de que su correo se ha extraviado, hará lo que Pescara ha hecho: me descubrirá la conspiración y me amenazará con una guerra en la que no se atreve a embarcarse. Veo una vez más que son muy pocas, entre estas conspiraciones, las realmente temibles, y que los hombres están fácilmente dispuestos a traicionar a sus cómplices cuando se imaginan que pueden ganar algo con ello. Después de haber reflexionado en voz alta, recordó mi presencia y se dirigió a mí. —Veo que estás esperando tu premio, y no puedo negarte el derecho a implorar mi favor, ya que en estos impíos tiempos tiene uno que servirse de medios a veces poco limpios, aun en la alta política. Pero recompensar a asesinos y ladrones sería hacer caer sobre mi propia cabeza la sangre de ese joven secretario, la víctima. He de tomarme algún tiempo para ver cómo puedo recompensarte por el servicio que me has hecho. Mientras tanto, si tienes deseos de vender la noticia de la declaración de Pescara a los delegados franceses, no te lo impediré, ya que el asunto no puede permanecer en secreto mucho tiempo. Espero que te lo pagarán bien. El emperador me juzgó más trapisondista de lo que realmente era, porque nunca se me había ocurrido vender la noticia a los franceses. Pero después de que me lo sugirió, vi que podía honradamente sacar algún dinero por aquel camino. Al propio tiempo, me eché a temblar al ver la poca confianza de Su Majestad en nuestra historia, y la convicción que tenía de que nosotros éramos unos vulgares salteadores que habíamos asesinado y robado al correo francés. Sin duda, había visto demasiadas acciones muy discutibles, presentadas bajo un aspecto halagüeño, para que pudiera seguir creyendo en la bondad de los hombres. Caí de rodillas ante él y juré por la sangre de Cristo que era inocente de asesinato o de asalto, y que aunque confiaba en el favor del emperador, no podía aceptar ningún premio material de él mientras siguiera considerándome como un delincuente. Pero con un gesto de impaciencia me ordenó que me callara, como si quisiera darme a entender que en aquellos tiempos había oído demasiados juramentos sagrados y conocía su valor. Su sabueso fue a tenderse a sus pies, y me lamió el rostro, pues arrodillado como estaba, mi cabeza quedaba a la altura de la del perro. También el emperador se levantó y me dijo que ya sabría de él a su debido tiempo. Nada me quedaba por hacer sino abrirle la puerta, a la vez que le hacía una profunda cortesía. De Lannoy se apresuró a abrir la puerta exterior, y mientras Su Majestad se detuvo a calzarse los guantes, el sabueso tuvo oportunidad de levantar la pata contra el quicio de la puerta. Por primera y única vez vi una fina y sardónica sonrisa en los labios del emperador. De Lannoy le sostuvo el estribo y hubiera querido acompañarle, pero el emperador le despidió con un gracioso gesto y marchó acompañado tan sólo de sus guardias y del sabueso. De Lannoy cerró de un portazo, y yo no he oído nunca jurar a un hombre como juró él entonces. No se mostró complacido al saber que nuestras noticias no eran nuevas y que el marqués de Pescara se nos había anticipado, traicionando a sus cómplices. En realidad, se dejó arrebatar de tal manera por la cólera, que corrió hacia mí, me abofeteó, y dio de puntapiés a mi perro. Afortunadamente, el barbero vino en mi ayuda antes de que sufriese un daño grave; calmó a su amo con palabras llenas de tacto, y nos apartó de su vista, suplicándonos que no nos ofendiésemos por la violencia de De Lannoy. Tales arrebatos de pasión eran muy corrientes entre los caballeros; no estaban obligados a dominarse a sí mismos como la gente pobre. Cuando comenzó a tranquilizarse, le encontramos tan bien dispuesto hacia nosotros como lo estaba antes, y hubiéramos hecho bien en acompañarle a Toledo, porque no teníamos otro protector, y nuestro dinero estaba llegando a su término. El vino era nuestro único consuelo permanente. Con verdadera amargura referí al barbero todo lo que había pasado entre el emperador y nosotros, mientras el hombrecillo practicaba su arte sobre mí, lavando y vendando mi pierna. Pero a medida que bebía, mi espíritu fue animándose poco a poco, y me sentí consolado ante la promesa del emperador de acordarse de mí. A Andrés le pareció que era ésa muy débil esperanza. Bebiendo plácidamente su vino, dijo: —Me figuro que no hemos visto aún la última de nuestras desventaras, hermano Miguel. La fortuna se ha burlado de nosotros enviándonos hacia acá en compañía de don Gastaldo. Y creo que la fortuna tiene almacenadas aún muchas otras jugarretas. Le dije que el emperador no se oponía en modo alguno a que vendiésemos a los franceses la noticia de la traición del marqués, porque realmente se trataba de una traición, porque eran sus compañeros de conspiración los traicionados y no su soberano. Pregunté al buen barbero por el mejor medio para arreglar aquello. Frotándose la nariz con gesto meditabundo, dijo: —No dudo de que podría arreglar este asunto, pues gracias a otros barberos, mis colegas, y a otras personas que se interesan por mí conozco a dos de los enviados franceses. Pero no nos apresuremos demasiado. Si el emperador quiere asustar a los franceses con la noticia, no podrá decir nada contra nosotros si se la vendemos también al legado pontificio y a los delegados de la Señoría de Venecia, de Florencia, de Mantua, de Ferrara y de otras partes. Sin embargo, el precio que ellos paguen dependerá del vendedor. Mi amo, que es un caballero de rango, podría obtener cien veces más dinero del que podáis obtener vosotros. Deberíamos encontrar el mayor número posible de clientes antes de que el asunto sea de conocimiento común. El buen barbero convino en contentarse para sí con el diez por ciento de lo que recibiésemos, y con su ayuda hicimos una lista de todos los embajadores en Toledo a quienes debía acercarse De Lannoy. Cuando le fue explicado el proyecto al caballero, volvió de nuevo a concedernos su favor, pero dijo que él no podía rebajarse a participar en tan degradante empresa a menos que recibiese la mitad de los obsequios. Porque debían ser obsequios, según dijo. Él no podía descender a pedir dinero, y cuando dispusiera que se llevasen los obsequios a los judíos, tendría que venderlos con pérdida. Pero el barbero le explicó que lo que había que hacer era comprometer a cada cliente a que guardase el más estricto secreto, y luego, con pretexto de ciertas dificultades temporales, solicitar un sustancioso préstamo a cambio del cual se le aseguraría una pieza de información singularmente valiosa acerca de Pescara. Al fin, Andrés y yo convinimos en dividir nuestros beneficios en partes iguales con De Lannoy, y a pesar de ello, deducir la comisión del barbero de la parte que nos correspondía, quedándonos nosotros con el veinte por ciento cada uno. Sin embargo, quedamos tranquilizados ante la idea de que nos ahorrábamos así todas las dificultades y peligros. Tan pronto como fuese sabido por todos que Pescara mismo había informado a sus aliados, el robo en el camino sería olvidado, y nuestra vida y nuestro honor quedarían a salvo. Por entonces, Andrés y yo teníamos que permanecer tranquilamente en Madrid, mientras De Lannoy cabalgaba con toda rapidez hacia Toledo, llevando consigo nuestros mejores deseos por su éxito. 6 Sin embargo, antes de mucho tiempo comenzamos a sentirnos intranquilos, porque no oímos ni una palabra ni del señor De Lannoy ni de su barbero. Pasábamos el tiempo en devotas plegarias por Su Cristianísima Majestad el rey de Francia, de cuya pobre salud y de cuya melancolía se hablaba por todas partes, mientras él contemplaba la llanura tostada por el sol y el lecho del río sólo humedecido por una serie de charcas y bajo la sequía del otoño. Un día seguía a otro en una vana espera, y empezamos a sospechar que De Lannoy nos había estafado vergonzosamente. No obstante, el asunto no estaba tan mal como creíamos, ya que poco más de una quincena después recibimos la orden de que nos presentásemos sin demora al virrey. Cabalgamos, pues, hasta Toledo. Debo reconocer que la vista de esa rica y hermosa ciudad, colgada en un despeñadero en un meandro del río, contribuyó en mucho a mejorar mi opinión sobre España. El señor De Lannoy residía allí en un palacio silencioso. Entre las columnatas que cerraban su patio brotaban cuatro surtidores entre parras maduras. Nos recibió amablemente y dijo: —Os debo una explicación, y seré franco con vosotros. El asunto no ha resultado tan bien como había esperado. El barbero le entregó un papel, y yo escuchaba con los ojos desorbitados cómo iba leyendo nuestros nombres y las cantidades, pues había hecho el negocio con dieciocho enviados diferentes. El embajador veneciano fue el que más pagó: trescientos ducados de oro. El obsequio más pobre había sido el del rey de Hungría, cuyo representante no pudo entregar más que diez. El legado papal había ofrecido sólo doscientos, y declaró que tenía previsto todo aquel asunto. En junio, De Lannoy había recogido nueve mil ciento diez ducados, y confesó que peor podían haber sido las cosas. Pero luego su rostro se nubló. —Gran parte de mi trabajo ha resultado improductivo y me ha ocasionado verdaderos disgustos, a pesar de que en cada caso pude arrancar la promesa de absoluta reserva, porque cada uno se apresuraba a querer vender su secreto a los demás. Por esta causa, el asunto llegó muy pronto a oídos del emperador, quien inmediatamente me pidió prestados ocho mil ducados para pagar sus atrasos a las tropas del Milanesado. Dijo que era muy justo que sus enemigos le ayudasen así indirectamente a sostener su ejército, y me dio su palabra de que yo sería indemnizado. Así pues, cuando eso ocurra, vosotros tendréis vuestra parte, es decir, cuatro mil quinientos cincuenta ducados, de los cuales debéis dar a mi barbero novecientos once. Tanta ingratitud e injusticia hizo que se me subiese la sangre a la cabeza, y le pedí que, al menos, nos diese la parte de los mil cien ducados que le quedaban. Pero, con un suspiro profundo, dijo: —Esto es lo que yo temía. Como noble que soy, entiendo poco en cuestiones de dinero, y habiéndome exasperado el que el emperador me hubiese pedido prestada la suma que yo tan penosamente había recogido con grave riesgo de mi honor, pensé en probar fortuna con los dados. Por mi mala suerte, perdí un millar de ducados. Así pues, son ciento diez los que me quedan, y si insistís en vuestra manera de interpretar lo que se os debe, estoy resuelto a dividir esta suma según las proporciones convenidas. Le dije amargamente que no tenía derecho a jugar con nuestro dinero. Pero no prolongué la discusión que sobrevino, porque nada había de ganar con encolerizarle. Dividimos, pues, el dinero; él recibió cincuenta y cinco ducados, el barbero once, y Andrés y yo, nos quedamos con el resto: veintidós ducados cada uno. Andrés opinaba que aún podíamos haber salido peor librados, pero transcurrieron varios días antes de que pudiese dominar mi indignación. Yo sacaba la cuenta una y otra vez, de memoria y sobre el papel, de que podíamos haber recibido ochocientos veintidós ducados cada uno y habernos convertido en hombres ricos. No nos quedaba ya otra cosa que esperar el agradecimiento del emperador. Comencé a comprender los sentimientos de Pescara después de Pavía, cuando en la lejana Italia esperaba vanamente un mes tras otro el reconocimiento de su increíble victoria. Pasaron cerca de dos meses antes de que Su Majestad Imperial tuviese a bien acordarse de nosotros. No necesito decir nada de aquellos dos meses, porque todo el mundo sabe cómo el rey Francisco iba declinando a causa de su melancolía, que amenazaba su vida y, por tanto, los planes del emperador. Todos recuerdan cómo su culta hermana Margarita, duquesa y más tarde reina de Navarra, llegó desde Francia para instalarse junto al lecho de enfermo de su hermano, llevando consigo un ramillete de bellezas de la Corte que le levantaran el espíritu y le distrajesen durante las horas que tuviese que pasar en el lecho. A comienzos de noviembre estaba restablecido el rey, y su hermana abandonó España sin haber logrado que estuviese más próxima la hora de su libertad. Pero el rey Francisco, adoptando una posición exagerada, amenazaba con abdicar en favor de su hijo, que era aún menor de edad. Cuando oí aquello, soborné a De Lannoy con el último de mis ducados para que recordase al emperador su promesa, porque yo veía que el comienzo de la guerra era sólo cuestión de tiempo, y si tal sucedía, ya nada podría esperar de su favor. El emperador mantuvo su palabra y me concedió una audiencia en su propio despacho. Me preguntó mi nombre y el de Andrés, y ordenó a su secretario que lo incluyese para completar un documento, al que se añadió el sello imperial. —He considerado vuestro caso —dijo—, y a pesar de ciertos escrúpulos de conciencia, he resuelto premiaros y aún más liberalmente de lo que pudierais haber esperado nunca, porque no es propio de un emperador el quedar en deuda con asesinos y ladrones. Se me ha dicho recientemente que un cierto porquerizo llamado Pizarro está ahora equipando una expedición a Panamá, en el Nuevo Mundo. Cree haber encontrado el camino para el reino de El Dorado, cuyos caminos están sembrados de polvo de oro. Llama a ese país Biro o Perú. Yo no tengo posibilidad de enviarle los soldados, barcos, caballos y burros que me pide; y, en verdad, estoy ya cansado de derrochar dinero en empresas que acaban en nada. Es mejor un solo barco que llega a puerto cargado de especias, que diez bajeles cargados de piedras preciosas; todos los cuales, de la manera más extraña, se van a pique. No puedo ayudar a Pizarro de otro modo que enviándoos con él, y este documento os asegura libre pasaje hasta Panamá para la próxima primavera. En cuanto a vuestro equipo (y sobre todo procuraos caballos, a los que los indios tienen mucho miedo), debe correr a vuestro cargo. Me dirigió una mirada, y evidentemente debió advertir mi desencanto, porque se apresuró a añadir: —Leed cuidadosamente los términos de esta concesión, porque además de pasaje libre os concede privilegios mayores que los que gozan los Grandes de España en este sobrepoblado Viejo Mundo. Os confiere la gobernación de alguna provincia en el Perú; qué provincia sea, lo determinaréis de acuerdo con Pizarro. Os concede el derecho a ocupar cualquier territorio que podáis ganar por vuestra espada, a condición de convertir a los indios al cristianismo y enseñarles a cultivar el suelo, a producir especias y explotar minas de plata y oro, con la condición de no poseer más de cuatrocientos indios esclavos al mismo tiempo. Cuando hayáis terminado la conquista, se os enviará de España un comisionado competente para que vigile vuestras actividades, en mi interés y a vuestras expensas. Siguió hablando de tasas, diezmos y derechos reales, de posibles títulos nobiliarios para mí y para mis herederos, y al fin el secretario me entregó el documento. Yo no podía sino recibirlo mientras estaba rodilla en tierra, y retirarme luego de la imperial presencia, teniendo en aquel papel inútil mi única recompensa. Lágrimas de indignación quemaban mis ojos, y me fui derechamente a la taberna, donde Andrés y el barberillo estaban esperando su parte en el botín. Que Dios me perdone; Gasté mi última moneda de plata en emborracharme de tal modo, que maldije a gritos la avaricia y la ingratitud del emperador. No era yo el único, sino que muchos simpáticos clientes se unieron a mí, y convinieron en que era más fácil sacar sangre de una piedra que dinero del emperador. Mientras yo rabiaba y juraba y golpeaba la mesa con impotente cólera, salpicando de vino el precioso documento, se me acercó un español cuyos vestidos no tenían nada que alabar pero cuya espada parecía de las mejores... Cogió el documento y lo leyó íntegramente. Luego, mirándome con unos ojos ávidos y ardientes, que parecían haber estado siempre contemplando horizontes lejanos, me preguntó: —¿Qué pedís por esto? —¡Que Dios tenga piedad de mí! —contesté—. Parece que, en verdad, he venido a parar al país de los locos. No quiero nada. —Mi nombre es Simón Aguilar —me dijo—. Recordadme en vuestras plegarias, porque tengo mucha necesidad de ellas. No he de ocultaros que este papel, en buenas manos (y creo que esas manos pueden ser las mías), puede hacer rico a su poseedor. Me permitiría llevarme a mi hermano menor (que obtendría la libertad) de la prisión, a condición de embarcarse para el Nuevo Mundo. Si se queda aquí, le cortarán la nariz y las orejas, lo que será una gran desgracia para su familia. Le dije: —Tomad este papel en nombre de Dios. No os costará más que el sello y la firma del notario para que la transferencia sea legal. Simón Aguilar nos abrazó a ambos y nos prometió recordarnos cuando regresase hecho un Grande de España y príncipe del Nuevo Mundo. Cuando concluimos el asunto en presencia del notario, nos despedimos de aquel pobre maniático y regresamos con las crestas lacias a casa de De Lannoy. 7 Parece ser que nuestra cólera en la taberna llamó la atención y que habíamos sido seguidos, porque a la mañana siguiente, casi antes de que hubiésemos tenido tiempo de poner nuestras doloridas cabezas bajo la fuente, un capitán, con un sombrero adornado de plumas, se acercó a nosotros para preguntarnos si tomaríamos con él un vaso de vino para discutir una provechosa cuestión de negocios. Nos llevó no a una taberna, sino a una casa que presentaba un muro largo a la calle y adosada a las murallas de la ciudad. Nos pidió que le perdonásemos por llevarnos a tan oscuro retiro, pero lo hacía para evitar que fuéramos observados. Su nombre era Emilio Cavriano, de Mantua, y había ido a España al servicio del rey Francisco, llevando cartas y obsequios para alegrar al real prisionero. Después de hacernos servir un excelente vino, nos preguntó si era sincero nuestro disgusto con el emperador y si deseábamos entrar al servicio de otro dueño que fuese más liberal. Yo dije que lamentaba haber maldecido tan abiertamente al emperador, pero Andrés declaró que estaba dispuesto, como honrado soldado, a vender su espada y a jurar lealtad al mejor postor siempre que no le pidiese cruzar los mares hacia tierras lejanas, sino que le permitiese luchar como un cristiano contra los buenos cristianos. No era cuestión de luchar, ni siquiera de defenderse, nos dijo nuestro anfitrión; lealtad, obediencia y destreza en el manejo del caballo era todo lo que se nos exigía. En prueba de su buena fe, nos pagó a cada uno tres ducados de soldada y nos exigió el juramento de que seríamos fieles, durante un mes, al rey de Francia. Luego explicó: —Se trata de un asunto tan grande, que los juramentos significan poco; pero si me traicionáis, no soy hombre al que le asuste el tener que quitaros la vida, huyerais a donde huyerais. Pero el premio que os espera os ligará a mí más fuertemente que ningún juramento. El plan era nada menos que ayudar al rey a huir del Alcázar y acompañarle hasta la frontera de Francia. Un hombre que arriesgase su vida por el rey Francisco sería rico para todos los días de su vida —¿no había ofrecido tres millones de ducados por su rescate?—, y no digamos nada de los honores y la posición que el favor del rey podría proporcionarle. El plan, en pocas palabras, era el siguiente: Cada noche entraba un negro en el departamento que servía de prisión al rey, para encender el fuego, porque el tiempo comenzaba a refrescar, y como no era más que un negro, eran poco observadas sus idas y venidas. Su Majestad no tendría más que ennegrecerse el rostro con hollín, adoptar la conocida indumentaria del negro y dejar cuando quisiera el palacio bajo aquel aspecto. El negro había sido sobornado, y la huida no sería descubierta hasta la mañana siguiente. A lo largo de la ruta, y en lugares adecuados, aguardarían caballos de refresco, y ni con toda la caballería de España podrían alcanzar los excelentes caballos franceses, que llevarían, además, una noche de ventaja. Andrés dijo: —Pero si todo está dispuesto (el negro sobornado y los caballos esperando), ¿para qué necesitáis nuestra ayuda? Cavriano explicó que el rey había derrochado un tiempo precioso en una última apelación a quien le tenía preso para que modificase los términos del tratado de paz. Durante aquel tiempo los conspiradores habían sufrido graves pérdidas. Uno de ellos había sido muerto en un duelo, otro fue apresado por deudas, a otro se le había roto una pierna cuando fue expulsado de un burdel, y el cuarto había hablado demasiado y se le tuvo que callar con una daga. Era necesario que alguien recorriese a caballo la ruta de huida para asegurarse de que todos los caballos estaban todavía en los lugares convenidos; mientras que para la fuga misma, el capitán necesitaba el apoyo de un hombre lo más fuerte y valeroso posible, para el caso de que se presentara algún contratiempo que hiciese necesario el uso de la fuerza. Convinimos en que yo debía cabalgar hasta la frontera y esperar a Su Majestad en la orilla opuesta del río, del lado de Bayona, para acompañarle tan pronto como llegase. Andrés tenía que acompañar a Su Majestad desde el Alcázar hasta el lugar donde estuviesen esperando los primeros caballos. El capitán Cavriano me dio un mapa en el que estaban señalados los estacionamientos de los relevos, así como el indispensable santo y seña, y veinte ducados de los que debía dar estrecha cuenta, para el caso de que sus hombres se hubieran cansado de esperar y hubiesen vendido los caballos para comprar vino. Si no se recibía ningún mensaje en contra, enviado por mí, la huida sería en la próxima noche de luna llena. Al día siguiente nos despedimos del señor De Lannoy, diciéndole que, al fin, íbamos a continuar nuestra peregrinación a Santiago de Compostela, por lo que se quitó un peso de encima al decirnos adiós. Acongojado con graves presentimientos, cabalgué de posada en posada, entre el constante temor de ladrones y de lobos. Me favoreció la fortuna y llegué tranquilamente a Bayona, sin haber gastado más de tres ducados en lo más necesario. Durante el día permanecía en territorio francés, y por la noche remaba en un recio bote para ir a ocultarme entre las espadañas. Había llegado la luna llena dos días antes, y yo había cabalgado lentamente a causa de mi perro, por lo que esperaba al rey dentro de tres o cuatro días. ¡Pero también aquella aventura fracasó! Dos días más tarde, mientras estaba yo en la orilla francesa, vi unos diez hombres que cabalgaban por la orilla opuesta, hacia la barcaza, para cruzar el río, y que llevaban una reata de caballos. Blandiendo sus armas, echaron a un lado al desgraciado oficial que mandaba el resguardo y obligaron al barquero a que los transportase a la orilla opuesta, llevando a sus caballos por delante. Cuando la barcaza estaba cerca de la orilla francesa, reconocí a Andrés; me dirigí apresuradamente hacia él y le pedí que, en nombre del cielo, me dijese lo que había sucedido y dónde estaba el rey. Me respondió en pocas palabras que, por lo que él sabía, el rey estaba todavía en la Torre, a menos de que lo hubiesen trasladado a otro lugar más seguro. Hasta que no hubimos puesto los caballos a conveniente distancia de la frontera, cabalgando ya dentro de la ciudad de Bayona, no me explicó que el capitán Cavriano había sido arrestado y que toda la conspiración había sido puesta al descubierto por la arrogancia y susceptibilidad de los franceses. Un Montmorency, caballero del séquito del rey, había abofeteado a un criado de confianza de aquél porque el hombre, inadvertidamente, le había dado un empujón con el codo. El criado, profundamente ofendido, como no podía, por su baja cuna, pedir una satisfacción en duelo, se vengó descubriendo toda la conspiración al emperador. Una vez que los fugitivos hubieron recobrado el aliento e hicieron una comida tranquila, surgió entre ellos una violenta disputa sobre los caballos, lo que nos llevó a un bosque vecino para arreglar el asunto. Y lamento decir que semejante arreglo no se pudo hacer sin violencia y pérdidas de vidas. Al fin, cada hombre recibió dos caballos, excepto Andrés, a quien le tocaron en suerte cuatro. Yo salí regularmente bien librado del asunto, pues ahorré diecisiete ducados del dinero que se me dio para el viaje, y los tres por mi soldada. Y cuando hube vendido mis caballos, uno en Bayona y otro en Lyon, tenía en total cuarenta y ocho ducados de oro franceses. 8 Porque fue a Lyon adonde nos dirigimos por el camino más corto, y donde llegamos con tiempo para celebrar la Natividad de Nuestro Señor. La reina madre y toda la Corte francesa se hallaban todavía allí, por lo que las posadas estaban concurridísimas. Pero habíamos vendido los caballos a buen precio, como ya he dicho, y cuando asistimos a la misa de medianoche y comido y bebido bien, comenzamos a hacer averiguaciones acerca de si Madame Genoveva habría llegado desde Venecia, en compañía de un cierto Kaspar Rotbart. Preguntamos por ellos en muchas posadas, pero Lyon es una ciudad muy grande, y creo que nunca los hubiéramos encontrado a no ser por Andrés, que después de dos días de inútil búsqueda se propuso visitar un burdel y averiguar los nombres de las mejores y más famosas cortesanas. Consideré que aquello era sumamente inadecuado y ofensivo para el honor de Madame Genoveva. Sin embargo, en la primera casa que visitamos nos hablaron de una insolente y codiciosa mujer recién llegada de Venecia que se había puesto a rivalizar con los más antiguos y más respetables establecimientos de Lyon. Había llevado unas muchachas de Oriente y alquilado una casa junto a las murallas de la ciudad. No había prosperado ninguna queja contra ella, porque contaba entre sus protectores a los más eminentes cortesanos y daba cuantiosas limosnas a la Iglesia. La digna matrona con quien hablábamos nos previno contra aquel lugar y nos aterró con la historia de vergonzosas enfermedades y vicios de Oriente, a los que ningún cristiano podría dedicarse si quería preservar su alma. Encontramos sin dificultad la misteriosa construcción junto a las murallas, y al llamar nos abrió un negro vestido de rojo y oro. Pero después de dirigir una mirada a nuestros vestidos, se negó a admitirnos e intentó cerrar la puerta en nuestras narices. Como Andrés era más fuerte que él, dio a aquel insolente bruto un puñetazo en las narices y entramos. Alarmada por el ruido, salió a recibirnos la propia Madame Genoveva, más adorable y más espléndidamente vestida que nunca. Sin embargo, no se mostró muy contenta al vernos, y nos riñó por haber interrumpido su siesta de mediodía y por haber golpeado a negro. No obstante, nos invitó a compartir con ella un poco de vino y unas frutas en su habitación, que estaba adornada con hermosas alfombras y espejo: de Venecia. —¡Nunca pude imaginarme que me jugaseis tan mala partida y me dejaseis con aquel cervecero! —dijo, lamentándose—. Esperaba de vosotros que me ayudaseis a librarme de él. Cuando llegó la carta de Miguel, lloré amargamente y resolví no confiar nunca más en hombre alguno. Cuando el cervecero se cortó el cabello y la barba y se cambió de nombre, llegó a estar aún más insoportablemente enamorado y llegó a cargarme al empeñase tanto en que fuese con él a Hungría. Hizo de mi vida una carga pesada. Y entonces me puse a pensar en mi porvenir, porque, aunque me considero todavía un verdadero adorno de mi establecimiento, ya no soy tan joven como antes. Por eso resolví que, tan pronto como pudiera, abandonaría a aquel desagradable cervecero y, renunciando a mis métodos frívolos, procuraría edificar firmemente mi porvenir. Madame Genoveva suspiró en recuerdo de sus pasadas angustias y continuó: —Afortunadamente, se vio al fin obligado a cobrar en moneda aquellas miserables letras de cambio para preparar su viaje a Hungría. Cuando lo hubo hecho, ya no me quedó sino solicitar la ayuda de un galante oficial que estaba a punto de embarcarse para un largo viaje. Anhelaba distracción y compañía para consolarse del dolor del viaje, y cuando escuchó mi historia prometió ayudarme. Llenó al maestro Rotbart de vino drogado, y después de haber pasado una agradable noche juntos, ordenó a sus hombres que transportasen a Rotbart a bordo de su galera y lo encadenasen a un banco mientras estaba dormido. Reímos alegremente al pensar en la sorpresa del maestro Rotbart cuando le despertaran los latigazos, ya en alta mar. —Mi querida Madame Genoveva —dije—, permitidme que no nos riamos del miserable destino del maestro Eimer, sino que, antes bien, recemos por él; porque la vida de un galeote no es un tema para bromear. —Hace mucho tiempo que, en mi obsequio, le debíais haber cortado el cuello —replicó Madame Genoveva—, si no hubiese tenido atado su dinero a esos papeles. Pero de esa manera me fue posible heredarle, sin despertar sospechas, pues todo el mundo sabía que estaba interesado por dirigirse a Hungría, y a nadie le extrañó su desaparición. Compré tres muchachas jóvenes y perfectas a un mercader turco, y algunos hermosos muebles, alfombras y espejos, que remití a Marsella por mar. Con todo ello puse esta casa, en la que sólo recibo a caballeros de posición que puedan pagar diez ducados por una noche. Madame Genoveva dio unas palmadas e inmediatamente entraron tres muchachas jóvenes, cuyos rostros aparecían velados y que llevaban unos pantalones orientales transparentes. Una de ellas era casi negra, la otra, morena, y la tercera, que era la más bella, tenía una piel pálida. Se tocaron la frente y el pecho con las puntas de los dedos e hicieron una profunda inclinación, dispuestas a servirnos. Madame Genoveva dijo: —No necesitan llevar esos velos porque las hice bautizar y les he enseñado las oraciones cristianas, con la esperanza de que eso me sirva de mérito el día del Juicio. Pero todavía se muestran vergonzosas en presencia de hombres extraños, y están más dispuestas a mostrar su cuerpo que su rostro. Eso ha producido gran sensación, y muchos caballeros han pagado un ducado por ver sus rostros. Los deseos de los hombres son muy raros, y nada les atrae tanto como lo ilegal o lo prohibido. Verdaderamente, he aprendido mucho acerca de placeres no usuales, pues comienzo a dedicarme seriamente a esta profesión. Cuando, atendiendo a mi petición, despidió a las muchachas, comenzó a contarnos que, después de haberse establecido allí, había enviado a Tours en busca de sus hijos, alojándolos en una aldea vecina. Los visitaba diariamente y los llevaba a misa, y tomó un clérigo que los enseñase a leer y escribir. Hablaba tan naturalmente de su vergonzosa profesión, que no encontré nada que comentar, aunque me sentía atormentado por su infidelidad y por mis propios celos. Le pedí a Andrés que nos dejase a solas, y entonces la acusé amargamente, y le pregunté qué había sido de aquel amor que en Núremberg, con mil tiernas palabras, había asegurado tenerme. Pero salió calurosamente en su propia defensa, respondiendo que aquel verdadero amor había muerto cuando la dejé en las astas del toro. La vi entonces tal como era. Comprendí que sólo se había propuesto incitarme a que matase al maestro Eimer y, con un gesto de disgusto, aparté sus manos acariciadoras. Pero cuando, para apaciguarme, me ofreció el cargo de alcahuete y a Andrés el de portero, mi cólera no reconoció ya límites y, maldiciéndola, abandoné su casa. Sin embargo, Andrés consiguió convencerme para que fuese al día siguiente a visitar a los niños en su compañía, y en verdad yo sentía curiosidad por ver a «nuestro» hijo. En ese asunto, Madame Genoveva no había mentido, pues el muchacho tenía los mismos ojos adormilados de Andrés y el mismo copete en la coronilla. La muchacha era también muy hermosa, con unas redondas mejillas coloradas, unos rizos dorados y unos ojos chispeantes. Madame Genoveva predijo con orgullo que algún día daría honor y fama a su madre. Se abrazó a mí tan afectuosamente con sus bracitos gordezuelos y jugó tan encantadoramente con mi perro, que me sentí enternecido y le di un brillante ducado de oro para que no sintiese envidia de su hermano cuando Andrés le dio el burrito que andaba y que tan lleno de buena fe había llevado para él desde Núremberg. Con ello Madame Genoveva logró que conservase algún lazo de afecto hacia ella a través de sus hijos, y no podía censurarla con excesiva severidad por trabajar en asegurar su porvenir con la única profesión para la cual estaba bien dotada. 9 Lyon era una ciudad rica, las comidas y los vinos, buenos, y el tiempo se deslizaba rápidamente. No teníamos ningún plan, y para nosotros un sitio era tan bueno como otro cualquiera. Un buen día, Madame Genoveva nos contó, con aquel aire candoroso que solía, que uno de sus clientes —un desgraciado caballero de la Corte— iba con una misión secreta a Constantinopla, o como los turcos la llamaban con un nombre pagano: a Estambul. Se encontraba tan apesadumbrado, que no bastaban todas las artes de ella para distraerle, pues su predecesor había sido muerto por los salvajes montañeses que moraban en Dalmacia, cuando en su viaje por tierra se dirigía desde Ragusa a Constantinopla. —Pero, por Dios vivo, ¿qué tiene que hacer la Corte de Su Cristianísima Majestad en la del más acerbo enemigo de la cristiandad? —pregunté maravillado. —Por lo que yo sé —contestó Madame Genoveva candorosamente—, la reina, para mejor servicio del rey Francisco, ha invitado al sultán a aliarse con Francia contra el emperador. Se vienen celebrando unas negociaciones secretas desde que fue derrotada Francia, y el sultán les ha prometido su ayuda. No pude haber imaginado nunca cosa más abominable ni más odiosa. Me sentía como preso y como entumecido en aquella estancia, entre almohadones y perfumes. Sentía como si se fuese asfixiando lentamente todo lo que quedaba en mí de honor y de decencia. Sin una palabra de despedida, salí de la casa y recorrí las calles a grandes zancadas hasta el anochecer, con el espíritu enormemente conturbado. Aquella noche dije a Andrés: —Levantémonos al amanecer y huyamos de Francia lo más pronto posible, porque estoy seguro de que sobre este miserable país ha de caer la maldición de Dios. —Siquiera por una vez, hablas con buen sentido, Miguel. La Providencia ha bendecido a este país con un vino demasiado bueno para un pobre miserable como yo, y muy pronto se me habrá acabado el dinero. Sueño con los cañones y una honrada guerra en la que un hombre pueda alcanzar fama, riquezas y honores si elige el bando de los triunfadores. Una vez más, pues, nos ceñimos el cinturón y abandonamos aquella rica y decadente ciudad. Al llegar a sus puertas me sacudí el polvo de los pies, temiendo para aquel pueblo el mismo triste destino que tuvieron Sodoma y Gomorra, lo que de seguro habría de suceder en cuanto se desbordase el vaso de la ira del Señor. Después de haber caminado durante algún tiempo, cruzamos el caudaloso Rin y llegamos a la hermosa ciudad de Basilea, en cuyas empinadas laderas se levantaban las nuevas construcciones de la Universidad, como nidos de golondrinas. Detrás de ella se alzaban las agudas torres de la catedral. Nos alojamos en «Los Tres Reyes», cerca del embarcadero. Le tomé en seguida gran apego a aquella libre y rica ciudad, por lo que resolví entrar en su Universidad y estudiar en ella, en tanto que mi dinero durase. Había grandes casas de impresores en Basilea, y en sus librerías se podían encontrar muchos hombres sabios. Incluso el gran Erasmo buscó allí refugio cuando fue volcada su mesa de trabajo por estudiantes fanáticos de la Universidad de Lovaina a causa de su supuesta herejía. Los libreros permitían a los estudiantes pobres que ojeasen los nuevos libros, y a ninguna parte llegaban más rápidamente las noticias de todo el mundo que a esa ciudad libre de la Confederación, situada en la encrucijada de las rutas comerciales de Francia, Italia y los Principados alemanes. Durante aquella primavera, tan cargada de acontecimientos, el rey Francisco, viendo que el emperador se mostraba inflexible y que todos sus esfuerzos eran vanos, aceptó los términos del tratado de paz. Se avino a todas las exigencias del emperador y dejó a sus dos hijos como rehenes en prenda de su buena fe. No me sorprendió del todo el saber que tan pronto como consiguió la libertad y regresó a suelo francés, rompió todos sus compromisos, diciendo que había sido coaccionado y que carecían, por tanto, de valor. Estableció luego su residencia en Cognac, donde recibió a los enviados del Vaticano, de Venecia y de otros Estados de Italia y también de Inglaterra, y constituyó la Liga Santa, con el propósito de empeñarse en una nueva guerra contra el emperador. Durante el verano se estaba ya en plena guerra, y los ejércitos coaligados marchaban sobre la desventurada Milán, gobernada entonces, después de la reciente muerte de Pescara, por el duque de Borbón. Pero Andrés me dijo que la causa del emperador era ya una causa perdida, y que en lugar de reunimos con su ejército, debíamos pasar a Hungría para luchar contra los turcos. Así, al menos, ganaríamos la salvación de nuestras almas si caíamos en la batalla, y pingües botines si sobrevivíamos. Yo le incité a proseguir en aquella empresa tan digna de elogio, porque en este caótico mundo un cristiano debía luchar contra los turcos y sólo contra los turcos para estar seguro de la justicia de su causa. Aunque, en verdad, parecía que el sultán estaba luchando codo a codo junto al Padre Santo, y luego supimos que había levantado un poderoso ejército para que marchase contra Hungría y que apoyaba los dominios imperiales en el Sudeste, mientras las tropas de su aliado el Papa marchaban sobre Milán. Cuando Andrés se enteró, dijo: —¡Ahora el diablo está verdaderamente suelto por el mundo! Así Dios me ayude, hasta yo mismo acabaré por volverme luterano al ver al Papa y al Turco luchar juntos contra los cristianos. Le advertí que pensamientos tan peligrosos debía reservárselos para sí, y sobre todo en Hungría, donde se imaginaban que estaban luchando contra el Turco en servicio de la Santa Iglesia y de la fe católica. Así pues, nos dijimos tristemente adiós, y me prestó veinte ducados para mis estudios, pensando que no necesitaba llevar mucho dinero encima, pues si el destino le impedía el regreso, era preferible haberlo dedicado a tan loable fin. Mucho temí que fuese aquélla la última vez en que había de verle, pues de Venecia y de Hungría llegaban muchas terribles historias acerca de la inhumana crueldad de los turcos. Cierto que por esa causa la Iglesia prometía la inmediata entrada en los cielos a quienes cayesen en la batalla contra el infiel. Pudiera haberse deslizado mi vida suavemente, cosechando honores y distinciones en el reino de la sabiduría si no me hubiese encontrado una vez más con el doctor Paracelso. Mas para hablar de él y de mi salida de Basilea, tendré que empezar aún otro libro, que será el último referente a los vagabundeos de mi juventud, porque el escribir se me hace ya pesado. Pero tengo aún que contar cómo se cumplió mi juramento. Así pues, continuaré mi historia, aunque ahora tenga que mojar mi pluma en sangre y escribir sobre papel negro. LIBRO DÉCIMO EL SAQUEO DE ROMA 1 Por aquel entonces, el doctor Paracelso era famoso en toda Alemania gracias a sus curas milagrosas, y ésa fue la razón de nuestra inesperada entrevista en el salón de «Los Tres Reyes». No es que fuese una cosa inesperada el encontrarle en una taberna, porque en lugares tales se encontraba muy a sus anchas. Lo extraordinario fue que se encontrase en Basilea cuando su lugar de residencia era la buena ciudad de Estrasburgo, más al Norte y cerca del bajo Rin. Le reconocí en seguida, aunque a pesar de su juventud, tenía muy escaso el cabello y surcado de arrugas el rostro a causa de los trabajos, los cuidados, los viajes y la inmoderación en la bebida. Corrí a saludarle y abrazarle, pero me recibió de manera sumamente hostil y echó mano a su espadón, por lo que hube de reprocharle su actitud poco amistosa. Luego le hablé del pasado y de la mortandad de Estocolmo, donde él había adquirido aquella espada. Le di mi nombre y le recordé que yo había sido su primer ayudante y discípulo. Me miró con ojos de hombre ebrio y me dijo, encolerizado: —Docenas de mis discípulos se han balanceado en las horcas, que es el lugar que les pertenece, y ninguno ha tenido lealtad suficiente para permanecer a mi lado más de tres meses. Espían mis secretos y después se marchan, alardean ante el mundo de haber estudiado conmigo, y perjudican mi reputación con sus conocimientos imperfectos. Que el diablo te lleve si eres uno de ellos. Pero al fin se acordó de mí y me habló más amablemente. Me contó que Frobenius, el famoso impresor, le envió a buscar a Estrasburgo, porque, a consecuencia de un golpe, había perdido el uso de una pierna. Los incompetentes médicos de Basilea deseaban amputársela, con la ayuda de un cirujano barbero, pero el doctor Paracelso creía que podría curar sin operación. Antes de visitar a su paciente, quiso beber un poco de vino fresco, porque había hecho una agotadora jornada a caballo. Allí, después de atacar con su espada los principios o elementos que solían acometerle cuando bebía con exceso, se arrojó, completamente vestido, en el lecho. Aquel encuentro tuvo lugar a fines del verano, en cuyo tiempo se había enfriado mi primer entusiasmo por el estudio. Estaba ya un tanto cansado de escudriñar en los viejos infolios en los que los estudiantes de la Universidad ponían una fe mayor que en la evidencia de sus propios sentidos. De ahí mi vivo deseo de reanudar mis estudios con el doctor Paracelso, aunque su moroso orgullo, que se había acrecentado con los años, y su carácter pendenciero, le convertían en un compañero molesto. Sin embargo, debo reconocer que su comportamiento cambiaba como por arte de magia cuando estaba ante el lecho de un enfermo. Su rostro se mostraba entonces lleno de dulzura y radiante de energía espiritual, y el mero contacto de su mano producía un alivio en los pacientes, cuya confianza se ganaba rápidamente. En pocas semanas curó la pierna del viejo impresor, lo que consolidó su reputación en Basilea. Se amontonaban los pacientes a la puerta de su habitación en la posada. El impresor Frobenius y el gran Erasmo rivalizaban entre sí en hacer elogios de Paracelso entre sus influyentes amistades. El propio Erasmo de Rotterdam se puso en sus manos como paciente, y cuando el doctor Paracelso le hubo examinado de un modo completo, quedó convencido de que padecía la enfermedad de tártaro. Variantes de dicha enfermedad atacaban al hígado, a la vesícula biliar, al riñón, y podían ser causa de agudos dolores. El doctor Paracelso alardeaba de haber sido el primer médico que estudiara estas afecciones y que encontrara curación para ellas, las cuales había llamado por sus adecuados nombres. Recetó bien a Erasmo, le puso una dieta ligera y le prohibió toda bebida, excepto vino rojo de Borgoña. Como mensajero del doctor, tuve frecuentes ocasiones de entrevistarme con el gran Erasmo, pero debo confesar que me sentí sumamente desilusionado por lo que vi. Era un hombrecillo reseco que usaba pieles y caminaba encogido por dentro de la casa aun en verano. Siempre estaba quejoso de sus visitantes y los despedía con un portazo. Temía las corrientes de aire como una plaga. Se mostraba muy remilgado respecto a su alimento, incesantemente se lamentaba de su debilidad física, y encontraba en la correcta interpretación de una palabra griega una victoria mayor que la de los reyes en los campos de batalla. Una estufa recubierta de baldosas azules ardía permanentemente en su habitación, y era tan intenso su miedo a la enfermedad y a la muerte, que aun evitó el visitar a su excelente anfitrión Frobenius mientras estuvo postrado en cama. Su mayor placer —en realidad, el único— era ir escaleras abajo hacia las prensas rechinantes, respirar el olor de la tinta de imprenta, pasar los dedos sobre las húmedas hojas y hacer en ellas correcciones con su letra de viejo. Estaba publicando Frobenius sus obras en una nueva edición más completa, pero Erasmo se mostraba singularmente desagradecido y siempre quejoso, aunque el impresor lo alojaba en su propia casa y le pagaba el vino de Borgoña, así como todas las exquisiteces que pudieran satisfacer su reseco paladar. Sin embargo, Erasmo escribía constantemente a todos sus protectores en todos los rincones de Europa quejándose de su pobreza. Hubiera sido difícil encontrar un rey, príncipe o noble a quien en una u otra ocasión no hubiese enviado sus cartas de petición. Por esa razón su bolsa rebosaba de oro, que llegaba a su residencia de un modo continuo. Ningún hombre sensible deseaba incurrir en su desagrado porque en sus diálogos se mostraba dispuesto a castigar cruelmente a cualquier persona o arremeter contra todo punto de vista con el que estuviese en desacuerdo. Sin embargo, en sus gastos personales se mostraba muy tacaño. Cuando el doctor Paracelso me envió por tercera vez a cobrar sus honorarios, Erasmo hizo la siguiente proposición: —Sería una gran pérdida para el mundo si la incomparable sabiduría de vuestro maestro y su nueva concepción de las leyes de la Medicina quedasen perdidas a causa de su vida andariega. El cargo de médico en la ciudad está vacante actualmente y lleva consigo la obligación de dar conferencias en la Universidad. Consagraré toda mi influencia, así como la de Frobenius, al objeto de conseguir para él tan provechosa situación. Si lo consigo, me atrevo a aseguraros que ningún paciente habrá concedido nunca a su médico una remuneración tan principesca. —Me miró con su fina sonrisa de viejo y añadió—: Todos sabemos demasiado bien la debilidad del buen doctor, pero yo no dudo que una vez elevado a la cátedra de Medicina de la Universidad pondrá mayor esmero en sus vestidos y su conducta y procurará escardar su vocabulario y convertirse en un modelo de la gente decente. No podemos permitir que quede perdido para la Humanidad tan grande hombre a causa de algunos simples defectos. Si esta oferta no satisface al buen doctor, es que no conozco nada de la naturaleza humana. En todo caso, confío en que se abstendrá de esos desagradables recordatorios. Después de todo, es un honor para él el tener como paciente al gran Erasmo. Transmití el mensaje a mi maestro en «Los Tres Reyes», y lejos de encolerizarse como yo esperaba, quedó encantado ante la perspectiva de poner fin a sus vagabundeos con un puesto bien pagado y la posibilidad de exponer públicamente sus nuevos principios desde una cátedra universitaria. —Pero que no se imaginen que haya de dar mis lecciones en latín —dijo—. Me propongo hablar un lenguaje que todas las gentes honradas puedan comprender. Todo aquel que quiera leer en el gran libro de la Naturaleza antes que marchitarse entre pergaminos enmohecidos, podrá ser mi discípulo, aunque no haya aprobado ninguno de los exámenes de la Universidad. Entre otras cosas enseñaré el arte de curar el «mal francés» de un modo poco costoso e infalible por medio del mercurio rojo, y ya desde ahora me causan risa los tumultos que producirá entre los boticarios y el pensar cómo se tirará de los cabellos Fugger cuando tenga que arrojar a la basura toda la corteza de guayaco que ha pedido a América. Lo mismo que en otro tiempo Lutero quemó la bula de excomunión del Papa, así yo arrojaré al fuego las obras de Avicena y de Galeno... y creo que lo haré en el próximo día de San Juan, cuando arden las fogatas del solsticio de verano y todos los estudiantes se reúnen antes de dispersarse para las vacaciones estivales. Así se extenderá rápidamente la noticia por toda Alemania. Sí, eso es lo que haré aunque me llamen el Lutero de la Medicina, porque, como Lutero, me propongo fundar mi personalidad sobre hechos. Me costó gran trabajo explicarle cuán fatal le sería el dar sus lecciones en la lengua vernácula. La primera condición de la sabiduría era un perfecto dominio del latín, mediante el cual las gentes sabias de todas las naciones podían comprenderse mutuamente, fuera el que fuera su idioma o su país. Sus colegas universitarios utilizarían semejante innovación como un arma contra él y alegarían que su conocimiento del latín era insuficiente para darles las lecciones. Yo sabía también que le pedirían que mostrase sus diplomas, y el doctor Paracelso se mostraba singularmente reservado respecto a ese punto, aunque alardeaba de haber estudiado en varias Universidades de diferentes países, hasta que hubo de cansarse de aquella enseñanza imperfecta y perniciosa que en ellas se impartía. Realmente, sus conocimientos del latín eran escasos, como demostraba cuando intentaba dictarme sus pensamientos por las noches, después de unas copas de vino. Ordinariamente recaía en el alemán y me dejaba que tradujese sus reflexiones como buenamente podía. Mis presentimientos estaban demasiado justificados. Cuando Erasmo y Frobenius propusieron al Concejo de la ciudad la designación del doctor Paracelso, estudiantes, médicos y boticarios se alzaron como un solo hombre oponiéndose a la candidatura. Le desafiaron a que mostrase su diploma, a lo que el doctor Paracelso replicó altivamente que hacía mucho tiempo que lo había dedicado al único uso que le cuadraba. Entretanto, los boticarios enviaron un aviso a Augsburgo relativo a la condenación que el doctor había hecho del guayaco como un remedio del «mal francés», provocando así la temible enemistad de Fugger. No me retendré a relatar los maliciosos cuentos que se narraron sobre eso. Pero se decía, entre otras muchas cosas, que había obtenido ese conocimiento, así como también la Medicina, del demonio mismo; y sus extraños hábitos, sus vituperaciones y el lenguaje que utilizaba cuando estaba ebrio para batallar contra los espíritus elementales, eran a propósito para ofrecer materia nueva a los calumniadores. Desdeñó refutar aquellos rumores en su inconmensurable desprecio hacia sus adversarios y su supersticiosa ignorancia. No me siento dispuesto a rebajar su genio y su fenomenal poder de curar, pero debo recordar que como crecía el número de sus enemigos, encontraba verdadero placer en aterrarlos. Cuando se veía necesitado de tener crédito en las tabernas, alardeaba con excesiva facilidad de sus notables talentos, por lo que las gentes sencillas creían que lo que hacía era obra del demonio. Evidentemente su conducta irregular y su lengua venenosa le hicieron un mal servicio en lo referente a la designación para el nuevo cargo, y al fin, tanto Erasmo como Frobenius le aconsejaron que regresara a Estrasburgo y esperase allí la decisión del Concejo, puesto que su presencia en Basilea estaba a punto de frustrar los esfuerzos que hacían en su favor. El propio doctor Paracelso estaba sin duda convencido de que había adoptado una actitud sumamente conciliadora. Se mostraba con indumentaria más decorosa, bajó la voz, bebió menos, porque en el fondo de su corazón apetecía grandemente el cargo y las oportunidades que le ofrecía para desafiar a la sabia Facultad de Medicina. Pero se sentía fácilmente ofendido y morbosamente sensible en cuanto a su reputación, y al final llegó a estar tan cansado y tan descorazonado, que por vez primera le vi entregarse al llanto. —Todos me odian porque soy un solitario y un alemán —dijo—, y porque enseño principios nuevos. Pero mis conocimientos son de Dios. Todo lo que es perfecto es de Dios; toda imperfección es del demonio. Yo sólo pido que se me deje leer en el gran libro de la Naturaleza, curar a la gente de sus enfermedades y destruir la trama de mentiras y errores tejida por los antiguos y reverenciada por los estudiantes de hoy. Se hubiera marchado a caballo aquella noche a pesar de que estábamos en noviembre y hacía frío y los oscuros caminos hormigueaban de bandoleros que no deseaban cosa mejor que cortar el cuello a los viajeros solitarios. Le persuadí de que retrasase el viaje hasta la mañana, porque yo necesitaba tiempo para reflexionar si debía irme con él, permanecer en Basilea o viajar hacia el Sur, cosa esta última que hacía tiempo que me tentaba. Ya desde el otoño había dado a Andrés por muerto, pues las informaciones que nos llegaban desde Hungría hablaban de una abrumadora victoria lograda por los turcos bajo la personal dirección del sultán en las llanuras próximas a Mohacs. Ni aun aquel terrible presagio de sangre y fuego que caía del cielo del Oeste fue bastante para unir a la cristiandad contra el común enemigo. La guerra en Italia continuaba y parecía que, a pesar de todo, el emperador podría llegar a obtener la victoria. El sultán era el único beneficiado por la Liga Santa, porque podía sin molestias conquistar Hungría mientras la cristiandad se hundía la daga en su propio pecho. Los sucesos de Italia mostraban que Venecia miraba solamente sus propias ventajas, y buscaba asegurar sus fronteras de Lombardía, que estaban amenazadas por la presencia de las tropas imperiales en el vecino Ducado de Milán. Los venecianos no tenían en la Liga otro interés que aquél. En realidad, un observador imparcial podría descubrir en su conducta una cierta duplicidad, un cierto deseo de no debilitar excesivamente el poder imperial, porque era en Europa el único adversario digno de los turcos, los cuales constituían la principal amenaza para el comercio y las posesiones venecianas. Esos informes sonaron en mis oídos como un clarín de llamada. En Alemania, innumerables hordas de mercenarios se alistaban bajo los estandartes del famoso Frundsberg y se mostraban contentas con ganar algún dinero y con unas vagas promesas de pago, en su deseo de marchar contra Roma y el Poder Papal. Era evidente que el emperador había dispuesto todas sus fuerzas para aplastar al Papa y que no vacilaba en hacer uso de aliados heréticos, porque sin el conocimiento y la sanción de Su Majestad, difícilmente se hubiera atrevido Frundsberg a hacer tan liberales promesas a sus tropas. ¿Sería quizá la voluntad de Dios que hubiese yo de cumplir mi juramente y ver al Papa derribado de su trono? Así pues, cuando el regreso de mi maestro a Estrasburgo me forzó a decidirme, ya no vacilé; determiné proveerme de ciertas indispensables medicinas, unirme al Ejército imperial en Milán como cirujano, y marchar con él a Roma. Al separarnos, el doctor Paracelso fue lo bastante generoso para darme ocho píldoras de una milagrosa droga llamada láudano, que podía aliviar los más agudos dolores. Me dio también otros remedios y ungüentos que contenían mercurio rojo, para el tratamiento del «mal francés». Me proporcionó asimismo muchos sabios consejos respecto a plagas y habló durante una hora o más sobre fiebres italianas. —En todas las grandes campañas mueren muchos más hombres a causa de viruelas, plagas, peste y fiebre que por el plomo y el acero —dijo—; me imagino que nunca serás un buen médico, Miguel Pelzfuss, pero muchos cirujanos del Ejército han hecho fortuna con conocimientos más deficientes y aún más peligrosos que los tuyos. Procura que tus medicinas no hagan más mal que bien y, siempre que sea posible, deja que las fuerzas salutíferas de la naturaleza realicen la cura. Sus palabras de despedida me fortalecieron en mi resolución. Fui con él hasta las orillas del rápido Rin y lloré cuando montó en la barcaza. Me quedé contemplándole hasta que sólo era ya una mancha gris en la lejanía, desvaneciéndose al fin ante mis ojos. El doctor Paracelso regresó al año siguiente a Basilea, a petición del Concejo y, de acuerdo con lo que prometió, quemó los libros de Galeno en las hogueras del solsticio de verano. Sin embargo, supe más tarde que murió seis meses después. La compañía y las enseñanzas de un hombre de tan significativa personalidad ejercieron influencia considerable sobre mí, como hube de comprobar más tarde, y estoy dispuesto a reconocer que en su esfera era un hombre de genio, de una honradez perfecta, aunque nunca pudo llegar a formular claramente sus enseñanzas. Sin duda era tan rudo y tan áspero como los riscos y los abetos de su tierra natal, y él se llamaba a sí mismo «peregrino» y el «asno salvaje de las montañas». Sin embargo, yo le admiraba más que lo que admiraba a Erasmo con su estufa, su fría erudición y sus halagos a los poderosos. 2 Si después de los ventisqueros de los puertos alpinos esperaba encontrar una alegre acogida en Milán, de cierto que nunca estuve más equivocado, porque sólo reinaba allí el hambre y el caos. Las tropas imperiales, indisciplinadas y no pagadas, no atendían a sus oficiales, pues llevaban un atraso de muchos meses en sus soldadas y cada hombre tenía que sostenerse por sus propios medios. Apenas la columna de aprovisionamiento con la que viajaba atravesaba las puertas de una ciudad, cuando era atacada y saqueada, y sin duda yo mismo me hubiese visto robado si no hubiese viajado como médico. A pesar de todo, tenía que llevar a Rael bajo mi brazo para protegerle de aquellos hombres peludos de mirada salvaje que alegremente hubieran hecho con él una buena comida. Afortunadamente para mí, la ciudad estaba llena de enfermos y agotadas las existencias de medicamentos. Pudiera haberme enriquecido de no haber sido tan caros los alimentos, pues todas mis ganancias se fueron en un poco de pan, carne y vino para mí y para mi perro. Cuando llegué allí, poco antes de Navidad, me enteré de que hacía tiempo que Frundsberg había marchado hacia el Sur con doce mil piqueros y estaba entonces importunando al duque de Borbón para que dejase Milán y se unieran ambos ejércitos bajo su mando. El duque había quedado agotado; había robado hasta el último saco de harina, hasta la última gallina y el último cerdo, y en todo Milán no había una sola puerta que no hubiera sido forzada. El duque de Borbón y sus oficiales fundieron sus vajillas, adornos y cadenas de oro para acuñar moneda y distribuir entre los hombres, con objeto de prevenir los motines e inducirlos a continuar; y aunque, como recién llegado, yo podía esperar que me diesen la parte de la paga que correspondía a un cirujano, no me quedó, sin embargo, otra opción que marchar con ellos. Me compré, pues, un burro flaco, cargué sobre sus lomos todos mis bienes y me fui con los hombres del duque hacia fines de enero. Así comenzó para mí aquel sangriento e inolvidable año de 1527. Entretanto, las tropas de la Liga Santa dirigidas por el duque de Urbino habían chocado con los hombres de Frundsberg, siendo sin duda el propósito de los italianos el impedir la unión de los ejércitos imperiales. No obstante, habiendo sufrido algunos reveses, el duque de Urbino se retiró para examinar la mejor manera de servir la causa veneciana. Así pues, en febrero nos reunimos con Frundsberg a orillas del río Trebia; aquella misma noche, españoles y alemanes disputaban entre ellos y tuve que atender a tantos accidentes como si hubiese habido una batalla regular. Era una disputa vana, porque el dinero no llegaba, aunque nuestro comandante en jefe se ingenió para conseguir un préstamo del duque de Ferrara, que estaba deseoso de alejar a aquellos merodeadores aliados suyos de sus dominios. Pero cuando después de otra quincena dejamos atrás las tierras de Ferrara y estábamos cerca de Bolonia, cansados de hambres y de lluvias, exigieron un nuevo alto y pidieron que se liquidasen sus haberes. Como yo no estaba ligado a los españoles, en cuya compañía había dejado Milán y hablaba de modo imperfecto su lengua, me uní a los alemanes de Frundsberg. Y fue entonces cuando recibí una de las sorpresas más grandes de mi vida. El duque de Borbón se mostró tan tonto que sólo pagó a los alemanes con la suma que había logrado del duque de Ferrara, y justamente cuando yo estaba trabando mi burro bajo un olivo para tratar a alguno de aquellos hombres enfermos del «mal francés», fuimos atacados por un numeroso grupo de españoles rabiosos y descalzos que intentaron despojarme. Mis pacientes no estaban en condiciones de defenderse por sí mismos, y por otra parte, se habían quitado los pantalones para el examen médico. Así que, ante la sorpresa del primer ataque, no pudieron siquiera correr. Lo hubieran perdido todo de no ser que gracias a mis gritos apareció un corpulento camarada que corrió en nuestra ayuda, blandiendo su espada y lanzando furiosos gritos. Los españoles huyeron, y cuando me volví para dar las gracias a mi salvador me encontré con que era Andrés. Estaba ya tan seguro de su muerte, que al principio le tomé por un fantasma al que mis ardientes gritos habían sacado del reino de la muerte. Pero cuando Andrés me reconoció, volvió su espada a la vaina, cogió mi mano entre las suyas y dijo: —¡Por mi alma! ¡Si es Miguel! ¡Por amor de Dios!, dime: ¿qué estás haciendo entre estos lobos cuando deberías estar perfeccionando tu inteligencia en Basilea? Se sentó en el suelo, sacó un sustancioso hueso de su mochila, lo partió en dos trozos y comenzó a remolerlo, para que Rael pudiese comer el tuétano. Enseñaba los nudosos dedos de sus pies por los agujeros de los zapatos y le quedaba poca cosa de las mangas, pero su coraza aparecía pulida e inmaculada, y su espada, en excelente estado. Le pregunté cómo había escapado vivo de la batalla de Mohacs y cómo había encontrado su camino hasta aquel ejército que luchaba por la causa del Señor y al que toda Italia maldecía. Me contestó con su habitual e ingenuo estilo: —Escapé de Mohacs por la excelente razón de que no estaba allí en el momento de la batalla; no he encontrado nunca nobles tan altaneros y tan apasionados como aquellos húngaros y perdí todo deseo de luchar a su lado. Desprecian la artillería y ponen toda su fe en las armaduras y en los caballos rápidos. En Mohacs cargaron a caballo contra los cientos de cañones que el sultán había dispuesto para contener su avance. Testigos dignos de crédito dicen que los turcos no abrieron el fuego hasta que la caballería húngara estuvo a pocos pasos de las bocas de los cañones, y la primera andanada determinó el curso de la batalla. No habían transcurrido dos horas desde que el ejército del sultán había iniciado su movimiento contra los cristianos, y ése fue el fin de Hungría. Se libraron pocos que pudieran contarlo. Le rogué que me diese más detalles, pero Andrés no parecía mostrar deseos de extenderse acerca de sus experiencias en Hungría. Dijo solamente: —He oído que todas las aldeas huyen de la opresión de sus señores y buscan refugio en los dominios del sultán, porque el sultán no persigue a los cristianos como tales y les permite practicar libremente su religión. »Al mismo tiempo prohíbe las exacciones injustas. Ésa fue una de las razones de la desgana que mostró en luchar por el rey, y he oído que por lo menos dos de los hombres más eminentes de nuestro tiempo compiten ya por conquistar el favor del sultán, teniendo ambos la esperanza de poder conseguir la corona de Hungría como humildes vasallos suyos. Andrés rehusó decir una palabra más acerca de Hungría y me llevó consigo a su campamento. Un grupo de piqueros le había elegido como jefe, y bajo las andrajosas tiendas que los protegían de las lluvias de primavera compartieron su comida conmigo. Me sentí muy satisfecho de su compañía, pero cuando cerró la noche estalló un motín y los piqueros alemanes tuvieron que vestir la armadura completa y formar cuadros para defenderse de los furiosos españoles. Aquellos hombres habían atacado a sus propios oficiales y amenazaron con arrancar sus soldadas de las espaldas del Borbón; el duque se vio forzado a buscar refugio en la tienda de Frundsberg. Pero cuando a la mañana siguiente los jefes españoles habían restablecido hasta cierto punto el orden entre sus hombres, los alemanes, a su vez, comenzaron a sentir su miseria mostrándose unos a otros sus calzados destrozados y sus harapientos vestidos. Al atardecer rodearon la tienda de Frundsberg, gritando que habían sido engañados y que tenían que ser pagados sin nuevas demoras. Me encontraba yo en el centro de aquella chusma vociferante cuando salió Frundsberg, y fue entonces cuando por primera y última vez contemplé a aquel gran general ante cuyo solo nombre temblaban los hombres. La sola visión de aquella cabeza bovina y aquel rostro macizo hizo callar a los hombres por un momento; algunos de ellos comenzaron a aplaudirle. Poco después los gritos comenzaron de nuevo. Los piqueros hundían sus botas destrozadas en el fango, delante de él. Desgarraban sus camisas para mostrar las costillas y reclamaban su dinero. Frundsberg no estaba acostumbrado a motines, y su ancho rostro se hinchó y se puso rojo de cólera. Rugió tan apasionadamente, que la voz le falló. Recordó a sus hombres los artículos de guerra que habían jurado obedecer y los amenazó. Con ello sólo consiguió exasperarlos. Le gritaban que Frundsberg no les quería recordar aquellos artículos por los que tenían derecho a cobrar con regularidad, sin que los atrasos pasasen de un mes. De pronto, los hombres más cercanos a él bajaron las picas hasta que la poderosa cabeza de Frundsberg se vio rodeada de puntas brillantes, visión poco agradable para un general que estima tanto su dignidad. No es, pues, de extrañar que se viese arrastrado a las más extremosas formas de apasionamiento. Sus ojos se llenaron de lágrimas, perdió el habla, gesticuló de una manera ciega, tartamudeó y cayó al suelo, aunque no le había tocado nadie. Aquello desconcertó completamente a los amotinados, que se callaron y comenzaron a escabullirse, mientras de pronto un silencio de muerte se extendió por el campamento. Afortunadamente, tenía conmigo mi lanceta, y me fue posible hacerle una pequeña sangría en el codo, pero había caído víctima de un ataque fulminante y no podía moverse ni hablar; tan sólo me miraba desesperadamente, con los ojos inyectados en sangre. Daba compasión verle. Más tarde se lo llevaron a Ferrara, donde recibió los necesarios cuidados, pero nunca se recobró por completo de los efectos de aquel ataque. Había desaparecido, pues, el único jefe que podía mantener la disciplina entre los piqueros. Asumieron el mando sus dos coroneles, y el duque de Ferrara, viendo que amenazaban ulteriores tumultos, remitió otros quince mil ducados. Los piqueros recibieron así un ducado cada uno y no volvieron a quejarse, pues les había afectado la desgracia que habían ocasionado. Después de aquel incidente, el duque de Borbón reunió en consejo a sus oficiales, a quienes ordenó que levantasen el ánimo de sus hombres describiéndoles las riquezas que les esperaban en Florencia y en Roma. Se restableció en el campamento una apariencia de orden y las tropas estaban ya preparadas para reanudar su marcha cuando, para colino de nuestros infortunios, llegó de Roma el maestre de la Caballería Imperial con la noticia de que el señor De Lannoy, virrey de Nápoles, había hecho la paz con el Papa por autorización del emperador. No sé cuántos tratados de paz se firmaron aquel invierno, pero el Papa quebrantó su palabra más de una vez. Sin embargo, había pagado sesenta mil ducados según los términos del tratado, y el maestre de la Caballería había traído consigo el dinero para distribuir entre las tropas, que estaban entonces a punto de ser licenciadas. La primera revuelta había sido bastante violenta, pero yo no he presenciado nunca tumultos peores que los que surgieron cuando aquellas noticias se extendieron por el campamento. Alemanes y españoles olvidaron sus querellas frente al común peligro de verse privados del esperado botín. Se saludaban unos a otros como hermanos de armas y formaron un consejo de soldados de uno y otro país. Aquel consejo visitó al duque de Borbón para preguntarle lo que pensaba hacer y le manifestó que, en todo caso, el ejército continuaría la campaña, bien fuese con sus antiguos jefes o con otros nuevos que ellos mismos elegirían. El duque recibió a aquella diputación cordialmente y dijo que, si el ejército había resuelto continuar, él, con la ayuda de Dios, los conduciría hasta Roma aun a riesgo de incurrir en el desagrado del emperador. Su Majestad no le había premiado de acuerdo con sus méritos, y cuando el rey francés rompió el tratado de paz, el duque perdió todos los beneficios que el emperador le había concedido. No obstante, el duque no odiaba a nadie tanto como al señor De Lannoy, favorito del emperador, y no veía ninguna razón para respetar una paz que aquel caballero se había complacido en firmar. En realidad, consideraba que sería mejor servir la causa imperial despreciando el tratado, puesto que el Papa estaba dispuesto a olvidar sus promesas si obtenía con ello alguna ventaja. El duque de Ferrara nos proporcionó las provisiones necesarias, carros, pólvora y algunos cañones ligeros con tal de librarse de nosotros. A finales de marzo levantamos el campo y continuamos nuestro camino. Una vez en marcha, nuestro ejército creció como un alud, porque los refugiados políticos, así como los bandoleros y criminales de toda especie, olfateaban el botín y se unieron a nosotros. A lo largo de nuestra marcha, muchos se hundieron sin posible ayuda en la nieve o fueron devorados por los lobos; muchos otros fueron muertos por campesinos y pastores a quienes las brutalidades de los soldados habían arrastrado a la desesperación. Para evitar los valles de Toscana, que estaban ocupados por tropas enemigas, el duque de Borbón nos condujo por los más ásperos pasos de los Apeninos, que son el espinazo de la península italiana. La primavera llegaba tardíamente, la nieve seguía cayendo en las montañas, nuestras provisiones se agotaban y no quedaba nada que robar. ¿Qué de extraño tiene, pues, que unos y otros se acordasen de sus padres y de sus hogares, a los que hubieran regresado si hubiesen podido? Pero precisamente cuando se hubieron agotado el pan y la harina, el duque pudo mostrarnos una tierra rica y fértil que se extendía allá abajo en la lejanía, donde el caudaloso Arno deslizaba sus aguas amarilloverdosas a lo largo de valles lujuriantes. Teníamos a la vista las riquezas de Florencia y Roma, y descendimos de las montañas no como un ejército regular, sino como una banda de ladrones salvajes y rabiosos. Así llegamos al valle del Arno. Pero entonces los florentinos se dieron cuenta del peligro que les amenazaba, y el duque de Urbino se había propuesto realmente defender Florencia, pero el simple hecho de su avance inclinó al Borbón a la prudencia, y con las más duras y penosas marchas forzadas nos condujo derechamente hacia Roma. El Papa había licenciado su ejército, y el duque esperaba llegar antes de que hubiese reorganizado sus defensas. Seguíamos luchando, hacia delante, atraídos por aquel brillante espejismo, olvidándonos del hambre y de las privaciones y abandonando incluso nuestros cañones. Apremiábamos a nuestros camaradas, lo mismo que a nuestras bestias de carga, y el único pensamiento que llenaba nuestro espíritu era Roma, ¡Roma! Aquellos días agotadores y febriles quedan como entre brumas en mi memoria. Pero yo recuerdo que, mientras me arrastraba por aquellos caminos, inclinado sobre los fardos de mi burro, me parecía ver en aquellos pálidos y macilentos esperpentos que se esforzaban en seguir hacia delante, una manada de lobos. Una semana de marchas forzadas condujo a nuestro agotado ejército a las puertas de Roma. El número de nuestros hombres había pasado de diez mil a treinta mil, pues las tropas papales licenciadas se unieron fácilmente a nuestro ejército a medida que nos acercábamos a la ciudad. Durante la noche, en las pocas horas de reposo, sonaban los martillos en torno a los fuegos de los campamentos, donde nuestros hombres construían escalas. Llevaban una vida de desgraciados fugitivos con sus lentas carretas de madera cargadas de pesados fardos. El cinco de mayo el ejército imperial dominó la colina de Mario, y pude contemplar las murallas, puertas, torres y techos de la Ciudad Santa, dorados por el sol poniente. Contemplé desde allí la ciudad a la que durante un millar de años había ido en peregrinación de fe y de penitencia la cristiandad, y cuyas iglesias, altares y relicarios estaban adornados con oro y plata procedente de todos los rincones del mundo. Creo que todos nosotros sentimos idéntico pavor cuando nos detuvimos a contemplar en silencio absoluto aquel espejismo que de pronto se había convertido en un hecho. Y me pregunto si Roma pudo aparecer nunca tan magnífica ante los ojos de un peregrino, tan abrumadora en su gloria, como en el momento en que la contemplábamos a la luz del ocaso como el arca de un tesoro de oro, un arca que íbamos a destrozar hundiendo en las sombras las obras de una Era ya fenecida. El duque de Borbón subió a caballo hasta la cima de la colina. El sol hacía brillar su armadura. Tras un momento de silencio brotó un rugido de miles de gargantas, y el duque, con ojos llameantes, dio la orden de que las tropas se dispusieran para un asalto al amanecer. 3 Dudo de que ningún ejército atacante se haya encontrado nunca en situación tan desesperadamente apurada como la nuestra. Nos quedaba pan para un día y las tropas adiestradas y disciplinadas de la Liga se acercaban lentamente para aplastarnos contra las murallas, que en la oscuridad de la noche nos parecían inexpugnables. No teníamos artillería para abrir brechas y la pólvora de los arcabuceros españoles sólo servía para un disparo o dos a cada hombre, pues la mayor parte de ella se había mojado y estropeado con las incesantes lluvias. Cuando me senté ante el fuego del campamento y contemplé los baluartes, pensé que sería más fácil machacar piedras con un mazo de madera que derribar aquellas murallas con picas y espadas. El duque de Borbón había reunido en consejo a sus oficiales en el monasterio de San Onofre, pero entretanto, muchos otros consejos de soldados se reunían en torno a las hogueras de los campamentos. Esos consejos habían ido creciendo en número y en influencia a partir de Bolonia, y en aquellos momentos aquellos conclaves estaban protegidos por una guardia para impedir el acceso de los intrusos. El propósito principal de los españoles era asegurar el saqueo de la ciudad, porque temían que, después de unas negociaciones de once horas, el gran saqueo se les escapara de entre las manos. Entre los alemanes maduraba la firme resolución de no dejar escapar al Papa; debía entregarles sus riquezas y luego ser colgado. Ellos, como los españoles, temían que sus oficiales les arrebataran de las manos los frutos de la victoria. Tal desconfianza fue creciendo durante la noche, y tanto los españoles como los alemanes determinaron arriesgarlo todo por un botín como jamás ejército alguno en la cristiandad había conquistado. Se difundieron por todo el ejército noticias de las reuniones secretas, y pocos debieron quedar que las ignorasen. Se sabía también que el Papa había excomulgado al duque de Borbón, lo que le causó profundo pesar. Al romper el día comenzaron a levantarse nieblas de los pantanos de los alrededores, y cuando los tambores y las trompetas dieron la señal para el asalto, las murallas de Roma estaban cubiertas de. densa niebla, circunstancia muy afortunada para nosotros, puesto que nos ocultaba a la vista de los defensores. Se pusieron escalas en dos puntos, pero fueron ambas rechazadas por la guarnición, con armas de fuego y combates cuerpo a cuerpo mientras que desde la ciudadela de Sant'Angelo llegaban disparos de cañón. Sin prestar atención al fuego enemigo, el duque de Borbón recorrió a caballo nuestro frente, vistiendo un ondeante manto blanco y una brillante armadura, por lo que era fácilmente reconocido. Chispeaban sus ojos en su rostro demacrado mientras exhortaba a sus hombres al ataque, encolerizado a la vez que intrigado por su acogida. Los españoles no hacían más que clavar sus soportes en el suelo y apuntar hacia las murallas, y los alemanes, en pequeños grupos, cuchicheaban y murmuraban. Al ver aquello, el duque desmontó furioso cerca del muro del Campo Santo, donde indujo a los alemanes a que colocasen las escaleras de asalto, y luego dirigió la carga contra la base de los baluartes. Fueron colocadas muchas escalas al mismo tiempo y, como flotaba todavía sobre nosotros la niebla, ni siquiera un testigo ocular hubiera podido decir lo que sucedió. Pero apenas el duque puso el pie en los travesaños inferiores sonaron varios disparos entre sitiados y sitiadores, y el duque cayó de cabeza gritando: «¡Madre de Dios, me muero!» Una bala de plomo le alcanzó en la cadera y la ingle. Le levantaron los soldados, y el príncipe de Orange tendió su manto sobre él para que no le disparasen de nuevo desde la muralla. Le condujeron luego a una capilla en un viñedo próximo y, a pesar de la excomunión, recibió los sacramentos de manos de su confesor. Vivió pocas horas, pero en el delirio de la muerte se arrancaba las vendas de sus heridas e intentaba levantarse gritando con voz terrible: «¡A Roma, a Roma!» Los gritos llegaban a través de las puertas abiertas de la capilla hasta los soldados, que seguían aún asaltando las murallas. Los historiadores han escrito hermosos relatos de cómo el ejército imperial avanzó arrollador, como una avenida, para vengar la muerte del general. Pero la verdad es que ni los españoles ni los alemanes salieron de su apatía hasta que se aseguraron de que sus heridas eran mortales. Sólo entonces se lanzaron a un vigoroso asalto, gritándose enardecidos unos a otros que ahora nadie impediría el saqueo de Roma. Muchos reclaman el honor de haber matado al duque, entre los cuales puede mencionarse a un cierto y mentiroso orífice llamado Benvenuto Cellini, que dirigió el fuego desde el castillo de Sant'Angelo. (Después de la desbandada de las tropas papales, el comandante de la ciudadela se vio obligado a atender sus cañones con artistas y gentes parecidas.) Pero yo estoy convencido de que fue algún arcabucero español, incitado a ello por sus camaradas, el que mató al duque de Borbón. Sea lo que fuere, españoles y alemanes rivalizaban ardorosamente en el asalto. Los españoles descubrieron en el jardín del cardenal Armellini una casa construida contra la muralla de la ciudad. Un pasaje subterráneo, apresuradamente taponado con cascote, conducía desde la casa al interior de la ciudad; mientras con sus palas se abrían camino, los piqueros alemanes lanzaron sus escalas de asalto en una larga hilera junto a la puerta del Espíritu Santo. El primer hombre que alcanzó a coronar la muralla era un predicador llamado Nikolai, tejedor de oficio, y el segundo fue Andrés, que derribó a los arcabuceros con su mandoble y volvió en seguida los cañones contra Sant'Angelo. Cuando vi las puertas abiertas y a los piqueros que corrían en tropel por ella y a Andrés luchando sin ayuda alguna entre los cañones, encomendé mis heridos a los cuidados de la Providencia y trepé a la muralla para ayudarlo. Entretanto, delante de la iglesia de San Pedro, los suizos de la guardia papal habían perecido hasta el último hombre. Las tropas imperiales no se contentaban con matar, sino que lanzaban dentro de las casas tizones encendidos y el humo comenzaba a elevarse hacia el cielo. Mataban cuanta mula o caballo veían, para que no fuesen utilizados para sacar de la ciudad los bienes privados antes de que hubiese caído la ciudad entera. La conquista de aquel barrio terminó rápidamente. Los cañones de Sant'Angelo tronaban todavía, haciendo peligroso el acercarse a la ciudadela, pero ninguno de nuestros hombres se molestó en contestar a su fuego y muy pronto nos encontramos Andrés y yo solos sobre la muralla. Las lamentaciones incesantes de la multitud llegaban a nosotros como el rumor del mar y, por cima de todo, podía oírse el grito agudo y triunfante de las batallas «¡Imperio, Imperio!» y «¡España, España!». No presté ninguna atención a los peligros que nos amenazaban, porque me veía contagiado de la universal locura. Bajamos de la muralla y corrimos hacia la ciudadela. Entretanto, los españoles habían asaltado San Pedro, y los alemanes, el Vaticano, y sólo más tarde nos enteramos de cómo en el último momento había podido evadirse el Papa. Había pasado la mañana en sus devociones en la Capilla Sixtina, rodeado de los cardenales y de los embajadores extranjeros, y mientras los alemanes estaban todavía luchando para forzar las puertas del Vaticano, Su Santidad pudo escabullirse por un pasaje secreto que conducía desde el Vaticano hasta la ciudadela. Grupos de fugitivos se apiñaban en los puentes del Tíber para buscar amparo en aquel mismo lugar, y con ellos iban los desgraciados habitantes del barrio del Borgo, de modo que entre el foso y el puente levadizo se apelotonaba una muchedumbre espantosa. Muchas mujeres y niños fueron pisoteados, y otros muchos cayeron al agua y fueron arrastrados. En aquel momento la guarnición de Sant'Angelo hizo una repentina salida para recoger provisiones de las casas más cercanas, pues la fortaleza no estaba avituallada para un sitio. Fue interrumpido el fuego por temor a herir a los ciudadanos, y tanto Andrés como yo nos encontramos en el centro mismo de aquella indescriptible confusión. Fue así como llegamos a encontrarnos entre un grupo de dignatarios que procedían del pasaje cubierto y se esforzaban por abrirse camino a través del puente hacia la fortaleza. A la cabeza iba un hombre titubeante y encorvado, sobre cuyos hombros había echado alguien el manto púrpura de algún obispo. Supimos más tarde que aquel fugitivo desamparado y quebrantado no era otro que el Papa mismo. Había logrado, pues, mi propósito; aquel propósito que parecía tan remoto cuando, con la mano mojada en la sangre de mi esposa Bárbara, hice aquel terrible juramento. No habíamos conquistado todavía el barrio amurallado del Trastevere, en la misma orilla del río, y era ya noche cerrada antes de que quedase la ciudadela totalmente cercada y antes de que los jefes imperiales pudiesen reorganizar sus fuerzas en orden de batalla. La ciudad vieja, en la orilla, aún se mantenía, pero los habitantes de Roma estaban de tal manera sobrecogidos por el pánico, que muy pocos de entre ellos pensaban en luchar y defenderse. La mayoría de ellos sólo pensaban en buscar un lugar seguro para ocultar sus bienes. Opulentos fugitivos se amparaban tras los macizos muros de los palacios, y muchos cardenales que se consideraban amigos del emperador permanecían tranquilamente en sus mansiones, confiando en su inmunidad. Esos dignatarios ofrecieron asilo a otras personas de distinción. Las Embajadas extranjeras aparecían también atestadas, mientras que los pobres y los que no tenían patrones poderosos, cargaban con lo que podían de sus bienes y se apelotonaban en las innumerables iglesias y monasterios de la ciudad. Todavía no habían llegado los ciudadanos a comprender de una manera clara cuál era su situación, pues cuando en una reunión del Concejo de la ciudad, unos cuantos espíritus resueltos propusieron la demolición de los puentes sobre el Tíber, para asegurar los distritos de la orilla izquierda, los consejeros se opusieron unánimemente a tan drástica medida, con el argumento de que los puentes eran hermosos y sería costosa su reconstrucción. Así, hirió Dios a los ciudadanos cegándolos primero. Al oscurecer de nuevo, las trompetas dieron la señal del ataque, y las tropas imperiales marcharon ordenadamente hacia el Puente Sisto, pues era evidente que había que conquistar toda la ciudad para dar por segura la victoria. En el último momento se vieron detenidas las tropas por el margrave de Brandeburgo, de dieciocho años de edad, que estaba estudiando en Roma y que se había puesto al frente de una delegación de la ciudad, intentando apaciguar a sus compatriotas. Pero aquellos piqueros barbudos y mugrientos se rieron en su cara, lo encuadraron dentro de sus filas y dispersaron a la delegación con las picas bajas. Unos cuantos jóvenes de la nobleza romana reunieron un par de centenares de hombres que defendieron el puente hasta la noche. Llevaban una bandera con la leyenda Pro Fide et Patria, pero los piqueros la pisotearon bien pronto, así como los cadáveres de los que la defendían, y cruzaron el puente, extendiéndose como una inundación sobre los distritos indefensos. Me figuro que unos diez mil debieron perder la vida ese primer día, la mayoría de los cuales eran fugitivos inermes. Cuando cayó la noche, los comandantes del Ejército tocaron a reunión. Los españoles acamparon en la Plaza Navona, y los alemanes, en el Campo di Fiore, donde hicieron fogatas con puertas y muebles, acarrearon barriles de vino de las bodegas y comenzaron a refrescar tras la dura faena del día. Roma era nuestra, y como el número de nuestros muertos era muy pequeño, teníamos muchos motivos para regocijarnos. Sin embargo, nuestros jefes deseaban mantener unidas las tropas por temor a una sorpresa por parte de los ejércitos aliados, y en verdad, las señales que brillaron hasta muy tarde por la noche en la fortaleza de Sant'Angelo parecían indicar que el Papa esperaba que sus amigos fuesen a rescatarle. La tropa se mantuvo reunida hasta medianoche ante el común peligro; después, habiéndose embriagado los soldados, se mostraron alborotadores y descontentos. No habían conquistado, decían, a Roma con la espada en la mano para sentarse sencillamente temblando sobre las piedras mientras los oficiales se divertían alegremente con las damas romanas en mullidos lechos. Los grupos de soldados eran cada vez más reducidos; unos tras otros se deslizaban por las oscuras calles hasta que las muertas ascuas de las hogueras brillaron en plazuelas desiertas. Sólo un gato gris permanecía lamiendo la sangre en el desgastado mármol que pavimentaba el suelo. Yo había estado atareado con los heridos, y luego, sentado con Andrés en aquella plaza silenciosa, oíamos el ruido de puertas derribadas, los gritos de las mujeres, el martilleo sobre los cerrados cofres. Andrés me miró, se santiguó y comentó: —Esos ruidos son sospechosos; me imagino que los españoles están robando con ventaja sobre nuestros honrados alemanes, pues habíamos convenido en que el saqueo no empezaría sino hasta el amanecer. Creo que estaría justificado el que intentásemos ver algo, aunque está muy oscuro. Por lo menos podríamos encontrar un lecho más blando que este mármol. Ni él ni yo sabíamos qué camino tomar en Roma y vagabundeamos al azar seguidos por tres de los piqueros de Andrés que se habían quedado con nosotros a vivaquear. Brillaban luces a través de las rotas ventanas de muchas casas y oíamos los gritos de soldados ebrios que se divertían dentro de ellas. Doblamos hacia una calle lateral que aún permanecía a oscuras, aunque en su extremo más lejano se veían brillar antorchas y se oía el ruido de maderas astilladas. Un hombre de mejillas redondas que nos había visto avanzar abrió su puerta cuando pasábamos, protegiendo la llama de una candela con la mano y nos saludó dándonos la bienvenida a su casa. Él había amado siempre al emperador —dijo— y no deseaba cosa mejor que tener el privilegio de distraer a sus bravos soldados... siempre que no fueran muchos. Era comerciante en vinos y había llenado aquella noche muchas garrafas con sus mejores caldos, y su esposa había preparado la mesa para los esperados huéspedes. Podía ver, por nuestro aspecto, que éramos gente decente y podíamos alojarnos allí como en nuestra propia casa, puesto que no éramos más que cinco. No pudimos menos de sentirnos emocionados por tan cordial invitación y prometimos hacer lo que pudiéramos para mantener alejados a los intrusos; como Andrés tuvo ocasión de realizar en el curso de la excelente cena que nos fue servida. Pero cuando los tres piqueros de Andrés acabaron de comer y se limpiaron los labios con el dorso de la mano, sugirieron tímidamente que ya era tiempo de tratar del asunto y de cumplir el propósito que habían tenido al marchar sobre Roma. Andrés se volvió hacia nuestro anfitrión y le dijo: —Si sois realmente un verdadero y fiel servidor del emperador como pretendéis, pagadnos nuestros atrasos y cargadlo a la cuenta de Su Majestad. El comerciante en vinos puso una cara muy larga, se enjugó el frío sudor de la frente, se lamentó de su pobreza, pero, al fin, tras muchos regateos, nos entregó unos veinte ducados. Pero aquello no representaba más que cuatro ducados para cada uno y los soldados murmuraron que seguramente era más rico de lo que pretendía. Entonces, mientras Andrés continuaba plácidamente bebiendo, los hombres comenzaron a destrozar cajones, alacenas y cofres, amontonando el contenido de todos ellos sobre el suelo, aunque tanto el comerciante como su esposa permanecían de rodillas y les rogaban que no lo hiciesen. Los ojos de los piqueros se detuvieron luego sobre las amplias curvas de la señora de la casa y expresaron el deseo de celebrar la gran victoria gozando de la sociedad femenina, y cuando de la manera más imprevista comenzaron a pellizcarla y golpearla, se acercó ella aterrada a su esposo, el cual les rogaba en nombre de la Virgen que dejasen viva a su esposa; y se apresuró a hacer venir a dos jóvenes sirvientas que se ocultaban en la buhardilla. Aquellas pobres muchachas de ojos negros lloraron y lucharon, pero fue en vano, y dos de los hombres se las llevaron al propio lecho del comerciante, mientras el tercero, esperando su turno, se fue a la bodega a buscar más vino. La conducta de nuestro anfitrión con respecto a aquellas pobres muchachas me desagradó y le dije severamente: —¡Perro embustero! Veo por tu cara que nos has engañado y que ocultas más dinero. Nos veremos obligados a colgarte por tu traición a los leales soldados del emperador. Andrés convino en que el colgarle sería el más adecuado premio para hombre tan falso y, cogiéndole por el cuello, me ordenó que buscase una soga. Lo tomase o no en serio, el comerciante se lo creyó y prometió mostrarnos el escondrijo si le prometíamos que quedarían a salvo su vida y el honor de su esposa. Descendimos a la bodega, con manos temblorosas, nuestro anfitrión hizo rodar una gran barrica, que dejó al descubierto una puertecilla. En la bodega contigua encontramos a un muchacho y una encantadora joven de poco más de quince años que se apretujaban contra los enmohecidos muros, temblando de miedo y considerando llegada su última hora. Había también gran cantidad de vajilla de plata, y candelabros, y una gran maleta de cuero llena de ducados de oro. La muchacha acudió a nuestra llamada sollozando de miedo, pero Andrés apartó a un lado al comerciante y le ordenó que recogiese lo que fuera propiedad de su esposa y de su hija y lo subiese arriba. Cuando nos aseguramos de que el agujero hecho en la tierra estaba vacío, quedando únicamente la comida y el agua que se había dejado para los muchachos, Andrés dijo al hombre que él y su hijo debían ser encerrados allí para su propia seguridad y que tanto su esposa como su hija eran por lo menos tan competentes como él para hacer los honores de la casa. Y como lo dijo lo hizo. Fue cerrada la puerta, e hizo rodar de nuevo la barrica contra ella, a pesar de las maldiciones y lamentaciones de nuestros prisioneros. La muchacha lloraba tan amargamente como él, pero la consolé lo mejor que pude. Cuando acaricié su cabello y le pregunté su nombre me contestó que se llamaba Giovanna y rogó que fuésemos compasivos con ella. Después, cuando regresamos a la mesa donde cenamos, extendí sobre ella nuestro botín y lo dividimos honradamente entre nosotros, de modo que Andrés, como jefe, recibió tres partes; yo, como cirujano, dos, y los piqueros, una cada uno. Aquellos hombres no se mostraron envidiosos, y encantados con aquellas inesperadas riquezas, dieron cada uno un ducado a las sirvientas, que secaron sus lágrimas, sonrieron, bebieron vino con nosotros y enseñaron a los piqueros algo de italiano. La noche pasó, pues, alegremente y sólo una o dos veces tuvo Andrés que levantarse para advertir a los soldados que golpeaban a la puerta con esperanza de robar la casa, que nosotros la habíamos tomado bajo nuestra protección. Andrés habló larga y cortésmente con la dueña de la casa y la persuadió a que le diese una cierta cantidad de vino; y a pesar de haber perdido tantas cosas valiosas, aún sonrió una o dos veces cuando los brazos de Andrés la rodearon. Giovanna era tan joven y hermosa, que yo no podía apartar los ojos de ella y acaricié su suave cabello e intenté enjugar sus lágrimas. Aunque estaba bebido, no quise hacerle ningún daño y me contenté con besarla y acariciarla. Cuando ella vio aquello, me devolvió mis besos y dormimos inocentemente el uno en brazos del otro. A la mañana siguiente, cuando desperté y la contemplé, sonriéndome tímidamente con sus oscuros ojos, comprendí que la amaba con todo mi corazón. Para ganar su favor y el de su familia, devolví todos los objetos de plata que me correspondieron y conservé sólo el dinero, que era más fácil de transportar. Dejamos la casa descansados y con excelente espíritu, y Andrés prometió a la señora que regresaríamos aquella noche para proteger su honor. Pero cuando regresamos a la noche, nos encontramos con que otros mercenarios habían estado ya allí. Habían colgado al hombre de una viga y le habían quemado los pies para hacerle entregar su dinero. La esposa y su hijo yacían muertos sobre un charco de sangre, y encontré el cuerpo desnudo de Giovanna en el lecho que habíamos compartido. Pero ya no era hermosa, porque la habían estrangulado. Hubiera sido mejor que no le hubiese ahorrado su virginidad, sino que me hubiera llevado a la muchacha por la fuerza y que la hubiese defendido espada en mano. 4 Aquel insensato pillaje continuó durante ocho días con sus noches, y ahora siempre que deseo imaginarme los horrores del infierno no tengo más que evocar en mi imaginación algunas de aquellas escenas, porque el corazón del hombre no puede concebir profanación, salvajismo o crimen que no se cometiera allí; las representaciones gráficas que los más grandes pintores han intentado del Juicio Final no son más que fantasías infantiles en comparación con los horrores del saqueo de Roma. No había hombre, aunque fuese eminente o alto dignatario, que pudiese comprar su vida con su fortuna; ni dama, cualquiera que fuese su rango, que fuera perdonada en mérito a sus virtudes. Locos de sangre y de vino, alemanes, españoles e italianos rivalizaban entre ellos buscando ingeniosos métodos de extorsión, y sin distinción alguna incluían a los partidarios del Papa y del emperador entre sus víctimas. De seguro que tras de tales martirios, los que lo sufrieron no sentirían miedo de los tormentos del infierno. ¿Y quiénes eran cristianos allí? Los españoles bramaban como bestias, y los alemanes hicieron de la palabra «luterano» un odioso insulto. No intentaré defenderme a mí mismo ni hacerme el inocente. Durante los tres primeros días pensé tan sólo en mis propias ganancias; más tarde me puse enfermo a causa de la matanza, el terror y los gritos de los torturados, y una mañana desperté de mi delirio. Aquella mañana está grabada en mi memoria como un aguafuerte sobre una plancha de cobre lista para ser impresa en el blanco papel de mi alma. Desperté bajo una columnata en el Campo di Fiore, deslumbrados mis ojos ante aquel sol de mayo. Subían las llamas y columnas de humo negro, y el aire matinal aparecía cargado con la hediondez de la sangre, del hollín y de los vómitos. Yo no podía recordar cómo había encontrado el camino al lugar donde acampábamos, pero mi bolsa estaba intacta, mi burro se hallaba trabado junto a un pilar, y mi perro, echado, con el hocico en el suelo, como oprimido de tristeza, y no tuvo ánimo para ir a saludarme. Me dirigí con el burro hacia las riberas del Tíber. No pude beber, porque la corriente arrastraba cadáveres que se deslizaban junto a la orilla. Vi entre ellos sacerdotes, monjes y monjas, y hasta los cuerpos con ronchas y pústulas de los enfermos a quienes los soldados habían arrojado de sus camas en la Casa del Espíritu Santo, tan sólo para matarlos y arrojarlos al río; todo porque ciertos hombres ricos se habían refugiado entre los enfermos. Atormentado por una sed insufrible, me dirigí hacia una iglesia vecina con la esperanza de encontrar alguna persona que me diera algo de beber. Encontré en la iglesia a una chusma de soldados alborotadores que había empujado unas barricas hasta el altar, donde se apretujaban para poder beber. Usaron para ello los vasos sagrados; muchos soldados se disfrazaron con las vestiduras sacerdotales, y a dos clérigos los habían vestido con prendas femeninas. Cuando entré, un arcabucero, sentado en la pila bautismal, que había ensuciado, apuntaba y disparaba sobre un crucifijo que arrastró luego hecho astillas sobre el saqueado altar. Fui con mi burro más allá del castillo de Sant'Angelo y vi un grupo de sacerdotes, monjes y eminentes hombres de leyes que con mano poco diestra manejaban picos y palas para cavar trincheras en torno a la fortaleza, bajo la dirección de soldados que lanzaban maldiciones y los golpeaban con las conteras de las lanzas. Una niña pequeña se acercó al capitán español mostrándole un manojo de verduras y le preguntó si podía llegar hasta el castillo, pues uno de los que estaban dentro le había gritado que el Papa necesitaba verduras frescas. El español lanzó un reniego, se acercó a ella y la dejó pasar. Con los ojos brillantes, llegó al borde del foso y en seguida lanzaron una cuerda desde arriba. La niña comenzó a atar el paquete y, puesta de rodillas, gritando con su aguda voz infantil, pedía la bendición del Papa. Algunos piqueros alemanes gritaron y prepararon sus armas. Un momento después sonó un disparo y la niña lanzó un grito: cayó de bruces, mientras el manojo de verduras caía en el foso. Arreé a mi burro, mientras el perro me seguía pegado a los talones. Salimos a la gran plaza que está delante de San Pedro, donde los cadáveres de los guardias suizos infestaban el aire. Pero mis ojos estaban fijos en el templo más grande de la cristiandad, cuya majestad y pureza de líneas llenaron mi espíritu de paz y de serenidad en medio de aquella carnicería. Algunos de los soldados de caballería del príncipe de Orange traían de abrevar sus caballos y yo les pregunté dónde podría encontrar una cuadra para mi propio animal. Al ver por mi indumentaria que era un médico, recibieron amablemente mi pregunta y me dijeron que les siguiese. Con mi mayor asombro vi que conducían sus monturas por las escalinatas de San Pedro hacia el interior de la iglesia. Les seguí, y pude oír los relinchos de muchos caballos bajo el techo abovedado. Debía de haber varios cientos, pero en aquel edificio tan vasto ocupaban poco espacio. Me detuve y miré a mi alrededor lleno de asombro, sintiéndome como un escarabajo junto a aquellos pilares gigantescos. Después, siguiendo el consejo de los jinetes, trabé mi burro a la reja de hierro de una capilla lateral. Los hombres me dieron una generosa ración de heno y avena de los varios fardos que habían traído de las caballerizas papales. Oí el estruendo de piedras y el golpear de martillos y palanquetas en el interior de la iglesia, y mientras vagabundeaba entre los esplendores de aquella gran Casa del Señor, observaba grupos de mercenarios que estaban atareados en forzar las tumbas de los antiguos Papas para robarlas. Algunos habían empezado a destrozar la tumba del propio san Pedro, pero aquello era una visión demasiado aterradora para mí. Con las rodillas temblorosas huí con horror de la iglesia. Nadie me puso dificultades para que entrase en el Vaticano, por una puerta lateral, donde había establecido su cuartel general el príncipe de Orange. La calle aparecía blanca con los documentos de los archivos que los saqueadores alemanes habían arrojado por las ventanas. Dos centinelas me condujeron a la capilla sixtina, donde el duque de Borbón estaba expuesto en un túmulo, pálido y maloliente, a la luz oscilante de las velas de cera. De suerte que este príncipe, traidor a su rey, y en la última noche de su vida excomulgado, llegó al fin a Roma para tener su lecho de muerte en la ciudad que tan delirantemente había deseado. A pesar del entredicho papal, dos clérigos intentaban celebrar una misa de réquiem, pero los paños desgarrados, los objetos del culto destrozados, dificultaban el sagrado ritual. Sin preocuparse de eso ni del reposo postrero de su comandante, algunos soldados se dedicaban a arrancar espléndidas pinturas de los muros. Aquellos camaradas me dijeron que les habían ofrecido muy buenos precios por las obras, que eran de un pintor llamado Rafael, el cual, al parecer, tenía fama. Se mostraron apesadumbrados porque en la noche de su llegada habían quemado muchas pinturas y cuadros para calentarse. Aquellas pinturas eran realmente muy hermosas, a juzgar por lo poco que vi. Cuando salí de la capilla, me acerqué a una partida de arcabuceros españoles que estaban destrozando los ventanales de vidrios emplomados con las culatas de sus armas, para apoderarse del plomo. Les pregunté por qué cometían aquel destrozo tan imperdonable, ya que los ventanales eran muy bellos y había pintadas en ellos muchas santas escenas. Los españoles negaron que estuviesen haciendo nada malo; simplemente realizaban una tarea útil para abastecerse de balas de plomo. Me informaron que un escuadrón de la caballería aliada había alcanzado las puertas de Roma y los españoles se proponían que no fuese libertado el Papa sin pagar su rescate. Salí al aire libre en la colina vaticana y vi nubes de humo negro que se alzaban en aquel claro cielo de mayo desde las lejanas riberas. Me sentí dominado por una fatiga desesperanzada y me pregunté qué provecho había logrado con una bolsa llena, el vino y todas las buenas cosas de este mundo cuando ni siquiera había podido decir quién era, o qué era, adonde iba y qué es lo que deseaba de la vida. El Papa, como yo había jurado que le vería, era un fugitivo desvalido. El poder papal quedaba derrumbado, y seguramente nunca volvería a resurgir. Sin embargo, si iban a hacer un mundo nuevo, ¿qué felicidades podían esperarse de aquella carnicería desenfrenada, de aquel ciego deseo de destrucción que no tenía precedentes? Se había realizado mi juramento, pero, ¿qué había ganado con ello? No me había conducido más cerca de Bárbara; antes bien la había perdido para siempre. Mientras contemplaba los montones de papeles que en la calle arremolinaba el viento y escuchaba el retumbar de los martillazos, que me recordaban la profanación de la tumba de san Pedro, me di cuenta de que no sabía nada de mí mismo —de ese extranjero desnudo, sin hogar ni familia, y aun sin una patria o un futuro—. Me estremecí bajo el sol de mayo. Mi perro, mi único amigo, se acurrucó a mis pies y me dirigía su triste mirada. Había perdido a su ama, había sido azotado, torturado y quemado; pero no había sentido el anhelo de vengarse. Había sufrido a causa del salvajismo de los hombres. Me contemplaba como en muda plegaria, como si desease salvar mi alma. Me sentí abrumado por aquellos pensamientos y contemplé Roma, donde los hombres se robaban y se atormentaban los unos a los otros en su bestial apetencia de poder, sin que les importase un maravedí la vida de un hombre o la virtud de una mujer. Me asaltó una duda terrible acerca de la existencia misma de Dios. La inteligencia humana no podía comprender un Dios misericordioso que, habiendo enviado a su propio Hijo a padecer por los pecados del mundo, pudiese permitir la destrucción de su Ciudad Santa. Así pues, para mí la caída de Roma no presagiaba el nacimiento de una nueva Era, sino más bien el fin del mundo, el desenfreno de los ejércitos de Satanás y la victoria del Anticristo en la persona del emperador. Mi corazón estaba como desnudo y vacío, pero mi miserable cuerpo me hizo saber su hambre y me llevó a esperar que mi desesperación no fuese sino el resultado del inmoderado y excesivo consumo de vino. No pude encontrar casa que no hubiese sido registrada, aunque en aquel barrio de la ciudad reinaba un silencio desolador. Al fin, crucé a través de una puerta y me encontré entre los árboles en flor del jardín de una casita. Atravesé, una tras otra, varias habitaciones destrozadas, sin encontrar a nadie, hasta que al fin penetré en una estancia interior donde una mujer con los ojos espantados, desmelenada, se me acercó. Apoyando un dedo en los labios señaló a un anciano que estaba en el lecho. Respiraba pesadamente, tenía los labios y las mejillas azulados y comprendí que sufría alguna grave afección del corazón y que moriría pronto. La mujer me sacó de la habitación, me siguió, y después de contemplarme un rato, desgarró su vestido con una expresión de cansancio y disgusto, se acostó en el suelo y dijo: —Si hay en vos una chispa de piedad humana, buen hombre, acabad conmigo rápidamente y dejadme volver junto a mi padre enfermo para estar a su lado cuando muera. Os juro por todo lo más santo que no hay nada oculto en su lecho y que he comprado nuestras vidas con nuestra última moneda. Haced aprisa lo que tengáis que hacer. Después podréis llevaros lo que queráis, siempre que me dejéis en paz. Me encontraba tan abrumado por mis propios pensamientos, que al principio no comprendí lo que intentaba decirme. Luego me sentí avergonzado, desvié mi mirada y dije: —No vengo con malas intenciones respecto a vuestra virtud; yo sólo deseaba pedir algo de comer si es que tenéis algo, y pagaré su importe. Soy médico y me sentiría satisfecho de ayudar a vuestro padre si pudiera, aunque me temo que está fuera del alcance de los auxilios humanos. Mi perro se acercó a la mujer y le lamió la mano. Ella se sentó llena de asombro, se ruborizó ligeramente y se cubrió el seno. —¿Es posible que haya tropezado con un ser humano entre todas estas bestias salvajes? —exclamó—. He perdido la fe hasta en los mismos santos. Un bárbaro tras otro han respondido a mis ardientes plegarias con un ultraje. Han arrancado del lecho a mi padre y han registrado los colchones en busca de dinero. Pero si sois en verdad un buen hombre, en nombre de Dios os pido que vayáis a buscar un sacerdote, porque mi padre tiene más necesidad de él que de un médico. Nuestros criados huyeron para unirse a los merodeadores; ayer, cuando salí a buscar un sacerdote, fui asaltada y robada en la calle y no me atreví a ir más lejos. Le dije que el Papa había prohibido la práctica de la religión en Roma y que sin duda por eso ningún sacerdote osaba desafiar el entredicho papal. Pero ella me expresó sus dudas de que el Padre Santo fuese a negar el Sacramento de la Extrema Unción a uno de sus más devotos y fieles súbditos por la simple razón de que él personalmente hubiese sido poco afortunado. Se había alzado de la humillante posición adoptada y estaba ya en pie, con la cabeza orgullosamente erguida. Era una mujer hermosa, aproximadamente de mi edad y que pertenecía sin duda a una buena familia. Su desconsuelo me movió a hacer lo que pedía, y le dije: —Os traeré un sacerdote si ha quedado alguno vivo en Roma. Después de haber tomado el pulso al enfermo y auscultado su respiración, vi que no tenía muchas horas de vida y dudé de que pudiese recibir el Viático. Pero me apresuré a cumplir el encargo y pude encontrar un sacerdote que precisamente entonces salía de una iglesia próxima a uno de los puentes. Le cogí de un brazo y le retuve a pesar de que se esforzaba por desasirse. Le rogué respetuosamente que fuese conmigo para cumplir con su sagrado ministerio, pero se excusó, apoyándose en el entredicho. No quedaba nada que hacer, sino poner la punta de mi espada sobre su pecho y dejarle elegir entre morir como un mártir de su fe o vivir como un hereje. Después de reflexionar, llegó a la conclusión de que sería de más utilidad para la Santa Iglesia estando vivo que estando muerto, y que después de todo él podría conseguir la absolución de su pecado. Llevó, pues, consigo los sagrados vasos y el óleo, del lugar donde los ocultaba, una lápida funeraria, y fuimos silenciosamente sin hacer sonar campanilla alguna, hasta el lecho del moribundo. Mientras el sacerdote se consagraba a sus menesteres y la hija rezaba por el alma de su padre, yo recorría la casa. Encontré muchos volúmenes de las obras de los antiguos filósofos griegos y romanos que yacían revueltas en el suelo juntamente con manuscritos que habían sido pisoteados por pies enlodados. Había también algunas esculturas antiguas cuyo tinte amarillento mostraba que habían sido desenterradas del suelo. Pero los soldados habían derribado de sus pedestales aquellas divinidades paganas, rompiendo sus cuellos y sus brazos. Mientras mis ojos seguían la bella curva de una cadera de mármol, pensaba en la mano del artista, desaparecida ya antes del comienzo de la Era Cristiana, y en el cincel que había formado en aquel mundo pagano semejantes imágenes de las perecederas formas humanas. ¡Y venían a ofrecerse a mi contemplación cuando los fundamentos de la cristiandad se derrumbaban! Aparté a un lado los fragmentos con el pie y me dirigí a la cocina, donde encontré unas cuantas cabezas de ajos y una hogaza de pan. Apenas había comenzado a compartir mi pan con el perro, cuando la mujer, saliendo de la habitación interior, me dijo con tono vacilante y. con los ojos bajos que el sacerdote había terminado su tarea y que reclamaba seis ducados. Me pidió que le prestase aquella suma hasta que pudiese visitar a alguno de los amigos y protectores de su padre. Le di el dinero, pero me enojó la rapacidad del sacerdote, de modo que saliendo por la puerta trasera del jardín hacia la calle, cuando él dejó la casa, corrí tras él y de un porrazo en la cabeza le hice caer. El anciano se encontraba sereno y en paz después de haber arreglado sus cuentas con Dios, y no sufría dolores. Con mano temblorosa acariciaba el cabello de su hija, que estaba arrodillada junto a él, y me imaginó que no debía de saber nada de los males que habían caído sobre Roma, pues me pidió con débil voz que procurase que se le hiciera un entierro respetable, y que su hija fuese acompañada, para estar más seguro, al palacio del opulento Massimo. No deseaba caballos empenachados que arrastrasen su carroza funeraria, y se contentaría con un simple féretro enterrado en tierra sagrada. No tuve corazón para decirle la verdad, y le prometí que se satisfarían sus deseos como yo mejor pudiese. Me arrodillé entonces junto a su hija para rogar por su alma y para mostrar mi reverencia ante la muerte, que roba al hombre sus placeres, reduce a polvo a los príncipes más poderosos y convierte en pura vanidad la labor de los sabios. Cuando el anciano exhaló su último suspiro, me levanté para cerrar sus ojos, atar su mandíbula con un pañuelo y cruzar sus manos sobre el pecho. Su hija sollozó durante un rato, pero muy pronto secó sus lágrimas y dijo con un suspiro de alivio: —Mi padre ha muerto como un cristiano, lo que es un gran consuelo para mí. Durante su vida descuidó con frecuencia la misa y olvidó sus oraciones estudiando los escritos de los antiguos paganos, y gastó más dinero en las reliquias de la antigüedad que en el adorno de los altares de los santos; pero ahora su alma ha conseguido el eterno reposo, y si no queda por realizar más que su último deseo, yo haré que lo entierren en tierra sagrada. Su estúpida obstinación consiguió enojarme y le dije que decenas de miles de cadáveres permanecían insepultos, produciendo una verdadera peste en las orillas del Tíber y delante de las iglesias, y que era vano esperar que se molestase alguien en cavar una fosa para un pobre erudito. Me respondió altivamente: —Os debo seis ducados, pero cuando haya sido enterrado mi padre y me hayáis acompañado al palacio de Massimo, os serán devueltos con una propina por vuestras molestias. El opulento Massimo no negará su protección a la hija de mi padre. Le dije amablemente que el palacio de Massimo había sido saqueado y arrasado, tanto por los españoles como por los alemanes, que Massimo había sido herido, y que sus dos hijas habían sido violadas en su presencia. Las muchachas habían sido obligadas después a meterse en la alcantarilla para buscar los tesoros que los invasores sospechaban que se habían ocultado allí. Por otra parte, yo pensaba que encontraría escasa ayuda en Massimo o en su familia. Cuando la mujer, con los labios apretados, se dio cuenta de su impotencia y de que sólo dependía de mí, comenzó a llorar. Pero, tras unos momentos de reflexión, dijo: —Por mí misma, nada me importa; mi cuerpo ha quedado profanado y ya mi vida tiene escaso valor. Mas para mi padre deseo un entierro decente, y si sois hombre, me ayudaréis. No sé lo que había en aquella mujer, que tan fácilmente me movió cuando apeló a mi hombría, pero le prometí hacer todo lo que pudiese, y me puse en seguida a buscar a Andrés. Tuve la gran fortuna de encontrarle en el Puente Sisto, llevando a los hombros a un anciano de cabello blanco, rodeado de un grupo de piqueros que gritaban y reían. Me contó que aquel viejo era el cardenal Ponzzeto, a quien llevaban de palacio en palacio pidiendo dinero por su rescate. Le expliqué el asunto que traía entre manos, y al mencionar el entierro, tuvieron los piqueros una nueva idea. El cardenal Ponzzeto merecía ser enterrada vivo, decían, porque no habían ganado con él ni un maravedí. Levantándolo del suelo, donde Andrés lo había arrojado, se lo llevaron hacia la iglesia más próxima. Andrés los siguió y yo tuve que seguirles. Metieron al cardenal en un ataúd que habían encontrado quién sabe dónde, y lo colocaron sobre unas andas en el centro de la iglesia. El viejo permaneció allí más muerto que vivo, mientras ejecutaban una pantomima de cánticos y predicación. Luego levantaron una de las losas, como si fuesen a enterrarlo debajo de ella; pero como ni con aquello consiguieron sacarle un maravedí más, cansados de aquella broma, dijeron que mejor serían sus huéspedes en su casa, y celebrarían un banquete. Andrés se hubiera ido con ellos tras comer algo, pero le rogué y le supliqué que me ayudase, puesto que la Providencia nos había provisto de un hermoso féretro y unas andas. Convenció a dos piqueros para que fuesen con nosotros, y después de dar una batida en las casas vecinas, reunimos hombres suficientes para llevar el ataúd, y dos monjas para cantar. Entonces, en solemne cortijo, y bajo la protección de la espada de Andrés, nos dirigimos hacia la casa del humanista. Vestimos al anciano con una camisa limpia, lo amortajamos y lo colocamos en el ataúd, con acompañamiento de salmos. Después, la mujer nos condujo a un pequeño cementerio, donde, al atardecer, los italianos cavaron una tumba. Y, así, el sabio humanista tuvo un entierro honorable. Cuando todo hubo concluido y se fueron nuestros ayudantes, acompañados de nuestras bendiciones, quedamos nosotros tres a solas junto a la tumba, contemplando el cielo, que al oscurecer se enrojeció con los incendios que estallaban por la ciudad. La mujer rezó sus últimas plegarias, luego se levantó, nos besó a ambos y nos llamó hombres honrados. Nos rogó que compartiésemos con ella la escasa comida que le quedaba en la casa de su padre. En nuestro camino de regreso registramos las casas de la vecindad, encontramos un poco de carne fresca, hortalizas y un pequeño barril de vino que Andrés trasladó sobre sus hombros a casa de la muchacha. La mujer, con mano poco práctica, encendió fuego en la cocina y comenzó a asar la carne, mientras Andrés me relataba las aventuras del día, y me mostraba un puñado de piedras preciosas, verdes y rojas, que había arrancado de un relicario en un convento. Dijo también que había visto la cabeza de san Juan Bautista, y que le hubiera gustado mucho apoderarse de ella y enviarla a la catedral de Abo. Hubiera sido —dijo— una acción digna de alabanza, pues había en su pueblo pocas reliquias tan valiosas. Pero alguien se le adelantó y apoderó de ella. Después de conversar un rato sobre el brutal salvajismo de los mercenarios, concluyó diciendo: —Encuentran placer en torturar y violar a las mujeres, y aun hacen servir a los niños para toda clase de vicios, cuando un hombre honrado encuentra su felicidad en ser bondadoso con las mujeres y en favorecerlas; y eso que no faltan en Roma muchachas de ánimo alegre que, por su propia inclinación, están dispuestas a compartir con los soldados sus. alegrías y su botín. La mujer, olvidándose de su asado, se volvió hacia nosotros y dijo: —He vivido una vida tranquila y entregada al estudio en la casa de mi padre. Un caballero distinguido procuró conseguir mis favores, pero como estaba a punto de entrar al servicio de la Iglesia, no podía ofrecerme más que la insegura posición de amante, por lo que le rechacé. Desdeñé también otros pretendientes de inferior rango. Ahora Dios ha castigado mi orgullo, y creo que nunca volveré a mirar a un hombre en lo futuro, sino con disgusto. Quizá cuando se haya restablecido el orden y hayan sido expulsados de Roma estos bandidos, entraré en algún convento cuya regla no sea demasiado severa. Andrés dijo: —Habrá bastante sitio en Roma para conventos, noble señora, y tendréis dónde elegir. En San Silvestre, por ejemplo, sólo ha quedado viva una monja, y la última vez que la vi, corría desnuda por las calles, detrás del hombre que había robado la calavera de san Juan Bautista. Permitidme disuadiros de vuestro precipitado e irreflexivo plan. Nadie sabe aún qué iglesias levantará el emperador en lugar de las que han sido destruidas. Pero sí puedo aseguraros una cosa: doce mil hombres robustos han resuelto elegir como Papa al doctor Lutero, por la fuerza si fuese necesario, y el doctor Lutero no es amigo de conventos ni del celibato. Se ha casado con una monja. Al escucharlo, la mujer olvidó de nuevo su asado, que cayó en el fuego sin que le prestase atención. Se nos quedó mirando con la boca abierta, y preguntó: —Así pues, ¿no hay ya ningún refugio para una indefensa mujer? Andrés cogió la carne caída en el fuego y distribuyó las porciones quemadas. Nos sentamos a la mesa empezamos a comer, y como la carne estaba requemada por unos lados y cruda por otros, tuvimos que lavarla con grandes tragos de vino. La mujer ocultó su rostro entre las manos y se lamentó de su desvalida situación, pero Andrés la confortó diciendo: —Comprendo vuestro desconsuelo, pero en esta vida nada hay irreparable, salvo la pérdida de la vida misma. Cuando tengáis tiempo para reflexionar tranquilamente, veréis que la vida puede ofreceros todavía algunas dulzuras... mejores desde luego que un poco de carne socarrada. Tengo entendido que algunos brutales camaradas os han violado, pero aún debierais alegraros, pues otros os hubieran mutilado para arrancaros el dinero. No estáis peor que aquel que cuando está bebido ha cometido toda especie de locuras, al serenarse se considera a sí mismo como el más miserable entre todos los miserables pecadores. Os sorprenderá más cuán rápidamente desaparece esa sensación después de unos cuantos tragos para aclarar la cabeza. Seguid, pues, mi consejo; comed y bebed para restaurar vuestras energías, y recordad tan sólo que habéis logrado para vuestro padre unas honras fúnebres tales, que ni los más opulentos ni los más eminentes cadáveres de Roma podrían sobrepujar en estos tristes días. Sus sencillas palabras avivaron y alegraron a la hija del sabio humanista. Se esforzó cuanto pudo en sonreír, y dijo: —En verdad, soy una desgraciada y he olvidado mis deberes como señora de la casa. Vuestra amabilidad me hace lamentar el no haber gastado más tiempo en el arte de cocinar, y menos en la versificación y en los dramas sacros. Quizás estéis en lo cierto; quizás el Señor desea castigar mi arrogancia, y ha degradado mi cuerpo, que tan celosamente había guardado, apartado aun de las caricias más tiernas. Y aunque es de escaso consuelo el pensar que pudieron haber ido peor las cosas, sin embargo, como un buen filósofo, la aceptaré. Mi única preocupación es la de cómo premiaros, pues ni aun sé asar carne de manera que os satisfaga. Pero si deseáis que os recite algunos hermosos versos, o los discursos de santa Magdalena en el drama de la Pasión, en lo que tuve tan gran éxito, así lo haré. Pero Andrés se excusó diciendo que hacía demasiado tiempo que tenía abandonados a sus piqueros, y me instó a que permaneciese junto a ella para protegerla, puesto que yo era un hombre de estudio que conocería el valor de la poesía. Dicho esto, se fue, dejándonos solos en aquella casa saqueada. No encontramos nada que decir y permanecimos sentados en silencio a la luz de aquellas dos velas, hasta que al fin me indicó dulcemente que su nombre era Lucrecia, y me rogó que conversase con ella como un hermano. Me tendió sus manos para que se las cogiese, porque tenía frío y estaba atemorizada. Mi perro se acurrucó delante del fuego, que ya se apagaba, y yo seguí en silencio. La muchacha dijo: —A mi padre se le destrozó el corazón cuando los soldados derribaron sus esculturas antiguas y maltrataron los volúmenes en los que había gastado toda su fortuna. Creo que murió al ver que la obra de toda su vida quedaba destruida en un instante. Me siento como un pájaro a quien una ráfaga tormentosa ha arrastrado desde su jaula a un mundo brutal y terrible, pero quizá más bello. Rodead mi cintura con vuestros brazos, Miguel, calentadme, protegedme. Estas dos velas son las únicas que tenemos en la casa, permitidme que las apague. Podemos hablar lo mismo a oscuras. Así lo hizo, y rodeé su cintura con mi brazo. En medio de los tormentos de mis graves pensamientos, encontré un consuelo en abrazar a un ser tan solitario y abandonado como yo. Al día siguiente se levantó antes que yo. Cuando la vi de nuevo, estaba pálida y silenciosa, y vestía de negro. Cuando le hablé, advertí que evitaba mi mirada, y cuando desayunamos con los restos de la cena del día anterior, me trató como a un extraño o a un enemigo, sin que yo pudiera descubrir qué era lo que pensaba o sentía. Mi conciencia no me permitía dejarla a solas y sin protección, por lo que la llevé conmigo al campamento de los piqueros, y la confié a los cuidados de los centinelas. Los alemanes, que son de buen corazón, habían rescatado a un cierto número de desgraciadas mujeres, librándolas de la violencia de otros mercenarios, y las habían dedicado a lavar y cocinar. No pude imaginar refugio más seguro para Lucrecia, pues en beneficio de mis intereses me veía obligado a ir a una y otra parte de la ciudad, en tanto continuase el saqueo legal. Pero cuando a la noche regresé llevando alimentos para ella, Lucrecia había abandonado el campamento, y las otras mujeres me dijeron con tono de burla que el mojarse con el agua de lavar resultaba penoso para sus suaves manos, y que se había ido detrás de unos españoles, buscando mejores protectores. Me quedé asombrado de su locura, y volví a su casa en su busca, pero no había regresado. Me quedé en aquella casita, que estaba cerca de San Pedro, porque me resultaba más fácil echar una ojeada a mi burro, mientras la esperaba. Cuando terminó el saqueo, Andrés se reunió conmigo, para reponerse de sus excesos. Llevó consigo a algunos de sus hombres, para que pudiésemos defender nuestro barrio contra los intrusos. Almacenamos cierta cantidad de harina y alimentos secos, pero pronto comprobamos que no habíamos cogido las vacas gordas de Egipto, sino que nos amenazaban hambres y privaciones peores que las que habíamos conocido nunca. 5 Durante aquellos ocho días hubiera sido cosa fácil, hasta para un reducido ejército enemigo, penetrar en la ciudad y rescatar al Papa del castillo de Sant'Angelo, pues nuestras tropas estaban completamente desmandadas, entregadas al saqueo y a la carnicería. Uno de aquellos días, el príncipe de Orange, que se había establecido en el Vaticano, porque no quería ser testigo de aquel indescriptible desorden, dio la señal de alarma, intentando amedrentar a su ejército para que se redujese a la unidad y a la obediencia. Pero de treinta mil hombres, respondieron escasamente cinco mil. Al finalizar aquella semana de pillaje, fueron repartidos los despojos de acuerdo con los artículos de guerra. El oro y la plata amontonados que se habían recogido ascendían a la cantidad de diez millones de ducados, y un valor idéntico tenían los vasos de oro y plata y las piedras preciosas. Cuando terminó de hacerse la distribución, no había arcabucero o piquero que no se ataviase con sedas y terciopelos y de cuyo cuello no colgasen grandes cadenas de oro; el más humilde criado hacía resonar en su bolsa por lo menos cien ducados. En cuanto a otros bienes, tales como muebles, pinturas, libros, reliquias y otros objetos costosos que, o habían sido destruidos, o habían sido vendidos en la judería a bajo precio, valían por lo menos tanto como lo que había sido repartido; y en cuanto a los innumerables palacios y casas destruidos por el fuego o por explosiones, su reconstrucción costaría muchos millones de ducados. Cuando el orden quedó lo suficientemente restaurado para que apareciesen de nuevo buhoneros y chalanes y que las tabernas abriesen sus puertas, se vio claramente que la riqueza había perdido todo sentido. Habían pasado escasamente tres semanas, y la hogaza corriente costaba un ducado, y los habitantes más pobres se morían de hambre. Ningún campesino era lo suficientemente loco para llevar alimentos a Roma, y las reservas de provisiones de la ciudad o habían sido devoradas en la primera acometida de salvaje glotonería de los asaltantes, o habían sido arrojadas a los cerdos. La atmósfera apestaba con la hediondez de la corrupción, las ratas pululaban por todas partes y roían los cadáveres. Un día, cerca del coliseo, algunos españoles mataron dos lobos, atraídos a la ciudad por el olor de la carroña. Tras el hambre vino la peste, y yo, que hasta entonces no había tenido experiencia personal de ella, la tuve entonces sobrada para el resto de mis días. Cuando el primer piquero llegó, quejándose de una sed abrasadora y señalando sus doloridas axilas e ingles, comprendí en seguida lo que teníamos que afrontar, y a falta de medicamentos, no podía hacer más que sangrarles y administrarles eméticos, para que no se volviesen locos con la fiebre y se lanzasen al río. La peste se extendió hasta el castillo de Sant'Angelo, y muchos temieron que el Papa se nos iría de entre las manos. Me parecía estar viviendo en plena pesadilla. Me tambaleaba mientras caminaba y sufría vértigos; sin embargo, me esforcé en alimentar y dar agua a mi burro. Una mañana, cuando iba yo tras él, en las cercanías de San Pedro, un centenar de piqueros entraron atropelladamente en la iglesia, desataron los mulos y me obligaron a que les entregase mi burro, porque lo necesitaban para no sé qué sacrílega mojiganga. Fui tras ellos para no perder de vista a mi burro. Cuando poco más allá quise reclamarlo, me cogieron y me obligaron a seguir más adelante, donde estaban atormentando a un sacerdote. Había algunos sacerdotes en Roma que ejercían su ministerio a pesar del entredicho papal, asistiendo a los enfermos y confortando a los desgraciados. Uno de aquellos buenos hombres había tenido la mala fortuna de tropezar con nosotros, y los piqueros le ordenaron que ofreciese la Sagrada Eucaristía a mi burro. Pero aunque le golpearon y apalearon hasta hacerle derramar sangre por boca y narices, se resistió firmemente y dijo que prefería morir antes que profanar el Sacramento. Su firmeza arrastró a aquellos endemoniados a un verdadero frenesí de ira; le asesinaron y arrojaron la hostia en el cieno. Mi burro comenzó a rebuznar y, con aquel ruido en los oídos, caí desmayado. Me desperté en medio de una espantosa hediondez, con una sed abrasadora y fuertes dolores. A tientas, agarré un brazo humano putrefacto, que quedó desprendido del cuerpo. En mi delirio me imaginaba a mí mismo entre las penas del infierno, pero gradualmente se fue aclarando mi cabeza, y me encontré con que había sido robado y que me habían dejado desnudo en una pequeña iglesia, entre los cadáveres de los que habían muerto de la peste. El horror me prestó fuerzas suficientes para arrastrarme hasta la calle y lanzar un trémulo grito de socorro, pero cuando alguien oía mi voz, apresuraba el paso para evitarme. Sentí los forúnculos en las axilas y las ingles, que me causaban una crudelísima agonía. Tenía la cabeza adormecida por la fiebre, y me parecía oír todavía el agudo rebuzno del burro, como lo había oído cuando el sacerdote moribundo extendía sus dedos hacia las formas consagradas para protegerlas de los pies de los soldados. Sintiendo muy cerca mi muerte, me desmayé de nuevo, pero me desperté ya de noche al sentir una lengua menuda que lamía mi rostro. Rael se encontraba a mi lado. Había estado errando entre la muchedumbre, pero al fin había encontrado mi rastro. Al ver que me despertaba, lanzó agudos ladridos de alegría y me mordisqueaba en la oreja como para que me levantase. El ardor de la fiebre hacía que me sintiese ligero como una pluma, y como muchos otros enfermos de peste, me puse en pie y me arrastré por las calles, apoyándome en los muros de las casas y, a veces, cayéndome de bruces. No sabía exactamente hacia dónde me dirigía, pero el perro me condujo aproximadamente hacia la casa de Lucrecia. Entonces caí de nuevo, pero esta vez ya no me pude levantar. Rael, durante algún tiempo, me dio empujones y tirones, y luego corrió a pedir ayuda a Andrés y llegó con él a donde yo estaba postrado. Andrés me cogió y me trasladó dentro de la casa, acto de abnegación difícilmente superable, porque aun los médicos procuraban evitar el contacto de los apestados y se mantenían en el extremo opuesto de la habitación, a menos que tuviesen que sangrarles, en cuyo caso se lavaban las manos con sal y vinagre. Estuve enfermo durante varios días, y mi mente deliraba, y conversaba con Andrés como si fuese la señora Pirjo, o Bárbara, cuando me traía agua fresca para beber, o bañaba mis bubones con paños mojados en vinagre... Mientras él dormía, Rael me vigilaba y espantaba las ratas. Pero al cabo de cinco días los bubones maduraron y reventaron por sí solos, con lo que la fiebre remitió, y comencé a tener la cabeza más clara y a darme cuenta de dónde estaba. Como médico, yo sabía que sólo podría restablecerme si sobrevivía a aquel período de debilidad y recibía alimentación suficiente. Hice, pues, un esfuerzo para tragar el plato de avena cocida que Andrés me preparó, y chupé frutas secas, cuya dulzura me reanimó. No podía aún levantarme del lecho por mí mismo... y cuando Andrés tenía que salir a buscar alimentos para nosotros, dejaba de guardia a alguno de los piqueros, pues teníamos aún la mayor parte de nuestro botín oculto en la casa. Pero a veces se olvidaban de su obligación por temor a la peste, y confiando en la seguridad de nuestro escondrijo, se iban a visitar las casas vecinas para charlar y distraerse con las mujeres. Por esa razón, Andrés me dejó un arcabuz junto a la cama. Me encontraba, pues, un día descansando en aquel estado de extrema debilidad que acompaña a la peste, y meditando sobre mi vida, tan mal empleada, cuando, de pronto, oí voces. En la puerta apareció Lucrecia y se me quedó mirando, llena de asombro. Llevaba un vestido de terciopelo de color de llama, que dejaba desnudos el pecho y los brazos, y entrelazado en el cabello, un cintillo de perlas. De sus orejas colgaban piedras preciosas, y brillaron pesados anillos en sus dedos cuando se llevó las manos a los labios con un gesto de estupor. Pensé al principio que estaba de nuevo delirando, pero luego sonreí, y grité débilmente: —¡Lucrecia, Lucrecia! Se santiguó y dijo: —¿Sois vos, Miguel? ¿Tenéis la peste? He visto la cruz en la puerta. Pasé mis dedos por mi rostro extenuado y barbudo, y no me admiró que no me hubiese reconocido en el primer momento. Aun ese ligero esfuerzo me dejó sin aliento. Se me acercó, aunque teniendo cuidado de no tocarme, y al hacerlo, observó un mendrugo de pan y un poco de avena cocida que en un plato de loza estaba junto a mí. —Aquí hay algo de comer —dijo en voz alta, y comenzó a mordisquear el pan, mientras me contemplaba con sus grandes ojos negros. Un español barbudo entró a grandes zancadas en la habitación y comenzó a engullir la avena. —¡Por amor de Dios, Lucrecia! —dije—. Es todo lo que tengo para comer, y mi restablecimiento depende de que pueda comer. ¿Habéis olvidado todo lo que hice por vos? Pero Lucrecia se volvió hacia el soldado español y dijo: —Quizás haya más comida en la cama. Debe guardar el dinero en alguna parte. El español me sacó de la cama arrastrándome por los tobillos, como para no infectarse las manos, y rajó con su espada los colchones. Era un mozo alto, delgado, con una barba que tenía un tinte negroazulado, de cuyo cuello pendía una cruz pectoral y una gran cadena de oro. Severamente, implacablemente, me miró y dijo: —¿Necesitaré tostaros las plantas de los pies con astillas embreadas, o estáis dispuesto a decirnos dónde ocultáis la comida y el dinero? —¡Lucrecia! —exclamé—. ¡Nunca hubiera creído esto de vos ni de nadie! ¿Es así como premiáis mi bondad? Dirigiéndose al español, Lucrecia le dijo: —Este hombre me expuso a una abominable vergüenza. Me violó cuando, completamente desamparada, estaba en su poder, y luego pretendió que le lavase sus ropas. Además es un luterano, y el matarlo sería un acto agradable a Dios. Pero el español no parecía deseoso de tocar mi cuerpo de apestado. Dejaron la habitación. Oí cómo volcaban los muebles, levantando las maderas del suelo para buscar nuestro botín. Entretanto, conseguí apoderarme de mi arma, y la amartillé, sentándome en el suelo y apoyando la espalda contra el lecho. En aquel momento oí a Lucrecia y al español que disputaban entre sí; el hombre llevaba una tea encendida. Pero se sorprendió y se detuvo cuando me vio, lo que me dio tiempo para apuntar y apretar el gatillo. La bala le dio en el pecho y cayó de espaldas, quedando cruzado en el umbral, sin tener tiempo ni aun de lanzar un juramento. La habitación quedó llena de humo. Lucrecia cayó de rodillas junto a su amante, pero cuando vio que se moría, se mostró terriblemente encolerizada. Cogió la espada del español, se levantó y se dirigió hacia mí, pero yo apunté con la pistola y amenacé con disparar. Bien sabe Dios que estaba resuelto a ello. Aquella estúpida mujer no supo que tenía que cargar el arma antes de dispararla, y arrojando la espada al suelo, me pidió que le perdonase la vida. Era mejor —dijo— que siguiésemos siendo amigos, o en otro caso enviaría españoles para que me matasen. Pero yo vi que tenía miedo, y como si no tuviese deseos de disparar demasiado pronto, blandí el arma amenazadoramente y le ordené que se quitase las pulseras, anillos y pendientes y que los dejase en el suelo junto al español. Lloró, suplicó y procuró por todos los medios enternecer mi corazón, pero fue en vano. Al fin prorrumpió en imprecaciones tan abominables, que nunca hubiera creído capaz a ninguna mujer, aunque hubiera estado en compañía de mercenarios, de aprender maldiciones tan odiosas en tan corto tiempo. No sé cómo hubiera acabado la cosa si los piqueros no se hubiesen visto obligados a interrumpir sus fanfarronadas a causa de la alarma provocada por el ruido del disparo. En aquel momento irrumpieron en la casa y cogieron a Lucrecia. Al ver el cuerpo del español, se quedaron espantados, temiendo que Andrés los desollase vivos por haber descuidado la custodia de la casa. Por otra parte, trataron a aquella endiablada mujer con más dureza de lo que yo esperaba. La despojaron de su vestido rojo y la azotaron con unas varas espinosas, hasta que por todo su cuerpo corría la sangre, y no hubieran dudado en matarla —lo que hubiera sido la medida más prudente—, pero al ver su miserable situación, me sentí inclinado a ordenar que la soltasen, y la echaron a puntapiés a la calle tan desnuda como cuando nació. En ese aspecto no se encontraba peor que muchas otras mujeres en Roma. Su infamia resultó, al fin, en beneficio nuestro, pues había cerca de quinientos ducados en la bolsa del español, y sólo la cruz pectoral valía por lo menos otros cien, por lo que juzgué que debió de ser hombre de cierto rango entre los suyos. Cuando regresó Andrés, dejamos la casa sin tardanza. Los piqueros me condujeron al otro lado del río, donde fuimos a escondernos en una casa vacía. Seguramente, Lucrecia iría en seguida a excitar a los españoles, y éstos registrarían la ciudad para dar con nosotros y vengar a su camarada de armas; porque esas gentes eran tan vengativas como codiciosas, y nunca olvidaban una injuria. Pero cuando la inflamación fue desapareciendo y pude tenerme de nuevo en pie, dije a Andrés: —Durante mi enfermedad he tenido tiempo para reflexionar, y me temo que hayamos sido cómplices de los peores actos de bandidaje que el mundo haya conocido nunca. No nos bastará el tiempo que nos quede de vida para expiar la parte que hemos tomado en ello. Nuestro castigo han sido la peste y el hambre, y creo que ni aun el emperador dejará de recibir su castigo por los horribles crímenes que se han cometido en su nombre. Así pues, que cada uno mire por su propia alma. En cuanto a nosotros, no nos queda abierto otro camino que huir de esta ciudad que fue en otro tiempo orgullo de la cristiandad, y que nosotros hemos convertido en una ruina. Andrés contestó gravemente: —En verdad que hemos cosechado en Roma tanto como es posible en una ciudad de esta clase. Es cierto, también, que aunque el Papa no ha sido rescatado todavía, eso no representará más que unos pocos ducados por cada hombre, y me temo que los jefes se embolsen la parte del león. Así pues, estoy dispuesto a abandonar Roma... y lo más aprisa posible, a causa de los españoles, a quienes has ofendido. No podríamos eludirlos durante mucho tiempo. Pero es un problema difícil el saber cómo vamos a abandonar este maldito lugar y adónde vamos a ir. Rael permanecía a mis pies, escuchándonos mientras hablábamos. De pronto se levantó, mirándome como con aire suplicante. Estando tan débil como estaba, las lágrimas asomaron a mis ojos, y dije a Andrés: —Nos hemos manchado con toda suerte de impurezas. Hemos perdido la fe de nuestra infancia, y difícilmente podemos esperar el perdón. Durante mi enfermedad ha ido creciendo en mí la convicción de que todas nuestras miserias comenzaron el día en que nos desviamos de nuestro camino de peregrinos a Tierra Santa. No pretendo conquistar tu voluntad de nuevo, hermano Andrés, pero he resuelto reanudar mi viaje, contigo o sin ti, y no habrá poder sobre la Tierra que pueda desviarme de mi propósito. —El viaje a Jerusalén es difícil y lleno de peligros —comentó Andrés—. Podemos caer en manos de los infieles. ¿No podíamos encontrar aquí más fácilmente nuestra salvación? Uno de los piqueros de Schärtin ha robado la lanza de Longinos, con la que éste hirió el costado de Nuestro Señor. La ha colocado en su propia pica y jura que con ella se abrirá paso derechamente hacia los cielos, aunque le salgan al camino mil demonios. Quizá nos la venda si le ofrecemos bastante dinero. No nos habrá de costar más que un viaje a Tierra Santa. Moví la cabeza ante su terquedad y estupidez. —No lo comprendes —dije—, y vale más que te calles. Cuando estuve convaleciente de la peste, soñé que íbamos caminando por un camino resplandeciente. A medida que caminábamos íbamos tropezando con matas llenas de espinas y ruinas, pero al final del camino estaba la ciudad santa de Jerusalén, una ciudad de oro. Justamente al día siguiente de haber tenido ese sueño, aquella infame Lucrecia entró en nuestra casa con el español, y yo hubiera sufrido una muerte horrible si la Providencia no me hubiera concedido la gracia y la fuerza para disparar contra aquel hombre. Fue un pronóstico que no puede ser ignorado. En cuanto a los peligros y dificultades del viaje, creo que exageras su importancia, pues actualmente el emperador paga al sultán veinte mil ducados anuales para proteger a los que van en peregrinación a los Santos Lugares, y nosotros no tenemos sino dirigirnos a los turcos en Venecia para obtener un salvoconducto. Podemos embarcarnos cómodamente en alguna nave veneciana, pues tenemos dinero bastante para ello y para comprar suficientes provisiones. Fue la Providencia la que me envió a aquel español con su bolsa para compensarme por la pérdida que sufrí cuando fui robado al caer enfermo en la calle. Andrés comenzó a ver que yo no desvariaba, sino que había trazado mis planes con prudente cuidado. Se rascó la cabeza, y dijo por fin: —Este mar no debe ser muy tormentoso en verano, y no guardo un recuerdo desagradable de nuestro viaje de Génova a España. —¡Excelente, Andrés! —dije—. Así es como hay que tomar las cosas. Puedes empezar a preparar nuestro viaje hasta Venecia, y yo me ocuparé del viaje desde allí a Tierra Santa, para que aquella piadosa resolución de nuestra juventud tenga su debido cumplimiento. Olvidemos estos años erráticos, y consagrémonos a la salvación de nuestras almas. El emperador habrá de responder por sus propias acciones; nosotros responderemos por las nuestras. Dos días más tarde remábamos por el Tíber, aguas abajo, hacia Ostia, disfrazados de faquines. Con nosotros venía Domenico Venier, el embajador veneciano, y dos distinguidas damas de la Corte de Mantua, también disfrazadas. Me encontraba todavía tan débil, que difícilmente podía halar el remo, demasiado grande para mí; pero mi espíritu se remontaba hacia lo alto cuando mis ojos se deslizaban sobre aquella Roma que se vislumbraba en la lejanía, y cuando respiraba aquel aire fresco de junio, después de la hediondez de las ruinas humeantes y de los cadáveres putrefactos. Cuando dejamos Roma tras nosotros, como un esqueleto saqueado, me parecía ver a la cristiandad toda como una criatura llagada, asolada por la peste, gemebunda, de la que el hombre tendría que huir si quería salvar su alma. Al llegar a Ostia empezamos a sentirnos seguros. Domenico Venier había resuelto intentar persuadir a la Señoría de la poderosa República de que debía enviar dinero al Papa para su rescate; por otra parte, las fuerzas imperiales que ocupaban Ostia hicieron lo que pudieron para facilitar nuestro viaje, y cuando salimos al mar abierto, nos vimos protegidos por la flota aliada bajo el mando de Andrea Doria. Gracias a ello, pudimos llegar felizmente a Venecia, desde donde pensábamos embarcar para Tierra Santa. He relatado hasta ahora las múltiples y extrañas aventuras de mi juventud, ingenuamente y sin pretender ocultar mis errores ni presentar mi conducta desde un punto de vista que fuese para mí halagüeño. Esta historia es por sí sola suficiente para convencer al lector de mis buenas intenciones; y mi cristiana humildad después del saqueo de Roma, dice mucho también en mi favor. No obstante, espero que pueda algún día encontrar oportunidad para contar mi viaje a Venecia y cómo fracasó nuestro intento de llegar a Tierra Santa; cómo en lugar de eso, me vi obligado a usar turbante y convertirme en un secuaz del Profeta. Y podré entonces refutar las infames mentiras que contaron de mí en los países cristianos cuando, después de múltiples reveses, gané honores y fama al servicio del sultán. ÍNDICE LIBRO 1 MIGUEL BAST «POLAINA DE PIEL» 5 LIBRO 2 TENTACIÓN 28 LIBRO 3 LA SABIA UNIVERSIDAD 48 LIBRO 4 LA HORA DE LA COSECHA 80 LIBRO 5 BÁRBARA 111 LIBRO 6 HACES DE LEÑA EN LA PLAZA DEL MERCADO 143 LIBRO 7 LOS DOCE ARTÍCULOS 182 LIBRO 8 LA BANDERA DEL ARCO IRIS 222 LIBRO 9 EL EMPERADOR DESAGRADECIDO 260 LIBRO 10 EL SAQUEO DE ROMA 291 Contraportada. «El aventurero» es una de las novelas más amenas y de más denso contenido del famoso autor de «Sinuhé, el egipcio». Como de costumbre, Mika Waltari inserta su argumento en un contexto histórico, en el que el protagonista nos va narrando tanto sus impresionantes aventuras como el entorno en que se desarrollan. Partiendo de Finlandia, lugar de su nacimiento, nos lleva hasta Venecia y nos explica cómo se vio obligado a usar turbante y convertirse en un seguidor de Mahoma.

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